7
Mark se despertó en la oscuridad, con la sucia sábana enrollada en las caderas. Había soñado con Julia, una variante del sueño que había tenido con regularidad en los últimos tres o cuatro años. Por lo general el sueño empezaba entrando él en clase: se sentaba detrás de su mesa y de pronto descubría que no iba en absoluto preparado. No sólo no tenía material o un esquema para aquella clase en particular, sino que ni siquiera recordaba la asignatura que debía enseñar. Estudiantes de diversas promociones y clases le miraban extrañados, aburridos ya; si no podía encontrar algo que decir, pasaría pronto la hora, una hora que no tenía la menor idea de cómo llenar. ¿Era Movimientos obreros en Inglaterra, los lunes, miércoles y viernes de nueve y media a diez y veinte? ¿Nuevas tendencias del pensamiento socialista, los martes, jueves y viernes, de una y media a dos y veinte? ¿Teoría de masas, los lunes y miércoles, de cuatro a cinco y veinticinco? Se daba cuenta, con creciente desesperación, de que no sabía qué día era. La noche pasada, el sueño había llegado a este punto, y entonces Julia se había levantado de una de las sillas y, sacando un fajo de apuntes del bolso, empezó a disertar brillantemente sobre la London Corresponding Society y su secretario, Thomas Hardy. El se había sentido molesto por la forma en que ella se hacía con su clase, al mismo tiempo que había escuchado con asombro el resumen inicial de información y su continua aportación de ideas, que definía exactamente lo que él había pugnado por expresar en aquella clase durante el último año. Se había asegurado de] que recordaría todo lo que ella decía para poderlo utilizar en el primer capítulo del libro que tenía intención de escribir, pero todo se le había esfumado al despertarse. En lugar del las ideas, podía recordar su aspecto: blusa blanca, falda amarilla y el cabello cayéndole suavemente por los hombros. Era la Julia que viera aquella primera mañana en casa de Magnus. Tenía un aire encantado, como el de una mujer que hablara con hadas, una mujer en la que todavía persistían los últimos vestigios embrujados de la infancia. Mark alzó la mirada hacia el bajo techo, comprobando que el sueño le había provocado una terrible excitación sexual. Deseaba a Julia ardientemente. Julia no podía considerarse casada con Magnus después de su brutal aparición en casa de ella la tarde anterior; el recuerdo le dio energía para darse la vuelta sobre el costado y encender de un puñetazo el interruptor situado junto al colchón. Magnus parecía haber explotado al fin; tanto Julia como Lily le habían descrito el incidente, ambas aconsejándole que se mantuviera alejado de Magnus por el momento. ¿Y cuándo no había evitado él a Magnus? Una de las primeras y más claras impresiones en la vida de Mark era la de que su hermano adoptivo le detestaba.
Tal vez odio fuera una palabra más adecuada, pensó, y soltó una risita.
Sonriendo aún, Mark liberó las piernas del lío de sábanas y se quedó de pie junto al colchón, evitando con cuidado los montones de platos y latas medio vacías esparcidas por el suelo. Había empezado a comer en la cama el invierno anterior, cuando éste era el lugar más caliente de todo el apartamento, y todavía no había abandonado la costumbre. La ropa se amontonaba en una silla contigua al colchón, y Mark cogió una camisa y unos pantalones, que se ajustó al cuerpo teniendo mucho cuidado al cerrar la cremallera. Del bolsillo de la camisa sacó una cajetilla de Gauloises y un encendedor, y aplicó la llama al extremo del cigarrillo, saboreando la entrada del humo por su boca y pulmones. Luego rebuscó junto al colchón y encontró su reloj; eran las once. Echó una ojeada a su escritorio, situado bajo la ventana en el lado opuesto de la habitación, e inmediatamente sintió cómo se apagaba su deseo sexual. Allí estaba su máquina de escribir, algunos lápices dentro de un pequeño frasco, un montón de cuartillas, unos apuntes y una docena de libros dispuestos en dos pilas, todo lo cual constituía el material para empezar a trabajar en su libro. Eso estaba allí desde el verano pasado, cuando había renunciado adrede a cualquier labor docente para poder escribir. Pero ese verano había transcurrido con una serie de encuentros fortuitos con mujeres, divagaciones y planes grandiosos que habían acabado en nada. Se había pasado una alarmante cantidad de tiempo durmiendo, como si estuviera agotado por la inactividad. Tras otro curso escolar, Mark había creído que por fin podría empezar a trabajar en el libro, pero ahora le era imposible mirar hacia su escritorio sin sentir un alarmante hormigueo de culpabilidad. Se sentía menos seguro de sus ideas ahora que cuando había pensado por vez primera en escribir su interpretación de los movimientos sociales de la clase obrera. Cuando se permitía pensar en el libro, lo hacía sobre todo para imaginar las criticas que iba a recibir. «La revolucionaria interpretación del pensamiento socialista del joven y brillante profesor…». «Este clásico de la praxis marxista…». Aplastó el Gauloise en un plato y fue por el pasillo hasta el cuarto de baño.
