10
Olivia había asesinado a Geoffrey Braden; había asesinado a Paul Winter; había asesinado a mistress Fludd; y ahora había intentado matar a Julia. Había sido conjurada en la zona oscura y llena de resentimiento donde habitaba; la aparición de Julia en Ilchester Place la había arropado con carne y hueso, y ahora era una presencia corpórea en la casa. O al menos así lo había sentido Julia, que no podía entrar en una habitación sin imaginar que su torturadora acababa de salir de allí. Cuando, sola en su dormitorio, corría el pestillo de la puerta, sabía que Olivia podía acceder a ella en el momento que lo deseara. Aquella larga carrera por el parque había sido algo así como una travesura. Olivia había jugado con ella, intentando reproducir el «accidente» de Rose Fludd.
Se encontraban en una nueva fase: se había dado una vuelta más a la tuerca y Olivia estaba sedienta de su sangre. Julia se tenía de pie sobre sus doloridas y debilitadas piernas, esperando a que el agua hirviera para hacer café. Tras la ventana era tan oscuro como si fuera noche cerrada; el cielo, el retazo que Julia podía ver por encima de los húmedos palos marrones de una cerca, permanecía inmóvil y como lanoso, dando la sensación de que podía chocar con los árboles. Unas gotitas se estrellaron contra el vidrio de la ventana.
Paul Winter. Alguien había visitado su habitación y hecho una carnicería con él. Alguien dominado por Olivia, algún hombre dominado por el odio de tal manera que resultara accesible a Olivia; un hombre en el que el absurdo y conmovedor Paul Winter había confiado. Quienquiera que fuese no sabría nunca que había matado a un hombre porque éste había hablado con una mujer llamada Julia Lofting. Tal vez ni siquiera recordaría haber cometido el asesinato; quizá Olivia era capaz de penetrar en una mente y salir luego sin dejar rastro de su invasión. Esta idea hizo flanquear las piernas de Julia, y ésta se apoyó en el mostrador mientras le temblaban las rodillas, transpirando.
La perturbada mujer recluida en Abbotsbury Close leería la noticia en el periódico o se lo comentaría Huff, y experimentaría una salvaje alegría. También ella era una víctima de Olivia.
Y David Swift sería la próxima, si Julia había comprendido bien lo que Olivia estaba llevando a cabo. Salió inmediatamente de la cocina y fue a la sala de estar. Tenía que buscar en la guía telefónica el número de Swift. ¿Conseguiría convencerle del peligro que le amenazaba? Había visto cómo actuaba Olivia, pero Swift era un individuo estúpido y arrogante. No tenía otra alternativa, debía persuadirle. Marcó el número y escuchó tensa cómo el teléfono sonaba con estridencia al otro extremo de la línea. Rezó para que Swift respondiera, pero el teléfono siguió sonando. Quizá había salido, pensó, o estaba acostado, durmiendo la mona.
Julia no quería considerar la tercera posibilidad, pero tampoco la descartó. En el tomo A-D de la guía telefónica halló los números de las distintas comisarías de policía, y llamó a la de Islington.
—Es posible que haya muerto un hombre —explicó—. Vayan al número trescientos treinta y siete de Upper Street, al piso que está justo encima del pub llamado The Beautiful and Damned. Su nombre es Swift, y el caso está relacionado con el asesinato del capitán Paul Winter. Dense prisa.
—¿Qué relación tiene usted con míster Swift, señora? —preguntó el agente con voz cansina.
—Temo por su vida —dijo Julia, y colgó el aparato con precipitación. Aliviada por haber hecho algo al menos, volvió a la cocina, donde la tetera llena de agua de Malvern hasta los topes emitía un agudo silbido. Se prometió que telefonearía a Swift más tarde.
Bebió el café de pie ante el blanco mostrador, intentando decidir lo que iba a hacer, cómo enfrentarse al desafío de Olivia. Olivia intentaría matarla. La noche anterior, después de que la socorriera el desconcertado hombre, mitad solícito mitad furioso, que había estado en un tris de atropellada, se había acostado sobre las sábanas en el sofocante dormitorio, temerosa de cerrar los ojos. Entonces, se había hecho el propósito de abandonar Ilchester Place; ya conocía el secreto de Olivia, no quedaba ya nada que descubrir; tenía que protegerse a sí misma. No obstante, a la mañana siguiente comprendió que Olivia podía llegar hasta ella estuviera donde estuviera. Ninguna casa sería más segura que la suya propia. Con esa certeza había limpiado el cuarto de baño, llenando cubos y bolsas con pedazos de cristal negro.
Pensó en ello mientras acababa de beberse el café; si en algún sitio podía estar libre de Olivia, ese lugar era los Estados Unidos. Era ya tiempo de regresar. Su matrimonio estaba roto; no quería ni necesitaba ya a Magnus. Se sentía más próxima a Heather y Olivia Rudge que a nadie más en Inglaterra, a excepción de Mark. Pero ella y Mark no habían mantenido nunca una conversación seria. ¿Le gustaría vivir en New Hampshire? Desalentada, se dio cuenta de lo poco que sabía de él.
