9

Julia caminaba con indecisión por Kensington High Street al atardecer, zarandeada por la muchedumbre que volvía tarde a casa después del trabajo, sin saber adónde iba. Confusa, se había equivocado de camino, y era vagamente consciente de ello. Su muñeca izquierda todavía sangraba, y dio unos golpecitos al profundo corte con un arrugado pañuelo de papel amarillo, con la esperanza de detener la hemorragia; pero el puño de la blusa estaba manchado de sangre, tal como había quedado la sábana. Debido a las pastillas, tenía dificultad en retener las imágenes, y miró dos veces el cielo antes de estar segura de que había cesado de llover. El cielo entero era de un vasto y uniforme gris oscuro. «Sin agujeros —pensó—, sin espacios de aire», y se vio a si misma golpeando la superficie inferior de la nubosidad gris como si ésta fuera una espesa capa de hielo que la mantuviera atrapada en aguas polares. Las aceras y la calzada aún estaban cubiertas por una negra película de lluvia. «Sube, escapa, sube, escapa»; esa idea bullía en su mente. Pero no veía escapatoria posible; Olivia la tenía bien sujeta.

Pensó en Cofetua, el rey de la pordiosera, y su cara paralizada por el amor. Mark. ¿Estaría él a salvo? Le había telefoneado inmediatamente después de que el sonriente espectro de la niña se desvaneciera en el espejo.

—Tómate unas pastillas y vete a dormir —le había dicho él—. ¿Tienes algo para tomar?

—Sí. ¿Pastillas? Sí.

—Necesitas descansar. Tómate un par de pastillas y descansa bien.

—Tengo que verte. Estoy en peligro, como dijo mistress Fludd. Lo estoy, Mark.

—Escúchame, los fantasmas no matan. Todo el peligro que corres viene de Magnus, y estás lejos de él. Julia, amor, estás muy fatigada. Cierra la puerta con llave y duerme el resto del día.

—Te necesito, Mark. Ella me persigue.

—Ni la mitad que yo. —Se había echado a reír—. Te veré esta noche, a una hora u otra.

—Sálvame.

¿Había dicho eso, «sálvame»? Quizá hubiera imaginado la conversación. Todo esto estaba claro, además de que se había tragado dos pastillas —estremecida por recuerdos del hospital—. Había vuelto a subir corriendo las escaleras y se había puesto a golpear las paredes del cuarto de baño con la pulida piedra veteada de rosa. Al golpear una y otra vez, hasta que los oscuros espejos se derrumbaron, saltando de las paredes y rompiéndose en mil pedazos en torno a su rostro. Luego había tropezado con un gran fragmento de cristal y al caerse al suelo se había hecho un corte en la muñeca. Apenas había sentido dolor. «Ahora no puede entrar aquí», había pensado sin prestar atención a la sangre que manaba del corte y le corría por la palma de la mano. Las paredes, despojadas de los espejos, eran de yeso blancogrisáceo marcadas como un gráfico con diminutos tachones negros, en algunos de los cuales permanecían adheridos pedacitos de cristal. Sobre la alfombra del cuarto de baño había vidrios esparcidos, y varios de ellos reflejaban la amortiguada luz del techo; también los había de largas y sinuosas formas dentro del lavabo y la bañera. Sintió cómo le caía sangre caliente sobre los pies descalzos, cogió una toalla de la barra y se la enrolló en la muñeca. Algunas astillas de vidrio le arañaron la herida. Luego había tomado las dos pastillas y, con dificultad, había ido, pisando cuatro metros de cristales rotos, hasta el dormitorio.

(Por eso no oyó el timbre cuando siete horas más tarde Lily y Magnus se plantaron juntos ante la puerta de la casa.)

Igual que en el hospital, tuvo sueños largos y fluidos. En los de entonces ella volvía el cuchillo contra sí, se sacrificaba en lugar de Kate, salvaba la joven y vibrante vida de Kate; su sangre, por la de su hija, un trueque. En tales ocasiones había sentido la indulgente proximidad de Kate. Pero los sueños de ahora tenían todos el mismo sabor; eran tan amargos como el fracaso y la muerte. Incluso cuando empezaba a hundirse en ellos se resistía, sintiendo la proximidad de aquel desesperanzado territorio. Se veía caminando otra vez por las mugrientas calles con el cuerpo de su hija en brazos. Sabía que la niña que acechaba delante de ella era Olivia, aunque no la viera, y su obligación era encontrarla. Sobre los negros tejados de los edificios, el cielo era espeluznante, rojo y anaranjado con estrías negras. Una vez más, su largo y fatigoso deambular la llevó a un desagradable patio. Caminaba sobre sucios adoquines, pasando ante almacenes de ladrillo abandonados y bajo el arco del patio. Un hombre encorvado de mirada lasciva, vestido con un abrigo andrajoso, le guiñó un ojo, al mismo tiempo que llamaba desde un pasillo a una niñita negra que llevaba un moño de pelo rizado. Julia subió por unos peldaños rotos para acabar saliendo, como ya sabía, a una azotea. Una mujer menuda, con abrigo marrón, se hallaba sentada, sola, descansando su pecho sobre una desvencijada silla. La mujer era mistress Fludd. Al verla, Julia sintió que los ojos se le inundaban de lágrimas.

—Lo siento —dijo ella—. Yo la puse aquí. Y todavía necesito que me ayude.

—No puedo ayudarla.

Le quitaron el cuerpo de Kate; había sido necesario para conducirla a ese lugar, y ahora ya podía desaparecer.

—La ha llamado usted.

—Sí —dijo Julia.

—La ha invocado. Ella necesitaba que alguien la llamara para poder volver, ¿comprende? Y usted fue la elegida. Fue así por lo de su hija.

—¿Qué es lo que debo saber?