Cuando regresó, Mark separó las cortinas por encima del escritorio y dejó que entrara en la habitación una pobre y débil versión de sol. Muy por debajo del nivel de la calle, en el pequeño apartamento se hacía necesaria la luz eléctrica a cualquier hora del día. Siempre estaba en penumbra, y en los días nublados se formaban amplias zonas de una parda oscuridad. La ventana, al igual que la otra más pequeña de la cocina —la segunda habitación del apartamento—, daba a una pared de cemento que en sus buenos tiempos había sido blanca. Pronto le volvería el dolor de cabeza; lo había sentido por primera vez el mes anterior, al despertar. Desde entonces no le dejaba tranquilo; era un golpeteo insistente detrás de las sienes y una sensación de opresión en toda la parte superior de la cabeza. En las mañanas en que había soñado con Julia, parecía aún peor; estas sensaciones, que en realidad nunca fueron dolorosas, habían afectado su capacidad de concentración. Incluso si hubiera sido capaz de sentarse ante su escritorio y empezar a trabajar, pensaba, le sería imposible redactar un párrafo decente; se sorprendía a si mismo perdiendo el hilo de una conversación, o dándose cuenta de repente de que, como en el sueño de la clase, no sabía a ciencia cierta qué tenía que hacer a continuación. En la calle había sido incapaz, varias veces, de recordar adónde iba. Con frecuencia se encontraba a sí mismo rumiando sobre Julia y Magnus. Mark, que era un ser desplazado, con una infancia sin amor, había empezado a considerar a Julia —en la que durante años vio tan sólo una ama de casa dulce y algo bonita— como en su complemento. El derecho de posesión de Magnus sobre ella le parecía una flagrante y cruel injusticia. Ningún hombre tan sinvergüenza y arrogante como Magnus merecía esposa alguna, y menos desde luego si era tan sensible como Julia. Y el dinero de Julia, al que él podría dar mil y una aplicaciones útiles (escribir su libro la primera de ellas) había sido despilfarrado en bebida y comidas burguesas, y casi con toda seguridad encauzado hacia Lily. En ocasiones, Mark casi odiaba a Julia por tolerar a lo largo de tanto tiempo su embrutecida parodia de matrimonio.
Y el dinero provenía del viejo estafador, Charles Windsor Freeman, el bisabuelo de Julia, uno de los clásicos saqueadores y explotadores americanos. Mark podría emplear ese dinero contra dicha clase y limpiarlo así de su mancha.
Era la hora de sus ejercicios. Mark se tendió sobre la alfombra, que ya mostraba la urdimbre bajo sus desaliñados mechones verdosos, y, dejando la mente en blanco, levantó primero un brazo y luego el otro en ángulo recto, tensó los músculos y estiró los brazos con todas sus fuerzas. Hizo lo mismo con las piernas. Se relajó y se sentó en posición de loto, intentando tocar el suelo con la frente. Estiró la lengua hasta que le dolió la raíz, luego se sentó con la mirada vacía, expectante. Cerró los ojos y quedó sumido en la oscuridad.
Miró con intensidad en el interior de la opaca negrura, permitiendo que tomara forma a su alrededor. Ningún movimiento, ningún pensamiento; era un recipiente dispuesto a ser llenado.
En menos de diez minutos el caos del apartamento había desaparecido, dejándole en un universo vibrante y rotatorio. Él era un punto luminoso bailando en la oscuridad, una rendija por la que dar entrada al espíritu. A su alrededor estrellas y mundos se movían como esferas. La simple lámpara era una gloriosa rueda dorada de conciencia hacia la que él volaba en círculos, y que respiraba y latía, trémula de vida y sabiduría.
