III

A mediados de marzo, Boomerang pidió a su madre que fuera a verle jugar al fútbol en Manhattan, como regalo de cumpleaños. Tully consintió. Boomerang estaba tan entusiasmado que durante varios días no pudo hablar de otra cosa y obligó a su padre a volver antes del trabajo para entrenar juntos.

— Quiero impresionar a mamá —le confesó Boomer—. Si no, no volverá a ir.

Tully se alegró de acompañarlos, e incluso Robin parecía más animado que de costumbre.

— Espero que Jenny no se enfríe allí —dijo Boomerang cuando se dirigían a Manhattan—. Hace viento.

— Estará bien, Boomer —le tranquilizó Robin—. Estará pegada a mamá. Y mamá es un horno.

— Sí que lo eres, mamá —dijo Boomerang—. Me acuerdo del hospital. Estabas ardiendo.

Tully miró a Robin.

— Pero ahora ya no, Boomerang. Ahora estoy mejor.

— Robin, mamá, Robin —le corrigió el niño.

Al principio hacía buen día. Pero el viento era muy fuerte y los chavales no lograban controlar bien la pelota. De todos modos, Tully animaba al equipo de su hijo, dando saltos con Jenny colgada del pecho. El equipo de Boomerang ganó el partido por 1 a 0.

Cuando los niños terminaron, los padres no pudieron resistir la tentación de jugar un poco también ellos. Tully y Boomerang se sentaron en la primera fila del graderío, contemplando a Robin correr. Tully pensaba: qué bonitas tiene las piernas, morenas y musculosas. Se imaginó las piernas de Boomerang cuando creciera, porque se parecía mucho a su padre.

Durante el descanso, Robin se les acercó.

— Estás muy sexy en pantalones cortos —le dijo Tully.

— ¿Ah, sí? Vaya, gracias.

Ella deseaba que Robin se inclinara a besarla, pero no lo hizo.

La cuñada de Tully, Karen, se sentó al lado de Tully a charlar un rato.

— Se os ve tan bien juntos, tan normales, tan felices. ¿Qué tal os va?

— Como siempre.

— Robin dice que habéis tenido problemas. ¿Va todo bien?

— Todo bien —dijo Tully.

Excepto que no podré tener más hijos y que la idea de abandonar a mi hijo me está hundiendo en la fosa de las Marianas.

— No estaréis pensando en separaros o algo así, ¿verdad?

— No, no —respondió Tully distraídamente.

Intentaba concentrarse en una mujer joven que estaba hablando con Robin. ¿No hacía demasiado frío para que una mujer se paseara en pantalón corto? Tully forzó la vista para ver mejor a Robin. Permanecía a una distancia prudente, pero la mujer se le acercaba sonriendo como si…

Algo golpeó a Tully mientras los miraba, y bajó la vista, pero sólo un momento. Quería verlo.

— Emmm, Karen. —Tully procuró sonar lo más despreocupada posible—. ¿Quién es la que está hablando con Robin?

Karen miró un instante.

— No lo sé. No sé cómo se llama. Pero siempre está por aquí. Creo que sale con… —Karen señaló a un hombre, en el campo— con él, creo.

Pero Tully ya no la escuchaba.

No podía quedarse allí. Se levantó de un salto y empezó a dar zancadas de un extremo al otro del graderío.

— ¡Mamá! ¡Ven! —le gritaba Boomerang, en vano.

No tengo derecho, no tengo derecho, decía Tully. Trataba de no mirar a Robin y la mujer. ¿Pero qué es lo que pasa?, se preguntaba, notando que perdía el control. ¿Qué es lo que pasa? ¿Quién es esa mujer? ¿Será posible? ¿Era posible que Robin hubiera tenido un asunto amoroso en Manhattan durante todos esos años?

La idea la hizo tambalearse. Volvió a aguzar la vista para observarlos. Robin estaba en el campo y ella en la banda, riéndose.

