4

Cuando por fin Julia llegó a su casa aquella noche, poco después de las once, se acostó temprano. Sentía como si fuera a pasar el resto de su vida angustiada; y parte de la inquietud era debida a la incapacidad de conocer su causa. Junto con Lily, había acompañado a la temblorosa mistress Fludd en taxi hasta su casa. Circulando por sucias y deprimentes calles muy parecidas a las de su sueño, llegaron al edificio de apartamentos de mistress Fludd, situado en un callejón sin salida, que desembocaba en Mile End Road. Todos los faroles estaban rotos y sobre las sucias aceras brillaban fragmentos de cristal; la calzada también estaba cubierta de vidrios rotos, alfombrada con parabrisas convertidos en añicos. Una placa iluminada en el edificio de mistress Fludd indicaba que aquella estructura gris y carcelaria, una más entre otras tantas que formaban el grupo de viviendas, recibía el nombre de Baston. Enfrente de Baston, pandillas de jóvenes con téjanos arremangados deambulaban gritando con voz bronca. Algunos de ellos se pararon para mirar el taxi.

Cuando vieron a mistress Fludd empezaron a abuchearla:

—¡Bruja asquerosa! ¡Bruja asquerosa!

Mistress Fludd no había dicho palabra durante el largo trayecto desde Kensington, a pesar de que Julia le había preguntado en dos ocasiones qué era lo que le había ocurrido, qué era lo que había visto. La pobre mujer tenía la boca contraída con tal fuerza que el labio superior estaba lívido. La pandilla de muchachos la aterrorizó aún más, y en un principio se negó a salir del taxi. Lily, que iba sentada en el lado de la puerta, bajó del coche y al principio hizo callar a los chicos. Cuando empezaron a gritar de nuevo, se dirigían a Lily. Ella no les hizo caso y juntas, ella y Julia, sacaron a mistress Fludd del taxi.

—Espérenos —le dijo Lily al conductor, y las dos mujeres acompañaron a mistress Fludd por el callejón; varios muchachos las siguieron, gritándoles obscenidades.

—Aquí —dijo mistress Fludd, mientras alzaba una mano señalando una puerta; tal como Julia esperaba, vivía en la planta baja.

Julia la sostuvo mientras atravesaban el reducido y antiséptico apartamento hasta el minúsculo dormitorio, donde un desteñido periquito australiano dormía en su jaula. La habitación, no mayor que un gran armario ropero, contenía una cama estrecha y una cómoda enana. De las blancas paredes colgaban cruces, cartas astrales y una docena de cuadros raros a los que Julia apenas prestó atención. Lily había ido a la cocina a ver si encontraba algo que ofrecer a mistress Fludd; Julia ayudó a la anciana a tenderse en el exiguo lecho y se inclinó para desabrocharle las botas.

Mientras pugnaba por aflojar los apretados nudos, Julia sintió que una mano tensa se posaba en su nuca.

—Váyase de aquí —gruñó mistress Fludd.

—Sólo quería ayudar —dijo Julia, mirando la encendida cara de la mujer, y preguntándose si el corazón de mistress Fludd no fallaría en cualquier momento.

—No, quiero decir que se vaya del país —murmuró mistress Fludd. Su aliento era como el de un buitre—. Vuelva a América, a su país. Aquí está en peligro. No se quede.

—¿Peligro aquí, en Inglaterra?

Mistress Fludd asintió como si estuviera hablando con un niño retrasado, y se rebulló en la cama.

—¿Tiene algo que ver con lo que estábamos hablando? ¿Qué es lo que ha visto?

—Una niña y un hombre —dijo mistress Fludd—. Vaya con cuidado, pueden ocurrirle cosas. —Cerró los ojos y empezó a jadear. Julia, alzando la vista hacia la pared, se encontró frente a una reproducción de Keane.

—¿El hombre es mi marido? —preguntó.

—La casa es la suya —dijo mistress Fludd—; tiene que irse.

Entonces volvió a mirar a Julia a la cara y le cogió ambas manos.

—Escuche, finjo cosas. Lo hago. Fraudes. Para los demás, para míster Piggot y miss Pinner. Es lo que quieren. Pero eso no es todo. Todo eso de los trances… es un engaño. Pero yo veo. Veo cosas. Auras. Veo. Yo les hipnotizo, casi. Pero ahora estoy asustada; eran un hombre y una niña. Son un peligro para usted. Para mí. Un peligro, son malvados. Malvados.

—¿El hombre es mi marido?

—Váyase —gruñó mistress Fludd—. Por favor.

—Se le ruego, mistress Fludd, ¿quién es la niña? Tiene que decírmelo.

La anciana se dio la vuelta en la cama, gruñendo. Una oleada de aire, pestilente surgió de su cuerpo.

—Váyase.

En el viaje de regreso, Lily le preguntó qué había pasado.

—Estaba muerta de miedo. ¿Qué te ha dicho?

—No estoy segura de haberla entendido —dijo Julia, a la defensiva.

Poco después, el conductor confesó que se había perdido, y recorrieron en uno y otro sentido calles oscuras y agobiantes antes de volver a encontrar el camino. Julia bajó del taxi en Plane Tree House y pagó la carrera ante las protestas de Lily; le costó casi todo el dinero que llevaba en el bolso. Luego siguió a pie hacia su casa bordeando el parque, de cuyas regiones oscuras, al otro lado de las verjas cerradas, le llegaban voces y risas.

Una vez en casa, entró en todas las habitaciones sin saber lo que buscaba y sin encontrar nada. La mayoría de las luces habían quedado encendidas, y el lugar tenía un aire de espera, neutro, vacío, como si nadie viviera en él. Había vasos medio llenos de jerez adheridos a las mesas; uno se había volcado dejando una mancha oscura e irregular sobre la alfombra. Probablemente debido a lo que mistress Fludd le había dicho, la casa parecía malévola, «maléfica», ésa era la palabra extraordinaria que había utilizado la anciana.

En los dormitorios que no se utilizaban, donde los muebles estaban cubiertos con guardapolvos y el vacío residía como un huésped, Julia se sintió como irreal, a la deriva y sin objetivo, en busca de lo que ya sabía que no iba a encontrar. Polvorientas y abandonadas, aquellas habitaciones parecían congeladas por su soledad. Cuando revisó los radiadores, comprobó que estaban apagados. La casa era una estructura gigante, enorme, que rechazaba a Julia y la mantenía a raya; que se resistiría a las imposiciones de ella y no cedería. Julia percibía con intensidad la obstinación de la casa. Sintió, con más fuerza que nunca, que vivía inmersa en una profunda equivocación; el error en que se había convertido su vida. Fuera, la acechaban fuerzas más poderosas. Una niña y un hombre.

Esa desesperación acabó por conducirla a su caluroso y claustrofóbico dormitorio. Se desnudó con rapidez y tiró la ropa sobre una silla; antes de meterse en la cama, miró el interruptor de la calefacción. Estaba abierto. Julia recordaba haberlo cerrado la mañana del día anterior cuando Mark se encontraba en la habitación; estaba segura de no haberlo tocado desde entonces. Palpó la superficie metálica del radiador y comprobó que estaba tan caliente como si no hubiera dejado de funcionar. Eso quería decir que había estado encendido la noche anterior, puesto que aquellos radiadores no funcionaban de día. ¿Pero acaso no lo había mirado la noche anterior? Maldijo su mala memoria. No obstante, esa noche Magnus había estado en la casa. ¿Podía ser tan pueril como para ir encendiendo todos los radiadores? Si podía rebajarse hasta el punto de romper cosas, aterrorizándola con tanta brutalidad como los chicos a mistress Fludd, era imposible saber qué no haría. Cuando estaba enfadado, Magnus era capaz de todo. Julia volvió a apagar la calefacción y, tras una breve vacilación, sacó un rollo de cinta adhesiva del armario y pegó un trozo sobre el interruptor.

