6

Magnus se detuvo en el soleado comedor, aguzando el oído. En algún rincón de la casa se oyó el chasquido de un interruptor, provocando el zumbido de una instalación oculta tras las paredes. Magnus guardó con torpeza la tarjeta de crédito en su billetera, aventuró un paso hacia adelante y volvió a detenerse, escuchando atento como un animal. Quizás el zumbido viniera de su cabeza; no había dormido más de siete u ocho horas en toda la semana. Se sostenía a base de whisky, y mantenía el flujo de adrenalina imaginando escenas con Julia; se dormía en la oficina entre las visitas de los clientes, en los bancos del parque, y una vez se había caído dormido sobre el macizo de flores del jardín, mientras vigilaba la ventana de Julia. Imaginaba que golpeaba a Julia, que le hacía el amor despertándola una hora antes del amanecer y hablándole con urgencia, con autoridad. Al igual que muchos hombres sociables, Magnus aborrecía estar solo, y a veces, durante aquella última semana, encerrado en su casa, deambulando de una habitación a otra con una botella en la mano, le había hablado a Julia con tanto ahínco que le parecía tenerla ante sus ojos, como si viera su fantasma. En dos ocasiones la había oído llamarle por su nombre con angustia o dolor, y había atravesado la ciudad, conduciendo a toda velocidad, para aparcar frente a la oscura casa de Ilchester Place. No sabía qué era lo que esperaba ver, como no fuera a Julia inmovilizada por Mark, debatiéndose un último segundo antes de ceder. Esta escena aparecía en sus sueños y le despertaba exaltado, con el corazón latiéndole con fuerza. Había empezado a masturbarse de nuevo, como no lo hacía desde la adolescencia. A cinco minutos de su casa había una mujer, una antigua cliente que vivía en Hammersmith, y otra casi igualmente cerca cuyo marido estaba en la cárcel, pero Magnus era consciente de que si las frecuentaba era en gran parte debido a que ellas le temían; y tan sólo tenían sentido como alternativa temporal frente a Julia. Sin ella, le resultaban inútiles. Así que había venido a espiar aquella casa por la noche, con su rabia y frustración no aplacadas por el whisky, sin otra intención que la de decirle a Julia las palabras que siempre encontraba cuando estaba solo. Por teléfono no podía controlarse; el tono cortante y distante de ella le enfurecía.

El recuerdo de esa furia, motivada por el fingido tono de frialdad de ella, ayudó momentáneamente a Magnus a calmar sus temores. El hecho de que entre todas las casas de Londres Julia hubiera escogido precisamente aquélla era casi como para creer en todas las supercherías místicas de Lily. El número veinticinco de Ilchester Place albergaba demasiados recuerdos frustrantes para que él pudiera sentirse cómodo viviendo Julia allí. Incluso después de tantos años, el pasado resurgía con toda su mezquindad.

«Debería incendiar este edificio hasta sus miserables cimientos», pensó Magnus. Esta idea le dio un poco más de valor, y se paseó por el comedor, cogiendo cosas y devolviéndolas a su lugar. No se iba a dejar atemorizar por aquel sitio. Y hoy era un día soleado, no como en las otras ocasiones en que había permanecido fuera, agazapado, dando golpecitos en la ventana antes de entrar. En esas ocasiones había sentido como si la casa le golpeara; era el único modo en que podía describir aquella sensación.

Magnus se sacó del bolsillo una petaca de coñac y bebió un largo trago antes de entrar en la sala. Notó que estaba sudando, se aflojó el nudo de la corbata y se pasó el pañuelo por la frente. En otros tiempos no hacía tanto calor en esa casa; por el contrario, era más bien fría. Alguien había instalado esos condenados radiadores. El calor era desagradable, agobiante; se arrancó la corbata del cuello y la metió hecha una bola en el bolsillo del pantalón.