Pero el pensar en Mark le infundió ánimo para contestar el teléfono cuando éste empezó a sonar en la sala de estar. Se armó de valor, considerando la posibilidad de oír por primera vez la voz de Olivia Rudge. Pero fue la voz de Lily la que oyó.
—Julia, espero que no te lo tomes mal si te pregunto cómo estás.
Julia descubrió que únicamente podía hablar a Lily de la manera más fría e indiferente. Lily parecía emerger de otra era.
—Buenos días, Lily. ¿Que cómo estoy? No lo sé. Me siento como si estuviera flotando en el aire, muy rara. Han sucedido muchas cosas; ya sé cómo murió mistress Fludd. Olivia casi ha hecho lo mismo conmigo. Creo que ésa es la idea que ella tiene de gastar una broma.
—Querida, si lo que estás diciendo…
—Que Olivia ha intentado matarme. Exacto. La próxima vez no se andará con juegos. ¿Qué harías tú si tu vida estuviera en peligro?
—Acudiría a Magnus —dijo Lily llanamente.
—Ya, eso es lo que tú harías. Pero yo no puedo; la próxima vez podría ser Magnus el que intentara atropellarme, o sea que no puedo recurrir a él, Lily. ¿Comprendes? No puedo.
Casi pudo oír estallar la paciencia de Lily.
—Comprendo que estés extenuada, querida —dijo Lily—, pero deberías darte cuenta de que estás dando muestras de una absurda falta de realismo. Magnus te ama, Julia, Magnus te quiere como esposa. Desea rehacer vuestro matrimonio. Hemos… Magnus y yo… fuimos a verte ayer, después de comer. Ojalá hubieras estado en casa para que vieras lo profundamente afligido que está.
—Estaba en casa, durmiendo; había tomado un par de somníferos. Olivia acababa de transmitirme un mensaje. ¿Me crees, Lily? Y anoche intentó llevarlo a término… Me incitó a salir de casa y a echarme bajo las ruedas de un coche. Casi me mato, yo estaba como hipnotizada. Eso es lo que le hizo a mistress Fludd. ¿Dirías en verdad que eso es un accidente, Lily?
—¿Te has preguntado alguna vez por qué te ocurren precisamente a ti todas estas cosas? ¿Por qué a ti?
—Eres lista, Lily; eso es lo único que me falta por averiguar.
—Querida, has estado muy agitada y has pasado por una temporada muy difícil. ¿Cuánto hace que saliste del hospital?
—No lo sé —dijo Julia, sintiendo que su fingido distanciamiento empezaba a ceder—. ¿Qué importancia tiene? Tal vez un mes.
—Hace menos, diría yo. Querida, mi querida Julia, lo has pasado muy mal. ¿No crees que te sentarla bien un poco más de reposo? No me digas nada ahora, sólo quiero que pienses en ello, y también que consideres la conveniencia de que te vengas a vivir conmigo por un tiempo. Sola como estás ahí, podrías hacerte daño o herirte tú misma de alguna manera, y nadie se enteraría. Por eso Magnus y yo queríamos hablar contigo ayer por la tarde. Queríamos que te mudaras a mi casa un tiempo.
—Tú y Magnus —dijo Julia—; tú y Magnus queríais, tú y Magnus pensasteis, tú y Magnus esto y lo otro. Así que teméis que me haga daño yo misma. ¿Qué es lo que me quieres decir con eso, Lily?
—Nada, querida, simplemente queríamos…
—Quiero que sepas algo, Lily. Esta mañana, justo antes de que llamaras, estaba pensando que me gustaría volver a los Estados Unidos. Aparte de Mark Berkeley, aquí ya no tengo nada. Quiero divorciarme de Magnus; me siento absolutamente extraña a él. Si sobrevivo a este asedio, voy a divorciarme. Ya está. ¿Qué te parece, Lily?
—Me parece una calamidad —dijo Lily—, es un desastre moral. Todavía culpas a Magnus por lo que sucedió, y no se te debería permitir.
—Ya entiendo —dijo fríamente Julia—. Creo que te gustaría verme otra vez en el hospital.
—Sólo quiero que lo pienses, querida —se lamentó Lily—. ¿Cuántas horas duermes? ¿Comes bien? ¿Puedes cuidarte tú misma? ¿Por qué, por qué, por qué crees que esa tal Olivia te quiere matar a ti? A ti… con tantas otras personas como tiene para escoger.
Julia escuchó, boquiabierta, casi esperando que Lily se lo dijera.
