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La chiquilla rubia, de unos nueve o diez años —la edad de Kate— y tan parecida a Kate que Julia se sintió desfallecer, apareció de no se sabe dónde por Ilchester Place y, agitando los brazos al llegar a la esquina, se perdió por el sendero de Holland Park. En las escaleras de la casa, junto al empleado de Markham y Reeves, lo primero que Julia sintió fue el dolor familiar y punzante de la pérdida, tan fuerte en este instante que temió escandalizar al empleado vomitando sobre los marchitos tulipanes; pero el agente inmobiliario que a todas luces ya había decidido que se las tenía que ver con un cliente cuyo atolondramiento y excentricidad rayaban en la locura, posiblemente se hubiera limitado a farfullar algo acerca del calor, fingiendo que nada anormal sucedía. El que Julia perdiera ya en dos ocasiones las llaves del número 25, que extendiera un talón por valor de veinte mil libras, en concepto de depósito, el mismo día en que había visto la casa (la primera casa que se le había mostrado), que además comprara todo el mobiliario de los anteriores propietarios, un fabricante de alfombras retirado y su mujer que ya se encontraba en las Barbados, que tuviera la intención de vivir sola en una casa con ocho dormitorios —pero sobre este punto él tenía sus propias ideas—, le habían preparado para afrontar casi todo tipo de extravagancias por parte de ella. Consciente de su impaciencia y rareza, y algo atemorizada por la sutil condescendencia que aquel hombre le demostraba, Julia creía posible que el agente atribuyera parte de su comportamiento al simple hecho de ser ella otro de esos cómicos «ricos americanos»; así que sólo sintió una mínima vacilación, acompañada de un ramalazo de espíritu de independencia, antes de ceder al segundo efecto que le había producido ver a la niña rubia corriendo, la sensación de que debía seguirla. El impulso era irresistible. El hombre de Markham y Reeves la sujetaba con gran delicadeza por el codo y empezaba a sacar la tercera llave del bolsillo del chaleco, a la que había atado una cinta amarilla.

—Es amarilla para no olvidarla, mistress Lofting —le decía con un claro tono de condescendencia en la voz—. Confieso que saqué la idea de una canción pop. ¿Puede usted…?

—Perdone un momento —dijo Julia, y bajó rápidamente las escaleras hasta la calzada.

No quería echar a correr mientras el agente de ventas, pudiera verla, y se contuvo hasta haber doblado la esquina del parque y contar con la protección del muro. El parecido de la niña con Kate era notable. Naturalmente no podía ser Kate. Kate había muerto. Pero a veces la gente distingue amigos entre la muchedumbre o los ve pasando en un autobús, cuando en realidad tales amigos se encuentran a miles de kilómetros de distancia… ¿No querrá esto decir que dichas amistades se encuentran en peligro o a punto de morir? Julia llegó corriendo con pasos torpes al área de juegos infantiles y, ya jadeante, empezó a andar. Había niños por todas partes, en los areneros, correteando por la yerba desigual, subiéndose a los árboles que podía ver desde la ventana de su dormitorio. Julia comprendió que, en aquellos momentos, era posible que la niña rubia se hubiera adentrado mucho en el parque, ya fuera por la larga franja de césped hacia la derecha o por uno de los senderos de más adelante, o bien en dirección a la Orangery. Tal vez ni siquiera hubiera tomado el camino hacia la zona de juegos, sino que podría haber seguido corriendo en línea recta por la larga senda de Holland House. ¿Seguro que aquél era el camino a Holland House? ¿Más allá de los pavos reales? Julia no conocía tan bien el parque como para seguir en pos de su fantasma, que por lo demás sólo era una chiquilla corriente, que iba a reunirse con sus amigos en Holland Park. Julia, que sin darse cuenta seguía caminando por el sendero, pasados los areneros, se detuvo. Ir tras la niña había sido algo irracional, quizá histérico: típico de ella. «La verdad es que estoy perdiendo el control», pensó, y dijo: «Maldita sea» en voz tan alta que un grueso hombre con un hirsuto mostacho rojizo se la quedó mirando.

Avergonzada, se dio la vuelta y miró por encima de los negros muros de los jardines hacia las ventanas superiores de su nueva casa. La casa era monstruosamente cara; no podía permitir que Magnus se enterara de que la había comprado, de que había firmado todos y cada uno de los papeles que le habían puesto delante. Por un momento, la imagen de Magnus —la idea de Magnus, enorme y enfurecido—, apartó cualquier otro pensamiento de su mente y le hizo sentir un instante de terror. Tal vez el comportamiento de ella había sido incomprensible, incluso desequilibrado —sería lo primero que él le diría—, pero con Magnus no era posible entrar en razón. Las largas y moderadas líneas de la casa, cuya belleza había apreciado desde el primer momento en que las vio, serenaron su ánimo.

Con la mano en el pecho, Julia regresó por el sendero hasta la esquina de Ilchester Place. No se acordó del empleado de Markham y Reeves hasta que le vio apoyado contra la puerta principal, con expresión entre confundida y aburrida. Él le había contestado en seguida cuando, llamando desde su oficina al banco de ella, se había enterado de la cantidad de dinero que tenía en la cuenta corriente.

Suponía que el hombre diría algo, pero éste ya había renunciado a las fórmulas corteses. Se limitó a enderezar los hombros y tenderle la llave, sujetándola por la vistosa cinta amarilla. Su aspecto ahora era más de fastidio que de aburrimiento. De todas formas, ¿qué podía decir Julia? No podía explicar su repentina acción diciéndole que había querido ver otra vez a una niña que le recordaba a su hija muerta, puesto que él no sabía nada acerca de Kate y de Julia. Salió del paso lo mejor que pudo.

—Lo siento mucho —dijo ella, mirándole la grisácea cara, de rasgos más bien apretados—. Quería comprobar algo en la parte posterior de la casa antes de que usted se marchara.

Él la miró de una manera rara; para examinar la parte trasera, lo lógico hubiera sido ir por el interior de la casa en lugar de dar la vuelta por fuera.

—No hay muchos niños por esta calle, mistress Lofting —dijo el hombre—. Claro que van a jugar al parque pero, como ya le he dicho, comprobará que Ilchester Place es un barrio tranquilo.

¿Esto también era sarcasmo? El hombre había visto a la niña, y se esforzaba por ser cortés. No se había dejado engañar por la débil excusa de Julia.