Su propio cuerpo había dejado de ser minúsculo para convertirse en inmenso, y los mundos de acompasado girar, en galaxias. El cuerpo de Mark se convirtió en esencia de Mark, aspirando bocanadas de espíritu; el tiempo lo envolvía como un capullo, liviano como polvo. Todo era sagrado; podía disipar el tiempo y fragmentar el mundo, permaneciendo sólo Mark, sólo luz sagrada. Sus manos se extendían sobre continentes, ingrávidas como el zumbido de una mosca; el espacio a su alrededor estaba lleno de un canto sin palabra. Una paz incorpórea, indistinguible de lo que era tensión, le iluminaba y elevaba. Músculos, pájaros, vuelo. Estaba de pie. Ahora se desplazaba hacia una bandada de brillantes partículas que se fundían mientras él atravesaba la gran distancia que le separaba de ellas. Anhelaba la unión. Primero vio una ciudad dorada, después un rostro que supo que era el de Julia incluso antes de que terminara de perfilarse. La estaba creando a partir de espíritu. El espacio empezó a susurrar con energía, a cantar. Mark se estaba disolviendo en llamas y velas, en pura incandescencia. La cara que veía no era la de Julia, sino la de una preciosa niña. El resplandor era insoportable, de una intensidad espléndida.
En el exterior, muy lejos y a su izquierda, se oyó el bocinazo de un taxi. Mark empezó a descender en círculos, mientras la pesadez invadía los vastos espacios moleculares de su cuerpo. Cayó sobre la alfombra, con los muslos agarrotados. Una maraña de pelo polvoriento se le pegó a la lengua. Mistress Fludd, sentada a su lado en el sofá de la sala de Julia, le había dicho:
—Estás bloqueado.
Al oír de nuevo el horrible y estridente ruido del taxi le volvió la jaqueca tan persistente y pesada como una oscura noche que le envolviera la cabeza.
—Le agradezco mucho que me permita visitarla —dijo Julia a la agradable y sonriente mujer de mediana edad que le abría la puerta del número 4 de Abbotsbury Close, una gran casa blanca—. Es muy importante que hable con usted. Me sorprendió tanto encontrar su nombre en la guía telefónica…, pensaba que se habría mudado de casa después de su desgracia. ¿Recuerda que hablamos por teléfono, mistress Braden? Soy Julia Lofting. Me dijo que viniera hoy por la mañana, antes de la hora de comer…
La mujer abrió más la puerta y dejó que Julia pasara al oscuro interior. Todo lo que alcanzó a ver dentro de la casa tenía un color marrón oscuro; en una distante pared colgaban una serie de fotografías polvorientas.
—No fue conmigo con quien habló usted —susurró la mujer a Julia—. Mistress Braden está arriba, en su habitación; la está esperando. Es acerca de Geoffrey, ¿verdad? —El acento alemán le recordaba a Julia el que había oído por teléfono el día anterior; pero la voz de esta mujer tenía un timbre más agudo y claro. Julia pensó inmediatamente, sin darle importancia, en la voz de un hipnotizador.
—¿No es usted…? —Julia alzó la mirada hacia las escaleras, que finalizaban en un oscuro arco.
—Soy la compañera de mistress Braden —dijo la mujer con voz insinuante, arrulladora—, mistress Huff. Conozco a mistress Braden sólo desde que ocurrió la tragedia. Al principio había tantos hombres de esos de la prensa, la policía, mucha gente mala que venía a fisgar…, curiosos. Yo los mantuve alejados de ella. Ahora hace ya mucho tiempo que no viene nadie. La quiere ver a usted.
Moviéndose con una rigidez que recordaba a miss Pinner, y que Julia reconoció ahora como artritis, mistress Huff abrió una puerta a la izquierda de Julia que daba a una anticuada salita. A ambos extremos de una abigarrada alfombra había dos sillones de color marrón con excesivo relleno, y una aterciopelada planta al lado de cada uno de ellos.
—Haga el favor de aguardar aquí hasta que vuelva, no tardaré.
—¿Hay un míster Braden? —Julia estaba de pie, incómoda, junto a uno de los deshilachados sillones.
—Murió en la guerra —dijo mistress Huff, y salió de la habitación. La puerta chasqueó tras ella.