Llamó a Julia por su nombre. Al no recibir respuesta, se dirigió con paso vacilante al sofá y se recostó en el acolchado respaldo. Volvió a llamarla a gritos y luego lanzó una imprecación al oír sólo los quedos y zumbantes ruidos de la casa. Mirando hacia la escalera, vio doble por un instante y se incorporó con esfuerzo. Aguzó la vista. Como era de esperar, el mobiliario era diferente. Años antes, la estancia resultaba más clara, con el papel satinado de las paredes; ¿era así? Parecía satén. Las sábanas de ella también eran de satén, y de seda. Ahí abajo había pequeños sofás y cuadros de colores vivos; la sala parecía entonces mucho más espaciosa. «Todo se vuelve más pequeño con el tiempo —pensó Magnus—. Esto no se parece ni pizca a la sala que yo frecuentaba hace años. La de antes era alegre, frívola y un poco ridícula. Y nosotros, jóvenes ridículos, acudíamos en tropel». Como una alternativa a Cambridge, la casa le había atraído por su perpetuo ambiente de carnaval y despreocupación, la permisividad que en aquel entonces se consideraba de estilo americano. Eso sin olvidar los atractivos de la anfitriona; podía ver aún a Heather Rudge pasando a través del arco del pasillo con una coctelera en la mano y un cigarrillo marca Sobranie bailando en su deliciosa boca.

Pero todo esto era lo que deseaba que Julia no descubriera, y en lo que tampoco debía pensar él. Magnus se levantó del sofá y fue hacia la cocina.

También allí todo había cambiado. Ahora todo era blanco, blanco como un hospital. Abrió varias alacenas en las que había agua de Malvern, platos y vasos; un cajón con una cubertería nueva de plata. A un lado, bajo el fregadero, encontró varias botellas de whisky, de malta, al que él la había aficionado. Tocó una de las botellas; eran de algún modo tranquilizadoras.

«Debe de estar muerta ya», pensó. Luego se le ofuscó el pensamiento, y creyó que se había referido a Julia. Empezó a invadirle el mismo miedo que sintiera la noche que rompió el florero. No, era la otra la que estaba muerta, no Julia; debía de haber muerto en ese sitio donde la habían encerrado. Aquella mujer tan débil y alocada. Durante años él le había estado enviando dinero; probablemente los otros también debían de haber hecho lo mismo. A todos les gustaba. Magnus cerró de un portazo el armario de los licores, con la esperanza de que saltara parte de la pintura blanca o de estropear el cierre.

De la cocina se dirigió con paso airado al cuarto de baño de la planta baja. Se detuvo en la puerta de éste, sintiendo que había alguien cerca. Con astucia, miró por los espejos rosados. Vio algo vacilante que desaparecía. Estaba borracho. No había nada de lo que tener miedo. Le pareció que la cabeza le zumbaba al unísono con una vibración más profunda. Mirándose en los espejos, bebió otro trago de coñac. Y allí estaba otra vez, desapareciendo de su vista. «¡Maldita sea!», exclamó Magnus. El pelo espeso y gris le caía sobre la frente; tenía el traje salpicado y arrugado. Se peinó con los dedos. «No estás ahí —pronunció en voz alta—. Lárgate».

¿Qué era lo que le había asustado la primera noche que entró desde el jardín? Aquella noche estaba más sobrio que ahora; en parte quería poner un poco de sentido común en la confusa cabeza de Julia, y en parte sólo sentarse en casa de ella y saborear su ambiente. Había cogido el jarrón para oler las flores. La casa era como una tensa telaraña de ruidos, ninguno de los cuales logró identificar. Pero le había parecido que podía oír a Julia moverse en el piso de arriba, hablando sola. Luego, primero en forma callada, casi modesta, había empezado a crecer en su fuero interno la sensación de que algo le estaba observando, algo como un pequeño animal; sentía unos ojos puestos sobre él. Irracionalmente, la sensación había ido aumentando y el ratón se convirtió en algo siniestro, tremendo y salvaje. Nunca había experimentado un terror tan repentino; y era tanto miedo como desesperación, una total y absoluta impotencia. Aferrando el florero, no se había atrevido a volverse, consciente de que algo repugnante se encontraba agazapado a su espalda. La muerte de Kate: ese momento pareció flotar detrás suyo, a punto de tragarle. Había sentido un dolor de cabeza insoportable. Algo se precipitó en su dirección, él tiró el florero al suelo, que hizo un estrépito terrible, y salió disparado al pequeño jardín sin mirar a su alrededor.

Ahora repitió:

—Lárgate —y salió del aseo para quedarse al pie de la escalera.

Si Mark estaba allí arriba… le estrangularía.

Magnus apoyó el pie en el primer peldaño.

Allí arriba había algo. Le pareció que la piel le ardía.

Puso el pie de nuevo en la alfombra y sintió cómo cedía inmediatamente la presión. Incluso el zumbido en su cabeza disminuyó. El piso de arriba estaba lleno de ruidos; un ruido movedizo, apresurado. Por razones que Magnus no podía definir, aquello representaba un espantoso peligro para él.