—Gracias —dijo ella, al tiempo que cogía la llave y se la metía en uno de los bolsillos del vestido—. Ha tenido usted mucha paciencia conmigo.

—Nada de eso. —El empleado miró su reloj, luego, por un momento, su coche y después el Rover, sobre cuyo asiento trasero se amontonaban unas maletas junto con algunas plantas en sus tiestos, dos reducidas pilas de libros atadas con cordel y una caja con muñecas de trapo que Julia tenía desde su infancia. Aquéllas eran las únicas cosas que había traído consigo además de la ropa, y todas eran de la habitación que había ocupado al salir del hospital. Los libros eran una concesión, pero le pertenecían a ella, no a Magnus.

—No, por favor, no es necesario —dijo Julia rápidamente—. Jamás se me pasaría por la cabeza pedirle eso, después de… todo.

—En ese caso… —replicó él, visiblemente aliviado, y empezó a bajar los escalones—, tengo que resolver algunos asuntos en la oficina, así que si me disculpa usted la dejo con su nueva casa —alzó la mirada hacia la alta y acogedora fachada de ladrillo—. Es una bonita casa. Será usted feliz aquí y, por descontado, ya tiene usted nuestro número de teléfono por si acaso se presenta algún problema. ¿Acierto en suponer que no conoce muy bien Kensington?

Ella asintió.

—Entonces podrá disfrutar de los placeres de la investigación. ¿Dónde vivía antes? ¿Antes de hoy? En Hampstead, ¿verdad?

—Sí.

—Le gustará esta parte de Kensington.

Se dio la vuelta para dirigirse a su coche. Cuando ya había abierto la puerta, se volvió de nuevo y le gritó desde el otro lado de la calle y del césped:

—Llámenos si se presenta algún problema, mistress Lofting. A propósito, creo que debería ir a alguna tienda de High Street para que le hagan copias de las llaves. Bien, buenos días, mistress Lofting.

—Adiós. —Agitó la mano desde la escalera de la casa mientras el hombre se iba. Cuando el coche se perdió de vista, Julia bajó hasta el Rover y desde allí miró su casa, lo que ya era su casa. Al igual que las demás casas de la corta y elegante calle Ilchester Place, ésta era de ladrillo, de estilo neogeorgiano, muy sólida. Allí se sentiría protegida de Magnus. Desde el primer momento supo que en aquella casa podría encerrarse para disfrutar de la tranquilidad y del descanso que necesitaba, lo sintió casi como si la misma casa se lo hubiera dicho. Al comprarla obedeció al mismo tipo de impulso que al seguir a la niña rubia. Allí podría vivir, sin Magnus; en su momento le telefonearía o le escribiría una nota, cuando él se hubiera hecho a la idea de su huida. Había pasado la noche anterior en un hotel de Knightsbridge, aterrada ante la sensación de que cada paso significara la llegada de Magnus, con el rostro enrojecido por la falsa amabilidad, por el esfuerzo para contener su violencia. Magnus podía ser terrible; era ésta la otra cara de su carácter atractivo, de su gran autoridad masculina. No, dejaría estar a Magnus por un tiempo. La nota que le había dejado ya decía todo lo que se podía decir.

Ahora tenía que arreglárselas para meter en casa las maletas y el resto de sus cosas. Oprimió el botón contiguo a la manecilla de la puerta y, como no cedía, volvió a probar con más fuerza. El seguro estaba puesto. Julia se sacó una llave del bolsillo, pero era la de la casa, con su llamativa cinta amarilla. Se inclinó para mirar por la ventanilla y vio el resto de sus llaves colgando del contacto. Sin remedio. Sintió cómo se le saltaban las lágrimas. Por un momento experimentó una inmensa gratitud por el hecho de que Magnus no estuviera allí. «Me pregunto si eres capaz de hacer algo bien». O una condena breve y brutal: «Típico». Como abogado que era, Magnus disponía de un arsenal de técnicas para sugerir que los demás, en especial su mujer, eran débiles mentales.

—Gracias a Dios —exclamó al descubrir que la ventanilla del lado del pasajero estaba abierta, si bien la puerta también estaba cerrada. Por más «típico» que fuera, Julia lo tomó como un buen presagio en el primer día que iba a pasar en su nueva casa. Tal vez, al menos durante una o dos semanas, Magnus no consiguiera encontrarla.

Como si estuvieran conectados, el recuerdo de Magnus le trajo de nuevo el de la niña, y mientras abría la otra puerta, tras pasar el brazo por la ventanilla y apretar hacia abajo la manecilla interior, pensó en volver a buscarla por Holland Park. Apartó de su mente la imagen de ella y la niña sentadas juntas en un banco y hablando. Bajo ésta, subyacía otra imagen de horror y desesperación y, al percibirla, saliendo a la superficie de su conciencia como había ocurrido durante las semanas transcurridas en el hospital, Julia se esforzó por dejar su mente en blanco. Pensaría en el equipaje y las plantas; se había roto una de las macetas, de la que faltaba un fragmento de unos quince centímetros de largo, y podía verse la tierra negra y granulosa enmarañada con blancas raicillas. Julia se dio cuenta de que había comprado la casa en Ilchester Place del mismo modo que había elegido a Magnus como marido, por impulso.

Pero había gastado su dinero en su casa; era la primera decisión totalmente libre tomada en once años, desde que se casara con Magnus. En aquella época, en 1963, tenía veinticinco años, y era una muchacha más que bonita con una impresionante cabellera roja y una cara suave, tersa y serena; «la cara de una muchacha en un picnic impresionista», había dicho su padre. Ahora, le parecía haber pasado por la escuela privada y el Smith College en una especie de trance, totalmente desconectada de sí misma. Aparte de las clases y unos pocos profesores, eran contadas las cosas que la habían interesado o afectado. Había perdido su virginidad en brazos de un estudiante de inglés en Columbia, un muchacho judío alto y nervioso. La había conquistado sobre todo a base de anécdotas de Lionel Trilling y la vida sexual de poetas famosos; juntos vieron gran cantidad de películas francesas.