Aunque la sola idea la estremecía, tenía que enfrentarse con Magnus y los sentimientos que le provocaba. ¿Qué sentimientos eran ésos? Julia se sintió de inmediato como si estuviera al borde de un precipicio. Su control, su relación con las cosas reales y normales, era frágil. Era consciente de que su tranquila y plácida apariencia era en gran parte fingida y que bajo esa apariencia había horror; horror era lo que habitaba el abismo bajo el precipicio. La imagen de Magnus asesinando a Kate, esa visión de él hundiendo el cuchillo en la garganta de Kate, mientras ésta se debatía en el suelo, podía emerger en cualquier momento, tal como había sucedido antes de que la internaran en el hospital y la insensibilizaran a base de drogas. Incluso entonces se había torturado soñando despierta. Una y otra vez, con las muñecas sujetas por correas a los lados de la cama, había imaginado que agarraba el brazo de Magnus y desviaba el cuchillo hacia su propia garganta. Esa imagen también la había perseguido: morir por Kate; hubiera muerto con gusto en lugar de Kate. En vez de eso, había asistido con pasividad al más estúpido de los crímenes. Magnus estaba indisociablemente unido a este horror, al horror de no haber actuado, del abandono que representaba la pérdida, de la mentira, del vacío sin fin ni siquiera: de la muerte en realidad, y era eso lo que parecía emanar de las paredes de la casa.

Una niña y un hombre. Kate y Magnus. Mistress Fludd les había visto. ¿Y qué era lo que había dicho antes del trance? Algo relacionado con el odio o la envidia, eso era lo que convertía a un espíritu en maléfico. Kate estaba presente; Kate estaba detrás de las locas incursiones de Magnus por Ilchester Place, no perdonaba. Julia se vio conducida despiadadamente por la lógica hasta esta conclusión ilógica. Empezó a mecerse de un lado al otro de la cama, gimiendo; se estaba desmoronando. Se veía de nuevo en el precipicio por el que había caminado con tanta precaución, con terrones de tierra y guijarros cayendo y fragmentándose en su largo descenso. Y estaba Kate; mistress Fludd había visto a Kate. De una forma vivida, como en un sueño, Magnus estaba dominado por Kate, y constituía un peligro incalculable para su razón.

Incapaz de dormir, de controlar sus ideas, Julia encendió la lamparilla de la cabecera de la cama, extendió los brazos junto al cuerpo y estiró los dedos de las manos para tocar la sábana con las palmas. Descansó. Aspiró con profundidad dos veces. Hablaría con mistress Fludd. Si para escapar del peligro que Magnus representaba tenía que abandonar la casa, lo haría. De momento era imposible dormir, pero no iba a abandonar el dormitorio. Esa habitación era suya; si se veía obligada a salir de allí, dejaría la casa.

Julia volvió la cabeza para mirar los libros colocados en la pequeña repisa, junto a la cama. Había terminado la novela de Bellow, y sobre la mesa tenía The Millstone, The White House Transcripts, The Golden Notebook y The Unicorn; necesitaba algo menos estimulante que aquello. Kate y Magnus; las sugerencias y advertencias de mistress Fludd perfilaban una pavorosa posibilidad. El espíritu de Kate aún vivo, odiándola y sirviéndose de la ira de Magnus, alimentándola; el espíritu de Kate agitándose por la casa… todo aquello era real, era algo que estaba sucediéndole a ella.

Julia tenía que llamar a miss Pinner así como a mistress Fludd. Antes de que las damas de West Hampstead se marcharan, miss Pinner había estado demasiado perturbada y temblorosa para poder describir lo que había visto en el cuarto de baño.

Vio entonces en la mesita de noche, oculto tras el pequeño montón de libros, otro que había colocado recientemente; era El barrio real de Kensington, el que le había regalado Lily. Una relación de hechos, sobria y prudente, unas pocas anécdotas, ilustraciones en color; era justo lo que necesitaba, un libro tan inocuo como un vaso de leche, perfecto para dormirse. Trasladó el pesado volumen a su regazo y empezó a hojearlo, leyendo párrafos al azar.

Vecinos prominentes de Kensington en el siglo dieciocho… Kensington es una aldea… historia política del barrio real… planos de los jardines de Kensington… incluyendo la relación de los principales comerciantes… un célebre míster Price, ahorcado por el robo de un lebrel… Al pasar la página después de enterarse del destino de míster Price, Julia leyó un titulo que decía: «Crímenes, fantasmas y apariciones». En un primer momento pasó varias páginas, porque no se veía capaz de afrontar semejante capítulo, pero la curiosidad la venció, regresó a ese capítulo y empezó a leer.

Al principio no encontró nada más interesante que las listas de los concejales y comerciantes notables de Kensington. La autora había recopilado una serie de anécdotas sobre casas embrujadas y las exponía con estilo aburrido y directo. El fantasma de una monja decapitada aparecida en una casa señorial de Lexham Gardens; dos hermanas que se habían suicidado en dos casas contiguas de Pembroke Place y a las que se había visto deambular cogidas de la mano por los jardines a la luz de la luna; el paterfamilias de los Edward Square de 1912, que poseído por el espíritu de su bisabuelo loco empezó por vestirse según la extravagante moda de un siglo antes y acabó por matar a sus hijos; Julia leyó todas estas historias con escaso interés.

Entonces saltó del texto el nombre de una calle.

Uno de los crímenes más controvertidos e inquietantes acaecidos en Kensington (leyó Julia) fue el protagonizado por Heather y Olivia Rudge, en el número 25 de Ilchester Place. Una de las últimas mujeres condenadas a muerte en Inglaterra, la americana Heather Rudge, había comprado la casa de Ilchester Place al arquitecto que la construyera para sí mismo en 1927 y que, por desgracias familiares, se había visto obligado a abandonar. Por aquel entonces, mistress Rudge, divorciada de su marido, tenía fama de anfitriona brillante y más bien informal y muchos de los que pertenecían a su mundo social la tildaban de «fresca». (Edna Rolph sugería con ello una debilidad por los hombres jóvenes y guapos y por los prósperos hombres de negocios de la city). Un contemporáneo, autor de varios libros de poesía mediocre y series de novelas teológicas en otro tiempo populares, la describía como poseedora de «una cara pequeña, animada y original, en la que coincidían fatalmente la belleza y la avidez. Vanitas en verdad; pero con un encanto oculto». El nacimiento de su hija, Olivia, doce años después de la adquisición de la casa de Ilchester Place, se produjo durante la guerra, y por eso afectó poco su ya deteriorada carrera como anfitriona; las costumbres de una mujer de mundo, rica y ya entrada en años, cuya época de esplendor había pasado seis o siete años atrás, sólo interesaba ya a unos pocos.

