I
Poco antes de la graduación de Tully en el instituto, una mujer llamada Tracy Scott la abordó en la guardería de Washburn, donde Tully seguía trabajando los jueves por la tarde. Tracy Scott era una mujer de constitución grande, de unos veinticinco años, que llevaba raídas cortas y ceñidas, revelando mucha más carne de sus muslos blancuzcos de la que a Tully le apetecía ver.
Damien, el hijo de tres años de Tracy, iba a la guardería de Washburn. Tully no estaba segura de cuántos créditos había que tener en la Universidad de Washburn para poder llevar a los hijos a su guardería. Al escuchar a Tracy, dedujo que no eran muchos.
Tracy Scott quería saber si Tully estaría dispuesta a ir a cuidar a su pequeño Damien durante el verano, cinco o seis noches a la semana.
— Mi novio es músico —le dijo Tracy—. Y yo quiero acompañarle, ya sabes, mientras toca, para animarlo. Es muy bueno. Buenísimo. Si lo vieras, tú también dirías lo mismo. Tal vez puedas venir alguna vez.
Tully estaba indecisa. ¿Dónde vivía Tracy?
— Justo enfrente de la galería comercial White Lakes. En Kansas Street. Bueno, en realidad, es justo detrás de Kansas. Es posible que algunas noches volvamos tarde. Depende de adonde vayamos a actuar. Yo antes me llevaba a Damien conmigo, pero creo que a Billy no le hace demasiada gracia; Damien se vuelve mimado. Además, Dami necesita un poco de… ¿cómo diría yo?, de paz. Es muy pequeño. Eso de quedarse levantado hasta tan tarde no es bueno para un niño… ¿No estás de acuerdo?
Tully no podía estar más de acuerdo.
— No puedo pagarte mucho, Tully. Pero Damien te quiere mucho, habla de ti en casa. Te compensaré dándote comida y cama, ¿qué te parece? Tengo una habitación libre para ti. Todavía vives con tu familia, ¿verdad? ¿Qué dices, entonces? ¿Lo pensarás?
Tully le dijo que sí.
Pocos días más tarde, cuando Hedda volvía a casa andando después del trabajo, se le acercó una chica delgada con unos téjanos recortados y una blusita.
La chica estuvo un rato caminando detrás de Hedda, pero al final reunió el valor suficiente para abordarla.
— ¿Es usted Hedda Makker? —le preguntó.
Hedda miró a la chica de arriba abajo.
— ¿Quién eres?
— Usted no me conoce —respondió la chica—, pero yo conozco a su hija.
Hedda agudizó inmediatamente los cinco sentidos.
— ¿Cómo te llamas?
— Gail —le contestó la chica, caminando a su lado—. Gail Hoven.
— ¿Querías decirme algo, Gail?
— Emmmm, pues sí, eeemmmm, sí. —Gail parecía extremadamente nerviosa—. ¿Recibió usted mi carta?
— ¿Qué carta? Estoy francamente cansada, Gail —le dijo Hedda—. Me gustaría irme a casa.
Aquello pareció envalentonar a la chica.
— Señora Makker. Creo que debería saber que su hija ha estado saliendo con mi novio desde septiembre.
— Ah.
— Se conocieron en la fiesta de cumpleaños de Jennifer y desde entonces se han visto… digamos… dos o tres veces a la semana.
— Tres veces por semana, ¿eh?
— Sí, señora… Le ha estado mintiendo. Me pareció que acaso le gustaría saberlo.
— Bien, gracias, Gail, pero ya lo sabía.
Gail pareció quedarse desconcertada con aquello.
— Ah… Ah —farfulló.
— Ahora ya es mayor —le dijo Hedda—, y puede hacer lo que quiera. Y ahora déjame ir a casa, Gail.
— Sí, claro, señora Makker —le dijo Gail, y se detuvo.
— ¡Ah, Gail…!
— ¿Sí, señora Makker?
— Tal vez deberías buscarte otro novio… ¿O es que no te quiere nadie más? —le dijo Hedda, y echó a andar sin volverse a mirarla.
Cuando llegó a su casa, Hedda esperó a Tully. No hizo la cena. No habló con Lena. No puso la televisión. Hedda se sentó y esperó. A las siete y media le dijo a Lena que se fuera a su habitación.
Tully no llegó hasta pasadas las ocho. Había ido a ver la casa de Tracy Scott. Tracy vivía en una caravana… ¡Una caravana, por el amor de Dios! Además, una caravana sucia y destartalada, con ropa y platos sucios por todas partes. Pero no fue aquello lo que escandalizó a Tully. Lo que la escandalizó fue que Damien viviera allí. Tracy se disculpó por el desorden y el olor.
— Lo siento de veras. He estado tan ocupada que no me ha dado tiempo a limpiar…
Pero Tully dudó de que Tracy Scott tuviera nunca la oportunidad de limpiar nada. Más bien parecía que viviera entre la suciedad. Bueno aquella sería sin duda una mudanza temporal, pensó Tully mientras conducía hacia su casa. Como si le importara, de todos modos.