Volvió a poner el pie en el peldaño y sintió cómo la atmósfera se enrarecía en torno suyo. Su frente parecía comprimida por una cinta de hierro; su pecho se agitaba en busca de aire.

Retrocedió hasta el vestíbulo. La casa se le caía materialmente encima; seguir allí suponía la muerte. Lo supo con total certeza. Intentó sacar el pañuelo del bolsillo y descubrió que le temblaba la mano y que era incapaz de coordinar los movimientos de sus dedos. Tenía miedo de dar la espalda a la escalera. Al fin, llegó a la puerta.

Una vez fuera de la casa, en el soleado portal, Magnus se tambaleó un poco y palpó la botella que llevaba en el bolsillo, palmeándola como haría un hombre a su perro. Por el rabillo del ojo vio una cara que le estaba mirando desde una ventana y se giró hacia ella. El rostro de la mujer, tan bonito y suave como una porcelana, permaneció un momento entre las cortinas y se apartó con brusquedad. Magnus hizo una mueca hacia el lugar donde ella había estado. Si veía a Julia, iba a darle una paliza de muerte. Alguien tenía que pagar por esta… humillación. Iba a moler a palos a cualquiera que se le cruzara en el camino.

Al día siguiente de estos acontecimientos, Julia condujo su coche por la autopista en dirección sur, siguiendo las instrucciones que le había dado el director de la clínica. Se sentía alegre y radiante por la falta de sueño, con la cabeza clara y despejada. Conducía muy de prisa, y no advirtió lo rápido que iba hasta mirar accidentalmente el velocímetro. Le parecía que nunca había conducido tan bien y conducía el coche como si éste fuera una prolongación de sus nervios.

En Guilford, la visión de un restaurante hizo que Julia se diese cuenta de pronto de que tenía hambre. No había comido desde que recibiera la carta; dos cartas, en realidad, la breve nota garrapateada por mistress Rudge doblada en el interior de una hoja mecanografiada firmada por el director. La primera de éstas, decía:

Julia Lofting:

¿Es ése su verdadero nombre y vive en mi antigua casa? Usted recuerda mi caso. Visíteme si así lo desea.

HR

Excitada, sólo había sido capaz de leer por encima la otra carta, en la que quien la escribía se declaraba muy complacido de que mistress Rudge recibiera una visita después de tantos años, y aseguraba que no existía ningún tipo de impedimento oficial. En el pasado se había suscitado un problema con la prensa, que había tratado mal a «la paciente». También sería un placer para el director el poder entrevistarse con mistress Julia después de que ésta conversara con «la paciente». Aquello olía a escritorio atestado y a secretaria eficiente, y tras ello, el olor aún más fuerte a hospital y a amoníaco. Julia la había tirado tras memorizar la dirección de la clínica Breadlands. Había releído los garabatos de Heather Rudge una docena de veces, en busca de cualquier cosa que pudiera encontrar entre sus letras apretujadas y apresuradas. Sin duda se trataba de una caligrafía americana, sin las florituras y separaciones propias de aquella generación en Inglaterra.

Julia se había pasado aquella mañana y la tarde imaginándose su encuentro con mistress Rudge; era como un galgo tirando de la correa, ciego a todo menos a lo que acababa de moverse entre los arbustos. Había dejado que sonara el teléfono sin contestar, y finalmente había salido de casa y paseado hasta el anochecer por miserables zonas de Hammersmith y Chiswick. Pasadas las once, se dio cuenta de que estaba deambulando por las proximidades de Gunnersbury Park, y cogió el metro de regreso a Kensington. Ni los crecientes ruidos y furias en la casa la habían asustado: eran la señal de que se aproximaba a lo que estaba dirigiendo su vida. Por fin podía actuar.

Y el poltergeist, el espíritu, estaba contento; casi se estaba mostrando a sí mismo. Claro que si era el espíritu de Kate, no podría revelarse hasta que todo acabara; de eso estaba segura. Pero hacía el doble de calor en el dormitorio y los ruidos nocturnos (los pasos apresurados y los roces) eran casi frenéticos. A veces Julia oía voces, las de una mujer y de una niña, cuchicheando en el vestíbulo. Fragmentos de música. Magnus había perdido importancia en su imaginación; una mera fuerza externa, perniciosa para ella pero sin trascendencia. Magnus era una herramienta. Julia sentía como si se estuviera acercando al centro de una luz cegadora demasiado incandescente e intensa para permitir el miedo; ella tenía que mantenerse en medio de la claridad de esta luz, tenía que entenderlo todo. De lo contrario, mistress Fludd habría muerto en vano; quizás hasta la muerte de Kate resultaría inútil. Sintió todo el peso del pasado empujándola hacia ese abrasador foco de luz.