—Todo esto no nos lleva a ninguna parte —dijo Lily, finalmente—. Por favor, reflexiona sobre lo de instalarte en mi habitación de invitados, querida. Tú no quieres de verdad volver a ese país tuyo tan revuelto y abandonar la vieja y querida Inglaterra y a Magnus. Necesitas a Magnus, necesitas ayuda. Julia, ninguno de nosotros podrá ser feliz, ninguno de nosotros volverá a ser como antes hasta que tú no aceptes algunas verdades básicas. La verdad sobre Kate…
Julia gritó al auricular:
—¡Tú no sabes la verdad sobre Kate, tú no conoces la verdad sobre Magnus! —y acto seguido colgó.
Lily volvió a llamar unos segundos después.
—Julia, sigues siendo admirable, te respeto desde cualquier punto de vista, querida, pero también eres un poco caprichosa. ¿Me has colgado el teléfono?
—Date por vencida, Lily —dijo Julia—. No insistas; ya no pertenezco a tu mundo, ahora estoy en el de ella. Pregúntale a miss Pinner.
—Más te vale que empieces a pensar rápido y bien —dijo Lily, cinco minutos después, a Magnus, tras despertarle con su llamada—. Quiere divorciarse de ti, y ha dicho que estaba pensando en volver a los Estados Unidos.
—Dios mío —logró articular Magnus—. ¿Se ha vuelto loca? No puede divorciarse.
—Me imagino, hermano querido, que dispone de motivos suficientes para divorciarse hasta cincuenta veces, si fuera necesario. Pero sí, creo que se ha vuelto loca. Ese asunto de las Rudge la ha desequilibrado. Se ha disparado, Magnus. Seguro que existe alguna manera para que puedas ingresarla en el hospital. Internarla definitivamente, si es necesario. O al menos hasta que sea capaz de atender a razones.
—Lily —jadeó Magnus con voz vaga y amenazadora—, ¿qué diablos le has dicho? ¿Has vuelto a sacar a relucir lo de Kate?
—No —respondió Lily—, al menos no de una forma directa. Está demasiado metida en el asunto Rudge para pensar en Kate. ¿Quieres ir a tu bufete y rebuscar entre tus mohosos viejos libros cualquier ley a la que puedas acogerte para encerrarla por su bien? Porque si no lo haces, el año que viene, por esta misma fecha, ya no tendrás esposa. Podría irse a Reno, o adonde sea que vayan los americanos para mostrarse especialmente vulgares.
—Veré lo que puedo hacer —gruñó Magnus—. Me enteraré de lo que es necesario para proceder a un internamiento involuntario.
—Podrías haberlo hecho cuando te abandonó —inquirió Lily con su tono más acaramelado.
—Necesitaba que tú me lo sugirieras, Lily.
Una pregunta de Lily quedó prendida en la mente de Julia. «¿Por qué a ti?». Hubiera podido responder: «Porque he sido yo quien ha comprado la casa», pero con eso sólo se conseguía relegar la pregunta a un segundo término. No se sentía satisfecha con lo que ya sabía; tenía la impresión de que la fuerza que la había conducido a Breadlands y después a conocer al grupo de Olivia seguía dominándola.
Lo que más deseaba era tomarse otras dos pastillas y dormir el resto del día. Pero quedaba algo, una idea que no había acabado de perfilar… Su mente siguió la pista a aquel chispazo de la memoria, consiguiendo casi cazarlo. Una revista. Y ya lo cazó: The Tatler. El día que vio el cuadro de Burne-Jones tenía la intención de ir a buscar fotos de las fiestas de Heather Rudge publicadas en The Tatler.
«Bueno —pensó—, ¿por qué no?». Desde que descubriera el papel de Olivia en la muerte del chico Braden se había sentido desocupada. Parecía como si ahora sólo le restara aguardar… aguardar a que Olivia decidiera por dónde dirigirla. Hojear revistas en Colindale resultaba mucho más atractivo. Que se atreviera Olivia a aparecer en la biblioteca, que se atreviera a blandir su cuchillo sobre pilas de John O’London y Punch. La imagen era tan estrambótica que Julia, por segunda vez, se aferró a una precaria lucidez. ¿Podía ser que ella misma hubiera desgarrado las muñecas, escrito sobre los espejos y encendido la calefacción? Tal vez había imaginado que veía a Olivia. Su mente indecisa se replegó sobre sí misma.
No obstante, alguien había matado a Paul Winter; esto no se lo había inventado. Olivia no era una ilusión. Consciente de que se hallaba casi a punto de sentirse agradecida por la horrible muerte de Winter, Julia se vistió en el silencio de su caluroso dormitorio, salió en busca del coche y condujo por calles relucientes por la lluvia hasta Colindale y su hemeroteca.
Un vigilante uniformado inspeccionó su pase de lector con una minuciosidad casi insultante; caminando por entre filas simétricas de mesas vio de reojo a dos jóvenes sentados tras un gran montón de revistas victorianas que se intercambiaban una sonrisa irónica al pasar ella. Julia supuso que debía de parecer más que nunca una pordiosera. Tenía los zapatos llenos de barro por su persecución a través de Holland Park, las medias desgarradas, y hacia una semana que no se lavaba el pelo.