—A ella no le gustará que usted conozca sus secretos.

Mistress Fludd se giró en su silla, negándose a seguir hablando.

—Hábleme.

El rostro de la anciana, cansado y pálido, se volvió de nuevo hacia Julia.

—Tendrá a sus amigos.

Luego se había encontrado corriendo por un largo túnel, dándose cuenta mientras corría de que el túnel no conducía a ninguna parte; de que cuanto más se internaba más estrecho se hacía. Al final estaba Mark, el valle de New Hampshire, la paz… Pero sabía que al término de su carrera sólo habría un estrecho agujero negro. Cerca de ella resonó la áspera y dificultosa risa de Heather Rudge.

Se había despertado con esa risa resonando aún en ella, unida a los demás ruidos de la casa. La toalla del brazo se le había caído, y el lado izquierdo de la cama tenía manchas desiguales de sangre. Por un momento, igual que en el sueño, percibió que Olivia Rudge estaba cerca, oculta, esperando para aparecer. No tardaría en ocurrir. Las últimas palabras de mistress Fludd volvieron a su memoria. Tratando de imponer sentido y firmeza en su mente trastornada por el sueño, Julia se envolvió la muñeca con la sábana y se sentó, tambaleante. Miró por la ventana que había al otro lado de la habitación y vio caer la lluvia desde un fantasmagórico cielo gris. Un soplo de aire fresco llegó hasta ella desde la ventana abierta y se disolvió al instante en el calor. Julia se daba cuenta por primera vez del olor acre y a fiera que impregnaba la habitación, el hedor de una leonera.

Apartando la manchada sábana, Julia se había levantado y mirado el reloj: eran las ocho, había dormido todo el día. Sus amigos. Mark, su mejor amigo, corría peligro. Sintió como si la boca se le llenara de polvo. Cuando había visto de nuevo el armario, con todas las muñecas destrozadas y amontonadas, se había apartado de la cama con paso inseguro, notando que le empezaba a salir sangre de la muñeca. Arrancó varios Kleenex de la caja que había junto a la cama y se los puso sobre la herida, que le había empezado a latir y a doler. Al enfundarse la bata, se abrochó la manga izquierda para mantener los pañuelos en su sitio y bajó la resonante escalera para telefonear a Mark.

Olivia no estaba en su sitio; Olivia dominaría a quien quisiera. «No es posible librarse de ello. Busca venganza», había dicho Heather Rudge. «Busca venganza».

El teléfono de Mark había sonado una docena de veces con estridencia. Tendría que ir a su casa.

Ahora caminaba ofuscada por Kensington High Street; el tampón de Kleenex empapado se le había caído en algún punto del camino y la sangre se le escurría por el puño de la camisa. Entre el liso cielo gris y las calles oscurecidas por la lluvia, los faroles ya se habían encendido, proyectando una ácida luz amarilla sobre la gente entre la que Julia se abría paso. De cuando en cuando, una oleada de hombres distraídos la hacía retroceder unos pasos, tambaleándose al ser empujada, casi sin ser vista, pasando de un indiferente hombro a otro. Buscaba entre todas aquellas caras la de Mark, y en lugar de ésta sólo le parecía ver burlas y risas. Julia comprendió que los hombres creían que estaba borracha; los somníferos nunca la habían afectado tanto. Tal vez se debiera a la falta de alimento. Pero la imagen de un grasiento montón de carne gris y rojiza le encogió y revolvió el estómago.

Ante sus ojos apareció una densa cortina de oscuridad, ocultando la compacta multitud que la empujaba y la estrepitosa jungla del tráfico. Julia se tambaleó, cegada, y cayó de costado contra la áspera fachada de un edificio. Por un momento, mientras la gente pasaba rozándole los codos y las rodillas y pisándole los pies, perdió la conciencia de su propia identidad y de cuanto la rodeaba. La sensación de náuseas y mareo era casi un alivio, quitándole toda responsabilidad; se abandonó a ella, olvidándose de por qué se encontraba en la calle y adónde iba. Volvió a su mente la imagen de la agotada mistress Fludd, sentada en la desvencijada silla, sola en la azotea. «Sus amigos». Luego la larga, larga carrera por un túnel cada vez más angosto. Kate había sido su amiga más próxima. Su mente dio un salto como un caballo encabritado.

Abrió los ojos a una oscuridad abrasada por un amarillo frío. «Ahora ya estoy en su mundo —pensó—; pronto la volveré a ver; ya casi lo sé todo». Las dos mujeres recluidas, los dos hombres fracasados le habían dado a conocer casi todo lo que deseaba, y ahora tenía que seguir su camino por el mundo de Olivia Rudge para descubrir el resto. Ante ella pasaban hombres como animales en celo, cada uno mirando a la agotada mujer que se apoyaba en la pared de ladrillo de un banco. Una alta y fina línea roja —un grito— delineó el cielo.

Los hombres la seguían con la mirada. Delante de ella, mientras les veía apretar el paso con expresiones de deseo o regocijo («¿Qué aspecto debo tener?», se preguntó), sus rostros se convertían en máscaras de animales, jabalíes, toros, perros salvajes. De los hocicos les sobresalían cerdas, los pies eran pezuñas que hollaban el suelo. Bajo la luz amarilla, la piel era cetrina, enfermiza. Le pareció reconocer la voz baja y gutural de Magnus entre el parloteo general, y se sobresaltó, con la mente confusa.

Se pasó la mano por los pantalones: algodón; llevaba pantalones de algodón. Era incapaz de recordar cómo se había vestido. Bajando la vista vio que llevaba una camisa clara y una chaqueta marrón; se tocó el cabello y lo notó grasiento. La voz no era la de Magnus, sino simplemente la de un hombre que le gritaba a otro en la calle.