Las fiestas continuaron con intervalos y sin el boato de antes, para luego cesar definitivamente; hasta 1950 fue poco lo que se oyó hablar de las Rudge. Ese año, se mencionaba a Olivia Rudge, de nueve años, en relación con la muerte por asfixia de un niño de cuatro años, Geoffrey Braden, de Abbotsbury Close. Olivia Rudge y lo que la prensa sensacionalista había llamado por un tiempo «La aterradora banda infantil de Holland Park» (un grupo de diez o doce niños, al parecer capitaneados por Olivia), habían sido vistos atormentando al pequeño el día antes de su muerte. A la mañana siguiente, según el testimonio de un guarda del parque, Olivia y otros chiquillos habían perseguido y maltratado al niño Braden una vez más. El guarda había dispersado al grupo de niños mayores y aconsejado al pequeño Braden que se fuera a casa; cuando regresó a aquella zona del parque, se encontró con el cuerpo del chiquillo en un lugar oscuro junto a un muro. El interés del público y de la policía por la banda infantil cesó cuando se supo que Braden había sido violado antes de morir; posteriormente ahorcaron a un vagabundo como autor del crimen.

Dos meses después de la ejecución del vagabundo, Heather Rudge telefoneaba a la comisaria de Kensington para declararse culpable del asesinato de su hija. Cuando la policía llegó a la casa, encontró a Olivia muerta a puñaladas en su cama; posteriormente, el forense contarla más de cincuenta cuchilladas. Se detuvo de inmediato a mistress Rudge y así quedó a salvo de la horda de periodistas que la acosaban; el asesinato de Olivia Rudge se había convertido pronto en noticia de primera página de la prensa sensacionalista que en seguida desenterró el pasado de la madre de Olivia. («Dama licenciosa de la alta sociedad mata a su hija»). A su debido tiempo, se declaró culpable de asesinato a Heather y se la condenó a muerte. Más tarde se le conmutó la pena capital por la de cadena perpetua.

Quedaban algunos puntos por aclarar. ¿Por qué Heather Rudge mató a su hija? ¿Por qué se le conmutó la pena? ¿Existía alguna relación con el asesinato de Geoffrey Braden ocurrido el año anterior? Desde luego la prensa había sugerido dicha relación. En los periódicos se dijo que la hija había vuelto loca a la madre; los más sensacionalistas afirmaban que Olivia había echado en cara a su madre la muerte de Braden, y que Heather había tomado la decisión de no permitir que su hija siguiera viviendo. Tiempo después, Heather, presentada ahora como una víctima a su vez, fue declarada demente por una comisión investigadora. «En la actualidad es una anciana que vive recluida en una clínica mental privada de Surrey. Las preguntas siguen sin respuesta. Heather Rudge se llevará a la tumba los secretos relativos a la responsabilidad de su hija en el caso Braden. Olvidada por el público, con la mente turbada y confusa, Heather Rudge no es más que un fantasma viviente.»

Lo primero que pensó Julia, después de leer esto, fue algo insignificante: ¿así que era de ahí de donde venían todos esos espejos, de Heather Rudge y sus locas fiestas con jóvenes, y no de los correctos McClintock? De inmediato supo que quería averiguar, que estaba obligada a saber todo lo referente a Heather y Olivia Rudge. Releyó rápidamente las dos páginas, y luego retrocedió para hacerlo una tercera vez, más despacio, con mayor atención. En ningún momento Edna Rolph afirmaba abiertamente que Olivia Rudge hubiera matado o participado en el asesinato de Braden. ¿Cómo podría haberlo probado? Julia empezó a pensar en seguida cómo obtener más información sobre el caso Rudge. Periódicos; seguramente en el Museo Británico, o en una biblioteca sucursal, existiría un archivo de prensa microfilmado. ¿Viviría aún Heather Rudge? Consultó en las primeras páginas los datos editoriales; El barrio real de Kensington había sido publicado por la Lompoc Press en 1969, hacía cinco años. Era muy posible que todavía viviera, «… recluida en una clínica mental de Surrey». ¿Cómo podría saber el nombre de la clínica? Heather Rudge había vivido en esa casa, dormido en ese dormitorio; mientras dormía, su cuerpo ocupaba el mismo espacio que ahora ocupaba el de Julia. Ésta parecía estar dando vueltas en el tiempo; el tiempo parecía como de plástico, distorsionado, inseguro; el pasado parecía emerger y envolverla, como un gas fétido.

Se sentó en la cama, con el corazón latiéndole con fuerza, quizá Heather Rudge había apuñalado a Olivia en aquella misma habitación. Olivia había muerto igual que Kate, desangrada: como si la sangre quisiera abandonar el cuerpo con vida, saliendo a borbotones en ese mismo lugar en un rincón oculto en el tiempo… Julia casi saltó de la cama.

Pero no podía ser cierto. Éste debía de ser el dormitorio de Heather, pensó; su hija debía de ocupar uno de los dormitorios más pequeños del final del pasillo. Y allí debía de haberse producido el asesinato.

«¿Por qué me interesa tanto esto, esas personas? —pensó Julia—. Debe haber una explicación.»

Julia se sintió totalmente despierta, tan animada como si acabara de beberse tres tazas de café fuerte. Quería telefonear a Mark, ver a Lily; quería llamar a Edna Rolph para preguntarle el nombre de la clínica donde Heather Rudge se encontraba desde hacia veinticuatro años. «Pero ella también está aquí —pensó Julia—, forma parte de esta casa, y aún vive aquí, subiendo y bajando las escaleras, crujiendo la falda, preparando una cama, corriendo a la puerta para recibir a un amante o a un amigo, encerrada en la burbuja de su tiempo. Cada momento vive paralelo con todos los demás. ¿Qué había visto miss Pinner que la hizo desmayarse?».

Como una respuesta, le llegó de abajo un tintineo. Era el mismo ruido que había oído antes cuando, agazapada tras las cortinas, había visto a Magnus de pie, inmóvil, en el jardín. Era el ruido de algo que estaba fuera y que deseaba entrar. Julia descubrió que, paradójicamente, temía menos a Magnus ahora que antes de leer lo de Heather y Olivia Rudge; Magnus era de carne y hueso. Todo lo que la rodeaba sugería el pasado de la casa, los ecos de su propio pasado. Permaneció tendida en la cama escuchando el suave tamborileo contra las ventanas de la planta baja. Minutos después cogió The White House Transcripts y leyó con obstinación por espacio de dos horas, llegando casi a la mitad del libro, antes de quedarse dormida con la luz encendida. El ruido, persistente y paciente, siguió sonando por la casa.

Bañada en sudor, soñó con Kate.

Julia se despertó atontada dos horas después con la sensación de que acababan de tocarla; no, acariciarla. La luz estaba aún encendida y extendió la mano para apagarla. En el dormitorio hacia aún más calor que cuando había entrado en él; su cuerpo parecía envuelto por una película de sudor. Las cortinas estaban inmóviles; en aquella habitación el aire se resistía a circular y se acumulaba, densamente. El cielo brillaba a través de la ventana, más claro que la oscura habitación. Julia aún sentía, a lo largo de su arañado costado izquierdo, la sensación de una mano acariciándola con suavidad. La caricia era agradable, tranquilizadora. Por supuesto no había nadie más en la habitación; ella misma había conjurado la caricia, la había evocado, movida por su propia necesidad.