La mesa que se había acostumbrado a usar estaba ocupada por un corpulento negro con gafas de montura de oro que parecían despedir una violenta luz. En sus largas y planas mejillas tenía tres abultadas cicatrices de color negro purpúreo. La miró agresivamente, como un oso que defendiendo su territorio, y Julia anduvo errante hacia el otro lado de la sala en busca de una mesa libre. Dos o tres hombres la siguieron con la mirada, benévolamente divertidos.
Por fin encontró una mesa junto a la pared y dejó el impermeable salpicado de lluvia sobre la silla. Después de rellenar un volante pidiendo todos los números de The Tatler desde 1930 hasta 1941, lo llevó a la mesa y se lo entregó a una nueva bibliotecaria, una joven morena con grandes gafas de color oscuro. Julia observó cómo la joven bibliotecaria entregaba la tarjeta a uno de los empleados, y se dio cuenta de que, dos semanas antes, la había visto delante del restaurante francés de Abingdon Road. Era la chica a la que había inspirado simpatía, la chica que le había sonreído. Habían sido miembros de una misma especie; ahora no sintió nada parecido. No tenía nada en común con esa bonita y joven bibliotecaria.
Con el cabello rojizo hecho una maraña, las desgarradas medias negras, los zapatos embarrados y las marcadas y oscuras ojeras, Julia se sentó animada ante la mesa bermeja. No iba a compadecerse. Un muchacho le trajo media docena de gruesos volúmenes que depositó delante de ella.
—Le traerán el resto cuando haya acabado con éstos —dijo él casi disculpándose, como si esperase que aquella extraña mujer fuera a gritarle.
Julia sabía que iba a descubrir algo; se sentía moralmente reanimada. Julia cogió el primer volumen del montón y comenzó a pasar las páginas, mirando con avidez las fotografías de hombres y mujeres vestidos de etiqueta, recordando su infancia. Casi podía oírles hablar.
Durante la primera hora no encontró nada, y tampoco durante la segunda. Hasta un poco antes del mediodía no logró un pequeño éxito. Había llegado a la mitad del volumen de 1933-1934 cuando una foto, una cara, en una página que ya había pasado, volvió a su mente con ardiente intensidad, y Julia regresó a toda velocidad a la sección correspondiente a noviembre de 1933. Allí, en la esquina derecha del libro, sonriéndole y con los hombros relucientes, estaba Heather Rudge, sosteniendo un cigarrillo y una copa de champán; el franco erotismo de la mujer quemó las entrañas de Julia. A ambos lados de ella aparecía una serie de hombres jóvenes. Julia se apresuró a leer el pie. «La conocida anfitriona americana mistress Heather Rudge en la fiesta dada por lord Kilross, con míster Maxwell Davies, míster Jeremy Reynolds, lord Panton, el Honorable Frederick Mason, y el Vizconde Gregory». Eso era todo. Ninguno de los jóvenes, todos ellos deslumbrantes, le eran familiares a Julia, y ya no encontró más fotos de Heather en la fiesta.
Acabó de repasar con lentitud el resto del volumen, pero Heather ya no volvió a aparecer. Tampoco lo hizo durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, al cabo de los cuales Julia volvió a ver la ovalada, retadora, vanidosa y sensual cara emergiendo nuevamente de los hermosos hombros sobre un cuello estilizado. Más hombres jóvenes la rodeaban; míster Maxwell Davies, el Vizconde Gregory, y el Honorable Frederik Mason formaban parte del grupo. No habían cambiado de aspecto. En esta ocasión, leyó Julia, se trataba de una recepción ofrecida por lord Panton, que aparecía junto a una frívola y menuda rubia, la Honorable Tal y Cual, toda ella rizos y dientes. No cabía duda de que aquéllos eran sus admiradores; Julia se preguntó cuál de ellos había tenido el honor de engendrar a Olivia.
En los volúmenes que se sucedían hasta 1936, Julia encontró en tres ocasiones más la fotografía de Heather. Al parecer ésta tenía por costumbre ir siempre en compañía de los mismos jóvenes, con una leve mezcla de bigotudos caballeros de más edad y con barrigas excesivas y ojos saltones. Oliver Blankenship, Nigel Ramsay, David Addison. Pero cada vez que aparecía uno de estos caballeros de edad respetable, lo hacía bajo la sombra de varios de los miembros jóvenes pertenecientes al cortejo de Heather. Heather seguía siendo «la conocida (o popular, o famosa) anfitriona americana» en estas fotografías, pero no había constancia gráfica de sus fiestas.
Julia indicó al empleado que se llevara los seis pesados volúmenes y trajera los seis restantes. Tenía el rostro febril y caliente, congestionado, y empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa, mirando nerviosa en derredor de la callada sala, en la que los hombres inclinaban sus cabezas sobre los libros como si bebieran de ellos. En su reloj eran las tres y media; no había comido ni bebido nada desde el café que se había tomado por la mañana.
