III

— Papá, vamos a ver a mamá —le dijo Boomerang saltando del sofá en cuanto vio a su padre entrar por la puerta.

Robin, con el abrigo puesto, se acercó a Boomer y le dio unas palmaditas en la cabeza.

— Tenemos que esperar un poco, ¿sabes…? Mamá no está muy bien.

— ¿Cómo está Tully? —preguntó Hedda, que salía de la cocina cojeando.

— Está en cuidados intensivos. —Robin la cogió por el brazo y se la llevó a la cocina. Bajó la voz para que Boomerang no le oyera—. No consiguen pararle la hemorragia.

— Oh. ¿Tienes hambre? ¿Quieres un bocadillo?

Robin negó con la cabeza y fue a darse una ducha. Estuvo mucho rato bajo el agua caliente, y después de dirigió a su dormitorio. La cama estaba hecha, desde el sábado por la mañana.

Ninguno de los dos hemos dormido aquí esta noche, pensó, con la acidez de la culpabilidad abrasándole la garganta.

Robin telefoneó a la tienda para comprobar si todo iba bien. Se le ocurrió llamar a Stevie y Bruce para contarles lo de Tully, y también a Shakie, pero no pudo hacerlo. Así que limpió el dormitorio y pasó el aspirador, aunque tardó un buen rato en descubrir dónde lo guardaba Millie. Después limpió el dormitorio de Boomerang y luego fue a la planta baja a hacer un poco de colada. Cuando dobló los trapos secos y los guardó, Robin miró el reloj de pared.

Las tres. Todavía le quedaba todo el domingo por delante, y no sabía qué hacer con él.

Se puso el abrigo.

— Hijo, iré a ver a mamá otra vez, ¿de acuerdo? Tal vez esta noche o mañana, iremos juntos.

— Pero papá, esta noche es Nochevieja. —A Boomerang se le quebró la voz—. No quiero que mamá pase sola la Nochevieja…

— Boomerang, mamá está durmiendo. No podría hablar contigo.

— No me importa. Yo sólo quiero verla.

Robin suspiró.

— He dejado el coche en Stormont-Vail, Boomer.

— Podemos coger el coche de mamá.

— Ummm… El coche de mamá está en el taller. —No le hizo ninguna gracia mentir a un niño de siete años.

— ¡No, no es verdad! ¡Le hemos quitado la nieve esta mañana!

— Pero lo tuve que coger yo hace una hora.

— Bueno —dijo Boomerang—, pues vayamos a pie.

— Está muy lejos.

— No me importa.

— Está helando. Debe de hacer veinte bajo cero con este viento.

— Me abrigaré bien. —Boomerang cogió el abrigo—. ¿Crees que me dejarán tener a la niña en brazos?

Robin suspiró y le envolvió una bufanda al cuello.

— Seguro que sí, hijo. Seguro que te dejarán hacer todo lo que quieras.

— Mamá me lo ha enseñado. —Boomerang sonrió—. Me dijo una vez: sé razonable… e insiste. Antes o después cederán, o perderán los estribos. Y en ambos casos, saldrás ganando.

— Te lo ha enseñado mamá, ¿eh? —Robin le devolvió la sonrisa, olvidándose por un instante de que mamá era Tully, y de que él la odiaba—. Tendré que hablar con mamá seriamente, ¿verdad?

Desde Texas Street a Stormont-Vail había un buen paseo. Y hacía mucho viento. Pero Boomerang no se quejó ni una sola vez y caminó con coraje, cogido de la mano de su padre.

— Cuando veas a mamá, es posible que esté llena de tubos y esas cosas…

— El suero, ¿no?

Robin se quedó mirando a su hijo.

— Sí. ¿Te lo han enseñado en el colegio?

— No, me lo dijo mamá cuando la abuela estaba en el hospital. ¿Qué es el suero, papá?

— Un líquido que se pone en las venas, así que no te asustes.

— No me asustaré —dijo el niño.

Pero al ver a Tully en la cama, completamente inmóvil, respirando apenas, conectada a todas las máquinas imaginables de un hospital, Robin se asustó. Se derrumbó en una silla junto a la cama. Boomerang cogió la mano de Tully.

— Está calentita, papá —le dijo a su padre, dándole ánimos—. Se pondrá bien.

Robin tocó la mano de Tully. No estaba calentita, estaba ardiendo.

— Parece que mamá tiene fiebre.

Boomerang apretó su cara contra la de Tully.