Justo al salir del centro de Guilford, Julia vio un restaurante de la cadena Jolyon y volvió a sentir unos tremendos retortijones en el estómago. Aparcó junto a la acera y entró. Pasando ante los platos alineados, cogió todo lo que quedaba a su alcance, y acabó en la caja pagando un yogurt, patatas fritas, dos salchichas, un huevo, café y tostadas. Llevó su bandeja hasta una de las pocas mesas limpias y, sin apenas molestarse en mirar a su alrededor, empezó a engullir la comida. Tras unos pocos bocados se le pasó el hambre con la misma rapidez que se le había despertado, pero siguió comiendo hasta terminar las salchichas y el huevo. El resto quedó intacto sobre la mesa mientras ella se iba apresurada.

Media hora después, Julia vio la placa de cobre de la clínica Breadlands y enfiló un largo y angosto camino que serpenteaba a través de un bosquecillo antes de llegar a una mansión gris. Julia tenía la boca reseca, y su corazón parecía omitir latidos, sobresaltado. Para calmarse, recordó las fotos que había visto de Heather Rudge. Por fin se vio capaz de abrir la puerta del Rover y caminar por la crujiente gravilla hasta los escalones de la mansión.

Una mujer de edad, vestida de blanco, la recibió.

—¿Es usted mistress Lofting? Mistress Rudge está tan contenta de que la escribiera. ¿Y ya sabe que el doctor Phillips-Smith desea verla después? Bien. Está en un pabellón apartado, así que por favor sígame… Desde luego la pobre mujer ya no es tan difícil, ahora ya no, pero tenemos que atenernos a las normas, ¿verdad? Claro que sí. Además, tiene sus puntos conflictivos. Continúa con lo de su hija, supongo que ya estará usted al corriente. Parece usted algo necesitada de descanso, querida. ¿Desea tomarse un minuto antes de verla? —Ojillos brillantes de ardilla.

—No, por favor, no —exclamó Julia.

Recibió una sonrisa profesional que parecía ocultar una buena cantidad de metal.

—Entonces, venga por aquí, mistress Lofting.

Recorrieron con paso vivo un impersonal pasillo, pasando por delante de puertas numeradas. Todo era de un color blanco inmaculado.

—Pudimos trasladarla al ala E —dijo la mujer.

—¿Ah sí? ¿Cómo… cómo está?

—Mucho mejor.

—Mejor…

Mientras la enfermera introducía una llave en una puerta metálica, Julia volvió la cabeza y miró al interior de una pequeña habitación blanca en la que una forma inmóvil yacía bajo una sábana. Junto a la cama había una mesita de acero repleta de ampollas y jeringuillas. Julia casi dio un traspié; la comida se le removió en el estómago como un gato enfurecido.

—Por aquí. —Al final del pasillo, otra imponente puerta metálica. Un hombre gordo y calvo, vestido de un sucio blanco, se alzó pesadamente de un taburete.

Al moverse, el estómago le bamboleaba.

—¿Puede ir a buscar a mistress Rudge, Robert? Yo acompaño a mistress Lofting a la sala de visitas.

Robert asintió y se movió despacio. La enfermera condujo a Julia a través de una pequeña habitación llena de alegres acuarelas; unos cuantos ancianos que trabajan junto a una destartalada mesa las miraron boquiabiertos. Parecían asustados, y sus caras tenían una quietud extraña y uniforme. Uno de ellos llevaba unas gafas oscuras que le daban una apariencia pétrea.

«¿Por qué estoy aquí? —pensó Julia—. No soporto este sitio».

Su desazón creció cuando la enfermera la condujo a través de otras salas, donde las paredes luminosas contrastaban con los pálidos habitantes de aspecto alelado; rostros escapados de la realidad… cuya hambrienta curiosidad hicieron sentir atrapada a Julia.

—Ya hemos llegado, querida. —La enfermera había doblado otra esquina y mantenía abierta la puerta de una pequeña habitación impersonal donde podía verse una mesa verde de metal flanqueada por dos sillas. Indicándole un montón de manoseadas revistas, la enfermera dijo:

—Ahora mismo viene.

Julia se sentó en la silla más distante mientras la enfermera salía de la habitación.