En un ala de la biblioteca había una pequeña cafetería.
Julia se preguntó si debería comer un bocadillo antes de proseguir. El impulso nacía del creciente optimismo que empezaba a sentir, y optó por seguirlo, a pesar de que no tenía hambre. Garabateó una nota para el empleado y, pasando con rapidez por los pasillos, salió de la sala de lectura, tras dedicar una luminosa y vaga sonrisa al vigilante de la puerta.
Julia atravesó precipitadamente el largo y oscuro corredor que conducía a la cafetería, escogió una bandeja bajo la mirada de una aburrida mujer india con el pelo recogido en una redecilla, y contempló el muestrario de platos.
—La cocina ya está cerrada —anunció la india desde su taburete. Julia asintió, inspeccionando los bocadillos—. Ya no queda nada caliente, sólo eso —insistió la mujer.
—Está bien —dijo Julia, y cogió de la repisa un emparedado de queso y tomate envuelto en celofán. Al tocar el crujiente papel, Julia se lo imaginó al instante pegado a su cara, adherido allí, a las fosas nasales y la boca. Dejó caer el emparedado sobre la bandeja.
—¿Hay café? —preguntó Julia, de pie ante la reluciente cafetera.
La mujer negó con la cabeza.
—No hay café. Demasiado tarde; habrá café dentro de media hora.
—Está bien —dijo Julia, arrancando una lata de naranjada del embalaje de plástico.
Cuando llegó a la caja, la india abandonó su taburete y se movió con parsimonia por detrás de los estantes de comida, suspirando en forma audible. Llegó por fin a la caja y registró las compras de Julia.
—Dos libras.
—No puede ser… ¿Por un emparedado?
La mujer miró fijamente a Julia, luego miró con gran hastío por segunda vez a la bandeja y apretó más botones en la registradora.
—Treinta y dos peniques.
Julia se llevó la bandeja a una mesa limpia, y miró de nuevo a la mujer india, casi esperando que la hiciera ir a una de las mesas sucias. La mujer regresaba arrastrando los pies hacia su taburete, con manifiesto desinterés por Julia.
Julia sintió la fresca dulzura de la naranjada en la lengua, y cómo le bajaba hasta el estómago. Masticó con cuidado el seco emparedado; el pan parecía no tener poros, como si fuera sintético, y el queso se pegaba entre los dientes. Siguió masticando distraídamente el rancio emparedado por unos instantes, suavizándolo con la naranjada.
Cuando se le contrajo el estómago, abandonó la mesa apresuradamente y cruzó corriendo el local hacia la puerta con el rótulo SEÑORAS. En el interior de uno de los cubículos metálicos vomitó limpiamente dentro de la taza, y pudo sentir la empalagosa dulzura de la naranjada; al repetirse la contracción, sólo salió una fina baba amarillenta.
Julia fue al lavabo y se limpió la boca con agua. El espejo reflejaba la imagen de una arpía de aspecto drogado, maquillada en exceso y de edad indefinida; el ensortijado cabello era visiblemente gris en las sienes. Tenía los labios agrietados, y junto al ojo derecho se veía el pequeño cardenal que se había hecho al caer en la avenida de Holland Park. Julia intentó arreglarse el pelo con las manos, y sólo consiguió dejarlo en un mero desorden antes de salir del servicio y volver a la sala de lectura.
Sobre su mesa descansaban cinco gruesos volúmenes. A los pocos minutos, Julia ya estaba enfrascada en el primero, examinando todas las fotografías de una página y pasándola luego. Hacia las cuatro ya había visto dos fotos más de «la famosa anfitriona americana», una en compañía de míster Jeremy Reynolds y la otra del brazo del Vizconde Gregory. Heather seguía igual, pero los cinco jóvenes, con cinco años más, se habían vuelto más gruesos y entrados en carnes, con papada y mofletes incipientes.
En el volumen 1937-38, Julia descubrió una fotografía de Heather de pie junto a una silla de ruedas. Sujeto por correas a la silla, e increíblemente hundido y frágil, estaba David Addison, uno de los gordos caballeros de ojos saltones que la habían acompañado con asiduidad; al otro lado de la silla estaba míster Maxwell Davies, cuya anterior y esbelta belleza morena se había reblandecido y desdibujado por la grasa. La cara de Davies estaba iluminada por una irreflexiva y golosa sonrisa que a Julia le produjo escalofríos. Le pareció que podía oler el aliento de aquel hombre, percibir el enrarecido sabor de su boca. Heather Rudge estaba resplandeciente, sonriendo con la fría sonrisa del ganador, entre los dos hombres convertidos en una ruina.