Después hubo otros chicos, pero ninguno se acercó más a la personalidad oculta de Julia que el estudiante de Columbia; no se acostó con ninguno de ellos. Cuando se licenció en el Smith College, consiguió un trabajo en Time-Life, en el archivo de revistas del Sports Illustrated, pero lo dejó un año después cuando oyó a una joven, que consideraba amiga suya, describirla como una «jodida heredera». Abandonar el empleo supuso un alivio; sabía que no servía para aquel trabajo, y si había durado un año era porque el jefe de su sección, un hombre casado, iba tras ella. A ella también le gustaba, pero no tanto como para desnudarse en su compañía, que era precisamente lo que a él lo llevaba de cabeza. Los seis meses que siguieron los pasó en casa de sus padres, leyendo novelas y viendo la televisión, cada vez más asustada por el mundo que se abría al otro lado de la puerta o del campus del Smith College. Entonces se encontró con una amiga de la facultad y se enteró de que en la editorial en que ésta trabajaba buscaban a una persona para el departamento de redacción; una semana más tarde tenía un nuevo empleo. Aquí pudo disfrutar de una actividad casi mecánica, que le era ajena, consistente en ocuparse de la publicación de libros académicos para el departamento universitario; le gustaba decir que aprendía algo en cada libro. Alquiló un apartamento en el West, a la altura de la calle Setenta. Daba la impresión de que se estaba adaptando a una vida monótona, ocupada, superficial; iba al trabajo en autobús (por principio no acostumbraba a viajar en taxi), atendía su correspondencia, trabajaba con manuscritos, comía con algún hombre, y pensaba con frecuencia que sólo era una espectadora de su propia existencia, como si en realidad la vida aún no hubiera empezado. Una mañana se despertó en su cama junto a Robert Tillinghast, y presa de pánico decidió marcharse de Nueva York para irse a Inglaterra. «Voy a moverme en sentido horizontal, ya que no puedo hacerlo en vertical», dijo a sus amigos. Robert Tillinghast la acompañó al aeropuerto y dijo que se preguntaba qué iba a ser de ella. «Yo también quisiera saberlo».

Una vez en Londres, alquiló una habitación en Drury Lane, y unos meses después, cuando encontró trabajo en una editorial de libros de arte, se mudó a un estudio de dos habitaciones en Camden Town. «Vives en una perrera», bramó su padre cuando hizo un viaje para fisgonear en su nueva vida. «¿Dónde diablos están los anuncios del periódico?». Le encontró un piso con entrada particular, grandes ventanas y dos dormitorios («Necesitas una habitación para trabajar») en Hampstead, cuyo alquiler era tres veces superior al de Camden Town. Tras algunos meses de vivir allí, una noche conoció a Magnus Lofting en una fiesta dada por un matrimonio que trabajaba en la misma editorial.

Eran Hugh y Sonia Mitchell-Mitchie, de la misma edad que Julia, Hugh, que vestía téjanos y camisetas y llevaba un aro de oro en una oreja, era el jefe del departamento de arte. Sonia, al igual que Julia, trabajaba en redacción. Ambos eran brillantes y triviales. Julia, que simpatizaba con ellos aunque la perturbaban un poco (parecían dedicar una desusada cantidad de tiempo en discutir sus problemas sentimentales), descubrió entonces que para ellos una fiesta consistía en pasarse dos horas bebiendo sin parar y el resto de la velada jugando a juegos de salón.

Cuando los demás empezaron a jugar, Julia se eclipsó en el fondo de la sala, con la esperanza de pasar inadvertida; cualquier tipo de juego la hacía sentirse insegura. Sonia empezó a burlarse de ella, y en un instante veinte personas la estaban mirando. Se sintió cruelmente expuesta.

—No seas bruta, Sonia —dijo un invitado—, ya hablaré yo con tu amiga.

Julia se volvió hacia el dueño de aquella voz autoritaria, y pudo ver a un hombre corpulento vestido con un traje a rayas y con más edad que cualquiera de los presentes. En las sienes, el pelo era ya gris.

—Siéntate a mi lado —le ordenó.

—Acabas de salvarme la vida —dijo ella.

—Basta con que te sientes —ordenó Magnus.

Ella obedeció encantada.

Diez años después, era incapaz de recordar de qué habían hablado en aquella ocasión; sólo sabía que de inmediato descubrió algo impresionante en él: era un puro macho, y cada uno de sus gestos daba a entender que podía disponer de ella con igual facilidad con la que encendía un cigarrillo. Con el instinto propio de alguien que ha crecido rodeado de personas bien acomodadas, Julia supo que era un hombre de los que triunfan en cualquier empresa que se proponen; parecía entenderla totalmente, o ser totalmente indiferente a cualquier cosa que no comprendiera. Resultaba fascinante a la vez que escalofriante. Se pasaron el resto de la fiesta hablando y, mientras Hugh y Sonia junto con los demás invitados empezaban otro juego, uno en el que un «asesino» mataba a sus «victimas» cuando les guiñaba el ojo, Magnus le dijo tranquilamente:

—Creo que voy a irme. ¿Quieres que te acompañe en coche? ¿Cómo has venido hasta aquí?

—En autobús —confesó ella.

—Es demasiado tarde ya para ir en autobús. —Se puso en pie. Era muy corpulento para considerarlo simplemente fornido; Julia le llegaba al hombro. Cuando alzó la mano, ella retrocedió; pero él se la llevó a la nuca y se alisó el pelo—. Te acompañaré a tu casa, a menos de que vivas en algún lugar excesivamente alejado. Blackheath o Guilford caen fuera de mi ruta.

—Vivo en Hampstead.

—Loado sea Dios. Yo también.

Se encaminaron hacia el coche, un Mercedes negro, que estaba aparcado en Fulham Road; él le contó que era abogado, y que en el pasado había vivido puerta con puerta con Sonia Mitchell-Mitchie, que se había convertido en una especie de sobrina adoptada. Le hizo algunas preguntas sobre ella, pero Julia se sorprendió a si misma hablando de forma impulsiva. Por alguna razón —razón que no comprendería hasta años después—, llegó incluso a mencionar a Robert Tillinghast al explicar por qué se había ido de Nueva York.