Cuatro jóvenes pasaron delante de ella, con el pelo ligeramente ondulado, al girarse para mirarla, les vio las caras inflamadas con pústulas, la muerte en las bolsas de sus mejillas, y los ojos como navajas que le cortaban el cuerpo en pedazos. En la alta y prominente frente de un hombre que se cruzó con ella, la piel tensa sobre su cráneo vio muerte; y vio muerte también en los descoloridos labios de una mujer cuando se separaron sobre sus dientes. Vio que todos cuantos pasaban por su lado entre el ruido de voces y automóviles estaban muertos. La oscuridad los alcanzó a todos.

Frentes con brillo óseo, paraguas esqueléticos recortados sobre el negro cielo casi invisible y el baño amarillo de los faroles y los faros. Era el mundo del sueño de su vida.

Julia se esforzó por mantenerse firme sobre sus pies. Bastaba que se moviera para acabar con aquella ilusión óptica. Los muchachos, ahora algo distanciados, eran sólo muchachos; los hombres y las mujeres estaban simplemente fatigados por la jornada de trabajo y el viaje de regreso a casa. Sintió una angustia que le era familiar, un eco de su antigua personalidad, y cayó en la cuenta de que su chaqueta marrón valía probablemente tanto como la paga de dos semanas de cualquiera de los hombres que pasaban por allí. Magnus la había convencido para que se la comprara, ¿o se la había comprado él, con el dinero de ella? Después de tantos años, poco importaba, pero prefería que fuese él quien se la hubiera comprado. Las posesiones eran algo vergonzoso. ¿Por qué entonces había comprado la casa?

Ella había sido la elegida. Era el último misterio.

Un paso, otro; tiró del dobladillo de la chaqueta y se la ajustó. Nadie la estaba mirando, entre toda aquella avalancha arrolladora. Julia empezó a caminar con mayor seguridad, y advirtió que había llegado hasta la mitad de Kensington Church Street. Por allí también se llegaba a Notting Hill, pero se daba un rodeo. Se quedó inmóvil por un instante en la concurrida calle, sin saber si volver sobre sus pasos y seguir por el paseo que bordeaba el parque en dirección norte y desembocaba en la avenida de Holland Park, pero optó, en el diáfano aire frío, por continuar adelante. Aquella frescura desacostumbrada le despejaría la cabeza. Reanudó la marcha, pasando por delante de W. H. Smith, una licorería y una tienda de ropa en la que los maniquís tendían los brazos como si estuvieran lamentándose.

Entonces se vio reflejada en un escaparate y aceleró el paso, incapaz de apartar la mirada. Su cara tenía una expresión confundida y estaba pálida, con manchas descoloridas bajo los ojos; era la cara de una de aquellas mujeres de la clínica Breadlands, la cara de un animal aturdido huyendo de la realidad. Por un momento vio cómo sería de vieja, y giró la cabeza con violencia, apresurándose calle abajo con la bolsa golpeándole el costado.

Una cara conocida en la cola del autobús en la acera opuesta a Biba’s le hizo aminorar el paso. La mujer mayor, vestida con un largo traje negro, aún no la había visto; Julia dio la espalda a la fila de gente situada junto al bordillo, sintiendo el deseo de escapar… Pero tal vez se hubiera equivocado. Retrocedió de lado y se atrevió a darse la vuelta. La alargada cara ahora de perfil, la dogmática barbilla, zarcillos de pelo blanco que escapaban por debajo de un sombrero negro: era miss Pinner.

Su primera reacción había sido de pánico; quizá no quería saber lo que la mujer había visto en el espejo aquella desastrosa noche. Quizá ya lo sabía.

Pero su curiosidad por aquella velada era demasiado grande para poder reprimirla; no podía huir también de miss Pinner. La decisión de Julia pareció ayudarla a disipar el mundo de Olivia, ya que las personas en la parada de autobús tenían un aspecto vulgar que resultaba tranquilizador, aguardó a que dos o tres hombres que se interponían entre ellas pasaran y cruzó la acera de negro brillo para darle a la anciana una palmadita sobre el hombro. Pronunció su nombre, y oyó su propia voz brotar de forma regular y clara.

—¿Si? ¿Si? —La anciana salió con sobresalto de su ensimismamiento y volvió sus azules ojos de ama de llaves hacia Julia.

«No me reconoce», pensó Julia.

—Disculpe —empezó a decir, y vio que la mujer fruncía los labios, expectante, como si le fueran a preguntar alguna cosa—. Me sorprende encontrarla aquí, miss Pinner —dijo Julia.

Por un instante, los ojos de la mujer reflejaron temor y se apartó de la cola.

—¿Mistress Lofting? —dijo—. Perdone, no la he reconocido al principio, es que… se la ve enferma, querida. Sí, tiene razón, no suelo venir por aquí… y temo que voy a tener que irme ya a casa. —Levantó un pequeño paquete de color marrón—. Nos gustaba venir de compras aquí, y como pronto será el cumpleaños de miss Tooth, quería ver si encontraba algo para ella en Derry and Tom’s, pero me he encontrado con que ya no existe, y en cambio hay esa tienda tan curiosa al otro lado de la calle, y el pequeño restaurante que había encima está cerrado, o sea que he comprado algo en otro sitio. —Mientras hablaba, miró calle abajo sin duda para ver si llegaba su autobús—. Ya llego tarde; tengo que estar en casa para preparar la cena. Dios mío, son más de las ocho.

—Miss Pinner, ¿dispone de tiempo para hablar conmigo antes de que llegue el autobús?