Julia no quería sentarse en los sillones; le hacían pensar en una de esas plantas pegajosas que atrapan insectos y luego los digieren. Echó una mirada a la pequeña y oscura habitación y empezó a pasear, demasiado excitada para fijarse en la decoración, que parecía suspendida en la polvorienta penumbra. Sus pasos la llevaron a una estantería de madera; Julia miró algo extrañada los títulos de los libros estampados con uniformidad sobre los gruesos lomos, y descubrió que estaban escritos en alemán. Pasó la mano por encima de los volúmenes y los dedos le quedaron ennegrecidos. Limpiándoselos con un pañuelo de papel que sacó del bolso, Julia anduvo en círculos sobre la oscura alfombra. ¿Seguro que era turca? Su abuelo había tenido una alfombra muy parecida a ésta. Sintió una presión en la vejiga; ¿dónde estaría el lavabo? Era sólo el nerviosismo, lo sabía, y se le pasaría pronto si conseguía distraer su atención. Empezó a andar con mayor rapidez; si la presión aumentaba, tendría que sentarse con las piernas cruzadas en uno de aquellos horrendos sillones. Entonces sus pasos la llevaron ante un pequeño cuadro, y se detuvo, perpleja por lo familiar que le resultaba. No lo había visto antes, pero sin duda conocía la disposición de la mesa ladeada, la pipa y el trozo de periódico. Braque, era un Braque. Estudió el pequeño cuadro más de cerca. Tenía que tratarse de una reproducción; pero cuando leyó la firma pudo ver el relieve de las gruesas pinceladas. La sorpresa disipó la urgencia de su vejiga.
Se volvió en el momento en que se abría la puerta. Mistress Huff le hizo un seco ademán, sonriente.
—Mistress Braden la recibirá ahora mismo. Sígame, por favor.
—Este cuadro… ¡No me lo puedo creer! —dijo Julia.
—Venga, por favor. No entiendo nada de pintura.
Julia se apresuró a salir de la habitación, empujada por la elocuente y arrulladora voz. Mistress Huff le indicó con un gesto la escalera, sonriendo, y empezó a subir por ella. Julia la siguió. Cuando hubo franqueado el oscuro arco, vio a mistress Huff abrir una puerta a mitad de un sombrío pasillo. Julia pudo ver que las paredes estaban cubiertas por hileras de cuadros, pero la oscuridad del lugar los disimulaba. Cruzó apresuradamente la puerta que mistress Huff mantenía abierta.
—Tome asiento por favor, mistress Lofting —dijo la voluminosa mujer de cabello gris que, vestida de pies a cabeza de un negro brillante, se había levantado al entrar Julia—. Soy Greta Braden, y fue conmigo con quien usted habló por teléfono. Por favor, siéntese en el sillón que tiene a su izquierda. Espero que lo encuentre cómodo. Gracias, Huff. —La puerta se cerró con discreción detrás de Julia.
Esta se encontró contemplando una pintura con un marco dorado del que pendía una cortinilla roja de terciopelo corrida ahora a su lado para dejar al descubierto una mujer desnuda entrada en carnes cuya piel parecía absorber la luz de la estancia. Era increíble, pero se trataba de un Rubens. El resto de la alcoba compartía con su ocupante la atmósfera de elegancia caída en el abandono. El afelpado papel de las paredes, que una vez fuera rojo dorado, se había oscurecido con la suciedad hasta adquirir un apagado tono marrón. En el suelo había libros y periódicos, y muchos de éstos estaban amarillentos por el tiempo. Sobre la negra colcha aterciopelada que cubría la imponente cama había una bandeja con los restos del desayuno. La gran cara angulosa de mistress Braden parecía tener polvo en cada una de sus arrugas. El pelo gris estaba apelmazado por la grasa. Mientras la miraba, Julia no se sentía segura de que Greta Braden estuviera del todo cuerda.
—Usted desea hablarme sobre mi hijo. ¿Por qué motivo, mistress Lofting?
Julia se sentó en el sillón que mistress Braden le había indicado, y sintió cómo los cojines cedían bajo se peso. Miraba ahora la fotografía colgada en la pared sobre la enorme cama, de un muchachito de aspecto frágil y con gafas. Al lado de ésta había otra foto, la de un hombre alto y demacrado con quevedos y una chaqueta Norfolk.
—Este era Geoffrey —dijo mistress Braden—. Mi marido es el que está a su lado. ¿Qué quiere de mí, mistress Lofting?
—Hace dos días vi a Heather Rudge —dijo Julia, y vio cómo el cuerpo de la mujer se ponía rígido debajo del brillante caparazón negro que formaba su vestido—. Se mostró insultante y enajenada, pero mencionó que debía hablar con usted. —Haciendo caso omiso de un brusco y cortante gesto de mistress Braden, Julia se apresuró a añadir—: No trabajo para Heather Rudge. Verá, he comprado hace poco la casa de las Rudge. Yo me estaba reponiendo de una larga enfermedad, y hubo algo en la casa que me impulsó a comprarla. Desde entonces he estado investigando el pasado de la familia Rudge, el pasado de la casa. Ha sido algo compulsivo…, quiero saber todo lo que pueda sobre el tema. No creo que nunca se llegara a conocer la verdad sobre la muerte de su hijo, mistress Braden; hay mucho más detrás de ello, pero usted podría pensar que estoy loca si se lo contara. Lo principal es que debo averiguar cosas sobre las Rudge.