Hasta que supo que iba a abandonar a Magnus no reconoció que se había casado con él, enamorada de él, en gran medida porque le recordaba a su propio padre. Uno y otro practicaban el adulterio con prodigalidad y desenfado. Julia comprobó muy pronto que Magnus se iba con otras mujeres y que las trataba con un brutal desenfado. En el trayecto de regreso a Hampstead, él le había dicho que quería tomar una copa y la llevó a un club detrás de Shepherd’s Market, donde primero puso el nombre de ella en un registro de entrada y luego la condujo a una sala oscura, medio llena, en la que la elegancia aún lograba enmascarar de alguna forma el ambiente sórdido. Las camareras iban vestidas con trajes largos color pastel, que resaltaban sus pechos enormes y separados. Un tercio de los hombres estaban borrachos; además de Julia y las camareras, sólo hablan dos mujeres en todo el club. Apenas Julia entró, uno de los borrachos la rodeó con un brazo. Magnus le apartó de un empujón sin mirarle siquiera. Luego pidió las bebidas y empezó a mirar agresivamente en todas direcciones, como si buscara a otro tipo para tumbarlo. Julia se fijó en que las otras dos mujeres le estaban mirando. Se sintió agradablemente excitada y estimulada, bebiendo su copa a sorbos.

—¿Juegas? —le preguntó Magnus.

Ella negó con la cabeza.

—¿Te molesta que yo lo haga?

—No —respondió ella—; de repente me siento muy despierta.

Julia cruzó tras él una puerta que había al fondo de la sala y le siguió hasta un mostrador con rejas donde Magnus sacó dinero de su cartera y compró fichas. Le vio depositar cinco billetes de cincuenta libras sobre el mostrador y, tras vacilar un segundo, un sexto billete. Pareció que le daban una cantidad de fichas sorprendentemente exigua por todo aquel dinero.

Juntos, bordearon varias mesas de juego y llegaron a la ruleta. Magnus puso cuatro fichas en el rojo. Conteniendo la respiración, Julia contempló cómo la bola giraba dentro de la rueda dentada. Se detuvo con estrépito en el rojo, Magnus dejó las fichas donde estaban, y la bola volvió a caer en el rojo. Entonces, apostó al negro todo lo que había ganado, y volvió a ganar. ¿Cuánto dinero representaban todas aquellas fichas? ¿Quinientas libras? ¿Más? Al ver a Magnus mirando ceñudo su montón de fichas, Julia se sintió alborozada y algo desorientada, y comprendió cómo él debía de haber detestado la fiesta. La vez siguiente, cuando la ruleta volvió a girar, perdió algunas fichas, pero su rostro no cambió de expresión.

—Tu turno, Charmaine —le ordenó él, y le puso delante unas cuantas fichas. Con desesperación, Julia se dio cuenta de que allí había dinero por valor de doscientas libras como mínimo.

—No puedo —dijo ella—. Perdería tu dinero.

—No seas cobarde —replicó él—. Apuesta donde tú quieras.

Julia apostó las fichas al rojo, puesto que era el color con el que Magnus había ganado primero. En esta ocasión la bola cayó en el negro. Compungida, alzó la mirada hacia él.

—No importa —dijo él—, apuesta otra vez a lo mismo —y volvió a poner un montón de fichas ante ella.

Julia hizo lo que él le había dicho y perdió de nuevo. Entonces se apartó de la mesa.

Magnus siguió jugando, aparentemente indiferente a ella. Julia permaneció de pie a su lado, mirando cómo las fichas se iban acumulando ante él. Parecía que el hecho de ganar no afectara en absoluto a Magnus; se limitaba a seguir de pie, impasible, mirando ceñudo la mesa, moviendo fichas adelante y atrás. En varias ocasiones, se le acercaron hombres para hablarle, pero él les contestó con breves y bruscas frases y les dio la espalda.

Media hora después, una mujer delgada y morena que Julia recordaba haber visto en el salón se aproximó a Magnus y le besó.

—Cariño —dijo ella—, hace siglos que no vienes por aquí, vas a perder a todos tus viejos amigos. —Al pronunciar las dos últimas palabras, miró burlonamente a Julia. Esta se sintió desnuda una vez más.

Magnus susurró unas palabras a la morena y luego volvió a girarse hacia la mesa. Cuando cobró el importe de las fichas, Julia vio que había ganado unas mil libras.

Ya en el coche le preguntó:

—¿Esa mujer era tu amante?

Fue la primera vez que le oyó reír.

Cuando Magnus le dejó delante de la puerta de su casa, le pidió su número de teléfono y, una vez lo supo, se sacó dos billetes de cincuenta libras del bolsillo de la chaqueta y los puso en la mano de Julia.

—Te llamaré el miércoles —le dijo, y se alejó de la puerta antes de que ella pudiera protestar. Julia metió el dinero en un cajón, con la intención de devolvérselo cuando volviera a verle; dos meses después, al encontrar los billetes en el mismo sitio, ya era demasiado tarde para devolverlos. Al cabo de un tiempo, dio un billete a Oxfam y otro a Amnistía Internacional.

El lunes siguiente, en el trabajo, se enteró de dos cosas sobre Magnus: había sido el primer amante de Sonia Mitchell-Mitchie, y se suponía que Julia debía haberse acostado con él.

—Magnus siempre lo hace; escoge a una chica en las fiestas, la acompaña a su casa y la viola —le dijo Sonia—. ¿No te violó?

—Apenas me tocó —objetó Julia.

—No debía de tener ganas —dijo Sonia.

En las semanas que siguieron, Magnus fue invadiendo cada vez más su tiempo; pero no hicieron el amor hasta que ella ya había empezado a preguntarse si eso llegaría a ocurrir. Era sin duda el hombre más corpulento con el que se había acostado. Tendía a juzgar a los demás hombres teniendo como referencia a Magnus, o intentando adivinar si le caerían bien a él. Lo cierto es que ningún otro hombre era tan excitante como Magnus Lofting. Los más jóvenes todavía tenían que consolidar su masculinidad y carrera, y por lo tanto carecían de su seguridad.

No obstante, hasta que él le contó su infancia, Julia, enamorada ya, no comprendió que le quería como marido. Tanto él como su hermana —«la pobre Lily», un año mayor—, habían tenido unos padres absolutamente distantes. Los Lofting, totalmente enfrascados en sí mismos, totalmente indiferentes a las opiniones o sensibilidad de los demás, habían viajado mucho, dejando a los niños en casa con una retahíla de tutores; antes de lograr que Magnus hablara de su infancia —parecía reacio a tratar el tema—, Julia no había tenido noción de lo alejados, y por tanto crueles, que podían ser unos padres. Aparte de los tutores y la «pobre Lily», Magnus había crecido casi en silencio, abandonado en aquella vidriosa tumba de mármol que era su casa de Hampshire. Semejante infancia le partía el corazón a Julia, cuyo padre, a diferencia de sir Greville Lofting, era entremetido, locuaz y autoritario. Pensó que la infancia de Magnus, aquel temprano aislamiento, podía explicar en gran medida sus impulsos; por lo visto, de joven había sido despiadado en su vida profesional, e incluso ahora le dedicaba tanta cantidad de energía psíquica como para mover una locomotora. La infancia de Magnus no sólo contribuía a que Julia le entendiera mejor, y por lo tanto le resultara más accesible, sino que además le humanizaba. Al principio, hasta parecía imposible que Magnus alguna vez hubiese tenido padres, resultaba un poco chocante; que existieran la «pobre Lily» y Mark, otro hermano adoptado y mucho más joven, fue como una revelación.