Cuando Tully cruzó la puerta y vio la cara de su madre, le dijo:
— Lo siento, mamá, llego tarde. Estaba en casa de Julie.
Hedda se levantó del sofá, se le acercó y le pegó un puñetazo en la cara. Tully retrocedió tambaleándose y luego cayó. Hedda, con los dientes apretados y sudando, completamente muda, se le acercó y le dio una patada en el estómago.
Empezó a darle patadas sin parar y Tully se puso a gritar. Sus chillidos llegaron a la calle y algunos vecinos salieron de sus casas. Murmuraron entre ellos, pero ninguno se atrevió a acercarse a la casa.
— ¡Mamá! —chillaba Tully, todavía en el suelo, intentando alejarse a rastras de los pies de su madre—. ¡Para! ¡Para! ¡Para!
Al fin consiguió levantarse y se tapó la cara con las manos mientras su madre, echando espumarajos por la boca, le pegaba y repetía:
— ¡Puta! ¡Puta! ¡Puta!
A los dos años, Tully había aprendido lo que era el miedo, y con el miedo había aprendido a odiar, y con el odio, a callarse. Pero esa noche experimentó algo más.
Mientras se levantaba y se tapaba la cara, intentando protegerse, Tully sintió cómo crecía su rabia. Su fuerza casi la levantó del suelo, y entonces agarró la mano de su madre y se la empezó a golpear contra la pared, chillando:
— ¡Basta! ¡Basta! ¡Estás loca! ¡Basta!
Hedda era mucho más fuerte que Tully, y cuando vio que su hija contraatacaba, enloqueció todavía más y sus golpes arreciaron. Luego agarró a Tully con las dos manos por el cuello y empezó a zarandearla y estrangularla.
Para Tully, la sensación de no poder respirar en la vida real era extraña. Se había despertado tantas veces sudando, temiendo la muerte, que el no poder respirar al principio la hizo sentirse curiosamente como en un sueño y, como en un sueño, Tully sintió una lenta sofocación y no se defendió. Bastante acostumbrada a esa sensación, no le dio pánico, ni siquiera intentó respirar. Finalmente, levantó una rodilla y golpeó a Hedda en la ingle con todas sus fuerzas. Hedda emitió un jadeo y la soltó. Tully se envalentonó al ver a su madre con las manos entre las piernas. Rechinando los dientes, Tully agarró a Hedda por el pelo y la zarandeó de lado a lado sin dejar de gritar:
— ¡Estás loca, joder! ¡Loca, más que loca!
Al cabo de unos instantes, Tully la soltó, y al separarse vieron que ambas estaban cubiertas de sangre. Permanecieron así largo rato, mirándose en silencio. Luego Hedda se miró las manos, la blusa y nuevamente a Tully. Ésta miró a su madre y luego levantó las muñecas; sus heridas se habían abierto. Se había cortado las muñecas de nuevo hacía poco tiempo —por primera vez en tres años— y todavía no habían cicatrizado del todo. La sangre chorreaba profusamente por las manos y los dedos, y caía al suelo del vestíbulo, en manchas de color rojo oscuro sobre las baldosas blancas y negras. Tully se apretó las muñecas contra el pecho.
Hedda empezó a chillar.
— ¡Puta! ¡Embustera! ¡Puta! ¡Embustera!
Después, sin aliento, volvió a abalanzarse sobre Tully, que, más tranquila ya y preparada, retrocedió rápidamente y vio que su madre se caía de rodillas, se levantaba y volvía a arremeter contra ella. Al intentar apartarse, Tully se sintió más serena, como si el exceso de tensión y rabia la hubieran debilitado. Pero sabía que no eran la tensión ni la rabia, porque la sensación de evasión se convirtió en un susurro familiar y ya no veía a Hedda frente a ella, sino las olas y las rocas. Pero las rocas luego se transformaron en su madre, su madre que le chillaba que era una puta y una embustera mientras Tully la miraba, quieta, sangrando.
— ¿Qué dices, eh, loca? ¿De qué me acusas? —le dijo débilmente, apretándose las muñecas contra el pecho.
Sabía que le quedaba poco tiempo. Se le estaban aflojando las piernas y deseaba apoyarse en una silla o en el sofá, pero no podía porque tenía que apretarse las muñecas.
— ¡Estás follando! ¡Desde septiembre! —le gritó Hedda.
Tully perdió completamente los estribos. Cargó sobre su madre, sacudiendo las muñecas y salpicando de sangre el rostro de Hedda.
— ¿Desde septiembre? ¡Desde septiembre! Querrás decir desde septiembre del 72, ¿verdad, mamá? ¡Desde septiembre del 72, mamá, empezando con tu cuñado, mi tío Charlie, mamá! ¿Eh mamá? ¿Eh?
Hedda, que se había apoyado en el respaldo del sofá, jadeaba y miraba a Tully. Meneó la cabeza y le dijo:
— ¡Esto se va a acabar! ¿Me oyes? ¡Tú no vas a ser una puta y una embustera mientras vivas en esta casa! ¡En mi casa!