Julia se hundió de nuevo entre las sábanas, esforzándose por descansar. El ruido de abajo había cesado; Magnus se había marchado sin conseguir que ella se levantara y se pusiera a gritar por la casa, al menos en esta ocasión. Cerró los ojos y cruzó las manos sobre el vientre. Tal vez Heather Rudge había criado a Olivia en aquella habitación, hablándole como se hace a los bebés… Puede que mistress Fludd hubiera visto a Heather atacando a su hija. Seguro que un hecho semejante seguía presente en el lugar donde había sucedido, seguía reverberando allí… La mente de Julia empezó a vagar. Oyó un fragmento de música, interpretada por una gran banda; el sonido era muy leve, como si fuera una emisión de radio, y luego se desvaneció junto con todo lo demás. Julia le sumió en sueños que no podían distinguirse de la semivigilia. Una vez más la estaban acariciando. Unas manos junto a las suyas la tocaban con insistencia, dándole palmaditas; unas manos pequeñas que descendían con suavidad por su cuerpo. Se detuvieron, y luego volvieron a darle palmaditas. Julia vio a Kate a su lado; se unieron en un abrazo. Kate estaba con ella. Las caricias eran como música, suaves, conmovedoras, rítmicas. Julia sintió una calma y un alivio infinitos; aquellas manos pequeñas y en movimiento, eran como lenguas que la lamieran. Se abandonó a aquel placer. Sueños fragmentados, alimentados por aquellas prolongadas caricias, le filtraron por su mente. Ella y Mark se encontraban sentados juntos en el sofá gris, diciéndose palabras que no podía oír. Mark le tenía cogidas las dos manos. Ahora nadaba en agua caliente, en una piscina de agua tan caliente como la de una bañera. No llevaba traje de baño, y el agua resbalaba por su cuerpo como si fuera aceite. Se le estaba arrugando la piel. Se encontraba bajo un ardiente sol. Los trémulos toques le recorrían, insinuantes, el cuerpo que se entregaba. Mark y Kate; luego, para su sorpresa, sólo Kate.

—¡No! —gimió ella, y su voz la rescató del sueño—. ¡No! —Percibió el último contacto de la mano, una caricia entre los muslos; se sintió mareada, asustada e irritada. Estaba ya totalmente despierta.

Había soñado con Kate. ¿Qué cosa tan horrible había soñado? Aguzó el oído para oír a Heather Rudge deslizándose escaleras abajo. Ahora, la idea de Kate la atemorizaba; se daba cuenta de que Kate debía odiarla. Se hallaba atrapada en un aterrador desdoblamiento: el cuerpo se dirigía hacia su propia satisfacción mientras que su mente estaba aturdida por lo que carecía de explicación lógica. Lentamente, sintiéndose como si se mancillara para el resto de su vida, Julia deslizó la mano hacia la zona de su cuerpo que reclamaba ser tocada, y con intensos movimientos circulares de dos dedos colmó su deseo. Se sintió como el atormentado fantasma vidente de Heather Rudge. Su cuerpo olía a pérdida y fracaso, a esfuerzos sofocantes.

A la mañana siguiente, marcó con mano temblorosa el número de teléfono que le había dado Rosa Fludd. Por primera vez en su vida, había tomado una copa por la mañana; en bata aún, se había bebido un buen trago de oscura malta de whisky sola. Inmediatamente deseó otro; el rápido estallido de calor, previo a la relajación y posterior pérdida de la conciencia, era, curiosamente, como volverse a encontrar en el hospital, instantes después de la inyección matinal. «Ahora —pensó—, ya sé por qué hay gente que comienza a beber tan temprano; es mejor que el desayuno». Rápidamente enroscó el tapón en la botella y fue hacia el teléfono; junto a éste estaba la tarjeta que mistress Fludd le había entregado.

Oyó el zumbido del teléfono en el piso blanco y antiséptico de mistress Fludd; sonó seis, siete veces sin obtener respuesta. ¿Estaría todavía allí, contemplada por su periquito y los sentimentales ojazos de la muchacha del cuadro de Keane? Era imprescindible que Julia hablase con ella; ¿qué le habría dicho la anciana (o admitido), si Julia hubiese sabido de la existencia de Heather y Olivia Rudge la noche anterior? Al décimo timbrazo descolgaron el teléfono.

—Diga —contestó una mujer joven.

—Quisiera hablar con mistress Fludd, Rosa Fludd. De parte de Julia Lofting.

—Un momento —Julia oyó voces apagadas; la joven había tapado el auricular para hablar con alguien en la habitación.

—Mi tía dice que no puede hablar con usted.

—¿Ocurre algo malo? —preguntó Julia.

—¿Algo malo? Usted tendría que saberlo; fue una de las que la trajeron a casa —el acento de la muchacha era tan cerrado que a Julia le resultaba difícil distinguir las palabras—. Usted es una de los que la pusieron en este estado.

—¿En este estado? Oh.

—Sí; usted y los demás, toda esa panda de visionarios que casi la volvieron loca, ¿no es así? Eso no está bien. La pobre mujer ni siquiera cobra dinero para divertirles a todos ustedes, y…

A lo lejos se oyó otra voz y una mano volvió a cubrir el auricular.

—Dígale que tengo más información —dijo Julia—, que es muy importante.

—… dice que tiene más información. ¿Estás segura? ¿De verdad quieres?

Un instante después, mistress Fludd se ponía al teléfono.

—Soy yo —dijo con voz muy contenida.

—Mistress Fludd, soy Julia Lofting. ¿Se encuentra bien? He estado preocupada por usted.

—No malgaste su preocupación, no le conviene —dijo mistress Fludd—. ¿Qué es lo que quiere decirme?

—Verá, es que por casualidad he leído algo sobre mi casa en un libro que trata de Kensington, y quería contárselo. ¿Mistress Fludd? Esta casa era propiedad de una mujer llamada Heather Rudge, una americana, que tenía una hija llamada Olivia. Mistress Fludd, esa mujer mató a su hija a cuchilladas. Mi hija también murió así… mi marido quería salvarle la vida; se estaba ahogando y la mató. La otra niña fue asesinada en esta misma casa hace más de veinte años. ¿Fue eso lo que usted vio? ¿Fue eso lo que miss Pinner vio en el cuarto de baño?

—No sé lo que le pasó a miss Pinner —dijo mistress Fludd.

—Mistress Fludd, ¿podría… podría ser que mi propia hija me estuviera persiguiendo? ¿Que quisiera hacerme daño? ¿Es eso lo que me quería decir usted la otra noche? ¿Intentó hacerle daño a usted? ¿Está mi hija detrás de todo esto? —Se sintió embargada por las lágrimas y la histeria, y dejó de hablar para poder recuperar un tono sereno—. ¿Puede usted ayudarme, mistress Fludd?

—Regrese a su país.

—¿Puede decirme qué vio?

—No vi nada.

—Pero usted habló de una niña y un hombre. Kate y Magnus.

—Yo no vi nada. Miss Pinner es una vieja loca y tampoco vio nada. Váyase de esa casa, váyase del país. Es todo lo que le puedo decir.

—Mistress Fludd, por favor, no cuelgue. He estado pensando tanto, tengo que preguntarle tantas cosas… ¿Cómo… cómo actúan las personas del pasado sobre las del presente? ¿Cómo controlan los muertos a los vivos? ¿Es posible eso?

—Ya se lo dije —replicó mistress Fludd—. Me está haciendo perder el tiempo. Adiós.

—Usted dijo odio o envidia —intervino Julia con rapidez.

—O sea que lo recuerda. A veces lo que quieren es coger algo de usted, y darle algo a cambio. Eso ayuda a los espíritus maléficos. Pero los espíritus que son fuertes no necesitan ayuda, mistress Lofting; ésos hacen lo que quieren. No puedo hablar, mistress Lofting; déjeme en paz, por favor.