La sorprendió aún más el ver cuán unido se sentía a la «pobre Lily». Una vez más halló la explicación en la infancia de ambos hermanos. Magnus y Lily habían crecido en una sociedad de dos, dedicados intensamente el uno al otro, contando sólo con su mutua compañía. Se habían inventado un lenguaje («Durm») que todavía utilizaban en momentos de diversión. El era «Magnim» y ella «Lilim». Habían inventado complicados juegos sirviéndose de todos los rincones de la casa y del jardín, juegos en los que por lo visto Magnus había asumido el papel principal a la edad de cinco o seis años: rey, general, primer ministro, Coriolano, Odiseo, Príamo. Esto duró hasta que Magnus ingresó en Cambridge. Lily nunca se casó, y Julia se enteró de que Magnus pasaba al menos una tarde o una velada por semana en compañía de su hermana. De hecho, llegó a pensar que la fórmula de «pobre Lily» había sido adoptada más bien para anular los celos que pudiera sentir Julia que por una característica específica de Lily. A pesar de sus rarezas, espiritualismo y general aspecto de dispersión, Lily no merecía tal epíteto. Cuando por fin Julia la conoció, se encontró con que tenía el cabello gris, era indudablemente hermosa y de constitución tan delicada que bajo la piel podían verse unos bien delineados músculos faciales. Lily la hizo sentir incómoda y violenta, probablemente mancillada en algún aspecto importante. No sería hasta pasados dos años, después del nacimiento de Kate, que Lily se mostró amistosa.

Mark, el hijo de un amigo de juventud de sir Greville, un oficial consular destacado en África que se había suicidado, era otra cosa. Los Lofting le habían adoptado cuando tenía dos años, impulsados por una generosidad que no les caracterizaba, tras haber prometido a la madre, agonizante en un hospital tropical, que cuidarían de él. Su noción de cuidados consistió en enviar al niño y su ama a Inglaterra, con un simple telegrama al que siguió una jovial carta en la que se notificaba a Magnus y Lily, que a la sazón tenían quince y dieciséis años respectivamente, que iba a reunírseles un nuevo hermano. Estos le odiaron. Su mundo había sido una alianza sagrada de dos, demasiado larga para poder admitir a un tercero. Magnus se refería invariablemente a Mark como un «inútil» y «lioso»; también Lily desconfió de Mark. A veces era «malo, muy malo», lo que Julia supuso que era una alusión al hecho de que, a los quince años hubiera dejado embarazada a una chica del pueblo de Hampshire. Puede que también fuera una alusión a la primera acción con que inició su vida adulta, consistente en solicitar el cambio, en las listas electorales, del nombre de Lofting por el de Berkeley, el suyo original… Una crítica muda a los métodos educativos de los Lofting. Mark había sido decepcionante: nunca había aprendido el lenguaje secreto de sus hermanos, ya que no tuvo muchas posibilidades de hacerlo; había obtenido una licenciatura de tercer grado en Cambridge y ahora enseñaba sociología en una escuela politécnica, una disciplina que según Magnus no existía. Mark siempre había flirteado con grupos políticos marginales, había participado en manifestaciones, repartido octavillas y en la actualidad se suponía que era maoísta (en cierta ocasión Magnus le vio, con desprecio, llevar en la mano un ejemplar de Estrella roja sobre China).

—Bueno, no veo que haya nada de malo en leer cualquier libro. Y tú tampoco.

—No he dicho que lo leyera, sino que lo llevaba. Para darse aires. En su ambiente equivale a un disco de los Rolling Stones.

—Bueno, la verdad, yo no estoy defendiendo a Mark, pero tú estás siendo malintencionado e injusto. Le condenas tanto si lee el libro como si no.

—¿Acaso tiene alguna importancia lo qué yo diga acerca de un maoísta de Notting Hill?

Por lo general, Mark iba vestido con tejanos y una camisa de algodón, vivía en el mismo estudio que había alquilado en Notting Hill Gate al volver de Cambridge, y dormía en un colchón sobre el suelo, en medio de un fabuloso desorden. Julia se había enterado de casi todo esto por Lily a lo largo de un período de tres o cuatro meses, mientras Magnus emitía gruñidos de desaprobación. No llegó a conocerle hasta el día en que él se presentó en casa de Magnus, en Gayton Road, tres semanas antes de la boda de Julia, diciendo que quería ver a la víctima. Oyó su voz clara y burlona (una voz muy distinta a la de los Lofting) procedente del portal, y luego oyó cómo Magnus decía: «¿La qué? Supongo que te refieres a mi prometida».

—Tu víctima, Magnus.

Oyó suspirar a Magnus:

—En fin, entra, ya que estás aquí.

—Te agradezco tu acostumbrada generosidad, Magnus.

Julia había considerado a Mark como a un posible aliado, desde la primera vez que oyera hablar despectivamente a Lily y Magnus de él; al menos tenía defectos y cabía esperar que simpatizara con ella. Con el corazón latiéndole con fuerza, tiró el Guardian detrás de la butaca y se levantó para recibirle.

Magnus entró malhumorado en la habitación, seguido de un joven alto y de largo y reluciente cabello negro. Julia vio la mueca que hacía Magnus al ver el periódico arrugado y enrollado detrás de la butaca; luego vio que Mark Berkeley era el tipo de hombre que hace volverse a las mujeres por la calle. Era hermoso, sexualmente atractivo. El pelo largo y moreno enmarcaba un rostro casi oliváceo, con unos altos pómulos mongoles y una boca carnosa y curvada. Bajo las negras cejas, en la oscura y divertida cara, los ojos eran de un azul increíble. Cuando él le tendió la mano, observó que tenía las uñas sucias.

—Eres casi tan bonita como dijo Lily —dijo él—. Ojalá te hubiera descubierto yo primero. Será agradable tener a otra mujer guapa en la familia, ¿no te parece, Magnus? Ahora que Lily ya está un poquito pasada.