— Querida mamá… Espero que puedas oírme. Esta noche rezaré para que mañana ya no tengas fiebre.

Entonces entró la enfermera del cuello tieso y les dijo con tono profesional:

— Tienen que marcharse. Sólo pueden estar unos minutos cada vez. Y no deberían traer a los niños, francamente.

Robin se levantó.

— Muchas gracias por su ayuda y su colaboración —le dijo, y cogió a Boomerang de la mano.

— Papá, vamos a ver a la niña, ¿eh?

Fueron. La enfermera recordaba el estallido de cólera de Robin esa misma mañana, y no quería entregar a Jennifer Pendel a un tal Robin DeMarco.

Robin notó que estaba a punto de perder los estribos otra vez. Gracias, Dios mío, se dijo, respirando hondo repetidamente y mirando con emoción a Boomerang, que tenía la cara contra el cristal. Gracias por Boomerang. Porque gracias a su presencia puedo respirar.

Robin volvió a la sala de espera con Boomerang. Julie estaba allí, tomándose una taza de café. Pero no estaba sola.

— ¡Jack! —exclamó Boomerang, y corrió hacia el hombre que estaba sentado junto a Julie—. ¿Has venido a ver a mamá?

Jack asintió. Robin quería sentarse.

— No han querido dejarnos ver a la niña —dijo Robin con voz ronca.

Julie se levantó y puso una mano en el hombro de Boomerang.

— Boomer, ¿qué te parece si vamos a ver a tu hermanita?

Antes de echar a andar, se volvió hacia Robin, que permanecía allí plantado, como un poste.

— ¿Vienes, Robin?

— Sí, papá, ven —le pidió Boomerang.

— Ahora iré —dijo Robin con voz apagada—. Id vosotros primero.

Entonces se quedaron los dos solos, mirándose en un terrible silencio. Robin de pie y Jack sentado.

— Lo siento mucho. Lo siento muchísimo —empezó Jack.

— Pues tú y tu pesar os podéis ir al infierno —le soltó Robin.

Tenía los ojos velados por una niebla que le impedía distinguir claramente las cosas. Tardó un momento en enfocar la vista.

— ¿Es que no te puedes largar, joder? —dijo Robin—. ¿Por qué estás aquí?

Jack se levantó y se metió las manos en los bolsillos.

— Alguien tenía que estar. Tú no estabas…

— Vete a la mierda —le dijo Robin con vehemencia—. Si no estuvieras tú aquí, habría estado yo.

— Mira, puedo buscar otra sala de espera. Pero cuando ella vuelva en sí, quiero estar aquí. Y la niña…

— La niña —le interrumpió Robin—. La niña. Tendría que matarte ahora mismo, pegarte un tiro, maldita sea. ¿Cómo te atreves, cabrón, cómo te atreves a ponerle tu apellido a la niña? ¿Quién coño te crees que eres? No eres nadie, eres un mierda. ¿Cómo te has atrevido a ponerle tu apellido a esa niña?

Jack se alejó un paso de Robin, que no podía verle claramente, aunque advirtió que Jack había sacado las manos de los bolsillos.

— No soy un mierda —le dijo Jack—. No sabía qué hacer.

— ¡Hijo de puta! Es que no lo entiendes… ¡No me dejan entrar a verla porque no lleva mi apellido! ¡Ni la niña ni mi mujer! —Entonces sintió algo caliente en los ojos e inmediatamente apretó los puños, diciéndose: no pasa nada, no pasa nada.

— No sabía qué hacer —repitió Jack—. Mira, lo siento. Iré ahora mismo y lo cambiaré.

— Hijo de puta… —dijo Robin—. ¿Por qué no nos dejas en paz? ¿Qué coño quieres?

— Lo siento, Robin. No te merecías esto.

— Anda y que te den por el culo —dijo Robin, retrocediendo—. No quiero volver a verte en mi vida.

Jack se volvió a meter las manos en los bolsillos y no se movió. Robin no podía leer la expresión de Jack porque no veía bien su cara, se le nublaba la vista.

Robin se fue a la nursería, donde estaban ya Julie y Boomerang, que tenía a la niña en brazos. Le dejaron pasar, ya que Julie podía vigilarle, y después de lavarse las manos, también le permitieron coger a la niña.

— Papá, es tan mona… —susurró Boomerang—. ¿Verdad?

Jennifer estaba dormida, envuelta y era muy liviana.

— Sí, Boomer. —Robin miraba a la niña y le parecía un extraterrestre, un ser del espacio exterior que había aterrizado en Stormont-Vail. ¿Quién es esta niña?