¿Aquí? ¿En Manhattan? ¡Aquí mismo, a cinco minutos de casa! ¿Es posible?

Pasó el tiempo y ella siguió dando zancadas, intentando recobrar la cordura.

No tengo derecho, murmuraba. Todos los derechos confiscados. Nunca me he encarado con Robin, nunca le he hecho preguntas, no he querido saberlo. Tengo lo que me merezco.

Pero por dentro, algo la apuñalaba.

Por la noche, Tully no tenía ni idea de cómo transcurría la cena en casa de Steve y Karen. Intentaba refrenarse y comía con dificultad.

Volvieron a casa tarde, alrededor de las once. Boomerang seguía despierto, parloteando sobre los acontecimientos. Tully tenía ganas de que se fuera a la cama para poder hablar con Robin, pero probablemente era mejor que Boomer siguiera despierto. Lo que corroía a Tully no permitía muchas conversaciones.

De todos modos, ¿qué podía reprocharle? ¿Cómo te has atrevido? Aquello le parecía tan poco convincente… ¿Quién es ella? Eso es lo único que quiero saber. ¿Quién coño es?

En su sombrío silencio, pensaba: ¿qué clase de matrimonio tenemos, de todos modos? El con otra en Manhattan y yo con otro en Topeka.

En su habitación, Boomerang abrazó a su madre que le daba las buenas noches, mientras Robin se balanceaba en la mecedora.

— Mamá, ¿lo has pasado bien?

— Sí, Boomer, mucho. Estoy… encantada de haber ido. Feliz cumpleaños, pequeñajo.

— Robin, mamá. Y ya no soy tu pequeñajo. Tu pequeñaja es Jenny.

— Boomerang, siempre serás nuestro pequeñajo.

— Igual que tú eres la pequeñaja de la abuela.

— Sí. Igual.

La mecedora crujía y crujía a su espalda.

— Mamá, ¿irás a verme la semana que viene?

— Me gustaría, Boomer, pero eso es cosa de papá.

— Papá, ¿puede ir mamá el sábado?

— Pues claro. Siempre será bienvenida.

Y una mierda, pensó Tully. Salió a escape de la habitación y bajó las escaleras.

Al cabo de un rato, Robin bajó.

— ¿Estás bien? —le preguntó.

— Oh, claro —le contestó ella entre dientes—. Estupendamente.

Robin se apoyó en la pared.

— Dime, maldita sea —le preguntó Tully, intentando fingir tranquilidad—, ¿quién coño era esa tía?

Robin no movió un músculo.

— ¿A quién te refieres?

— ¡A esto me refiero! —gritó Tully, y barrió de un manotazo tres vasos largos de la mesa de roble, que se estrellaron en el suelo—. ¿Quién coño es esa tía, Robin?

El rostro de Robin se endureció.

— No tengo ni idea de lo que estás diciendo.

— Oh, estoy segura de que no —chilló Tully—. ¡Estoy segurísima, cojones, de que no tienes ni idea!

Se dirigió furiosa al mostrador de la cocina y cogió el escurreplatos. Lo tiró al suelo, con platos y vasos.

— Volvamos a intentarlo. ¿Quién coño es esa tía?

Hedda llamaba, aterrorizada, desde su habitación, pero ni Robin ni Tully le hicieron el menor caso.

— ¿Cómo has podido? —gritaba Tully—. ¿Cómo has podido? Llevarme contigo, con nuestro hijo, con la niña pequeña… ¿Cómo has podido estar a mi lado? ¡Como si fuéramos de la familia o algo así! —escupió Tully con desprecio—. ¿Cómo has podido hacer eso? Mierda, ¿cómo has podido llevarme contigo?

— Tully, ¿a qué demonios te refieres?

— ¡Robin! ¿Te has estado follando a una puta todos estos años, te la has follado durante todo este tiempo? ¡Durante once años! ¿Es eso lo que has estado haciendo?