—No se lo puedo asegurar. —Entonces el pequeño destello de temor fue reemplazado por algo que parecía astucia—. Lamento haberme sentido indispuesta en su agradable casa, mistress Lofting. Fue una velada muy angustiosa para todos nosotros, estoy segura… y luego lo del repentino fallecimiento de mistress Fludd… su sobrina nos prohibió a todos asistir al funeral…, pero he sido muy descuidada no escribiéndole una nota a usted para agradecerle su hospitalidad. Miss Tooth y yo fuimos invitadas a muchas casas importantes hace ya años, cuando miss Tooth todavía ejercía su carrera, como ya sabe usted, y nunca cometimos una incorrección semejante. Espero que sepa perdonarme.

—¿Se sintió indispuesta? —preguntó Julia, centrándose en la única frase que había sido capaz de captar.

—Un acceso de debilidad —dijo miss Pinner, mostrando la tenue pero detectable torpeza de las personas honestas al mentir—. He estado muy ocupada durante estos últimos meses, revisando todos nuestros álbumes de recortes. —Alzó dolorida un hombro, con el movimiento de alguien acostumbrado a las punzadas de una prolongada artritis—. Ya no puedo dedicarme a eso por la mañana, así que mis tardes son muy fatigosas. Pero miss Tooth… —en este punto su dogmática cara perdió toda la torpeza— miss Tooth todavía puede hacer sus ejercicios.

—¿Ah, sí? —dijo Julia, preguntándose si las pastillas todavía nublaban su percepción.

—Aún puede trabajar en la barra —dijo miss Pinner con gran satisfacción—. Miss Tooth todavía está muy ágil.

—¿En la barra? —dijo Julia, tratando de imaginarse a la diminuta miss Tooth sirviendo jarras de cerveza en un local público.

—Oh, sí. Como es natural, no tiene la resistencia de cuando era joven, pero conserva toda la gracia. Estamos preparando un libro con los álbumes de recortes. Todavía la recuerda mucha gente, como usted misma, por lo que veo. Claro que usted sólo habrá oído hablar de ella; es demasiado joven para haber podido verla bailar.

—Por desgracia, era demasiado joven, sí —dijo Julia, comprendiendo al fin de qué se trataba. Recordó que, durante la reunión, miss Tooth había parecido levantarse del suelo sin esfuerzo: como si flotara—. ¿Pero verdad que era muy famosa? —aventuró Julia.

—Qué amable de su parte el recordarlo —dijo miss Pinner, ahora con una actitud totalmente amistosa—. Rosamund era una gran artista. Yo fui su camarera durante veinticinco años, y nos retiramos juntas. Después de trabajar para Rosamund era imposible trabajar para otra persona; y yo no podría ni acercarme a ninguno de los nuevos. Son pura técnica y nada de poesía.

—¿Miss Tooth vio algo en el espejo después de que usted se desmayara aquella noche? —preguntó Julia bruscamente.

El rostro de miss Pinner quedó completamente inexpresivo.

—A mí me pareció ver algo cuando entré después de ella —agregó Julia—. Y sé lo que era. —Miss Pinner la miró estupefacta, y Julia sintió una punzada de remordimiento por obligar a aquella mujer a enfrentarse con su mentira—. Tal vez usted también lo vio.

—No… no… mistress Lofting, no debe preguntarme sobre aquella noche. Yo estaba cansada por el largo trayecto desde nuestra casa y por haber estado ordenando los álbumes de recortes. No sé lo que vi. —Se volvió a poner nerviosa, en su lugar en la cola, y Julia la siguió.

—¿Era una niña pequeña? ¿Una niña rubia? Es… era una persona perversa, miss Pinner. Por favor dígamelo, miss Pinner. —Pero ya se sentía confundida por la expresión de sorpresa y alivio que traslucía el anguloso rostro de miss Pinner—. ¿No era la niña rubia?

—Me da miedo decírselo, mistress Lofting —dijo miss Pinner—. Oh, por allí viene mi autobús. Por favor no me entretenga, va a llegar en seguida.

Julia, temerosa de no llegar a saberlo nunca, tocó suavemente con la mano derecha el grueso abrigo negro de miss Pinner.

—¿No era la niña rubia? Hace unas cosas espantosas; una vez también me hizo desmayar a mí.

Miss Pinner meneó la cabeza.

—No creo… —empezó a decir. Al final de la manzana, el autobús regateaba entre el tráfico y se aproximaba con el amarillo de los faros reluciendo a través de una cerrada oscuridad.

Julia sintió súbitamente la angustiosa certeza de que sus presunciones eran equivocadas; de nuevo se encontraba al borde del abismo, asustada al mirar hacia abajo. El autobús se acercó al bordillo; bajo el piso superior relumbraba una franja de luz amarilla. En la cabina, detrás del cristal azotado por la lluvia, el conductor tenía un aspecto totémico.

—Debo subir ahora o tendré que esperar otros veinte minutos —dijo miss Pinner. La cola adelantó con lentitud, como un insecto lisiado cargado con paquetes y paraguas—. No le hubiera dicho tantas cosas de no ser porque conocía usted a Rosemund. —Se encontraba ya cerca de los escalones del autobús, separada de ellos sólo por una mujer gorda que batallaba con dos perritos y una niña con cara de cerdo mimado.

—Tengo que saberlo —dijo Julia mientras la mujer gorda izaba a la cerdita hasta la escalerilla y, gruñendo, subía ella misma y los perros y entraba en el vehículo—. Tengo que saberlo. —Alzó las manos, como si rezara.

Miss Pinner miró atónita el puño y la mano izquierda de Julia, y luego la miró a ella directamente a la cara, con tensa compasión.

—La vi a usted —soltó con brusquedad. El cobrador la ayudó a subir a la plataforma y el autobús se fue.

Aquel mismo día, temprano, hermano y hermana se hallaban sentados uno frente al otro en la mesa de Lily, con dos botellas vacías de vino, tazones de sopa y platos sucios con huesos entre los dos. Magnus estaba hundido en su asiento, contemplando los poco apetecibles restos de la comida. Tenía el rostro hinchado y colorado, pero se había cambiado de camisa y traje, y sus zapatos estaban inmaculadamente limpios. Era atractivo. En su rostro, por debajo de sus rasgos, pero modelándolos al mismo tiempo, había una combinación de autoridad, poder y malicia que Lily siempre había visto en él.