Mistress Braden la miraba con aire de extremada perspicacia.
—¿Y luego tal vez escriba sobre lo que consiga descubrir?
—Bueno —dijo Julia, temerosa de ser despedida si daba una contestación equivocada—, aún no estoy segura de eso…
—Hace veinticuatro años no estaría hablando con usted —dijo mistress Braden—, especialmente si mencionaba el nombre de Rudge. Ahora ha pasado ya mucho tiempo y he estado esperando a alguien a quien contarle la verdad sobre la muerte de mi hijo. Son muchos los que han quedado sin castigo. Cuando tuvo lugar mi tragedia, la policía no quiso escucharme. Yo era una extranjera, una mujer, me tomaron por loca y desconfiaron de mí. No me hicieron caso, mistress Lofting. La muerte de mi hijo no ha sido vengada. ¿Comprende ahora por qué estoy hablando con usted?
—Creo… creo que sí —contestó Julia.
—Mi mundo es esta habitación; no he salido de casa desde hace veinte años. He envejecido en esta habitación; Huff es mis ojos y mis oídos. No me importa nada salvo la colección de cuadros de mi marido, su recuerdo y el recuerdo de mi hijo. Ni tan sólo Huff lo sabe todo acerca del asesinato de mi hijo. ¿No le suena espantosa y horrible esta palabra, mistress Lofting? ¿Sabe lo que es asesinato? ¿Sabe que es el crimen más grande que se pueda cometer contra el alma, hasta el alma de los vivos? Es un crimen eterno.
—Sí… eso siento yo —susurró Julia—, pero lo que yo necesito es una prueba. O información, mejor que pruebas.
—Una prueba —la anciana escupió la palabra de su boca como si fuera carne podrida—. Yo no necesito pruebas; ese hombre al que la policía ejecutó era un vagabundo inofensivo. Un hombre ingenuo, como un niño. Le gustaba hablar con los niños. ¿Qué prueba tenía, la policía cuando le mataron?
—Así pues, está convencida de que era inocente —dijo Julia.
—¡Claro, claro que sí! Escuche lo que le voy a decir. Geoffrey y yo no teníamos secretos, mistress Lofting; sé lo que ellos le hacían en el parque. Esos otros le torturaban cada día, le hicieron la vida imposible porque era sensible y padecía de asma. Y en parte porque era alemán; a mi hijo le llamaban el Boche, el Cabeza Cuadrada, Fritz y el Vándalo. Esos otros eran todos malos.
—¿Conocía usted a mistress Rudge?
—Ésa. Ésa se rió de mí, se burlaba de mí. Le pedí que me ayudara en lo de Geoffrey, pero ella era una alocada y no entendía nada. No era capaz de ver lo que estaba pasando en su propia casa, no se daba cuenta de que estaba defendiendo a un monstruo. No tengo ninguna duda de lo que le ocurrió a mi hijo, mistress Lofting. La pequeña Rudge le mutiló y le mató; y los otros la ayudaron. Así es, y ahora, ¿cree que estoy equivocada?
Julia tocó con suavidad el brillante tejido de la manga de mistress Braden.
—¿Qué aspecto tenía Olivia, mistress Braden? ¿Me la podría describir?
La respuesta echó por tierra sus esperanzas.
—Era simplemente una niña. Su aspecto externo no tenía nada de particular. Era como tantas otras. Lleva muerta el mismo tiempo que Geoffrey, ya debe usted de saberlo.
—Sí, lo sé, pero existen razones… Tengo que saber qué aspecto tenía. ¿Era rubia? ¿Qué altura tenía?
—Eso son detalles absurdos. Rubia, sí, debía de ser rubia. Pero no se podía saber que era malvada sólo con mirarla, mistress Lofting.
—Esa es la misma palabra que empleó su madre.
Mistress Braden sonrió.
—Esa estúpida mujer —dijo ella—, esa grosera y vulgar idiota. No, mistress Lofting, no debe usted hurgar en las vidas fracasadas de las Rudge. Debe encontrar a los demás, debe hacerles confesar.