— ¡Mira, papá! ¡Es idéntica a mamá! Es rubia… ¿De qué color tendrá los ojos?

La niñita tenía el pelo rubio, efectivamente.

— Apuesto a que tiene los mismos ojos que mamá —dijo Robin—. Bueno, Boomerang, vámonos a casa.

Esa noche, cuando Robin estaba acostando a su hijo, éste le preguntó:

— Papá, ¿se pondrá bien mamá?

— Sí, claro que sí.

— ¿Por eso no estás muy contento con la niña? ¿Porque estás preocupado por mamá?

— Sí, Boomerang, por eso. Pero en realidad estoy muy contento con la niña —añadió con dificultad.

Después Robin se sentó en la mecedora del cuarto de Boomerang, escuchando sus movimientos en la cama.

— Papá… —dijo el niño.

Robin abrió los ojos.

— Papá, creo que a la niña le costará mucho decir «Boomerang», ¿no te parece? Es muy difícil. Tal vez mamá y tú deberíais empezar a llamarme Robin. Es mi verdadero nombre, ¿no?

— Sí, te llamas Robin, pequeñajo. —Robin se acercó y se sentó en la cama—. Pero siempre te hemos llamado Boomerang. Ése también es tu nombre.

— Ya lo sé, papá —dijo el niño firmemente—. Pero Jennifer no sabrá decirlo.

El día de Año Nuevo cayó en lunes. Como otro lunes cualquiera. Lunes por la mañana, lunes a mediodía, lunes por la noche. Tully tenía el pulso acelerado y débil, la presión sanguínea baja. No había recobrado el conocimiento y todavía perdía un poco de sangre. El lunes le hicieron otras dos transfusiones. Robin se ofreció a donar sangre el lunes por la noche. No preguntó quién se la había dado el lunes por la mañana.

Le cambiaron el nombre a la niña en la identificación. «Jennifer Pendel DeMarco» fue la concesión que Jack le hizo a Robin. ¿Qué dirá Tully de todo esto?, se preguntó Robin. Espero que recobre pronto el conocimiento. Tengo que ir al registro a inscribir el nacimiento de la niña.

Shakie llamó el domingo por la noche. Pura rutina, pero Boomerang —Robin Júnior— le dijo por teléfono que Tully había tenido una niña. A su padre no le hizo ninguna gracia. Shakie le felicitó efusivamente y después se preocupó muchísimo por el estado de Tully. Así que Robin le mintió. Le dijo que estaban prohibidas las visitas en cuidados intensivos y que la niña estaba en cuarentena para prevenir infecciones, con lo cual tampoco se la podía ver.

— Nunca me lo perdonaría si no voy a verlas —dijo Shakie.

— No te preocupes, Shakie. Ella sabe perdonar a todo el mundo.

El lunes por la mañana Robin fue al hospital, donde permaneció hasta la noche. Hedda y Millie se hicieron cargo de Boomerang. Millie pasó un momento por el hospital para decirle a Robin que se podía quedar a pasar la noche, que no se preocupase. Gracias a Dios por Millie, pensó Robin. Después, Millie le puso una mano en la camisa y le dijo con toda sinceridad:

— Todo se arreglará, señor DeMarco. Todo saldrá bien. Le tengo presente en mis oraciones.

Robin no tenía muy claro a qué se refería. En cierto modo, Robin dudaba de que Millie se estuviera refiriendo a la salud de Tully. Había dicho que le tenía presente en sus oraciones, a él, no a Tully.

Robin se pasó el día sentado en la sala de espera, solo o con Julie, sin hacer nada. De vez en cuando bajaba a la cafetería a beber algo o a comprarse un Tylenol para aliviarse el dolor que le latía por encima del oído izquierdo. Comer estaba descartado. Al anochecer, la presión sanguínea de Tully descendió todavía más, por lo cual Robin no pensó en regresar a casa. Administraron a Tully otra dosis de sulfamidas. Cuando le bajó la temperatura de las manos, Robin intentó averiguar si aquello significaba que estaba mejorando, pero al ver la cara del doctor Brunner, comprendió que no. Robin no quería salir de cuidados intensivos, pero se lo exigieron. Al parecer Tully tenía otra visita.

Luego Robin se quedó traspuesto, sentado, con la cabeza caída hacia un lado. Le despertaban las llamadas por megafonía. Esperaba oír en cualquier momento: «Señor DeMarco, por favor, pase por cuidados intensivos del cuarto piso.»