—Magnus, eres un hombre guapo —le dijo.

—¿Qué? —Alzó la cabeza con rapidez y ella le vio los congestionados ojos—. Por amor de Dios, Lily. Tengo cincuenta y tres años, peso casi veinte kilos de más, y no he dormido bien últimamente. Estoy cansado.

Ella quiso replicar, pero la interrumpió.

—Y no estoy seguro acerca de eso. Creo que te estás precipitando.

Disfrutando este momento como solía hacerlo en esas raras ocasiones en que ella era más fuerte que él, Lily dijo:

—Ayer estabas de acuerdo conmigo. Los dos sabemos que hay que ponerla otra vez bajo tratamiento, tan pronto como sea posible. Magnus, tu esposa está en peligro… Puede causarse un daño irreparable a sí misma. Eso por no mencionar el daño que te está haciendo a ti.

—Uff —Magnus sacudió la cabeza.

—Supongo que querrás mantenerla apartada de Mark —dijo ella, con malicia.

—Mark es un desecho. Mark es un fracaso. Siempre ha habido algo en él que no ha funcionado bien. Tú ya lo sabes.

—Tú eres lo que no funciona bien en él, claro que lo sé. ¿Lo sabe Julia también? Magnus, ella apenas le conoce.

—Sí, quiero mantenerla apartada de él.

—¿Le contaste alguna vez a ella lo de las depresiones de Mark?

El negó con la cabeza.

—Eso ya hace mucho tiempo que se le pasó.

—Pues bien, ya conoces mi punto de vista —dijo ella—; Julia sólo ve la parte superficial de Mark, que es muy seductora.

Ahora Magnus sí le prestaba atención.

—Entiendes lo que quiero decir, y no es preciso que finjas que no se te ha pasado por la cabeza lo mismo que a mí. Si logramos que vuelva al hospital, habremos solucionado ese problema. Tal como yo lo veo, primero tenemos que convencerla de que se vaya de esa casa, de la manera que sea, y que venga a ocupar el dormitorio libre que hay aquí. Se puede…, quiero decir que la puerta se cierra por fuera.

—Sí —dijo él—. ¿Estás segura…, estás absolutamente segura de que no puede haber nada verdadero en esa historia de ella? Una tarde vi a Kate en la ventana de su dormitorio. La tarde que zurré a aquel memo. Estoy seguro de que era Kate, no podría confundirla. Me quedé sin aliento. Y además he sentido… cosas… en esa miserable casa. No sé cómo describirlo. Todo lo que sé es que quiero que salga de ahí. Ese lugar me saca de quicio.

—Te sacas de quicio tú mismo —dijo Lily con calma—. Ves a tu hija, a la cual echas de menos terriblemente; Julia está obsesionada con un crimen que sucedió hace un cuarto de siglo en el que una madre mató a puñaladas a su hija. Tú no comes ni duermes con regularidad, y Julia se está consumiendo. Pues claro que los dos veis cosas. Pero por lo que concierne a Julia y sus contactos con espíritus, la sola idea ya es absurda.

—¿Cómo puedes estar tan segura? También yo estaba seguro, hasta que vi a Kate.

—Experiencia —dijo ella, cortante—. En todo el país hay personas trastornadas, que han bebido o comido demasiado y que ven fantasmas. Magnus, ésta es mi especialidad al igual que las leyes son la tuya. Puedo asegurarte que si se ha de aparecer un espíritu a alguien en esta familia será a mí. Una persona sin práctica ni experiencia, como Julia, no tendría la más remota idea de cómo interpretar una auténtica visión. Magnus, permite que te diga que cuando a una persona sin práctica sé le mete en la cabeza que está en contacto con un espíritu, se desencadena una especie de hipnosis, ideas descabelladas, y es fácil que convenza a otras personas para poderlas compartir. Te he de confesar que a mí misma me ha ocurrido un poco lo mismo.

—¿Recientemente?

—Sí.

—O sea que también has visto a Kate. —Su rostro estaba enrojecido.

—No, pero os he escuchado tanto a ti y a Julia que muy bien podría ser así. Vi… me pareció ver… algo mucho más mundano…

—¿Qué? —Magnus dio la impresión de aumentar de tamaño, y Lily sintió una estremecedora pizca de su miedo hacia él.

—Lo cierto es que imaginé ver a mistress Fludd —dijo ella, y Magnus volvió a hundirse en la silla—. Esto simplemente prueba el cuidado que hemos de tener en no dejarnos influir por las alucinaciones de Julia.

—¿Y qué pasa si tiene razón? ¿Qué ocurriría si yo estuviera en lo cierto, y no sólo exhausto? —Pero hasta en su tono de voz Lily notó que no lo quería creer.

—En tal caso me imagino que todos estaríamos en peligro. Cualquier espíritu que realmente desee vengarse y sea destructivo, una vez liberado saca fuerzas de su propia maldad. Puede llegar a dominar cualquier mente que sea lo bastante débil como para abrírsele. Pero tales casos ocurren en muy contadas ocasiones; se da uno cada siglo. Lo auténticamente maligno es muy infrecuente; la mayoría de las veces, lo que calificamos como maligno es pura falta de imaginación.

—La mayor parte de los asesinos son una panda de infelices —se mostró de acuerdo Magnus—. He defendido a muchos que más que cometer un crimen lo que han hecho ha sido verse metidos en él.

—Precisamente —dijo Lily—, por eso creo que podemos descartar la posibilidad de que estemos ante un caso de auténtica aparición de un espíritu.