Robin, de pie junto a la entrada de la cocina, alzó las manos, suplicante, o furioso… Tully no lo sabía. Le arrojó un plato a los pies.

— Tully, tranquilízate. Estás histérica…

— ¡No estoy histérica! —chilló, y durante un segundo pensó: No me reconozco. ¿Quién soy?

Pero la niebla roja invadía a Tully, y se abalanzó sobre él gritando, intentando arañarle. Robin la cogió por los brazos para apartarla, pero la locura de Tully le daba fuerzas y casi le derribó.

— Tully, estás loca… —jadeó Robin, contra la pared—. ¡Has perdido el juicio! ¿Qué te pasa?

— ¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta! ¿Cómo has podido? ¡Cómo has podido! ¡Durante once años!

Él le asió con mucha fuerza las manos.

— ¿Qué es lo que te preocupa, Tully? —le dijo, con veneno—. ¿Que haya podido o los once años?

Entonces Tully forcejeó para soltarse, incluso intentó darle una patada en la entrepierna.

— Hijo de puta. ¡Suéltame, hijo de puta, suéltame!

— ¡Oh, muy bien! —le dijo él, y la soltó empujándola.

Tully se tambaleó, miró en torno y cogió un pedazo de cristal roto del suelo.

— Tully, ni se te ocurra. Tranquilízate, ¡maldita sea! Tranquilízate y tal vez podamos hablar.

— No tenemos de qué hablar, cabrón —exclamó ella, intentando pegarle. Pero Robin se le adelantó, la cogió por las muñecas y se las apretó tan fuerte que ella tuvo que soltar el cristal.

— Piensa en lo que estás haciendo —le dijo él—. ¿Qué va a parecerle todo esto al juez de la audiencia de custodia?

— ¡Quítame las asquerosas manos de encima!

Robin la empujó hacia atrás.

— ¡Audiencia de custodia! —gritó Tully—. ¿A qué te refieres? ¿Para qué pleitear cuando no vas a darme a mis hijos?

— Puedes quedarte con Jennifer —le dijo Robin con voz ronca.

— ¿Y Boomerang? ¡Él también es hijo mío! ¡Es mi hijo!

Se quedaron donde estaban, él con los brazos cruzados sobre el pecho, sin mirar a Tully, que jadeaba, impotente. Se quedaron allí, entre los cristales rotos, él apoyado en la pared y ella en el centro de la cocina, hasta que Tully se pasó el dorso de la mano por la boca, se le acercó, le dio una fuerte bofetada y luego corrió escaleras arriba.

Robin se quedó en la cocina recogiendo los trozos de cristal. A los quince minutos subió y se plantó frente a la puerta del cuarto de baño.

— Sal —dijo.

El cuarto de baño no tenía pestillo desde que había sucedido aquel episodio, antes de nacer Boomerang, así que Robin abrió la puerta y entró. Tully estaba sentada en el retrete.

— Fuera —le dijo ella.

— ¿Ya estás más tranquila? —Robin cerró la puerta.

— ¿Quieres hacer el favor de salir?

El se sentó en el borde de la bañera.

Tully tenía los ojos y los labios hinchados. De repente, se levantó, abrió el armario, sacó unas tijeras y empezó a cortarse la melena.

— Tully, para —le dijo Robin, sin levantarse—. ¿Qué haces?

— Déjame en paz —le dijo ella ásperamente, cortándose al azar mechones de pelo—. Me has destrozado el coche. Puedo hacer lo que me dé la gana.

En diez minutos Tully se cortó el pelo de ocho años. Poco más de un minuto por año. El cráneo quedó cubierto por greñas cortas y desiguales.

— Hala —dijo—, ya está. Odio este pelo.

Después volvió a sentarse en el retrete, sin abrir la boca, mirando el pelo del suelo, hasta que Jenny empezó a llorar.

Tully fue a cogerla mientras Robin bajaba a la cocina a calentarle el biberón.