Un segundo después se oyeron unos pasos. Robert abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar paso a una mujer. En un principio, Julia pensó que le habían traído a otra persona. Aquella criatura, fofa y vestida con una descolorida bata, no se parecía en nada a las fotografías de Heather Rudge, que a los cuarenta años tenía una cara ovalada, bien proporcionada y abiertamente sensual. Julia miró en dirección a Robert, pero éste se había ido al taburete situado en un rincón de la salita y estaba sentado con las manos enlazadas sobre la barriga, mirando el suelo.

La mujer seguía de pie frente a la puerta; era una hermana de las demás mujeres marchitas y sin esperanza que Julia había visto en las otras habitaciones.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó la mujer; sus palabras echaron por tierra la primera impresión de Julia.

—Perdón… —dijo Julia, levantándose de la silla—. Deseaba tanto conocerla. ¿Es usted Heather Rudge?

—¿Mistress Lofting?

«Me han engañado; han traído a otra persona», pensó Julia.

—¿Mistress Lofting?

—Sí —dijo Julia—. Perdone, pero es que significa tanto para mí el conocerla… Compré su casa, ¿sabe? Pienso en usted, pienso mucho en usted.

La mujer se adelantó arrastrando los pies y se sentó frente a Julia. En su mofletuda cara crecían algunos pelos blancos.

—¿Por qué le interesa mi nombre?

—Por nada. —La mujer miró tímidamente a Julia.

Julia se inclinó hacia adelante.

—No sé muy bien por dónde empezar… ¿Le gusta tener visitas? ¿La tratan bien aquí?

—Esto es malo, pero siempre resulta mejor que la cárcel. Estuve en la cárcel, ¿lo sabía? —Julia podía distinguir en su voz las abiertas vocales del Medio Oeste—. No es necesario que me cuente cosas del exterior. Aquí nos dejan leer… cosas.

—Oh, tendría que haberle traído algo, un libro, o revistas, unas cuantas novelas… no se me ha ocurrido.

La mujer, con la cara embotada, la miraba fijamente impasible.

—He venido para hablar sobre usted.

—Yo no soy nada. Aquí estoy a salvo. Aquí no te puede pasar nada.

Julia se quedó sin habla. Finalmente espetó:

—Mi hija también murió. Tenemos cosas en común, cosas que compartir, cosas importantes.

—¿Cree que la mía está muerta? —La mujer le lanzó una tímida mirada desde el otro lado de la mesa—. Eso es lo que todos creen, pero no la conocían. Olivia no está muerta. Además, ¿por qué ha de interesarme su hija, mistress Lofting?

—¿No está muerta? Qué…

—Nada de «qué»; es lo que he dicho. ¿Por qué le interesa tanto Olivia? ¿Acaso no venía a hablar conmigo, mistress Lofting? —Inesperadamente, la mujer rió entre dientes—. Infeliz del carajo, no sabe por dónde navega.

A Julia se le revolvió en el estómago la indigesta comida.

—Tengo que empezar por el principio…

—Primero tiene que saber dónde está.

—Me está pasando algo y tengo que decirle de qué se trata. He leído sobre su caso en periódicos antiguos, los he estado leyendo durante días, creo que hay una cierta relación entre nosotras…

—Míreme, mistress Lofting —dijo la otra mujer—, soy yo la que está muerta, no Olivia. Mistress Lofting; la simpática mistress Lofting que va a visitar a la loca. Tráguese su propia mierda, mistress Lofting; báñese en su mierda y entonces sabrá lo que soy yo.

Julia insistió.

—Creo que yo también puedo serle útil a usted. Una parte suya sigue atrapada en mi casa. A veces la puedo oír. ¿Me convierte eso en loca? ¿Por qué ha dicho lo de estar a salvo?

La atención de mistress Rudge estaba ahora totalmente fija en Julia.

—No puedo hacer nada por usted, todopoderosa mistress Lofting. La desprecio —su cara se iba distorsionando; casi escupía las palabras—. Viva en su casa; yo le hablaré de Olivia, señora todopoderosa, señora simpática. ¿Quiere saberlo? Olivia era malvada, era una persona malvada. Lo maligno no es como la gente corriente. No es posible liberarse de ello, busca venganza. Lo que desea es venganza, y lo consigue.

—¿Cuál… cuál fue su venganza?

El silencio era más significativo que el desprecio.

—¿Quiere decir que ella la obligó a usted a hacer lo que hizo?

—Ella se está burlando de mí, y también de usted. La oye, ¿verdad? Usted no sabe nada de nada. —La fofa y pálida cara se contrajo en torno a una boca arrugada y unos ojos fruncidos la miraron amenazadores—. Hice lo que hice, mistress Mierda, porque descubrí cómo era ella. ¿Aún ha de preguntarme cuál fue su venganza?