Mientras sostenía su mano más bien sucia, Julia sintió, como una corriente oculta bajo los comentarios de Mark, que él la estaba penetrando con la mirada; podría ser un aliado, pero no de la clase que había imaginado en un principio. Mark también era un hombre que imponía, y sin embargo parecía distar mucho de ser poco comprensivo. Al mismo tiempo que Julia sentía crecer su simpatía por el hermano menor de su marido, le pasaron por la cabeza varias impresiones. Mark parecía más bien el hijo de Magnus que su hermano; poseía un aire de irresponsabilidad que casi parecía afectado. Se hacía imposible imaginar a Mark desempeñando cualquier ocupación salvo la de dar clases. Y mientras le estrechaba la mano, pensó que quizá estaba siendo estafada por un experto. Sin duda era demasiado fácil que a uno le gustara instantáneamente alguien tan atractivo. Julia soltó la mano; no estaba muy segura de aprobar a los hombres tan guapos como aquél.

—La verdad, Magnus —dijo Mark— ¿no crees que se parece a una de las imágenes que se le aparecen a Lily en sus bolas de cristal? ¡Qué persona más extraordinaria debe de ser para quererse casar contigo!

—Oh —dijo ella, tratando de salvar la situación—, a veces pienso que la mitad de las mujeres de Londres quieren casarse con Magnus.

Pero Magnus se había apartado de ella con impaciencia. El resto de la tarde transcurrió, penosamente, con Mark provocando a Magnus y Magnus poniéndose cada vez más furioso. Julia fue del todo incapaz de comprender el comportamiento de Mark.

Un año después, cuando Julia descubrió, asqueada, que Magnus no había dejado de frecuentar a sus otras mujeres ni siquiera durante un mes, le había propuesto enfadada, furiosa, la posibilidad de que ella empezara a entenderse con su hermano.

—¿Por qué has de disfrutar sólo tú? —le había preguntado rabiosa.

Magnus la sujetó por el brazo con tal fuerza que le dejó moretones, y Julia le vio temblar de miedo e ira, controlándose a duras penas para no golpearla. Luego aflojó la presión, separó las mandíbulas y retrocedió un paso.

—Si llegas a acostarte con Mark, te mataré con gusto —dijo.

Su tono fue tan frío, que ella le creyó en el acto; a pesar de los comentarios sobre el «desequilibrado» de Mark, nunca antes había sospechado que Magnus odiara a su hermano. Y eso era lo que le parecía haber descubierto ahora.

Poco después de este altercado empezaron a discutir la posibilidad de tener un hijo.

Kate nació el verano siguiente. Luego, por espacio de nueve años, los Lofting vivieron de forma convencional en Hampstead, viajando al extranjero —Magnus compró una granja situada a una milla del río Dordoña, y se pasaron tres veranos acondicionándola—, viendo a Lily de vez en cuando y a Mark dos o tres veces al año, cuando se presentaba sin previo aviso.

Era evidente que Lily le mantenía al corriente de lo que pasaba en casa de los Lofting. Cuando Kate cumplió un año, le envió una bonita casa de muñecas; telefoneaba con frecuencia cuando Magnus estaba fuera de la ciudad para flirtear, pero sin propasarse con Julia. Sin lugar a dudas Magnus seguía con sus líos de faldas, pero eso ya no hería a Julia; esos temas parecían algo periféricos y apenas sin efecto en la relación de él con Julia y Kate. Magnus continuaba siendo imprevisible y, en ocasiones, aterrador; su amor por Kate era absoluto. Julia pasó los nueve años que vivió Kate en un trance doméstico, superficialmente contenta. En cierta ocasión, en una fiesta, se oyó decir a sí misma:

—¿Que no se puede vivir para otra persona? Pues claro que se puede, yo misma vivo para mi… —Estuvo a punto de decir «hija», pero vio que Magnus la estaba mirando y la sustituyó por «familia».

Ahora pensó:

«Voy a empezar a ser yo misma, con toda libertad, y a descubrir qué es lo que eso significa. Y si me vuelvo loca, no me importa.»

Julia permaneció de pie junto a la ventana de su dormitorio, las cortinas estaban descorridas, y miró hacia la zona de juegos infantiles que estaba llena de niños desconocidos, con el verdor del parque al fondo.

Abrió la ventana y se apoyó en el alféizar, pensando: Una mujer en el albor de una nueva vida apoyada en su ventana… En la habitación hacía un calor insoportable. El aire procedente de Holland Park parecía más fresco, más estimulante a pesar de ser un día caluroso. Mientras sacaba la ropa de las maletas y desataba los libros, Julia se sentía sudorosa, pegajosa y extrañamente insensible. Podía dejar la ropa en cualquier parte, puesto que el dormitorio, la casa entera, era de su exclusiva propiedad. Después de colocar provisionalmente la caja con las muñecas en uno de los roperos, se sentó en el borde de la cama un momento y sintió brotar el calor de su cuerpo como una bocanada de vapor. Por un instante percibió la presencia de la casa a su alrededor y su tamaño la oprimía.

Pero había deseado esa casa, y la había conseguido. Los muebles de los McClintock, con pretensiones de lujo y mullidos, estaban pasados de moda y algo usados, pero eran confortables. Con el tiempo, Julia se desharía de ellos y compraría otros nuevos, pero por ahora se sentía satisfecha con el mobiliario y la casa, ya que ambos tenían un aspecto familiar, estable, de gran comodidad.

Aquella casa había ejercido sobre ella una extraña atracción. En un principio, había tenido la idea de mudarse a uno de esos pisos con servicio incluido, probablemente en algún lugar de Knightsbridge, pero sólo el pensar en lo transitorio de semejante hogar la deprimía, así que había acudido a una agencia inmobiliaria, con la vaga intención de alquilar un piso. Pero cuando vio la casa de Ilchester Place —«muy inadecuada, sin duda», había dicho el empleado—, supo que tenía que ser suya. Era casi la primera vez que Julia había gastado su dinero de manera arbitraria y sin pensar. Si Kate estaba muerta, ¿qué importaba lo que gastase? La imagen de Kate en sus últimos minutos de vida amenazaba con emerger de nuevo, y para borrarla Julia se apartó rápidamente de la ventana. Casi sin darse cuenta, había estado buscando a la chiquilla que viera por la mañana, la rubita. Qué bonito sería que la compra de la casa le permitiera conocer, hacerse amiga de otra niña, una niña como Kate, con la que pudiera disfrutar de una relación amistosa, simple y relajada.