Hedda arremetió de nuevo, furiosa, contra Tully, pero se cayó, agotada, y le dijo desde el suelo:
— ¡No serás una puta mientras vivas en mi casa! ¿Te enteras?
— ¡Estupendo! —exclamó Tully. «¡Jódete!», quería gritarle, pero no le quedaban fuerzas. Aunque la sangre en el suelo y en la cara de su madre ya había sido como un insulto que sus muñecas abiertas habían escupido por toda la casa.
Tully subió a trompicones por la escalera y entró en el cuarto de baño.
Hedda se quedó allí hasta que recobró el aliento, luego se levantó, se limpió la cara con la manga y subió. Encontró a Tully de rodillas en su cuarto, con las muñecas toscamente vendadas, metiendo ropa en cajas de cartón.
— ¿Qué haces, Tully?
— Me largo de este infierno, mamá —le contestó Tully sin mirarla.
— Tú qué te vas a ir de aquí…
— Claro que sí.
— ¡Tú no te vas de esta casa, Tully! ¿Me oyes?
— ¿Me oyes tú a mí, mamá?
— Tú no te vas a ninguna parte. Siéntate y tranquilízate. Estás sangrando. Te has vuelto a cortar otra vez…
— No quiero volver a hablar contigo, mamá. Sal de mi cuarto y déjame en paz.
— ¡Tully, no vuelvas a hablarme en ese tono, maldita sea! —chilló Hedda dirigiéndose hacia ella.
Tully se puso de pie, se enderezó, separó un poco las piernas y, tendiendo los dos brazos vendados hacia el frente, le apuntó con el largo cañón de una pistola Smith & Wesson del 45.
Hedda se detuvo en seco, mirando la pistola.
— ¿De dónde has sacado eso? —murmuró.
— Madre —le dijo Tully. Su voz era débil, pero tenía ojos de loca—. Eso no importa. Lo que importa es que me voy y no pienso volver. Ya debes de estar acostumbrada a eso, ¿verdad, mamá?, a que tu familia te deje y no vuelva… —Hedda se encogió.
Tully soltó una carcajada.
— ¿Cómo puedo decirte eso, mamá? ¡Porque estás chalada! ¡Por eso! Y a mí también me estás volviendo loca.
Bajó el cañón de la pistola, pero siguió enfrentándose a su madre con las piernas abiertas.
— Deja esa pistola —le dijo Hedda.
— Madre, quiero que salgas de esta habitación. Habré dejado tu casa en unos minutos.
— No quiero que te vayas —le dijo Hedda—. He perdido los estribos…
— Demasiado tarde.
— No quiero que te marches —repitió Hedda lentamente.
— ¡Mamá! —exclamó Tully—. ¡Sal de esta habitación para que pueda marcharme! ¿Me has oído?
Hedda no se movió.
— Porque te voy a decir una cosa, madre, y tal vez te sorprenda. Si intentas detenerme, si te me acercas o me atacas, te mato. Te pego un tiro. ¿Me entiendes?
Hedda se quedó mirando a su hija.
— ¡Te mato como a un perro rabioso en la calle, y te ahorro el resto de tu vida! —chilló Tully, jadeando—. Tal vez pensaras que tenía malos sentimientos hacia ti, madre, pero la verdad es que te odio. ¡Te odio! ¡Y ahora lárgate de mi cuarto, joder!
Hedda tendió las manos hacia Tully y avanzó dos pasos.
Tully levantó el arma, la amartilló y, antes de que Hedda pudiera acercársele más, apuntó y disparó a un punto situado a treinta centímetros de la cara de Hedda. El estallido fue ensordecedor, pero la bala se incrustó en la pared, junto a la puerta, haciendo un agujerito muy limpio en el yeso. Tully se encogió de hombros.
Hedda se quedó inmóvil. Tully volvió a amartillar el arma y le dijo:
— Madre, sal de mi cuarto, porque la próxima vez no fallaré.
Hedda no se volvió. Retrocedió hacia la puerta, la abrió y salió dando traspiés.
Tully bajó la pistola, se dirigió al teléfono y arrancó el cable de la pared, para impedir que tía Lena llamara a la policía. Treinta minutos más tarde, Tully se metió en su envejecido coche y se dirigió hacia la autopista de Kansas.
Era de noche y Tully conducía hacia el oeste, con ochocientos dólares y una pistola en el bolsillo.
Le dolía todo.
Sospechaba que se le había roto algo: la nariz o las costillas, o ambas cosas. No lo sabía. Entonces la emisora KWAZ difundió una alerta de tornado y Tully detuvo el coche.
Hacía un viento increíble, particularmente allí, pensó, en medio de Kansas y en medio de las Grandes Llanuras. La autopista era como una boca de lobo. «La llanura me rodea por todas partes», pensó Tully. No había estrellas. No pasaban coches. Solamente estaban Tully, a trescientos kilómetros de casa, y el tornado. Se salió al arcén de la I-70, bajó corriendo por el margen, encontró una zanja, se metió dentro y no tardó en perder el conocimiento.