III

— ¿Quieres que vayamos a dar una vuelta en coche? —preguntó Jennifer a Tully un domingo, cuando la llevaba a su casa.

— Hombre, claro —repuso Tully mirando a su amiga.

Hacía tres semanas que Jennifer tenía el coche y era la primera vez que invitaba a Tully a dar una vuelta. Generalmente, las chicas se sentaban en la cocina de la casa de Jen a hojear catálogos de universidades. Jennifer dejó sentarse a Tully al volante dos veces, en la entrada de su casa.

— ¿Adonde quieres ir? —le preguntó Jennifer.

— A California. —Tully sonrió—. Pero me conformo con Texas Street.

Jennifer le devolvió la sonrisa.

— Hace mucho que no vamos.

— Eso tú —le dijo Tully arrellanándose en el asiento—. Yo voy muy a menudo.

— ¿Ah, sí? Está a seis kilómetros de tu casa. ¿Cómo vas hasta allí?

— Andando —respondió Tully, y luego, al ver la expresión de Jennifer, añadió—: Vale la pena verlo.

Las chicas fueron a Texas Street, una calle tranquila que corría entre el Club de Campo de Topeka y el Parque Shunga. El extremo suroeste de Texas Street terminaba en una curva descendente y sin salida, pero si se cruzaba por debajo de unos árboles, se llegaba a los campos del parque Shunga. Y así fue cómo descubrieron Tully y Jennifer Texas Street, hacía cinco años. Por entonces todavía jugaban al softbol, y después de un partido desastroso —su equipo perdió por 2 a 17— se marcharon temprano a pasear por el bosque, y entonces desembocaron en Texas Street.

Los viejos robles se alzaban a ambos lados de la carretera y sus ramas se entrelazaban en el centro, manteniendo Texas Street siempre en sombras, inalcanzable para los rayos del sol.

Tully y Jennifer aparcaron cerca del final de la calle, frente a «su» casa. Se sentaron encima del capó caliente del Camaro durante un buen rato, sin hablar.

— Sigue siendo magnífica, ¿verdad? —dijo Tully al fin.

— Sí —respondió Jennifer—, desde luego.

— ¿Qué es lo que miras con envidia? Tú vives en Sunset Court, en un dormitorio principal.

— Mira el porche. ¿Habías visto alguna vez un porche de ese tamaño?

— Sí —respondió Tully—. En Tara.

— Creo que el de Tara era más pequeño —dijo Jennifer, bajándose del capó de un salto—. Venga, Scarlett, vámonos ya.

Tully no se movió.

— Me pregunto cómo serán las casas en Palo Alto.

— ¿Qué más da? Viviremos a la sombra del Palo Alto, bajo el follaje de sus ramas centenarias. No nos hará falta una casa.

— De todas maneras —murmuró Tully—, no me importaría vivir en esta casa.

— Ni a ti ni a nadie… —dijo Jennifer contemplando sus cuatro columnas blancas—. Necesita pintura. Imagínate, tener una casa como ésta y no pintarla todos los años… Vámonos.

Mientras volvían, Tully miró a Jennifer y le preguntó:

— ¿Estás bien, Jen?

— Sí.

— ¿Qué tal te va de animadora?

— Puff, ya sabes…

— No, no lo sé. ¿Cómo va todo?

— Ya lo sabes —insistió Jennifer.

Tully miró para otro lado.