—Mistress Rudge —insistió Julia—. ¿Es cierto que ella hizo lo que la gente sospechaba?

—Ella era mucho peor que lo que hizo. La gente corriente no puede meterse en eso. Yo me siento feliz aquí, mistress Lofting. ¿Quiere saber un secreto? —su desfigurada cara resplandecía con malevolencia.

—Sí, quiero saberlo —dijo Julia, mientras se inclinaba sobre la mesa, esforzándose por oír las confusas palabras.

—Sería usted afortunada si pudiera estar en mi lugar.

Robert resopló desde su rincón.

—Es usted una estúpida, mistress Mierda; tan estúpida como los que estamos aquí.

Julia agachó la cabeza. En la gastada superficie de la mesa relucían salpicaduras de saliva. La habitación parecía terriblemente pequeña. A su alrededor flotaba un olor rancio y, por un instante, Julia se sintió mareada, abrumada.

—¿Con quién más puedo hablar? —se le ocurrió preguntar—. ¿Quién más la conocía a usted?

—La zorra de Braden —gruñó mistress Rudge—. Hable con esa traga-chucrut. Hable con los amigos de mi hija; ellos ya saben de qué va.

—¿Cómo se llaman? —preguntó Julia con voz suave.

—Los nombres. Minnie Leibrook, Francesca Temple, Paul Winter, Johnny Aycroft. ¿Quiere más? David Swift, Freddy Reilly. ¡Ja! Vaya a preguntarles por sus problemas, mistress Mierda.

—Gracias —dijo Julia.

—Es usted lo que pensaba —dijo mistress Rudge—. Su sitio está aquí. Pobre estúpida; ahora lárguese.

—Les quedan ocho minutos —dijo Robert desde el rincón.

—No, creo que es mejor… —empezó a decir Julia al mismo tiempo que se levantaba.

—Estúpida ramera. Estúpida ramera, asesina del carajo.

Julia sorteó el cuerpo de la mujer y abrió la puerta de par en par. Robert alzó la mirada con sorpresa y extendió una carnosa mano. Julia corrió por el pasillo y dobló una esquina sin prestar atención. Al ver una gran puerta con una luz, sobre ella, se precipitó por allí. Impulsada por la visión de la hosca cara de mistress Rudge y Robert corriendo pesadamente tras ella, Julia pasó a toda prisa por los corredores y acabó llegando a una sala alargada llena de hombres y mujeres.

Sus rostros eran hundidos y grises, o hinchados y grises, y todos se giraron al verla entrar. Julia se detuvo al principio, y luego pasó entre ellos con lentitud, dirigiéndose al lado opuesto de la sala. Los hombres, encorvados, con caras extraviadas, insensibles, se apartaron para dejarla pasar; algunos de ellos tendían con torpeza hacia ella sus vacilantes manos. Un hombre cadavérico sonreía con beatitud bajo una cabellera enmarañada. Julia sólo entrevió la mesa de ping-pong y las sillas metálicas alineadas. Un olor a ropa limpia, a rancio de los cuerpos y a desinfectante flotaba a su alrededor, como si llevara a Heather Rudge pegada a la espalda. Aquellas caras… parecía como si fueran a transpirar serrín. Una mano con nudillos enormes le rozó la muñeca, intentando agarrarla. Julia retrocedió, y el colosal hombre siseó hacia ella. Una mujer de aspecto apabullado con un cabello terriblemente brillante también empezó a sisear. Otro hombre con toda la cara corrida a un lado como si hubiesen tirado de ella con un gancho se plantó ante Julia y la cogió por los codos mientras ella se apartaba para esquivarle. Se sintió como si se hundiera en una carne grotesca y maloliente… Empujó al hombre con ciega repugnancia y echó a correr hasta el final de la sala justo en el momento en que Robert aparecía por el extremo opuesto.

Se encontró en un largo y oscuro corredor. A sus espaldas podía oír el ruido de cuerpos tambaleantes, de fuertes pisadas; siguió corriendo. Al final había unos peldaños que descendían a otro pasillo aún más estrecho y oscuro, con el piso de piedra sin desbastar. Corrió en la oscuridad hasta la mitad del pasillo; luego, sujetándose el costado e intentando recuperar el aliento, Julia caminó con paso rápido hasta una gran puerta de madera que estaba atrancada. Descorrió los cerrojos y abrió la puerta, gruñendo por el esfuerzo. Tres grandes escalones de piedra ascendían hasta un terreno con césped. Al final de éste empezaba el bosque. Los nombres que Heather Rudge le había espetado le resonaban en la cabeza. Braden, Minnie Leibrook, Francesca Temple, Paul Winter, Johnny Aycroft, David Swift, Freddy Reilly. Miró hacia el oscuro, tupido y enmarañado bosque y, subiendo los escalones, se encaminó hacia la negrura de los árboles, repitiendo los nombres.