Mistress Fludd colgó y Julia mantuvo el auricular pegado al oído hasta que oyó la señal de línea.

Oprimió el botón, deseando volver a llamarla, pero en ese instante el aparato sonó con estridencia; Julia soltó el botón.

—Diga —contestó con suavidad.

—Haré que vuelvas conmigo —dijo la voz profunda de Magnus—. No puedes separarte de mí, ¿me oyes? ¿Me estás oyendo, Julia?

Julia colgó el auricular. Le pareció que una forma se movía con rapidez a su espalda, y se volvió, conteniendo la respiración. En la habitación no había nadie más.

—Kate —susurró—. Kate, no lo hagas.

Cuando Julia fue a la cocina a buscar un vaso de agua, retrocedió tan pronto abrió el grifo. Lo que salía de él era un asqueroso chorro de color marrón que olía a excrementos. Julia se tapó la boca con la mano y cerró el grifo; ahora olía a metal, como a monedas. Un momento después lo abrió otra vez; la grasienta sustancia salió formando espuma. Frenética, Julia volvió a cerrarlo. Había agua mineral Malvern, doce botellas compradas en el supermercado, alineadas bajo el fregadero; cogió una, la destapó y se sirvió un vaso lleno. Tenía un sabor increíblemente dulce. Mientras bebía, Julia se dio cuenta de que había estado a punto de vomitar. Del fregadero aún salía el hedor de aquel chorro parduzco, y Julia sintió náuseas.

Su malestar le recordó algo. La noche en que había entrado por la ventana del cuarto de baño había perdido los zapatos. Se le hablan caído fuera cuando consiguió por fin pasar por la pequeña abertura y allí fuera se habían quedado, para que los encontrara Magnus; mistress Fludd se lo había dicho: «coger algo y dar algo». Casi todo lo que poseía se lo había dado Magnus; llevaba su anillo, le había comprado pendientes, colgantes, collares, vestidos. Julia tendría que andar casi desnuda si renunciaba a todo lo que Magnus le había comprado.

¿Cuánto tiempo debían de haber permanecido aquellos zapatos en el jardín? Tres noches y dos días, quizás aún estuvieran al pie de la ventana del baño. Julia salió corriendo de la cocina y fue al baño atravesando el vestíbulo. Reflejándose en los espejos rosáceos, descorrió la aldabilla y empujó la ventana hacia el exterior. De puntillas, asomó la cabeza mientras sostenía la ventana con la mano izquierda. Miró hacia abajo y vio flores blancas y amarillas tronchadas, unas separadas de sus tallos, otras pisoteadas en la blanda tierra. No vio sus zapatos; habían desaparecido, alguien se los había llevado. Parecía como si fuera una prueba; una niña y un hombre. Querían hacerle daño.

Durante un rato, Julia dio vueltas por el cuarto de baño, sin poder contenerse; notaba que estaba emitiendo un ruido grave, angustioso, que era incapaz de evitar y que resonaba en la habitación recubierta de espejos en un vaivén como el de su cuerpo. «Tengo que acabar con esto», dijo para sus adentros, y se obligó a sentarse en el suelo. El ruido se convirtió en un hipar y se le concentró en la garganta, donde consiguió dominarlo. Advirtió que había estado babeando, y se secó la boca.

Atontada, recorrió el cuarto de baño con la mirada; estaba sentada, con los ojos vidriosos y la boca abierta, cerca de la bañera. Los espejos rosáceos reflejaban una cara abatida, rara. Magnus se había llevado los zapatos.

Julia se levantó con dificultad, aferrándose al lavabo con las dos manos; dentro de éste, el vestido de algodón seguía metido en un charco de color parduzco. La mancha aún se veía; parecía haber crecido. Tenía varios centímetros de longitud. Julia sacó el vestido del lavabo, quitó el tapón, y escurrió el empapado tejido mientras desaparecía el agua coloreada y maloliente.

En realidad no pensaba; sabía que tenía que destruir el vestido azul, y se puso en acción de inmediato, sin darse tiempo para reflexionar. Tenía que quemar el vestido.

Julia cogió el vestido y fue a la cocina para coger cerillas; luego siguió hasta la chimenea de la sala. Dejó caer el vestido sobre la parrilla y colocó una cerilla encendida junto a una punta seca de la ropa. El vestido no prendió; Julia encendió otra cerilla y la mantuvo en el mismo sitio; esta vez, el fino tejido ardió, arrugándose y ennegreciéndose por el fuego. Antes de que las llamas se apagaran en la zona empapada, la sala se llenó de un olor acre. La estancia olía a ropa chamuscada; era un olor a piel de animal quemada. Julia apenas lo notó. Intentó encender la parte mojada del vestido con más cerillas, pero el tejido tan sólo se chamuscó.

Vio entonces el Guardian de la mañana sobre la mesa que estaba junto al sofá, y atravesó la sala para ir a buscarlo, separó cuatro hojas y las apretó debajo del vestido en la parrilla. Cuando cogió el trozo de vestido mojado, con cenizas y hollín pegados a él, vio la mancha de sangre de color óxido en la costura. Echó papeles sobre el vestido y les arrojó cerillas. Un humo grasoso y amarillento surgió por debajo de ellos. Julia tiró cerilla tras cerilla sobre el fuego incipiente, pero la tela mojada se resistía a arder. Julia tenía las manos manchadas de ceniza.

Desistiendo de su empeño, Julia fue a la cocina a buscar una bolsa de plástico negra para la basura, que abrió y llevó a la chimenea. Utilizando la pequeña pala para remover el fuego, introdujo en la bolsa las cenizas mezcladas con el tejido chamuscado. Luego cerró y la llevó fuera, al camino contiguo a la casa.

El sol y el calor la sorprendieron; la última media hora (¿o una hora?) parecía no haber existido. Julia había estado dominada por una repugnancia apremiante e irreflexiva, a la que no le fue posible resistirse. Julia notó que su pulso se calmaba, y que volvía a ser consciente de sus sentidos: la luz del sol perfilaba un millón de briznas de hierba, y el calor penetraba en su cabello. Empezó a respirar con más regularidad y súbitamente comprendió que había estado jadeando. Tenía que destruir, como si se tratara de algo vivo, esa cosa que estaba en la bolsa negra. Aferrando repulsión; arrojó la bolsa dentro del cubo de basura y lo tapó con violencia. Había grandes manchas de ceniza en su bata acolchada, y tenía las piernas tiznadas. Julia se sentía como si acabara de correr una carrera.

Había perdido su capacidad de razonar cuando Magnus, como por arte de magia negra, había aparecido en el teléfono. No podía recordar sus palabras, pero sí el significado; eran amenazadoras. El tenía sus zapatos. Julia corrió a refugiarse en el cálido interior de su casa.

Veinte minutos más tarde recibió una visita: una mujer joven, una vecina, que vivía en el número 23, en la casa de al lado. Era más baja que Julia, con el pelo casi tan corto como el de Lily y el rostro suave, tímido y sonriente, en el que apenas empezaban a aparecer arrugas; se llamaba Hazel Mullineaux. Las primeras palabras pronunciadas por la mujer («No sé si debería molestarla»), bastaron para que Julia tomara total conciencia de su bata manchada y de sus manos ennegrecidas. Comprendió también, por la forma en que mistress Mullineaux le miraba las mejillas y la frente, que su cara debía de ser un mapa de suciedad. Escondió las manos detrás de la espalda.