Pero eso era imposible, no podía hacer suya a la hija de unos desconocidos. Sin duda estaba perdiendo el sentido de la realidad y percibía cada vez menos las verdades ordinarias. ¿No podría ser que, en lugar de iniciar una nueva vida, simplemente se hubiera limitado a desordenar y embrollar más aún la de siempre?

No podía permitirse pensar de tal modo. Si hubiera sido parlanchina, desorganizada, descuidada, todo aquello de lo que Magnus la acusaba… quizá se tratara de cualidades negativas sólo a los ojos de él; después de todo, ella tenía derecho a sus propios puntos débiles. Incluso ahora, libre de él tan sólo desde hacía dos días, podía sentir lo opresivo que Magnus, su escala de valores, había sido. «Me parece que eso significa que mi matrimonio ha fracasado», se dijo a sí misma, y la misma idea la sorprendió. El que abandonara a Magnus estaba íntimamente relacionado con la muerte de Kate, por supuesto; aquella horrible escena en el suelo de la cocina, con la sangre de Kate por todas partes, saliendo a borbotones de su cuerpo aterrado; pero abandonarlo, pensó ahora Julia, podía también obedecer a la profunda convicción de que ya no le era posible seguir casada con él. Era verdad, Kate les había mantenido juntos, Kate había sido su punto de unión.

«Interesante»; pensó, y se dio cuenta de que había pronunciado esa palabra en voz alta. «Voy a ser de esas mujeres que van hablando solas —dijo—. Bueno, ¿y por qué no?».

Se volvió hacia el espejo de los McClintock y empezó a arreglarse el largo cabello, que ahora brillaba un poco por la luz que entraba por la ventana.

Una vez hubo puesto todo en su sitio, fregado la ya inmaculada cocina y pasado el aspirador por la alfombra de la sala de estar, Julia se dio una ducha y luego salió de casa. Había decidido ir a visitar a Lily a pesar de todo. Lily vivía ahora en Plane Tree House, al otro lado de Holland Park. Seguramente podría convencerla de que no la traicionase con Magnus. La «pobre Lily» se había convertido, durante los últimos nueve años, en una buena amiga; una de las ventajas de Ilchester Place era que estaba muy cerca de Plane Tree House. En realidad, Julia se había instalado cerca de los otros dos miembros de la familia Lofting. El apartamento de Mark, en Notting Hill, quedaba tan cerca que podía ir hasta allí andando.

Julia se cercioró de que llevaba la llave en el bolsillo, y luego entró en el parque. Casi de inmediato vio a la niña rubia otra vez. La chiquilla estaba sentada en el suelo a cierta distancia de un grupo de niños y niñas que la observaban con atención. Julia se detuvo, temerosa de interrumpir lo que estaba ocurriendo. La rubita estaba haciendo algo con las manos, totalmente concentrada. La expresión de su cara era de una dulce seriedad. Julia no podía ver qué era lo que requería tanta concentración, pero los demás niños estaban tan serios como la chiquilla, respirando apenas. Eso era lo que le daba a la escena un aire de ceremonia. Pensando en Kate, que era capaz de mantener en vilo a una docena de niños mientras contaba alguna fantástica historia de su invención, Julia, sonriente, salió del camino que daba al extremo opuesto de la zona de juegos y se sentó en la hierba, a unos veinte metros de la niña y su público. La arena caída fuera del arenero formaba una especie de hoyo en el que la niña se encontraba sentada, con las piernas extendidas. Hablaba con voz queda a su público que, en grupos de tres y cuatro, se hallaba también sentado ante ella, sobre la rala hierba. Los demás niños que jugaban en la arena no le prestaban atención. Los espectadores, en cambio, se mantenían anormalmente inmóviles, absortos por completo en la actuación de la niña.

Julia se olvidó de que iba a visitar a Lily, olvidó por completo a Lily. Eran las cinco y media y aún hacía mucho calor; Julia sintió el peso del sol en la frente y los brazos. Al igual que la mayoría de mujeres londinenses, era blanca como si viviese bajo nubes eternas, y por un segundo consideró que podría tomar algo de color por primera vez en varios años. Mientras contemplaba cómo la niña seguía con sus intrincados movimientos y hablando de vez en cuando con frases breves y en tono de reprobación, Julia se sintió tranquila, calmada por el sol, libre de tensiones. Había sido un acierto comprar la casa; había doblado una esquina, y podía empezar una nueva vida. Por un momento, le pareció que la niña rubia le había echado una rápida mirada, pero lo más probable es que sólo hubiera mirado de soslayo, sin querer. Era sin duda la misma niña rubia que Julia había visto antes, corriendo calle arriba; en realidad no se parecía a Kate, como no fuera por aquel pelo sedoso, inocente, casi blanco, pero de algún modo recordaba a Kate. Era extraño, pero al mirarla no le resultaba doloroso a Julia; por el contrario, le proporcionaba una cierta alegría. Observándola, Julia se sintió desconectada de todo, una liberación pura y feliz, como deslumbrada. Desde donde estaba Julia, la cara de la chiquilla parecía tener rasgos aristocráticos; su perfil era de una claridad conmovedora. Más que contar un cuento, parecía estar dando clase a los demás, dominándoles con su personalidad.

Movía las manos, y en la derecha tenía algo. Ahí era adonde los otros niños dirigían sus miradas. La niña se rió excitada y Julia pudo ver cómo brillaba un objeto en su mano izquierda, que luego aplicó a lo que sostenía en la derecha, algo parecido a un cuadrado verde. Este saltó por los aires; era como un trapo. Una niñita de entre los espectadores inclinó la cabeza, y Julia advirtió que le temblaban los hombros, como si estuviera dominada por la risa. La chiquilla rubia pronunció algunas palabras secas, y la niñita alzó la cabeza. El grupo de niños tenía ahora aspecto de conspiradores; iban acercándose despacio, fascinados… pero fascinación, observó Julia, no era la palabra correcta. Era como si sintieran cierto miedo de acercarse a la niña; sin lugar a dudas ella era el jefe.