Magnus se quedó inmóvil junto a los areneros, rodeado de niños. Estaba mirando hacia la ventana del dormitorio de Julia; lo que había visto allí por un momento era imposible. Palpó la botella que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Un niño pequeño le rozó las piernas y Magnus retrocedió, sintiendo cómo la arena crujía bajo sus talones. Parecía que el corazón se le hubiera paralizado; poco a poco, al silencioso vacío que le había caído encima como una campana de cristal empezaron a llegar sonidos. Pudo oír las aflautadas voces de los críos y el retumbar distante de un reactor. Uno de los niños se apretó contra su pierna izquierda. Había venido caminando por el parque desde Plane Tree House, irritado; Lily se había mostrado más tímida con él que de costumbre, como si guardara un secreto. Había asumido la actitud recriminatoria que a veces adoptaba ella cuando se enteraba de algo desagradable acerca de él, pero se había negado a hablar abiertamente del asunto. En lugar de eso, había parloteado sobre la «intimidad» de Julia, sobre la necesidad de ésta de tener «un encuentro leal» con Magnus, sobre «las necesidades de todos los implicados», mientras los ojos le brillaban con una mirada clara e incisiva de reprensión. Magnus había supuesto que todo aquello estaba relacionado con el hecho de que él bebiera.

Entonces ella había sacado a colación, una vez más, lo de que él no fuera Consejero de la Reina.

—¡Por amor de Dios, Lily! —había exclamado él—. Ya te he explicado esto un centenar de veces. Si quisiera, ya lo sería. Pero con eso sólo conseguiría doblar mi tarifa y perder tres cuartas partes de la clientela. Tú no entiendes lo que significa ser un Consejero de la Reina; para un hombre en mi situación, sería un costoso error.

—Quiero que mi distinguido hermano sea un Consejero de la Reina.

—Querrás decir que lo que quieres es ser la distinguida hermana de un Consejero de la Reina, sin tan sólo saber lo que eso significa. Es absurdo, y no tiene nada que ver con Julia. ¿Puedes llegar a meterte eso en la cabeza?

—Magnim…

—Y no empieces a camelarme con Durm.

Ella había dado marcha atrás con ingenio.

—Tendrías que ocuparte un poco de tu ropa. Este traje está como si hubieras dormido con él puesto.

—Probablemente eso he hecho, maldita sea.

Cuando había salido de casa de Lily, tenía dolor de cabeza y un amargo principio de indigestión. Había caminado melancólicamente por el parque, irritado por el sol y los holgazanes que estaban tumbados sobre la hierba. El periódico anunciaba un cambio de tiempo en los próximos días, lo cual le agradaba; quería lluvia, ansiaba nubes y un tiempo desapacible y frío. Al fin, llegó a la zona de esparcimiento infantil y abandonó el sendero para caminar sobre la blanda hierba. Miró entonces airado hacia la ventana de Julia y vio a Kate; vuelta de espaldas, con el pelo brillando a través del cristal. Un segundo después había desaparecido; pero era Kate. Conocía el color de aquel cabello mejor que el del suyo propio. Por un largo momento Magnus se olvidó de respirar.

Separó de su pierna a una sonriente negrita de dos o tres años y, aspirando aire, se adentró en el césped. Le ardía el estómago; tenía la lengua como un remo de madera alojado en su boca. No podía haber visto a Kate. Sin embargo, la había visto, con su pelo reluciendo como el de una princesa de un cuento de hadas. Por un instante, Magnus sintió una de las emociones más intensas y desinteresadas de su vida: un temor irresistible por la seguridad de Julia.

Sus piernas le llevaron por la hierba, corriendo, hasta la calle; corrió otros pocos y difíciles pasos por Ilchester Place y luego, jadeando, echó a andar con paso rápido. Estudió la inexpresiva fachada de la casa; era imposible adivinar lo que ocurría dentro. El momento de máximo temor había pasado pero seguía lo suficientemente próximo como para que Magnus recorriera el camino particular, salvando los tres escalones de un salto, hasta la puerta. Apretó el timbre; de lo más profundo de la casa le llegó el carillón, perdiéndose en la distancia; no había nadie.