—Parece estar tan ocupada que no sé si debería hacerle perder el tiempo así —sonrió.

Julia, preocupada por dar una impresión de naturalidad, no pensó en invitar a la indecisa mujer a que entrara.

—Oh, dispongo de todo el tiempo del mundo —dijo, y se maldijo a sí misma por lo exagerado de su comentario.

—Es sólo que pensamos que debíamos preguntárselo. Pensamos que debía saberlo —se corrigió, y luego aclaró—: y además, como es natural, queríamos conocer a nuestros nuevos vecinos.

—Gracias.

—No he entendido bien su nombre, perdone.

No se lo había dicho:

—Me llamo Julia Lofting.

Hazel Mullineaux miró por encima del hombro de Julia para echar un vistazo al interior.

—¿Es usted canadiense? Estoy intentando reconocer su acento.

—Soy americana —dijo Julia—, pero ya llevo mucho tiempo viviendo aquí.

—Así se explica que no sea tan abierto.

—Oh —exclamó Julia—, nunca pienso en ello; supongo que va cambiando. Mi marido solía decir que parecía el de un granjero de Iowa, y yo nunca en mi vida he estado en Iowa, y él tampoco —parloteó, notando el hedor del vestido chamuscado; durante diez minutos había estado haciendo aire con un periódico en la sala de estar, pero el olor persistía como si hubiera quemado un gato.

Mistress Mullineaux pareció desconcertada por aquella charla sobre Iowa.

—En fin, como ya le he dicho, hemos creído que deberíamos ponerla al corriente. Ayer por la noche, mi marido vio a un hombre frente a su casa.

Julia quedó sobrecogida.

—¿A qué hora?

—A las diez, cuando él regresó de la oficina; como todos los editores trabaja hasta tarde. Luego, a las diez y media, miró por la ventana y la vio entrar a usted, pero el hombre seguía afuera. Perry dijo que no tenía aspecto de malhechor, pero que había cambiado de sitio en la calle y se había situado junto al árbol del número diecisiete, delante de la casa de los Armbruster. A Perry le llamó la atención y siguió vigilando al hombre, que, después de que usted entrara, volvió a acercarse a la casa; entonces se situó al otro lado de la calle y se la quedó mirando. Perry me ha dicho que se pasó ahí por lo menos una hora; por supuesto que no hay ninguna ley que prohíba mirar la casa de alguien, pero nos pareció extraño. Mi marido me ha preguntado si creía que debíamos haber avisado a la policía. Yo le he dicho que se lo contaría a usted, por si acaso vuelve. Espero que no vaya a creer que nos hemos inmiscuido en sus… asuntos.

—No, oh, no —dijo Julia, que ahora podía oler a gato quemado con toda claridad, y vio que Hazel Mullineaux también lo había notado: la pálida mujer la miraba con extrañeza y retrocedió un paso—. He estado haciendo un poco de limpieza —dijo Julia—. Estoy hecha un desastre.

—Sí, quiero decir, no, claro que no. Pero como ese hombre permaneció tanto tiempo ahí fuera, se lo quería decir. Espero que no le parezca mal que no avisáramos a la policía.

—Era mi marido —dijo Julia—. Creo que me está espiando. Estoy segura.

—¿Espiando…? —El rostro de Hazel Mullineaux expresó una confusión total.

—No vive aquí —aclaró Julia, viéndose caer en un marasmo de explicaciones y sin saber cómo evitarlo—. Verá, he comprado la casa para mí sola. No le quiero ver… me ha estado molestando, llamando por teléfono; me parece que una noche llegó a entrar en casa…

El rostro de mistress Mullineaux reflejó ahora estupor y desaprobación.

—Oh, por favor, me gustaría que fuéramos amigas —dijo Julia—. Los vecinos tienen que ser amigos, ¿no cree? Ni siquiera la he invitado a entrar. ¿Acepta una taza de café? Ha sido tan amable en venir a contarme lo que vio; no sé si habría que llamar a la policía, ni si existe algún peligro… Todo es tan confuso desde hace un par de días; es por causa de Kate, nuestra hija, nuestra difunta hija, quiero decir. De veras, mi marido me tiene aterrorizada, pero no creo que deba llamar a la policía, es algo que no entenderían. Pero dele las gracias a su marido de mi parte por preocuparse de mí, ha sido un detalle muy de agradecer… —Miró la expresión más bien aturdida de mistress Mullineaux—. ¿No quiere entrar a tomar un café? Voy a tener que ventilar la sala para librarme de ese espantoso olor, pero podemos sentarnos en la cocina, o en el jardín de atrás.

—Ahora me es imposible, gracias —replicó la otra mujer, bajando ya los peldaños—. En otra ocasión.

—Oh, tengo que preguntarle algo —dijo Julia antes de que la mujer pudiera escapar—. ¿Conocía a los que vivían aquí antes?

—Por supuesto que conocíamos a los McClintock —respondió mistress Mullineaux—. Eran ya mayores y un poco distantes, pero muy agradables.

—No, no los McClintock —interrumpió Julia—; quiero decir los que vivían aquí antes de ellos, Mistress Rudge, Heather Rudge, que tenía una hija.

—¿Antes de los McClintock? Nosotros nos instalamos aquí en 1967, y al parecer los McClintock ya llevaban veinte años en la casa.

—Sí, claro. Claro. No puede haberla conocido.

Mistress Mullineaux se dio la vuelta, bajó la escalera y antes de empezar a andar por la acera, volvió a mirar a Julia; su cara se contrajo en una mueca semejante a una sonrisa.

«Esta mujer debe de creer que estoy loca», pensó Julia y se imaginó a Magnus de guardia en la calle. Por la noche se había pasado horas dando golpecitos en la ventana del comedor; Magnus intentaba empujarla al abismo. Deseó que Mark estuviera con ella, con su calma y su despreocupada masculinidad; era un talismán contra Magnus. Ni siquiera podía confiar en Lily para protegerse de Magnus. Oyó cómo Hazel Mullineaux cerraba con un golpe la puerta de su casa; Mark también la protegería de esto.

—Creo que necesitas ayuda, querida. Estás sometida a tanta tensión que no puedo reprocharte que te muestres aprensiva y hasta desconfiada.

—¿Aprensiva, Lily? Pues claro que sí. La sesión de la otra noche fue un buen tranquilizante, si te parece…

—A eso precisamente me refiero. Este mediodía he telefoneado a la pobre mistress Fludd, y nadie ha contestado. Ella nunca sale de casa, salvo para acudir a las reuniones. Estoy segura de que le ha ocurrido algo, no lo puedo remediar, estoy preocupada por ella.

—Pues yo estoy preocupada por mí misma. Anoche vieron a Magnus rondando la casa. Estoy segura de que hace dos noches entró. Está tratando de que vuelva con él. Está como loco y a mí me falta poco para estarlo. ¿Quieres saber lo que pienso? Creo que Kate me está castigando. Es lo que mistress Fludd dijo: «un hombre y una niña». Kate está en la mente de Magnus. A veces también está en la casa, y me odia. Ella cree las mentiras de Magnus.

—Oh, querida…

—Le quieres para ti sola, ¿no es cierto? Y también a Mark. Te gustaría que Magnus creyera que me estoy volviendo loca. Supongo que le llamarás ahora mismo para contarle todo lo que te he dicho, pero no le vas a encontrar porque lo más seguro es que esté por aquí, vigilando la casa.