En el dormitorio, él empezó a decirle algo, pero ella le interrumpió:

— Robin, por favor. Estoy dando el biberón a la niña. Déjame tranquila.

Robin se desnudó y se metió en la cama.

— ¿Cómo has podido humillarme de ese modo, Robin? —A Tully se le escapó un sollozo sin lágrimas—. ¿Cómo has podido, delante de tus hermanos y sus esposas? Lo saben todos, ¿verdad? ¿Cómo has podido llevarme allí y no decirle a ella que no fuera?

— Yo no te he humillado —le dijo Robin, midiendo las palabras—. No he sido yo quien te ha humillado a ti, Tully. Tú no sabes lo que es la humillación. Deja que te recuerde una cosa: La hermana de Boomerang se llamaba Jennifer Pendel.

— Entonces es cierto —dijo Tully con voz desfalleciente, abrazando a Jenny—. Llevas once años con ella.

— No, Tully, llevo once años contigo.

— ¿Entonces qué es? ¿Un poco de placer de vez en cuando?

— Bueno. ¿No crees que alguien tenía que hacerlo? Alguien tiene que darme placer de vez en cuando.

Tully no dijo nada. Dejó a Jenny entre los dos y les dio la espalda, hecha un ovillo.

— ¿La quieres, Robin? —le preguntó al cabo de un rato.

Robin guardó silencio durante un momento antes de contestarle.

— Tully… Te has vuelto loca. ¿Cómo se te ocurre algo semejante?

— ¿Entonces por qué coño la has hecho ir? ¿Para que se riera de mí? ¿Para eso me has llevado? Para que ella se ría y piense que yo vivo creyendo que mi mundo es perfecto mientras ella se tira a mi marido.

Después se tapó la cara y se puso a murmurar.

— Es estupendo hablar contigo —le dijo Robin en voz baja.

— Muy bien, pues no hablemos.

— Tully, en los últimos tres años, casi no te he visto. No sé dónde has estado durante los últimos tres años.

— ¿Pero qué dices? Hemos pasado todo el invierno juntos, todo el otoño y toda la primavera.

— Bueno, pues si hemos estado juntos todo el tiempo, como tú dices —dijo Robin con sarcasmo—, ¿por qué estás tan preocupada?

— No estoy preocupada, joder. Sólo quiero saber quién es esa tía.

Robin tardó en contestarle.

— ¿Qué querías que hiciera, Tully? ¿Que me quedara en casa esperando a que volvieras?

— No sé lo que esperaba que hicieras —le dijo Tully, desalentada—. Dar la cara. Decir algo. ¿Por qué no me has dicho nunca nada?

— ¿Decirte algo? ¿Como qué?

— No sé… ¿Por qué no intentaste decirme: «Basta»?

— ¿Por qué? —Robin alzó las manos y se levantó para marcharse. Tully vio rabia en su cara—. ¿Por qué?

Robin regresó a la cama, cogió a Tully por los hombros y la zarandeó tan fuerte que ella creyó que iba a estrellarle la cabeza contra la pared. Robin tenía los dientes apretados y sus dedos parecían garras.

— ¿Por qué? —le gritó—. ¡Oh, qué egoísta eres, mujer! ¡Egoísta y despiadada! ¡Porque te quiero, maldita sea tu estampa! Porque te quiero más que a nada en el mundo, porque te quiero para mí, porque no quería perderte. Me hice el ciego para que encontraras tu camino. Quería que dejaras de pensar que habías cometido un terrible error casándote conmigo. No ha sido un terrible error, Tully, a pesar de que te hayas pasado la vida revoleándote en tu asquerosa autocompasión. Ha sido nuestra vida en común, y la única vida que yo he deseado siempre.

Dejó de zarandearla.