Ya no aparecieron más fotos de Heather en ese volumen, y ninguna en el siguiente. Algunos de los jóvenes admiradores, lord Panton, el Vizconde Gregory y otros, figuraban en bailes y saraos, más gordos, con caras embrutecidas y el rubicundo aspecto de ex atletas alcohólicos.
Julia cerró este tomo a las cinco; la biblioteca cerraba a las cinco y media, y estuvo considerando si valía la pena hojear los dos volúmenes restantes.
Decidió echarles un vistazo en la media hora que le quedaba, y luego volver a telefonear a David Swift. Julia alzó el volumen del 1939-40, se fue al primer número y empezó a pasar las páginas con mayor rapidez que antes. Al llegar al número correspondiente al 19 de mayo, dirigió la mirada al pie de una página con fotografías de Cambridge y un jadeo se le escapó de la garganta. Un Magnus Lofting joven, de pie, erguido dentro de su smoking, sonreía al mundo desde la página; a su lado estaba míster Maxwell Davies. El pie rezaba: «Dos hombres de Cambridge en busca de pareja», y daba sus nombres.
A partir de este momento, Julia se hundió en los dos últimos volúmenes, en busca de la fotografía que sabía que iba a encontrar. Ni siquiera instantáneas aisladas de Heather, o de Heather con su corte habitual, la entretuvieron demasiado; Julia pasaba a toda prisa las hojas, escudriñándolas a la caza de esa inevitable fotografía.
La fotografía apareció al final del volumen 1939-40, en el número de febrero de 1940; el año anterior al nacimiento de Olivia, recordó Julia. «En tiempo de guerra la moral se mantiene alta en Kensington» era el título del artículo. Una de las fotos mostraba, sin posibilidad de error, una esquina del salón del número 25 de Ilchester Place. Las pareces estaban empapeladas de un color llamativo y, en lugar del recargado mobiliario de los McClintock, adosadas a las paredes había unas elegantes y menudas sillas y sofás. La estancia parecía estar llena de hombres de diversas edades, muchos de ellos vestidos de uniforme. Ella había bailado con el teniente Frederick Masón y el capitán Maxwell Davies, y se la había visto enzarzada en una apasionada conversación con el coronel Nigel Ramsay; pero la fotografía que Julia se quedó mirando hasta oír el repiqueteo del timbre en la sala de lectura estaba en la segunda página, y en ella se veía a una pareja de edad avanzada, totalmente fuera de lugar en aquella fiesta, sonriendo de forma algo trémula hacia la cámara. Eran identificados como lord y lady Selhurst. Tras ellos, en uno de los rincones de la sala, un Magnus de veintiún años tenía el brazo derecho sobre el hombro desnudo de Heather Rudge.
Julia alzó la vista cuando el africano de semblante feroz que ocupaba su antiguo sitio se levantó de la silla, y le dirigió una mirada tan peculiar que a él se le cayó una hoja de papel. Julia empujó los volúmenes al fondo de la mesa y se levantó a su vez; en la sala sólo quedaban ellos dos, la bonita bibliotecaria y dos o tres rezagados que ya desfilaban por delante del vigilante. Tenía la sensación de que el corazón iba a estallarle. Ahora ya conocía la respuesta al «¿Por qué a ti?» de Lily.
«Porque —pensó ella—. Magnus es el padre de Olivia. Porque sus dos hijas murieron acuchilladas. Porque Olivia quiere vengarse. Porque la trama está clara».
Mareada, salió de la biblioteca para encontrarse bajo una lluvia gris y persistente. El cielo oscuro se veía rasgado por hileras de nubes negras. Julia buscó distraídamente las llaves en su bolso, abrió el coche y se quedó inclinada sobre el volante. Tenía la cara helada y resbaladiza por la lluvia, y las manos frías y mojadas. Estas sensaciones, al igual que el sabor amargo en la base de la lengua, rozaron la abstraída superficie de su mente; si se le hubieran preguntado en aquel momento en qué país se encontraba, hubiera vacilado antes de responder. El rompecabezas había acabado por encajar, todas las piezas estaban en su sitio, y había encontrado la respuesta a la pregunta de Lily, tal como era de esperar, en el pasado. Julia no necesitaba que Magnus le confirmara o negara lo que había descubierto; sabía que estaba en lo cierto. Magnus era el padre de Olivia; había tenido una aventura amorosa con Heather Rudge y luego la había abandonado. Eso lo explicaba todo. Y clarificaba la conducta de Heather Rudge durante su entrevista con ella en la clínica. Ahora comprendía por qué la mujer le había preguntado tres veces: «¿Es ése su verdadero nombre?». Julia se recostó en el asiento y dirigió la mirada hacia el negro firmamento, viendo cómo cada pieza se colocaba en su lugar. ¿Qué podía tener más sentido que Olivia Rudge, siendo como era, deseara matar a la segunda mujer del padre que la había abandonado? ¿Que quisiera componer una rima mortal con su propio asesinato?