Saltó del umbral al jardín y rodeó la mitad de la casa, atisbando a través de las ventanas. El interior ofrecía un aspecto estático, sepulcral, muerto. Golpeó la ventana de la cocina hasta que su blancura y esterilidad le repelieron; luego siguió su rodeo hasta la parte trasera donde probó el pomo de las puertas vidrieras. Estaban cerradas. Se inclinó hacia adelante y miró por entre las cortinas, haciendo visera con las manos en torno a los ojos. Los imperturbables muebles tenían un aspecto voluminoso, abultado, como si procedieran de la vitrina de un taxidermista. Antes de sacar su tarjeta de crédito miró hacia la puerta de la casa contigua y vio a la pequeña y coqueta vecina de Julia observándole horrorizada desde una ventana del piso superior.

Blandió su puño hacia ella antes de ver a un hombre alto y flaco que, doblando la esquina de la casa de Julia, venía hacia él. La expresión de su cara, la del policía que se dispone a dar un rapapolvo a un vagabundo, enfureció a Magnus, igual que todo lo demás del hombre, su largo cabello rubio a la moda, su chaqueta de terciopelo y su centelleante pañuelo al cuello. Cuando el hombre miró con desconfianza a Magnus, que iba sin corbata, con el traje arrugado y manchado, éste se giró para encararse con él, apretando los puños.

—Alto ahí —empezó a decir el hombre rubio—. Alto ahí, usted.

Mirándole con furia, Magnus vio, con la seguridad que le daban los años de sondear testigos y jurados, una cierta debilidad bajo el exabrupto.

—¡Váyase al cuerno! —gruñó.

El hombre se detuvo, como si dudase, y luego se acercó hasta quedar a un metro de Magnus.

—No sé qué se trae entre manos, pero se va a meter en un lío con la policía si no se va de esta casa. Ya le he visto aquí otras veces y no me gusta nada su aspecto.

—Pedazo de imbécil —dijo Magnus—, váyase al cuerno y déjeme en paz. Me llamo Lofting, mi mujer vive aquí, no sé quién diablos es usted ni me importa. Ahora lárguese.

La bien intencionada cara se llenó de asombro.

—Me llamo Mullineaux —le espetó. Esa presentación irritó a Magnus, que mirándole se cruzó de brazos—. Soy el vecino de esta casa en la que usted trataba de entrar ilícitamente. Ahora debo rogarle que se vaya.

Magnus apoyó la frente contra el cristal de la ventana, sonriendo con ferocidad.

—Tiene usted muchas agallas para ser campeón de peso ligero —dijo—. Voy a entrar, me parece que mi mujer está en peligro. —Se enderezó y sonrió al hombre, sabiendo desesperanzado que tendría que pelearse con él.

—Su esposa no está —dijo Mullineaux—, y dudo que pudiera hacer algo por ella dado el estado en que usted se encuentra. —Alzó un dedo en señal de advertencia—. Si se va ahora mismo, le prometo que a pesar de que es mi obligación no llamaré a la policía. Ahora haga el favor de irse.

—«Ahora haga el favor de irse» —le imitó Magnus—. Ahora haga el favor de irse usted, imbécil, porque yo voy a entrar. Puede quedarse aquí o ayudarme si lo prefiere.

—Tengo que decir… —dijo el hombre, adelantándose y poniendo una mano sobre el brazo de Magnus.

Una convicción absoluta de su corpulencia relampagueó en el interior de Magnus, y golpeó de lado la cabeza del hombre, desplazándolo a un lado. Como Magnus había utilizado la mano izquierda, el golpe fue flojo, pero Mullineaux cayó al suelo. Al instante la cara de Mark flotó en la imaginación de Magnus; éste rechinó los dientes, enfurecido, y dio un paso hacia la pálida figura que se arrastraba por la hierba. Alzó la bota hacia atrás, con la intención de propinar una patada a la mandíbula de Mullineaux, pero miró hacia la casa vecina y vio a la linda mujercita en el interior, gritando a través del cristal.

—Ven a recoger a este idiota —murmuró, al mismo tiempo que su furia se disipaba, y con paso majestuoso se fue hacia la parte delantera de la casa. Había dejado el coche en Plane Tree House.

¿Kate? ¿Kate? Mientras caminaba enfurecido por el parque, el cálido y algo brumoso aire de verano pareció oscurecerse en torno suyo.