— En once años no te he preguntado nunca si me querías. Tenía bastante con estar contigo y, aun a pesar de todo tu empeño, logramos construir algo. Tal vez a ti no te parezca gran cosa, pero tú, nuestro hijo y esta casa sois toda mi vida. Pagué un precio muy alto para no perder la razón a tu lado. Pagué con mi orgullo y con mis esperanzas de futuro. ¿Te crees que deseo a otra mujer? ¡Lo único que quiero es que tú seas feliz al verme! Nunca he querido que me dejaras, nunca he querido amenazarte con dejarte. Quería que tú me eligieras libremente. —Se quedó sin aliento.

Transcurrieron unos minutos.

— Y todavía lo deseo —prosiguió—. Todavía, maldita sea. Todavía te quiero, que Dios me ayude. Todavía quiero que arreglemos esto de alguna manera. Pero tú te has encargado de que todo se jodiera bien, ¿eh? Te has encargado de hundirnos en el pozo más hondo…

— ¿Yo? ¿En el pozo más hondo? —exclamó Tully—. ¡Escucha, cabrón, si no te hubieras pasado todos los sábados follando con una maldita puta, tal vez hubieras estado en casa! Y entonces, yo habría estado en casa. ¡Y entonces, tal vez no hubiera sido otro el que estuvo en el parto de nuestra hija!

Robin gritó, sacó a Tully de la cama, la tiró al suelo y le dio una fuerte bofetada.

— ¡Cómo te atreves! —gritó Robin—. ¡Cómo te atreves a decirme eso! ¡Puta! ¡Cómo has podido decirme eso! —Desnudo, de pie ante ella, respiraba agitadamente—. Eres capaz de todo ¿verdad? ¡De todo!

Pasó por encima de ella, se introdujo en el cuarto de baño y cerró de un portazo.

Tully se levantó. Cogió a Jenny, que había dormido durante todo el episodio, y la llevó a su cuna.

Después fue a buscar a Robin. Estaba en la planta baja, en el sofá, tapado por una manta.

— Robin. Lo siento.

— Siento haberte pegado —le dijo él, con voz temblorosa—. Eres capaz de todo, ¿verdad? De todo.

Ella se sentó en el sofá, a su lado.

— Robin, lo siento.

— Somos unos novatos —le dijo él—. No importa. No estamos acostumbrados a esto.

Ella se arrodilló en la alfombra frente a él y le separó las rodillas.

— ¿A qué no estamos acostumbrados, Robin?

— A hablar. Tully… ¿qué haces?

Ella tiró de la manta. Robin intentó apartarse.

— ¿Qué coño te pasa ahora? Tully, no quiero tocarte.

— No te lo reprocho —le susurró ella—. Pero yo sí que quiero tocarte.

Apartó la manta del todo, hasta que le vio completamente desnudo, y luego se acercó, todavía de rodillas.

— Lo siento, Robin —le susurró, enterrando la cara en él.

Robin la alzó hasta el sofá, se colocó sobre ella, la penetró y empezó a arremeter con fuerza, sujetándole la cabeza con una mano, inmovilizándola, mientras Tully sólo gemía y susurraba:

— Robin… Robin… Robin…

— ¿Es esto lo que quieres? ¿Es esto, esto, lo que quieres? ¿Un polvo rabioso? ¿O un polvo compasivo?

Tully seguía aferrada a su cuello con las dos manos, murmurando su nombre.

— Ninguna de las dos cosas, Robin —gimió.

Después, agotados, se quedaron dormidos en el sofá, con las piernas entrelazadas.

Tully despertó y vio a Boomerang de pie junto al sofá, mirándolos.

— Mamá, ¿no oyes llorar a la niña?

Robin se despertó también al oír la voz de su hijo, se separó de Tully y se levantó. Buscó la manta para taparla, pero estaba en alguna parte, en el suelo, y no logró encontrarla. Boomerang seguía allí plantado, mirando a su madre desnuda.

— Boomer, sube a tu cuarto, hijo —le dijo Robin—. Venga. Nosotros vamos en seguida.

Ayudó a Tully levantarse.

— Vamos, arriba, la niña está llorando —le dijo.