—Tengo que encontrarles —coincidió Julia—. Conozco algunos de sus nombres. Minnie Leibrook, Francesca Temple, Paul Winter…
—Y John Aycroft y David Swift, sí. Y el chico de los Reilly. Me sorprende usted, mistress Lofting; ésos fueron los chiquillos que ayudaron a Olivia Rudge a matar a mi hijo. Tiene que hablar con ellos si quiere encontrar su prueba, y yo puedo ayudarla.
Julia aguardó, tensa, incapaz de adivinar lo que seguiría.
—Algunos han muerto; ninguno ha prosperado. Como podrá imaginarse, mistress Lofting, me he interesado por las vidas de ese grupo. No les he quitado el ojo de encima, como se dice. Puedo decirle que el chico Reilly desapareció en Estados Unidos, en su país, hace diez años… se ha perdido. John Aycroft se suicidó al quebrar su empresa. Minnie Leibrook se mató en un accidente de coche conduciendo borracha. Francesca Temple fue muy sensata y se hizo monja; ahora vive en el convento de las Esclavas de María, en Edimburgo, bajo el voto de silencio. Paul Winter se hizo militar, como su padre, pero su regimiento le licenció. Vive en un piso de Chelsea. David Swift arruinó el negocio familiar de vinos y perdió a su mujer en un extraño accidente… Murió electrocutada. Vive encima de un pub de Upper Street, en Islington. Hable con esos dos hombres, mistress Lofting. Si consigue hacerles hablar, tendrá su prueba.
Julia estaba atónita.
—¿Cómo se ha enterado de todo esto?
Mistress Braden encorvó los hombros, haciendo crujir el vestido.
—Mis ojos y mis oídos son Huff. Le pago muy bien a Huff. Tiene muchas aptitudes. Ahora debo rogarle que se vaya, mistress Lofting, pero antes quiero darle un consejo. No ahorre esfuerzos. Y vaya con cuidado.
—Vaya, ir con cuidado, eso es lo que debieras hacer —dijo Mark aquella noche—. Nunca había oído una idea más disparatada. ¿Quieres decir que de verdad piensas ir en busca de esos dos tipos y les vas a hacer cantar sobre un asesinato que ocurrió hace veinticuatro años? ¿Por el que ya se ejecutó a un hombre? Escucha, mira, toma otra copa y olvídate de todo eso. Sólo Dios sabe en qué lío te meterías.
—Tomaré otra si dejas que yo invite. Por favor, Mark.
—Si insistes, tendré que aceptar a mi pesar —Mark había contado su dinero unos minutos antes en el aseo de caballeros, y comprobado que la última ronda le había dejado con sesenta y tres peniques. Debía veinte libras a un colega, y una vez se las pagara, el próximo cheque de la universidad le alcanzaría sólo para pagar el alquiler y comprar comida y bebida para todo el mes. De todas formas, suponía, siempre podía aplazar lo de Samuels hasta el mes siguiente, o tal vez hasta el trimestre siguiente. Observó con avidez cómo Julia sacaba del bolso un pequeño monedero y de éste un billete de diez libras. Con un arranque de placer anticipado, Mark se dio cuenta de que ya pensaba en el dinero de Julia como si fuera suyo—. Es muy amable de tu parte, querida —agregó, y le cogió el billete de entre los dedos.
Cuando volvió del bar con las dos copas, depositó un montón de billetes y monedas sobre la mesa.
—¿Te van a molestar las monedas?
Ella alzó la mirada, sorprendida.
—¿Por qué? ¿Necesitas dinero?
—Sólo para salir del paso; he tenido un mes apretado.
Julia le acercó los billetes, con el rostro bellamente fijo en el suyo.
—Mark, por favor, cógelo…, por favor, ¿quieres más? Es absurdo que yo tenga tanto cuando tú no tienes suficiente. De verdad, ¿necesitas más?
—Podemos hablar de eso después —dijo él. Bajo la suave luz que se filtraba hasta el fondo del pub, Julia parecía más bonita, pensaba él. Tenía aún la cara pálida debido a la falta de sueño, pero se la veía más segura, vibrante, como la Julia de antes, cuando Magnus todavía no le había puesto las garras encima.
—¿Te encuentras bien, Mark? —preguntó ella.
—Sólo es un dolor de cabeza; va y viene. —Compuso el rostro para adoptar su expresión más atractiva, lo que una antigua novia había llamado una «cara de cordero vestido de lobo»—. Debo decirte —prosiguió— que creo que deberías olvidarte de todo este asunto ahora mismo. No veo por qué tenías que pasar un mal rato visitando a ese par de viejas grotescas. No comprendo tu preocupación por Kate; todavía tienes a Kate, querida. Kate es parte de ti, no te puede hacer daño. Magnus es el responsable de todos tus miedos. Le mataría por lo que te está haciendo pasar. Deberías haber permitido que Perry-como-se-llame llamara a la policía. —Su dolor de cabeza aumentó un poco, pero Mark mantuvo la misma expresión, poniendo más calidez en su mirada.