Tuvo muchísimo tiempo para pensar. Gracias a Dios, Jack había encontrado otro sitio. Robin hizo casi todas sus reflexiones en la sala de espera, y algunas en la nursería, con Jennifer en brazos.

— Tu mamá estará orgullosísima de ti, pequeñaja… —le susurraba Robin, acariciándole la pelusilla rubia de la cabeza—. Creo que quería que Boomer se le pareciera. Pero es aún mejor que te le parezcas tú. Porque eres niña y esas cosas.

A veces Robin pensaba: ¿Por qué le ha puesto Jack su apellido a la niña? Si no está nunca, no hace más que ir y venir. ¿Es que piensa quedarse en Topeka para siempre? Robin contó nueve meses hacia atrás. Abril. Abril no cae en la temporada de pintura, hijo de puta. ¿Por qué le has puesto Pendel a la niña?

— Señor DeMarco… Lo siento. Su esposa no evoluciona favorablemente.

Era el martes por la mañana, a las ocho y media. Robin miró la cara larga del doctor Brunner. ¿La tengo yo también así?

— ¿Necesitan más sangre?

— Gracias, pero no será necesario. Le hemos sustituido prácticamente toda la sangre. Acabamos de hacerle un recuento y sigue reflejando la presencia de bacterias tóxicas en el torrente sanguíneo. Anoche le administramos sulfamidas y la cuarta inyección de Oxytocin. Pero las cosas no están funcionando como quisiéramos. Me temo que ha empeorado. Lo siento. Al principio parecía un caso rutinario.

— ¿Cuánto ha empeorado? —inquirió Robin.

— Mucho.

— Pues dele más antibióticos.

El doctor Brunner meneó la cabeza.

— Está muy débil, señor DeMarco. El útero no se le contrae y su cuerpo no responde a los antibióticos.

Robin desvió la mirada.

— ¿Cómo de débil?

— La presión sanguínea le ha bajado espectacularmente esta mañana. De siete a cuatro y medio. Y el pulso, que durante los dos últimos días ha estado en uno cincuenta, ha descendido…

El médico desvió la mirada y Robin retrocedió, esperando que su vista nublada le impidiera comprobar que el médico no se atrevía sostenerle la mirada.

— … descendido —prosiguió el doctor Brunner— a cuarenta. Lo lamento.

— Cuarenta… —repitió Robin con voz apagada—. ¿Y cuál es lo normal?

— Lo normal está entre setenta y dos y noventa y dos. Durante el sueño, entre cincuenta y cinco y sesenta y cinco. Cuarenta no es normal. Lo siento.

Robin intentó ordenar sus pensamientos.

— ¿Hasta qué punto fuera de lo normal?

Cuando abrió la boca, la mirada de la cara larga volvió a desviarse.

— Cerca del coma. Lo siento muchísimo.

— ¡Dios! —exclamó Robin—. ¿Por qué no para de repetirlo? No me diga que lo siente. Todavía no se ha muerto. Ayúdenla, maldita sea.

— Lo estamos intentando, señor DeMarco. Hacemos todo lo posible.

El doctor Brunner empezó a alejarse. Robin le siguió.

— Espere. Ésta es una situación difícil. Entiendo y aprecio mucho su profesionalidad.

El doctor Brunner asintió.

— Pero… —continuó Robin— ¿ha hablado con el señor Pendel?

— ¿Sobre qué? —le preguntó el médico con delicadeza.

Robin suspiró.

— Sobre el parto, claro.

— Sí, tenemos toda la información que necesitábamos del señor Pendel.

— ¿Toda?

— Sí.

— Una infección… El domingo me habló usted de una infección. ¿Por qué?

— Señor DeMarco, no estábamos seguros. Una infección entraba dentro de lo posible. Un parto sin condiciones de asepsia es un campo de cultivo para las bacterias. El señor Pendel nos contó todo lo que sabía. Y la señora… Natalie parecía en buenas condiciones el domingo, al margen de la hemorragia.

— Sí, sí, ya —dijo Robin, que respiraba agitadamente—. Pero tal vez hayan desestimado alguna cosa.

— Señor DeMarco, ya sé que usted sólo está intentando ayudar, pero hemos hecho todo lo que hemos podido.

Eran las nueve y cuarto. Robin se sentó al lado de Tully, en la silla de siempre. De vez en cuando se levantaba para mirarla de cerca, como solía hacer, pero esa mañana había algo que raspaba y raspaba, como uñas sobre un cristal. ¿Qué demonios era aquello?