En el dormitorio, Robin se echó en la cama, junto a Tully y Jennifer, acarició la cabeza de la niña y luego la mejilla de Tully.

— Si llego a saber —susurró— que este tratamiento desencadenaría semejante respuesta por tu parte, te habría tratado así mucho antes.

— Ja ja ja —dijo Tully.

Pero luego no se rió. Cuando Jenny se quedó dormida, Tully se la llevó a su cuarto y se quedó allí con ella. Se echó en la alfombra al lado de la cuna y cerró los ojos.

Al cabo de una media hora, oyó que Robin abría la puerta. Sus pisadas se detuvieron junto a la cara de Tully.

— ¿Por qué nunca te has enfrentado conmigo? —Tully hablaba con la boca junto al pelo beige de la alfombra, sin esperar respuesta alguna—. ¿Por qué no has hablado nunca conmigo? Hablamos tanto, nos sentamos y no paramos de hablar… ¿Por qué nunca has hablado conmigo de esto?

— Oh, Tully —Robin se agachó—, fuiste tú quien sentó las reglas. Yo no las impuse, pero me atuve a ellas porque dejaste bien claro que se trataba de mantener la paz o perderte. —Hizo una pausa—. Y nunca hemos hablado. Oh, bueno, hablábamos de libros y de cine, y de Boomerang. Hablábamos de tu trabajo y del mío y de lo que íbamos a cenar. Pero nunca de nosotros dos, nunca de ti o de lo que necesitabas o de lo que iba mal. Nunca hemos hablado de nada importante.

Tully se volvió de espaldas.

— No pensaba que hubiera de qué hablar.

— No, tú nunca lo piensas, ¿verdad? Nunca hablamos de Jeremy, ni de Jennifer, nunca hablamos de nada. Tú cerrabas los ojos porque no querías que yo te molestara. Y yo cerraba los ojos porque no quería perderte. ¿Entonces, para qué me preguntas esas cosas? ¿Con qué fin?

— Tienes razón. No hay por qué —le dijo ella, y pensó: sólo quiero sentirme mejor, eso es todo lo que quiero, para sentirme un poco mejor. Pero hay tantas capas que no sé siquiera cuál es la que duele. ¡Dios! Era mucho mejor la ausencia de sentimientos, mejor incluso luchar contra el dolor del pasado que tener que sentir esto ahora…

¿Cómo demonios voy a sentirme mejor cuando Jack no está aquí, cuando voy a desprenderme de mi hijo y Robin lleva una década acostándose con una puta…?

Gimió, gimió como un cachorrillo con las patas rotas, gimió lastimeramente. Él le puso una mano en la espalda, pero ella le rechazó y Robin perdió el equilibrio y cayó al suelo. Tully se alejó de él arrastrándose, sin dejar de gemir de un modo desgarrador.

— No hay razón en absoluto. Pero yo contaba contigo. Pensaba que me eras fiel. Es algo con lo que contaba. Tu fidelidad era una roca en mi vida.

Él gateó hasta ella por el cuarto de Jennifer.

— Y todavía lo es, Tully. Todavía lo es —le susurró—. Yo sigo aquí. No quiero que te vayas.

Como ella no le contestó, Robin prosiguió:

— Tully, lo siento. ¿Quieres darme una patada? Porque me la merezco. Pero quizá tres años sean demasiado tiempo para evitar una cosa así. Tal vez diez años sean demasiado tiempo para evitarla.

— No, Robin. Podíamos haberla evitado para siempre.

— ¿Pero a qué precio?

Luego Robin se puso de pie.

— ¿Vienes a la cama? —le preguntó.

— No, Robin. No puedo soportar estar en la misma cama que tú. No puedo soportar tenerte cerca.

— Lo siento, Tully— le dijo él, pero más frío—. ¿Te gustaría que hiciera la maleta y me fuera?

— ¿Para qué? Hemos estado fingiendo mucho tiempo por Boomerang. Podemos seguir fingiendo un poco más.

— Sí, ¿por qué no?