Ahora la chiquilla les hablaba de prisa, señalando con el índice. El parecido con una clase era extraordinario. Entonces gesticuló con la fláccida cosa verde. Una de las niñas retrocedió, y la chiquilla siguió con sus manipulaciones, mientras los demás niños se reunían a su alrededor. Julia estiró el cuello para ver lo que hacían, pero sólo alcanzó a ver la coronilla de la niña rubia. Uno de los niños más pequeños empezó a llorar.

En un segundo finalizó el acto. Los otros niños se fueron, algunos de ellos corriendo y gritando excitados. Otros se dirigieron lentamente al primer arenero, donde permanecieron con indiferencia, desparramando arena. Estos siguieron mirando a la chiquilla rubia que continuaba sentada en el mismo sitio, dándoles la espalda. Estaba aplanando la arena con la palma de la mano, al parecer rellenando un hoyo que había hecho. Era evidente, por su postura, que sabía que la estaban observando y que eso era lo que esperaba; se sentía consciente de sí misma e indiferente al mismo tiempo. Una vez hubo apretado y aislado la arena, se levantó bruscamente y se sacudió las manos con energía. Al erguir la cabeza tenía un aspecto magnífico, y Julia sintió cómo se le estremecía el corazón. La chiquilla se apartó del pequeño cúmulo de arena y se encaminó en dirección al sendero, hacia Julia. En el rostro aún conservaba una expresión de intensa concentración en sí misma. «Qué juegos y rituales más complicados tienen los niños», pensó Julia. Sabía que la niña no la iba a mirar, y no lo hizo. Ya en el sendero, la niña siguió adentrándose en el parque, y después de dar unos pasos decididos, echó a correr. En un instante estuvo corriendo velozmente por el camino, para desaparecer luego tras un grupo de colegialas cuyas largas y lacias melenas se agitaban como colas de caballo.

Julia se puso de pie —con menos donaire que la chiquilla— y luego cruzó el sendero y se dirigió a la zona de juegos. Se sentía aún un poco desorientada, como si acabara de despertar de un sueño profundo. Notaba el sol en la cara con una intensidad desacostumbrada. Quería ver el sitio donde había estado jugando la niña rubia.

Una niña de color, de unos dos o tres años, con un moño rizado y grandes ojos tristes, apareció justo delante de Julia; enlazó las manos sobre el peto de sus pantalones y echó la cabeza hacia atrás, mirándola con la boca abierta.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la niña.

—Julia.

La niña abrió la boca un poco más.

—¿Dulya?

Julia pasó la mano por el encrespado moño de la niña.

—¿Cómo te llamas tú?

—Mona.

—¿Conoces a la niña que estaba jugando aquí? ¿La niña rubia que estaba sentada y hablaba?

Mona asintió con la cabeza.

—¿Sabes cómo se llama?

Mona volvió a asentir:

—Dulya.

—¿Julia?

—Mona. Llévame contigo.

—Mona. ¿Qué estaba haciendo esa niña? ¿Estaba contando un cuento?

—Hace cosas. —La niña parpadeó—. Llévame contigo. Súbeme.

Julia se agachó.

—¿Qué hace? ¿Qué es lo que hace?

Mona, inexpresiva, retrocedió unos pasos mientras seguía mirando a Julia.

—Culo —exclamó, y se echó a reír, mostrando unos dientecitos perfectos—. Culo. —Se dio la vuelta demasiado de prisa y cayó sentada, se incorporó trabajosamente y se marchó con paso vacilante.

Julia la siguió con la mirada, viendo cómo se tambaleaba en dirección al siguiente arenero, y luego se dirigió al lugar donde creía que la chiquilla rubia había estado sentada. Allí se arrodilló; por un momento vaciló, preguntándose si no iba a violar un código o un secreto, y después pasó la mano por la arena tal como había hecho la niña rubia. Su mano no halló resistencia y repitió el movimiento. Entonces apartó con delicadeza un poco de arena con el dorso de la mano. Con las yemas de los dedos sacó otro poco de arena del hoyo que había hecho. Muy despacio, siguió excavando en el pequeño hueco. Cuando éste ya tenía unos ocho o diez centímetros de profundidad, sus dedos tocaron algo duro y metálico y, aún con una sola mano excavó con cuidado alrededor. Poco a poco quedó al descubierto un pequeño cuchillo, con arena viscosa pegada a la hoja. Julia miró perpleja el cuchillo y siguió sacando arena del hoyo. Con los dedos palpó el borde de algo duro y, casi sin esfuerzo, extrajo el cuerpo de una pequeña tortuga como las que en su infancia podían comprarse por veinticinco centavos. Tardó un momento en descubrir que había sido mutilada.

Sintió que desde el fondo del estómago le subía un vómito y, dejando caer la tortuga mutilada y el cuchillo en el hoyo, tragó el amargo líquido. Con el pie cubrió de arena la tortuga y el cuchillo. Julia se alejó del arenero rápidamente, temiendo desmayarse, y se dirigió a un banco que estaba a la sombra, en el sendero principal que atravesaba el centro del parque. «Antes de ir a ver a Lily, me sentaré aquí para recobrarme», pensó. Distraída, restregó las manos en el vestido y, unos minutos después, descubrió que había dejado una pequeña mancha de sangre en una de las costuras. Tenía el rostro bañado de sudor, y se lo secó con la manga, que al instante quedó llena de medialunas oscuras y manchas desiguales. Trató de no pensar en nada, y se concentró en el sol y en el hormigueo que sentía en los antebrazos y la frente. Era incapaz de mirar a los niños.

Pasados unos minutos, Julia levantó la cabeza y cerró los ojos ante la fuerte luz del sol. Necesitaba gafas oscuras; las tenía en algún lugar. Estaban en Gayton Road. Podía verlas, con las patillas cruzadas, sobre el mostrador de fórmica de la cocina. Compraría otro par. «Sí —pensó—, he actuado sin pensar». No era seguro que la niña hubiera matado o mutilado a la tortuga de aquella manera. Hasta era posible que Julia se hubiera equivocado de sitio en la arena. Las niñas pequeñas y tan bonitas no hacen esas cosas; una injusta norma psicológica afirma que los niños guapos son más sanos y equilibrados que los feos. En realidad (Julia permitió que la idea tomara cuerpo con cautela), se había sentido mal porque la visión de la tortuga le había recordado lo ocurrido a Kate.

No podía contarle nada de esto a Lily. Tomando esta decisión, Julia se levantó del banco y cruzó la larga franja de césped en dirección a Plane Tree House. La verdad era que se sentía rara.