—Odias a Magnus, ¿no es cierto? —preguntó Julia con voz algo sorprendida.
—Magnus es un hijo de perra.
—Te considero mi protección contra él; fue algo mágico que aparecieras cuando me desmayé. Tú y Lily sois las únicas personas con las que puedo hablar de lo que me está pasando. Si no fuera por la pobre mistress Fludd, lo más probable es que no pudiese hablar en absoluto de esto. ¿Te has enterado de lo que le ocurrió?
Mark asintió, y el dolor de cabeza le hizo sentir que el pub giraba.
—Lily me lo ha contado. Es una lástima, era una mujer curiosa.
—Ella vio algo, y sabía que corría peligro. Creo que la mataron para que no pudiera decirme lo que era. Mark, pensaría que me estoy volviendo loca si no fuera por ella… Tengo que encontrarle algún sentido a su muerte. —Julia bebió un buen trago de su copa-La asesinaron, estoy segura.
—Se plantó delante de un coche, ¿no fue así? Eso es un accidente, no un asesinato.
—¿Pero por qué sucedió? Y si fue un simple accidente, ¿cómo sabía que se encontraba en peligro de muerte? Mistress Fludd dijo que había un hombre y una niña… Desde un principio he creído que se refería a Magnus y a Kate, que Kate era la que se aparecía en casa, pero existe otra posibilidad. Sin duda Magnus es el hombre, eso lo sé seguro. Él es del todo irracional. Pero la niña podría ser otra: la niña que vi. Y por eso tengo que ver a estas personas.
Mark se frotó las sienes.
—Creo que estás cometiendo un error, que deberías olvidarte de todo este asunto. —Julia tenía ahora un aire exaltado que a él le crispaba los nervios.
—¿Qué te dijo mistress Fludd aquella noche? Debo saberlo, Mark; puede ser de utilidad.
—Nada, no era nada. Ni tan sólo lo recuerdo.
—Oh —Julia pareció defraudada—. ¿De verdad? Inténtalo, por favor.
—No te imaginas cómo me duele la cabeza. En fin, creo que dijo algo así como «Estás bloqueado», y luego dijo que debía abandonar tu casa.
—¡Es lo mismo que me dijo a mí! Oh, Mark, también te quería salvar a ti. —Alargó la mano hacia él y le tocó el lanoso pelo. El dolor pareció disminuir. El miró su cara arrebolada y sus ojos excitados y vio que parte de su exaltación se debía al whisky—. Querido Mark —dijo ella—, tu pobre cabeza.
—Quizá lo que ella intentaba era mantenerme alejado de ti. —Eso era de hecho lo que él había sentido.
—He ido a la Tate esta semana —le oyó decir a Julia, que seguía acariciándole el cabello— y estuve mirando el cuadro, el Burne-Jones. Tú también sales en él. Te estoy tan agradecida…
Cuando él apartó la mirada de sus propias manos enlazadas vio que Julia estaba llorando.
—Termínate la copa y vámonos —dijo él. El dolor de cabeza había disminuido a su intensidad habitual.
Luego se encontraron entre la mugre de su apartamento, abrazados los dos. Manteniendo el equilibrio para aguantar el peso de Julia y no pisar al mismo tiempo un plato sucio tirado por el suelo, Mark le acarició el despeinado cabello. Vio una gran cantidad de puntas partidas y pelos tiesos que formaban una deshilachada corona.
—Mark, no sé lo que me está ocurriendo —le decía ella. Cada una de sus palabras rozaba la garganta de él y explotaba en una bruma de whisky—, a veces estoy tan asustada. Es como si no pudiera controlarme. Desde que leí lo del caso Rudge me he sentido como dominada por él… Sólo pienso en eso. Porque ello querría decir que Kate… —su espalda se estremeció por los sollozos.
—No hables de eso —dijo él. Deslizó la mano derecha entre los dos y empezó a acariciarle los pechos. Julia jadeó y se apretó con él.
—Quédate conmigo —dijo él—, te necesito.