—¿Qué fue entonces lo que vi en la ventana? ¿Y lo que sentí en esa casa?

—Viste y sentiste tu propio miedo. Si tal cosa le puede llegar a ocurrir a mi autoritario hermano, creo entonces que esto ya ha llegado demasiado lejos. Jamás debí presentar mistress Fludd a Julia. Y tampoco deberíamos haber permitido que Julia tuviera esas ilusiones malsanas sobre la muerte de Kate.

—Ya basta con eso —dijo Magnus en tono de advertencia, y se apartó de la mesa.

—Sólo una cosa más —dijo Lily—. Tú y yo tenemos que aceptar la realidad. Vamos a internar a Julia, por su propio bien y el nuestro. ¿Crees que puede tener tendencias suicidas?

—No lo sé —respondió Magnus.

—Ahí lo tienes. No lo sabemos. No puedes soportar la idea de que se divorcie de ti, y no quieres que muera. Hay que volver a meterla en el hospital y mantenerla allí hasta que se calme. Y te sugiero que tomes las medidas necesarias para asegurarte de que tienes acceso a su dinero; has de poder controlar su dinero. Has de ser capaz de controlarla a ella.

Magnus estaba inclinado hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas, mirándola fijamente.

—Estás siendo muy franca, Lily.

—Es demasiado tarde para ser otra cosa —le replicó con prontitud—. La verdad, Magnus, es que todos deseamos poseerla, eso es lo que deseamos. Tú, yo… Mark. Deseamos poseerla.

—Yo deseo salvarla —dijo él, categórico.

—¿Es que he dicho otra cosa?

—De acuerdo, entonces —dijo Magnus.

—Te adoro cuando te muestras razonable —dijo Lily casi con un canturreo—, y siempre será así. Creo que ahora deberíamos irnos hacia allá. Podemos pasar por el parque.

—Mañana mismo empezaré a ocuparme de este asunto —dijo Magnus, y se encogió de hombros; se levantó y dejó caer la servilleta junto al plato.

Después de que Julia, paralizada por la sorpresa, viera cómo desaparecía el autobús por la esquina, enfilando Kensington Church Street, el agotamiento pareció aumentar cada vez que respiraba, calándole hasta la médula de los huesos.

El cuerpo le parecía muy pesado; ya no se sentía capaz de proseguir el camino hasta Notting Hill. Quería apoyarse en el brazo de Mark. Pensó con anhelo en su propia cama, en un largo sueño, en leer un libro arrebujada en la manta mientras una luz la mantenía protegida de la oscuridad. «Me vio a mí muerta», pensó. O tal vez miss Pinner había visto… una idea tan frágil como el ala de una mariposa, pero cargada con toda la oscuridad de Olivia, aleteó durante una fracción de segundo en los límites de su conciencia y luego fue apisonada, olvidada, y su mente cambió de rumbo, sin reconocer lo que había hecho.

Y ella también cambió de dirección, girándose, parpadeando, sabiendo que sólo quería estar en casa.

Volvió a recorrer la mitad de la calle antes de que sus ardientes pies ya no pudieran sostenerla más. A unos pocos pasos había un banco, y renqueó hasta allí para desplomarse en él con un suspiro. Sentado junto a ella, un hombre con un impermeable negro y el cuello alzado le rozó las piernas con las suyas. Volvió a hacerlo muy levemente. Julia le miró a hurtadillas, con la esperanza de que se fuera, y vio —creyó ver— que el hombre no tenía labios. Parecía que le hubiesen cortado la cara por debajo de la nariz y que volviera a aparecer en la barbilla; en el espacio intermedio había una blanca hilera de dientes, como un chillido, como un gruñido de rígidos dientes y encías ennegrecidas. Tenía miedo de volver a mirarle y estaba demasiado cansada para moverse, así que siguió sentada replegándose sobre sí misma, mirando al frente. El hombre también se encogió en su impermeable negro, con el cuello alzado, y miró al frente; su pierna se pegó a la de ella, casi sin tocarla salvo con el fino tejido negro de sus pantalones. Al cabo de lo que pareció una hora entera el hombre se movió, ella le dirigió una rápida mirada y vio que, después de todo, su cara era normal, algo rechoncha y con labios carnosos. Se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración, y aspiró ruidosamente. El tipo apretó su pierna contra la de Julia, pero ahora era sólo un hombre corriente, y ella se apartó hasta el otro extremo del banco, fingiendo buscar algo en la acera mojada, para no ofenderle. Después de un rato él se fue, dejando un ejemplar del Evening Standard. Julia lo cogió sin pensar y se encaminó con paso torpe hacia su casa. De Holland Park llegaban ruidos y gritos.

La casa parecía latir de calor, expectante, aguardando en silencio y con las luces encendidas. Julia recorrió las habitaciones que parecían ajenas y muertas, totalmente extrañas a ella. No oyó ninguno de los ya familiares ruidos de los espíritus y ecos atrapados de las Rudge. Julia pensó, mientras se sentaba con cansancio en el feo sofá de los McClintock, que Olivia debía de haberse ido, dejándola a ella en su mundo para siempre. Comprendió que ésa era la fuerza del mal, su falta de esperanza, su hedor a fracaso moral. Por un momento vio al vagabundo de Cremorne Road que introducía salvajemente el perro dentro de la bolsa; el mal era la acumulación de toda esa serie de actos sórdidos y desesperados.

Arqueó el cuello hacia atrás y cerró los ojos, reprimiendo una vaga imagen que amenazaba con inundar su mente.

Para distraerse, Julia cogió el periódico que había recogido del banco. Dentro de un rato tendría la energía necesaria para enfrentarse a las escaleras y al dormitorio. Entonces recordó la carnicería que había hecho en el cuarto de baño de arriba: paredes desnudas de un blanco-gris como piel muerta, y esqueléticos fragmentos de espejo negro esparcidos por doquier. Olivia parecía estar viva y presente en medio de toda esa confusión. En ese momento no podía soportar mirar aquello.