Había un lugar al que debía ir; una parcela de su pensamiento era consciente de ello con absoluta claridad, aun cuando todo el resto todavía flotara, atónita por los vengativos proyectos de Olivia. En condiciones normales, no se habría atrevido a conducir (se sentía como si hubiera bebido media botella de whisky), pero no existía otro medio para llegar a donde debía. Introdujo la llave en la ranura y oyó cómo el motor del Rover cobraba vida. Puso la primera marcha y salió del aparcamiento. La lluvia resbalaba por el cristal y Julia puso en marcha el limpiaparabrisas en el preciso instante en que irrumpía en la calle. El mapa dibujado en su cabeza la conduciría hasta donde debía ir, aunque no sabía cómo llegar allí.
Olivia, Magnus.
Olivia, Magnus. Lo sabía desde la noche en que conoció a mistress Fludd, pero hasta ahora no había comprendido cómo estaba relacionado, cómo ella era parte de la trama de Olivia del mismo modo que ésta lo era de Magnus. Olivia podría haber sido Kate, pensó, y el Rover dio un acelerón, rozando un Volkswagen amarillo al adelantarlo. Lo que quería decir era que Olivia podría haber sido su hija; ella y Heather Rudge eran intercambiables.
—¡No! —dijo en voz alta, y pisando el acelerador desvió el coche al carril de adelantamiento.
Hermandad. Las dos eran hermanas. Esposas del mismo hombre. Madres de hijas asesinadas.
Julia se detuvo con un chirriar de frenos cuando reparó en un semáforo en rojo, sin hacer caso de las miradas que le lanzaban por debajo de los paraguas desde la acera. Sentada, con la boca ligeramente abierta y reseca, con la mirada fija hacia adelante, se quedó esperando la luz verde. Magnus parecía más impreciso que nunca, era un mar de posibilidades y sorpresas; ella nunca lograría abarcarlo ni tampoco excluirlo. El veneno que representaba Olivia provenía de un nivel muy profundo dentro de Magnus, de algún poder atrofiado en su infancia que había seguido un curso torcido. (Como Mark, dijo una célula traidora en su mente).
Resonaron unos bocinazos a su espalda, y, accionando el cambio de marcha, salió disparada a través del cruce; sabía adónde se dirigía. La oscuridad del cielo se filtró hasta el interior del coche, tiñendo las manos de Julia sobre el volante.
¿Había atropellado a un perro? Era incapaz de acordarse; lo cierto es que no recordaba casi nada del trayecto. Cerca de Golders Green y de Finchley Road, un perro de color rojizo se le había cruzado en el camino; Julia había dado un instintivo golpe de volante hacia la acera y abollado la puerta de uno de los coches aparcados, pero le pareció que al reemprender la marcha había sentido otro choque sordo procedente de la rueda izquierda delantera. Apretando el acelerador, no se había atrevido a mirar por el retrovisor.
Ahora estaba al lado del coche, en Upper Street. Una lluvia persistente caía sobre su cabello, y Julia pensaba en lo horrible que era matar un perro. No tenía coraje suficiente para mirar el Rover. Se lo había regalado Magnus (con el dinero de ella) y era todo un ejemplar, bien proporcionado e impecable. Era muy propio de Magnus comprarle algo con el dinero de ella para luego utilizarlo en su contra. Por el rabillo del ojo le pareció ver que la parte posterior estaba abollada y el parachoques retorcido como el cuerno de un macho cabrío. Encogió los hombros bajo la lluvia. ¿Dónde tenía el impermeable? En el coche no estaba. Se lo había dejado colgado en la silla de la biblioteca. Esperaba que no hubiera atropellado al perro; no habría dejado huellas, pero no por eso dejaría de estar muerto.
Al otro lado de la calle se veía una apagada luz rojiza a través de las ventanas del pub; los vasos, colgados boca abajo como murciélagos, eran puntos y manchas borrosas de color rojo que recordaban una decoración navideña. La lluvia rebotaba en la calzada y formaba riachuelos que fluían hasta las cloacas. Los faroles proyectaban un haz resplandeciente sobre el pavimento, una cruda y ácida luz que se come el color de la piel. El agua empapó las cejas y pestañas de Julia; ésta miró hacia el piso de arriba del pub y no vio luz en las ventanas.
Tenía que subir al piso; tenía que ver.
No había policía, ¿qué significaba que no hubiera policía?
Julia cruzó la calle, olvidándose de apagar los faros del Rover y de sacar la llave del contacto, deteniéndose apenas para dejar pasar coches que casi no veía y que la salpicaban. Llegó a la puerta de David Swift y llamó dos veces con los nudillos. Luego, con la cabeza y cuello chorreando agua, vio el timbre y lo pulsó.