—Sí, me quedo —dijo Julia con voz ahogada. A él le empezaba a doler la espalda por el esfuerzo de mantenerla sujeta. Julia pesaba más de lo que en un principio había creído—. Tú eres el único hombre que he deseado aparte de Magnus. Pero…
—Te necesito —repitió él—. Eres hermosa, hermosa, Julia. —Hizo girar el cuerpo de ella, dando una patada a un plato y tropezando con una empañada botella de leche vacía; con un leve gruñido, la dejó sobre la cama—. Por favor, Julia, quédate conmigo —se inclinó y empezó a desabrocharle la blusa, rozándole el vientre con los labios. A la luz de la única lámpara situada al lado del colchón, la cara de ella se veía sofocada y enrojecida.
—No puedo —gimió ella.
—Puedes hacer todo lo que quieras. —Le abrió la blusa dejando los senos al descubierto y puso la boca sobre uno de los pezones. Luego se tumbó de lado sobre el colchón y la besó en la boca. Era cálida y carnosa, como una fruta aplastada.
—Mark…
—Ssst.
—Mark, no puedo —pero no se movió—. Quédate sólo a mi lado —dijo ella.
Mark le apartó la blusa hasta los hombros y luego se la quitó, tirándola a un lado. Se sacó con rapidez su propia camisa y le dio otro largo beso. Julia permanecía inerte, con los ojos vidriosos e inyectados de sangre, extraviados a la luz de la lámpara. Tras desabrocharse el cinturón y sacarse las botas, Mark se quitó los pantalones.
—De acuerdo —dijo él—, sólo me quedaré acostado a tu lado.
—Promételo, por favor.
—Sí.
Se quitó los calzoncillos mientras que ella, confusa e incómoda, se sacaba las demás prendas.
—Tu casa está hecha un asco —dijo mientras colocaba la falda sobre la blusa.
—Tócame —dijo Mark guiando la mano de Julia.
—Estás blando —le sonrió en la cara—. Dulce, grandote y blando Mark.
—Todavía tengo dolor de cabeza —confesó él—, esto no me suele pasar. —La cálida mano de Julia le sostuvo el pene, sujetándolo con vacilación—. No, no quites la mano. —Ahora estaba empezando a sentir una necesidad fraccionada, y se puso algo rígido. La mano de ella lo despertaba a sacudidas. Él le lamió los pezones, deslizando la mano entre las piernas de ella. El cuerpo de Julia parecía una inmensa y fértil pradera de calor.
—¡Dios mío! —exclamó él—. ¿Qué te ha pasado en los muslos? —Había en ellos unos enormes moretones.
—Me hice daño al pasar por una ventana una noche que había olvidado las llaves.
—Maldita sea —dijo Mark. Había perdido la pequeña erección que acababa de conseguir. El dolor le martilleaba la cabeza, descansó ésta sobre la almohada, junto a la de Julia, y con la mano buscó la sábana para cubrir a los dos. Tocó una cálida rodilla, la curva de una pantorrilla y, al mirar hacia allí, descubrió que la sábana estaba enredada con sus pies. Volvió a cerrar los ojos y pudo sentir el calor de las manos de ella sobre la espalda. Deslizó una mano entre los muslos de Julia y acarició una mata de largo y áspero vello.
—No —dijo ella, aferrándose de repente con fuerza a él—. No lo hagas, sólo quédate a mi lado.
Pero Mark era incapaz de otra cosa; le parecía que su cabeza había aumentado el doble de su volumen y entre las piernas tenía un vacío movedizo. Accionó el interruptor de la lámpara y se mantuvo abrazado al cuerpo caliente de Julia, porque lo mantenía anclado a la habitación. Su cabeza encontró reposo en el pecho de ella; todo giraba a su alrededor. Intentó conseguir una erección mediante un esfuerzo de voluntad, pero su mente no lograba retener las imágenes necesarias. Sentía su cuerpo como si estuviera desplazándose… desplazándose a grandes distancias en dirección a un grupo de luces. La voz de Julia le acercó a la realidad, pero tampoco consiguió centrarse en ésta.
—… no dejo de ver cosas raras. ¿Viste a ese hombre en el pub? Tenía un muñón colorado en vez de mano, en carne viva, y su boca… —El se esforzó por recordar: no había visto a ningún hombre manco en el pub,— una habitación llena de gente inexpresiva y fofa que quiere sujetarme… La mujer de Breadlands… maldiciendo… —Su voz acabó por apagarse.
Cuando Mark despertó por la mañana, Julia ya se había ido. El miembro del joven se tensó inútil y dolorosamente en el vacío. Encontró una nota junto a él, sobre la almohada, que rezaba: «Eres un encanto. Me he ido para continuar mi labor de detective. Un beso». Debajo, había un talón de cien libras.