Julia echó una ojeada a las noticias de primera página; le parecieron irrelevantes y remotas. Leyó los nombres de los políticos y miró sus fotografías, casi sin recordar quiénes eran. No tenían nada que ver con ella, nada que ver con Olivia Rudge. ¿Por qué estaba leyendo aquello? Era el primer periódico del día que leía en semanas. Sintió que el ambiente de la casa se intensificaba en torno a ella, y pasó la página.

Al pie de la página cuatro vio el pequeño titular. No se había considerado que Winter mereciera mucho espacio. El titular decía: HIJO DE GENERAL HALLADO MUERTO EN PISO DE CHELSEA.

El capitán Paul Winter, de 36 años, hijo del general Martin Somill Winter, ayudante del comandante en jefe de Montgomery en el Alamein, ha sido hallado muerto esta mañana por un amigo suyo en su pequeño apartamento en Stadium Street SW 10. El capitán Winter, que había abandonado el ejército hace varios años, mostraba múltiples heridas de arma blanca. El general Winter ha sido informado de la muerte de su hijo poco después de que se descubriera el cadáver. Al parecer el general y su hijo no estaban en buenas relaciones desde hace muchos años. El capitán Winter era soltero.

En lo primero que pensó Julia fue en David Swift; tenía que ponerle sobre aviso. Mientras empezaba a andar atolondrada por la sala en dirección al teléfono, oyó el sonido de una risa chillona, aguda; una alegre y entrecortada risa infantil. «¡Maldita seas, maldita seas, maldita seas!», gritó Julia al mismo tiempo que parte de su cerebro se daba cuenta de que Olivia Rudge nunca podría emitir un sonido tan inocente. Era la risa gozosa de un niño pequeño.

¿Dónde estaba? Por un momento pareció resonar a su alrededor y difundirse por toda la casa. Se esforzó por permanecer inmóvil y callada, y entonces oyó que venía de más allá de la cocina. Ya sabía de dónde; de no ser porque había roto los espejos negros, habría procedido de arriba. Julia corrió por las habitaciones, sin acordarse ya de avisar a David Swift, y se precipitó a través del vestíbulo hacia el cuarto de baño.

Una silueta espiaba por el espejo, emitiendo aquella risa alborozada. Cuando Julia abrió la puerta de un golpe, pudo ver su silueta agachada al lado de la bañera, oscuramente reflejada en los espejos rosados. Encendió la luz.

La niñita negra, Mona, estaba encaramada sobre el borde de la bañera, balanceándose alegremente. De su garganta salían agudos y resollantes trinos que resonaban en las relucientes paredes. Mona la vio y la señaló con su pequeño índice sin dejar de dar chillidos.

—¿Qué…? —articuló Julia, y se dio la vuelta. Olivia Rudge salió por la puerta del baño y se encaminó con calma, dándole la espalda a Julia, hacia la cocina.

—¡Alto! —gritó Julia. Salió a toda prisa del cuarto de baño, con los chillidos de Mona bailándole en los oídos, y vio a Olivia, vestida con vaqueros y camisa roja, cuando salía por la puerta lateral de la cocina que daba al comedor. Al llegar Julia allí, Olivia estaba abriendo la puerta vidriera para desaparecer en seguida por el jardín. Julia sintió una oleada de rabia en todo su ser y salió tras ella.

Bordeó el lado de la casa y vio a la niña rubia andando con paso ágil y rápido por la calle, a una buena distancia. «No te me vas a escapar —pensó Julia—, no podrás con ese pelo tan llamativo», y empezó a caminar rápidamente calle abajo en dirección a Kensington High Street. La cabellera de Olivia relucía en la oscuridad como un faro que iba a la deriva unos veinte o treinta metros por delante de Julia. La chiquilla torció a la izquierda al llegar a High Street y se perdió de vista.

Sola en la oscuridad, Julia corrió hasta la esquina, oyendo el ruido de sus propias pisadas sobre el suelo. Ya en la esquina miró a la izquierda y pudo ver a la niña caminando decidida calle arriba, dos esquinas más adelante. Parecía como si sobre las dos hubiera caído una cortina de silencio. Julia no se daba cuenta de las voces y el ruido de la circulación que antes habían penetrado tanto en ella; las demás personas que iban por la calle, ahora simples paseantes nocturnos, eran espectros sin consistencia entre ella y el resplandeciente cabello de la niña. Cruzó una calle y llegó a una larga manzana, siguiendo los pasos de Olivia. La sangre le latía con una tenue, aguda y dulce combinación de ira y decisión.

La niña seguía más adelante que ella, aflojando el paso cuando Julia se veía detenida por la gente o el tráfico en un cruce. Cuando Julia intentó acortar la distancia corriendo a lo largo de toda una manzana, Olivia aceleró su velocidad sin esfuerzo y sin que pareciera que apretaba el paso, manteniendo la misma separación entre ellas. En torno a Julia, el aire fresco y diáfano, impregnado todavía del olor a lluvia, pareció coagularse en una deslumbrante envoltura que sólo la cubría a ella y a Olivia Rudge. En el interior de dicha envoltura ardía energía, la energía de Julia, palpitando al ritmo de su propia sangre.

Al cabo de un rato, Julia dejó de advertir el flujo de coches, de ver a otras personas en la acera. Cuando la visión de su presa quedaba obstaculizada, cruzaba a la otra acera y podía verla andar suelta y decidida más adelante, con los vaqueros y la camisa roja bajo la pálida llama de su cabello. No existía nadie más en el mundo; no había otro movimiento en el mundo.