—Julia, no es posible que pienses eso de mí…

—Le llamaste. No cumpliste tu promesa.

—Porque quería que volvieras con él.

—Pero le quieres sólo para ti, ¿verdad?, y también a Mark.

—Julia esto no nos hace ningún bien; es muy injusto. Escucha, Julia; por favor, Kate no tiene ninguna razón para odiarte, nada de lo que hiciste fue con intención de hacerle daño. Fuiste valiente.

—Magnus mató a Kate; ahora él me odia porque le he dejado, y Kate también. Mistress Fludd les vio.

—Julia, ¿por qué no vienes aquí y así podremos hablar de ese día? Ven, por favor. Ese es el fondo del problema.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué intentas decirme?

—Nada, Julia, nada. Es sólo que he creído que te iría bien hablar de ello, ya que no con Magnus, al menos conmigo… pero si aún no te ves capaz, no pasa nada. De todas maneras, creo que deberías venir a pasar unos días conmigo…

Julia tuvo la repentina y clara visión de un hombre con chaqueta blanca clavándole una jeringuilla en el brazo.

—Adiós, Lily. Lo siento.

Colgó el teléfono, temblando de tal modo que el auricular resbaló de la horquilla y cayó al suelo. Tenía que salir de aquella casa.

Julia corrió escaleras arriba hasta el dormitorio y se quitó la sucia bata; en el cuarto de baño, se duchó rápidamente, procurando no mirar los espejos por temor de ver en ellos una imagen huidiza. Mientras se secaba con la toalla, empezó a sonar el teléfono; Julia contó los timbrazos y, al llegar a veinte, el aparato enmudeció. Mientras se vestía, evitó pensar en lo que Lily le había dicho. En lugar de eso, pensó con ansiedad en más libros, en comprar libros, en abandonarse a la lectura de vidas ajenas. Eso si era un alivio.

Y eso fue lo que, veinte minutos después, mientras caminaba apresurada por Kensington High Street con el cabello húmedo pegado al cuello, le trajo a la memoria vividos recuerdos de su infancia: los veranos en la casa de New Hampshire, donde hacía el mismo calor que ese día. Su bisabuelo había comprado la finca al retirarse de la dirección de su compañía ferroviaria, tras haber ganado en la época del gran auge, unos cientos de millones de dólares, la tierra misma, la calidad del aire le habían parecido diferentes allí, total e inocentemente entregada a su vida familiar. Por un instante, Julia sintió el punzante deseo de volver a los Estados Unidos. Estaba en Kensington High Street, entre una licorería y la tienda de W.H. Smith, oyendo los bocinazos que herían el aire, y se quedó paralizada por el recuerdo de un determinado valle de New Hampshire. Y tras el valle, el continente que se extendía sencillo y sin fin; pero ahora ya no era así, lo sabía. Lo que añoraba era su propio pasado. Sin embargo, todavía albergaba un anhelo mal asimilado por su quimérico y fértil continente, le parecía que era allí donde había transcurrido su niñez. Entró en W.H. Smith y compró una gruesa edición en rústica de Gravity’s Rainbow.

Con el libro a cuestas, Julia pasó por entre la multitud de High Street. Hacía tanto calor como en New Hampshire en agosto. Pensó si ir, por Kensington Church Street hacia Notting Hill Gate, para ver si Mark estaba en casa. Recordaba la dirección y creía saber en qué piso vivía; era en una de las largas calles curvas, Pembridge algo, que cortaba Notting Hill Gate, una de las calles con grandes casas convertidas en estudios de una y dos habitaciones. El de Mark era un «piso con jardín», y estaba en el sótano. Se imaginó un tramo de escaleras que descendía de la acera hasta una oscura y húmeda habitación; esa idea le bastó para recordar Holland Park, donde podría tumbarse a tomar el sol. Además, aún no se sentía preparada para visitar el piso de Mark; el ir allí entrañaba toda una serie de consecuencias que le daban un poco de miedo.

Mientras pasaba por delante de las tiendas, Julia buscaba entre la gente algún indicio de Magnus; podía estar muy bien frente a un escaparate, disimulado, siguiéndola; no tenía más remedio que aceptar que Magnus era capaz de adoptar semejantes tácticas. O lo que era todavía más irritante, tal vez estuviera intentando colarse en su casa; pero no podía correr hasta allí para comprobarlo, jamás le atraparía en ella, de eso estaba segura. A pesar de todo, no consiguió librarse de la imagen de Magnus siguiéndole los pasos. Enfrente de la plaza alargada del Commonwealth Institute, giró en redondo de pronto y le dio un codazo en el estómago a un cura. Mientras los dos se excusaban, descubrieron que ambos eran americanos; el cura, un hombre de tez oscura expresión aguda, la miraba extrañado mientras intercambiaban bromas. Julia supuso que eso se debía a su modo de comportarse o a su aspecto. ¿Qué fallaba en ella, que hasta un agradable desconocido la encontraba rara? Se llevó una mano a la frente para enjugársela y se dio cuenta de que estaba temblando; tenía la frente bañada en sudor.

—No es nada —le dijo al sacerdote—, sólo ansiedad. Soy una persona normal. No suelo dar codazos en el estómago a los hombres.

Entró en Holland Park. Los caminos estaban atestados de gente, y en cada metro cuadrado había una persona. Una pandilla de niños pasó corriendo y gritando por la larga franja de césped, se dispersó en pequeños grupos y volvió a formarse en medio de un gran clamor. Chicos con tejanos, chicas con diáfanos vestidos largos, chicas con tejanos, alemanes sujetos por correas a sus aparatos fotográficos y a sus prendas de vestir. Sorteó un grupo de veinte japoneses que al hablar parecían cantarse entre ellos; justo delante de ella, una joven pareja se besó largamente mientras el muchacho pasaba la mano por las nalgas de la chica, ajenos a la gente. Julia sintió una punzada física, directa y abrasadora, hasta ver al sacerdote americano que caminaba por delante de ella sin mirar atrás. Apartó deliberadamente el recuerdo de su último sueño y lo que seguía. Sin una idea preconcebida, empezó a acercarse al sacerdote. El libro le pesaba mucho la mano.

El cura dejó el camino principal para meterse por una senda que, Julia recordó, atravesaba la zona en que los pavos reales y otras aves presumían bajo los oscuros árboles. Julia le siguió, con la mirada fija en el traje negro como si éste tuviera un significado propio. El sacerdote se detuvo unos instantes para contemplar los pavos reales y luego siguió andando hacia el bosque que rodeaba la mitad superior del parque. Caminaba con paso vivo y pronto desapareció tras una esquina entre los apretados árboles. Tres mujeres empujando cochecitos de bebé, acompañadas por un solo hombre que llevaba una botella de vino destapada, se cruzaron con Julia; el sacerdote ya se había perdido de vista. Entonces vio a Magnus.

Estaba sentado en un banco, y no la miraba; parecía muy cansado. Julia se quedó de piedra; retrocedió dos pasos con cautela y luego dio media vuelta. Con un traje gris claro, inclinado hacia adelante y el rostro ajado, la imagen de Magnus ardía en su interior; si volvía la cabeza la vería. A paso rápido se alejó por el camino y después de doblar la esquina, aminoró la marcha y se atrevió a mirar por encima del hombro. No la había seguido. Miró hacia el otro lado del parque y vio una salida, a su derecha, justo delante de Plane Tree House. Rodearía el parque para ir a casa. Julia siguió caminando con rapidez, sin hacer caso de las miradas de los hombres que encontraba a su paso y adoptando una expresión de naturalidad.