Robin miró a su alrededor, cada vez más angustiado por el insistente sonido. ¿Qué era? Se quitó los guantes y tocó la mano de Tully. La tenía fría.

— Tully… —susurró—. Tully —repitió, más alto, intentando despertarla, acercando su cara a la de ella para intentar sentir su aliento—. ¡Tully!

Respiraba.

Y entonces Robin supo lo que era. Supo lo que era aquel sonido.

Era el monitor del corazón. El jodido monitor que pitaba y pitaba, «bip… bip… bip».

Robin se clavó las uñas en el pecho, tiró de la camisa, de los botones de la camisa, se clavó las uñas en el pecho desnudo. ¡Basta, basta! ¡Para! ¡Basta! Finalmente agarró a Tully, con tubos y todo y empezó a zarandearla y a gritar. A Tully se le salió de la nariz el tubo de la alimentación y se le abrió la boca.

La enfermera entró precipitadamente en la sala acristalada.

— ¿Pero qué hace? —exclamó la mujer, intentando apartarlo de Tully—. ¿Qué le está haciendo a la paciente? Está muy grave, ¿qué se ha creído usted?

Robin soltó a Tully, que se derrumbó en la cama, inerte.

— No es una paciente —dijo, jadeante—. Es mi mujer.

Robin salió a la sala de espera y se sentó al lado de Julie, que estaba como ausente, y desarreglada, en cierto sentido con peor aspecto que Tully. A las diez menos veinticinco se presentó el doctor Brunner.

— Señor DeMarco, siento el incidente en cuidados intensivos. Me olvidé de avisarle sobre el monitor del corazón. Un corazón que late a cuarenta pulsaciones por minuto es un corazón muy lento, realmente. A veces es muy agobiante escucharlo.

Robin todavía tenía el pecho descubierto. Empezó a abrocharse torpemente los botones.

— No sonaba… regular —dijo vacilante.

El doctor Brunner carraspeó y después juntó las palmas de las manos, como si fuera a rezar.

— Señor DeMarco, es que no es un latido regular. En absoluto. El pulso ha bajado a treinta y cinco. —Inclinó la cabeza y bajó la voz—. Hay un sacerdote en la capilla, si quiere…

— ¡Maldita sea! —estalló Robin—. ¡No me diga que llame a un sacerdote! ¡Haga algo por ella!

— Ya hemos hecho todo lo que hemos podido —le dijo el doctor Brunner con mucha calma—. Lo siento muchísimo. Tal vez usted tenga su propio sacerdote…

Robin tenía la mirada perdida en el vacío. «Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…»

— No puedo dejarla.

— Que el Señor los acompañe, a ella y a usted, señor DeMarco —dijo el médico.

Dios, el chirrido, el chirrido.

— Sí, pero yo no puedo dejarla —musitó Robin.

— ¡Robin!

Robin se volvió. Julie se enjugaba las lágrimas.

— El padre Majette, Robin. Puedes ir a buscar al padre Majette.

— Julie, ve tú a buscar al padre Majette.

Julie se derrumbó en el suelo.

— No puedo, Robin. No puedo… —Sollozaba.

— Ve tú a buscarle si quieres, Julie —susurró Robin, adoptando una fingida naturalidad.

— ¡No puedo, Robin! ¡Yo tampoco puedo dejarla! No estuve allí cuando Jennifer… ¡Por favor! ¡No puedo dejar ahora a Tully, no puedo! —exclamó, llorando—. También yo la quiero. La conocí antes que todos vosotros. También yo la quiero.

A las diez menos veinte, Robin volvió a cuidados intensivos. Pero no entró, se quedó mirando la cara de Tully a través del cristal. Tully, todo se arreglará. Todo se arreglará, mi amor, todo se arreglará. Dios nos ayudará y te salvará y me salvará a mí también…

«El Señor es mi pastor y nada me ha de faltar… El me alimentará en los verdes prados; y me conducirá a las aguas de consuelo…»

Pero el sonido que le corroía no había cesado, ni siquiera de ese lado de la cristalera. El cristal no insonoriza, y sigo oyendo ese sonido distante y distinto de los dedos en el teclado del monitor del corazón. Lo oigo alejarse y alejarse y me siento solo. Solo, solo, solo. Robin parpadeó y miró a derecha e izquierda.

Y a su izquierda vio a Jack.

Era la primera vez que Robin le veía desde que habían hablado en la sala de espera el domingo.