En la larga terraza del Instituto de la Commonwealth, Olivia hizo un alto y se volvió. A una manzana de distancia, Julia divisó su cara sin sonrisa y por primera vez sin aire desafiante. Estaba nerviosa e inexpresiva, esperando, casi temerosa a que ella se aproximara. Julia se dio impulso con un bordillo para ganar velocidad y casi se tiró de cabeza contra un coche que pasaba. «¡Eh, cuidado!», se oyó la airada voz del conductor, pero Julia casi no se enteró de ello. Olivia la estaba conduciendo a algún lugar; Olivia casi parecía estar rogándole.

A su derecha oyó el sonido metálico de unas verjas y se dio cuenta de que los guardas estaban cerrando el parque. Eran las nueve en punto. Como si fuera una señal, Olivia dejó de mirar a Julia y correteó escaleras arriba hacia la terraza, pasó por entre una hilera de columnas, y echó a andar con rapidez por el camino que corría paralelo al parque. Surgieron unos cuantos rezagados en el preciso instante en que Julia llegaba allí, ocultándole la visión de Olivia; luego volvieron a encontrarse solas, caminando con paso rápido por el largo y oscuro sendero. El cabello de la niña resplandecía.

—¡Olivia! —gritó mientras la chiquilla se perdía en la oscuridad reinante entre las hileras de árboles. Reemprendió la persecución, intentando acortar la distancia que las separaba, y echó a correr, sintiendo funcionar sus músculos como un engranaje. Olivia se encontraba ahora muy por delante, perdida en la noche.

Reapareció luego en el resplandeciente círculo de luz de un farol, sin dejar de moverse ágilmente entre las filas gemelas de árboles. Julia pasó ante el verde y silencioso sector inferior del parque y llegó a la puerta del albergue juvenil que se alzaba dentro de los terrenos. Olivia había vuelto a esfumarse. Julia gritó su nombre; silencio. Siguiendo una desesperada inspiración, Julia franqueó la verja de madera y echó a correr por otro camino más estrecho y sinuoso; más al frente, le pareció oír el ruido de las pisadas de Olivia.

Al llegar ante la verja metálica que cortaba el sendero, Julia titubeó sólo un instante; luego pasó su cuerpo por encima de ésta, alzando de modo extraño las piernas, y aterrizó casi cayéndose dentro del parque. Su cuerpo era un arma, una flecha para Olivia. Ante ella, el camino serpenteaba oscuro más allá de Holland House y de los árboles del albergue. Se internaba en la zona del parque que Julia desconocía, un bosque recorrido por infinidad de senderos sin pavimentar. Olivia caminaba con decisión, sin vacilar, por el camino que ascendía hacia el bosque.

—¡Olivia! ¡Olivia! —gritó Julia, pero la niña no se volvió. Julia siguió tras ella.

Unos minutos después había salido del camino y corría por la blanda hierba. El deslumbrante cabello de Olivia aparecía fugazmente por entre los árboles, moviéndose hacia adelante sin parar. El puño de la camisa de Julia se enganchó en una rama baja, desgarrándose. Se le hundían los zapatos en la tierra barrosa, impregnándose de una gélida humedad. En el espeso bosque perdió a su presa, luego vio un brillante destello blanco a su derecha, que se abría paso por entre los arbustos a través de una oscura zona yerma. Se internaron más en el bosque, Olivia saltando por encima de las bajas vallas como si flotara y Julia tropezando contra ellas, manteniéndose en pie por pura inercia. De este modo, Olivia pareció guiarla por espacio de casi dos kilómetros, haciéndola cambiar de dirección yendo de un lado a otro, desapareciendo tras los árboles y reapareciendo en los claros espacios, volviendo al camino.

Al salir del bosque, Julia vio a la niña correr por entre arbustos bajos hacia una cerca metálica, y también ella se echó a correr. Cuando llegó a la cerca Olivia ya estaba al otro lado, andando despacio por un camino asfaltado en pendiente. En la oscuridad, Julia alcanzó a ver sólo un tenue resplandor blanco, pálido como el aliento, que le indicaba el camino.

Iba a tener que escalar la cerca, que le llegaba a la barbilla. Sujetándose a la barra superior con las manos, se alzó hasta colocar la punta de un zapato entre la malla metálica, luego siguió el otro pie, y empujando con sus fatigadas piernas situó el torso por encima de la barra, donde los extremos de alambre trenzado evitaron que resbalara al otro lado. Temblorosa, se equilibró haciendo contrapeso sobre sí misma e, inclinada sobre la barra, pasó la pierna derecha por encima de ésta. En el sendero encontraría a Olivia; esta convicción la animó a pasar la otra pierna sobre la barra, enganchándose el puño desgarrado en uno de los alambres trenzados. Lo arrancó con impaciencia y se alejó de la cerca para seguir por la oscura vereda.

De más adelante le llegaba el sonido de pasos corriendo. Con el aliento que aún la quedaba, Julia obligó a su cuerpo a correr, pero la pendiente del sendero le hizo coger una velocidad que no podía controlar. Era como si estuviera despeñándose por una montaña; las piernas le volaban para mantener su cuerpo erguido. La gravedad la arrastraba hacia adelante, como un canto rodado, hacia el lugar de donde provenía el sonido.

Luz, ruido, caras perplejas la recibieron cuando irrumpió desbocada en una calle que discurría al final del sendero. Aún oía el ruido de Olivia por delante suyo y, tras rebotar contra una valla metálica de contención y rodearla, siguió corriendo, en plena avenida de Holland Park. Los faros la inmovilizaron como a una mariposa atravesada por un alfiler; la parte superior del cuerpo, cabeza, brazos y hombros continuaban moviéndose más rápidos que las piernas. Cuando se cayó, un coche hizo chirriar sus frenos hasta detenerse a unos centímetros de su cuerpo, sin que la bocina dejara de sonar.