No cabía ya pensar en quedarse a leer el libro en el parque; tenía que llegar a casa y cerrar la puerta con llave. Pero justo antes de recorrer el último tramo del camino hasta la salida, vio a la pequeña negrita que había conocido en el parque el primer día. La niña tenía los ojos alzados hacia ella igual que entonces.

—Hola, Mona —dijo Julia—, ¿Te acuerdas de mí?

—Culo —dijo Mona, sonriendo a Julia con la boca abierta. Los ojos le brillaban.

—Esa no es una palabra bonita.

—Culo, caca —Mona soltó una risita y se volvió—. ¡Jódete!

Julia se quedó mirando a la nenita.

—¡Jódete! ¡Caca! ¡Folla!

—¿Qué…? —Julia se dio la vuelta y se encontró cara a cara con la niña rubia, que la estaba mirando fijamente y tocando una bicicleta apoyada en la valla que rodeaba el parque. No había ningún otro niño por allí cerca; las personas más cercanas eran un hombre y una mujer que estaban a unos veinte metros de distancia, durmiendo sobre la hierba cara al sol. Alrededor de Julia y la niña parecía existir un vacío espeso, intemporal. La chiquilla llevaba unos curiosos pantalones vaqueros pasados de moda, holgados y con la cintura elástica y alta. Su parecido con Kate hizo latir de miedo el corazón de Julia. Permanecieron mirándose la una a la otra, sin hablar; Julia casi tuvo la sensación de que la niña había estado esperando en aquel apartado lugar.

La niña sonrió entonces, y se esfumó su parecido con Kate. Tenía uno de los dientes de delante partido por la mitad, formando un arco creciente que le descentraba la sonrisa haciéndola asimétrica.

—¿Quién eres?

La niña sonrió de un modo curiosamente adulto, desafiante; movió las manos enlazadas, o se movió algo que tenía en ellas. Cuando Julia se fijó, descubrió que la niña no estaba tocando en realidad la bicicleta, sino que mantenía las manos junto a la rueda trasera. Tardó un momento en descubrir qué era lo que la niña tenía atrapado entre sus manos, y sólo cuando el diminuto ser marrón se agitó, comprendió que se trataba de un pájaro.

—¿Está herido el pájaro?

La niña no respondió; se limitó a seguir mirando a Julia, con su sonrisa adulta y desigual. Todo su ser parecía reconcentrado en sí mismo.

Con un rápido y certero movimiento, la niña metió el pájaro en la rueda de la bicicleta, inmovilizándolo entre los radios y las varillas que sujetaban los guardabarros a la rueda. La escena se fijó con gran claridad en la mente de Julia, como en el instante previo a algún desastre esperado; el tiempo parecía tan inmóvil como la sonrisa de la niña. Julia miró el pájaro, un segundo antes de que la niña empujara la bicicleta hacia adelante: estaba atrapado entre las dos varillas metálicas y no en la rueda como Julia había creído en un principio. Tenía el cuerpo atravesado entre los radios.

—No lo hagas… no… —tartamudeó.

La niña empujó la bicicleta y el pájaro se convirtió al instante en un montón de pulpa sangrienta con plumas; la cabeza cayó con suavidad al suelo.

Julia alzó los ojos para mirar a la niña, que se estaba montando en la bicicleta. No se marchó en seguida, sino que se quedó sentada a horcajadas sobre la bicicleta, mirando intensamente a Julia.

Julia abrió la boca para decir algo, pero junto a la rueda trasera vio la cabeza del pájaro con los ojos abiertos, y sintió que el estómago se le salía por la boca. Se volvió para vomitar sobre el suelo.

Cuando hubo acabado, la niña ya no estaba allí. Pedaleando despacio y con despreocupación, salió por la puerta y pronto se perdió entre la gente y el tráfico.

Julia dio un paso y notó que le temblaban las rodillas; se obligó a correr. Sin pensar en Magnus, corrió directamente hacia su casa, con la boca abierta, dando tumbos y la respiración oprimiéndole las costillas. Cruzó a toda velocidad el césped, esquivando apenas a los curiosos que se apartaban para dejarle paso, y el camino que bordeaba la zona de juegos infantiles. Para entonces ya tenía la boca seca como si fuera de trapo, y sus costados parecían atravesados por espadas.

Llegó corriendo a la esquina de Ilchester Place y se puso a andar. Con la respiración entrecortada y el rostro congestionado, subió los tres peldaños de su casa. Esta tenía un aspecto impasible, poco acogedor. Julia no deseaba otra cosa más que dejarse caer en su cama y dormir, aislándose del mundo. El libro que llevaba en la mano parecía pesar tres veces más.

Cuando Julia llegó a la puerta, rebuscó en el bolsillo y encontró un pañuelo de papel usado, un pendiente con el cierre roto, una pastilla de menta y dos moneditas. La llave, recordó, estaba en el fondo del bolso, sobre una repisa de la cocina; le pareció que se había quedado sin rodillas. Se desplomó sobre la elástica hierba. Antes de que se le cerraran los ojos, alcanzó a ver la cara pálida de Hazel Mullineaux que la miraba perpleja por una ventana lateral del número 23.

La anciana se incorporó en la angosta cama; un largo y blanco rayo de luz lunar se doblaba en donde se juntan la pared y el suelo. Una voz queda la había despertado con delicadeza, repitiendo su nombre suavemente, como si se estuviera burlando de ella. Volvió a oír la voz, esta vez de más lejos, procedente de algún otro lugar de la casa. La mujer no quería seguir a la voz y se resistió, aferrada a las sábanas, consciente de que pronto iba a ceder. La voz era como agua fresca, largos chorros azules del agua que necesitaba. Los débiles músculos de los brazos le empezaron a temblar. Y supo quién era. Con la lengua seca se rozó los dientes. Repetían su nombre con insistencia en el pasillo. El cuerpo dejó por fin de resistirse. Sin darse cuenta, sus brazos apartaron la sábana del cuerpo dejándola a un lado. Bajó las piernas de la cama.

Se apoyó en las vacilantes piernas que sabían adónde conducirla. La voz parecía ser lo único que existía en su mente. Los pies encontraron los zapatos sin tacón y se enfundaron en ellos. Salió al pasillo y vio la puerta abierta. Al otro lado, rodeado por un halo de luz amarilla, estaba su visitante, llamándola.

La mujer cruzó el pasillo. Ante ella se encontraban el saber y la paz. Su mano hizo ademán de coger el grueso abrigo de lana al pasar junto al perchero; mano tonta, tonto abrigo; no lo necesitas. Sólo era para cubrir el camisón. Se lo apretó alrededor de la abultada panza y abrochó el único botón.

Bromeando, amable, el visitante aguardaba; era seductor, extraordinariamente seductor. La mujer caminó hasta la puerta, y al cruzarla se encontró en un amplio espacio que le era familiar.

El visitante se movía con rapidez, caminando de espaldas, haciéndole señas. Luz blanca en el cabello, sobre el dorso de las gesticulantes manos. El visitante era todo él confuso y brumoso. Le llegaron otras voces, pero ella no volvió la cabeza.

La burlona voz fue lo último que oyó.