Al no obtener respuesta, le pareció que las entrañas se le helaban. ¿Qué había pasado con la policía? ¿No habían comprendido acaso su mensaje? Julia empujó la puerta sin resultado. Desorientada, desanimada por la frustración, volvió la cabeza y pudo ver las luces del Rover relumbrando hacia ella desde el lado opuesto de la calle. Era todo lo que alcanzaba a ver del coche.
Frenética, se encaró de nuevo con la puerta. Algo que en cierta ocasión le había descrito Magnus apareció en su mente con increíble, detalle: él había defendido a un ladrón y le contó de qué modo el hombre abría las cerraduras de las puertas introduciendo una tarjeta plastificada, haciéndole una demostración con la tarjeta de crédito de ella. Julia buscó el billetero dentro de su bolso y extrajo la tarjeta desparramando billetes y papeles por el fondo. Insertó el borde superior de la tarjeta entre la puerta y la jamba y la empujó hacia adentro y hacia arriba; un borde duro e inclinado retrocedió con suavidad y Julia oyó un sonoro chasquido. Al empujar el pomo, la desconchada puerta se abrió hacia adentro. Julia la franqueó, escapando al resplandor de los faros de su coche.
Allí estaba la precaria escalera desde la que él la había llamado a gritos. Oyó un ruido apagado procedente de arriba; el corazón se le encogió y luego se calmó. A pesar de sentirse muerta de miedo, subió la sucia escalera. Había soñado lo que estaba haciendo, pero no podía recordar cuándo. Los dedos le temblaron sobre la madera de la puerta; del interior le llegaba un murmullo, una incoherente retahíla de sílabas. Apretó los trémulos dedos contra la madera, y empujó la puerta con suavidad. Los dedos dejaron unas pequeñas manchas oscuras.
Sentía la presencia de Olivia, la inquietante y densa atmósfera de espera tensa. La habitación parecía impregnada de Olivia, de su olor a fiera. Estaba allí, o acababa de irse. Lo primero que Julia vio fue el cuchillo; intrigada, lo recogió del suelo, sintiendo cómo la palma de la mano se le adhería al mango. Se acordó —como si también lo hubiera soñado— del cortaplumas que había desenterrado de la arena el día que había ido a su casa por primera vez. Sujetando el cuchillo en la mano, podía sentir arena en las palmas, raspándole la piel. Olivia.
Se giró en redondo, segura de haber oído que Olivia la llamaba. Pero el ruido procedía del sofá, y era como un soplo igual al que había oído antes, desde la escalera. Como si realmente estuviera en un sueño, Julia se dirigió con paso suave por la raída alfombra hasta el sofá y vio a David Swift tendido de espaldas, con los ojos abiertos y moviendo los labios. Articulaba silabas entrecortadas. «Está dormido —pensó Julia—, hablando dormido».
Mientras le contemplaba, la cabeza de Swift cayó a un lado y su pecho pareció abrirse. Tenía una abertura colorada que le iba desde el esternón hasta la cintura, y la sangre brotaba espumeante sobre la camisa. Era como si se hubiera abierto una flor, mostrando un dibujo de gran complejidad.
De debajo del mentón manaba más sangre que le bañaba el cuello. El la miró a los ojos e intentó hablar; la garganta se le llenó de sangre que le salió a borbotones por la boca, ahogando sus palabras.
—Ella…
—Acaba de salir —terminó la frase Julia. Había perdido ya una gran cantidad de sangre; Julia cogió un trapo de la mesilla y lo aplicó sobre la larga herida en el pecho del hombre. Debía de haberlo visto mal, pensó, con la mente sorprendentemente lúcida; estaba moribundo ya cuando ella entró. Mientras sostenía el inútil paño sobre la herida, David Swift se agitó sobre el sofá, arrojó un chorro de sangre sobre la mano de Julia y luego quedó inmóvil. Julia dejó caer el cuchillo sobre el pegajoso líquido, al lado del sofá. Permaneció de pie, parpadeando. Olivia había llegado antes y le había matado mientras él dormía. Su hedor flotaba en la habitación.
Se lavó las manos en el fregadero, dando la espalda a Swift muerto. Cuando se hubo limpiado la sangre, bajó corriendo las escaleras y dejó la puerta abierta, para que algún policía mirara en el interior. Bajo una lluvia que arreciaba corrió hacia el Rover, a la luz de sus faros. La siguieron las risas y la música del pub.
El horror de lo que acababa de ver la invadió cuando se sentó en su coche, con el agua de lluvia que le chorreaba del pelo y le resbalaba cuello abajo, y se balanceó de adelante a atrás, golpeándose contra el asiento y el eje del volante. Tiraba y empujaba con los brazos, las manos aferradas a la rueda de madera. Había llegado demasiado tarde; incluso la policía se había mostrado impotente ante Olivia. Julia cerró con violencia la puerta del Rover y se encogió en su interior, temblando y aterida de frío. Se le despejó la cabeza mucho antes de que lograra controlar su cuerpo. La invadieron imágenes de los Estados Unidos, de valles y verdes distancias.