Robin tragó saliva para desembarazarse del nudo que le atenazaba la garganta.

— Está peor —le dijo a Jack.

— Lo sé.

Robin le miró. Sin afeitar, Jack tenía los ojos inyectados en sangre y tremendas ojeras oscuras por la falta de sueño. Parece que está igual que yo, pensó Robin. «El Señor es mi pastor…»

— ¿Qué es lo que le pasa? —le preguntó Robin.

— La hemorragia… No lo sé.

— Ella tiene más sangre en el cuerpo que tú y yo juntos. Tiene que haber algo más. Tiene la sangre envenenada y nadie sabe por qué.

Jack cogió una máscara azul de cirujano y se la puso por la cabeza. Robin advirtió que le temblaban las manos. Tardó un momento en colocársela bien.

— Yo qué sé, tío. ¿Qué puedo decirte? Todo estaba limpio, todo parecía salir bien.

— ¿Han hablado… ha hablado alguien contigo de ello?

— Sí, el domingo. Pero después ya no.

Robin meneó la cabeza.

— Se les ha pasado algo por alto. A ellos y a ti. Se han olvidado de alguna cosa. Tiene que ser algo así. Se está yendo porque se os ha pasado algo por alto.

Jack miró al suelo.

— Yo les he dicho todo lo que sabía.

Robin se le acercó, mirándole fijamente.

— Bueno, pues piensa. ¡Piénsalo bien!

Jack se desplazó hacia la puerta de cristal que daba a cuidados intensivos.

— Ya les he dicho todo lo que sabía. No sé nada más. ¿Qué sé yo de bebés?

Sólo sabes hacerlos, hijo de puta, pensó Robin siguiendo a Jack.

— De uno en uno —dijo la enfermera mirándolos y enarcando las cejas—. De uno en uno, les he dicho.

Robin la apartó.

— Vaya a llamar al doctor Brunner, si quiere. De todos modos, ella no nos oye.

— La están molestando.

— ¿A quién? —estalló Jack—. ¿A quién estamos molestando, enfermera Ratched?

— Me llamo Jean Crane —replicó la enfermera fríamente—. Están ustedes molestando a mi paciente.

Ambos la ignoraron. Jack ya estaba junto a la cama de Tully. La enfermera Jean Crane agarró a Robin por el brazo.

— Por favor, salga y espere fuera hasta que él termine —le siseó enfadada—. Él se ha pasado horas y horas fuera, esperando a que usted saliera. Ahora déjele en paz un momento con ella, ¿de acuerdo?

Robin miró a la enfermera y después se volvió a mirar a Jack. En la habitación de cristal, en la silenciosa UCI, Robin vio a Jack junto a la cama de Tully. Y Jack estaba de rodillas.

Robin regresó a la sala de espera.

A los cinco minutos, Robin vio que Jack salía precipitadamente de cuidados intensivos y corría hacia él.

— ¡Ya sé lo que es! ¡Creo que lo sé! —Jack jadeaba—. ¡El cordón umbilical! ¿Qué han hecho con el resto del cordón umbilical?

— Pero se desprendió, ¿no? —dijo Robin, levantándose—. Ya no está sujeto a ella, ¿no?

— Sí, pero… ¿qué hay al otro extremo, dentro de su abdomen?

— ¡Nada! ¡Ya está fuera!

— ¿Qué tenía en el otro extremo? La placenta, creo, ¿no?

Robin se limitaba a asentir.

— Y la placenta es tejido vivo, ¿verdad? Tejido vivo…

— Supongo —dijo Robin, confuso—. Bueno, pero salió, ¿no?

— Sí… —Jack hacía crujir sus nudillos—. Pero tuvimos que tirar un poco. Lo que quiero decir es… ¿y si le ha quedado una parte dentro?

Entonces salieron los dos a la carrera por el pasillo. A Robin se le había olvidado cómo se llamaba el doctor. Pero a Jack no, aunque… ah, sí, doctor Brunner. El de la cara larga. No estaba en ninguna parte, pero los ruidos y la visión de dos hombres desesperados hicieron que las enfermeras buscaran al doctor Brunner. Jack, sin aliento, confundiendo las palabras, dijo «imbecilical» en vez de «umbilical», aunque al final consiguió decir lo que quería, mientras la cara del doctor Brunner se alargaba más. El médico se dirigió a toda prisa a cuidados intensivos, gritando a las enfermeras que le seguían:

— ¡Makker, en cuidados intensivos, al quirófano uno! ¡Al quirófano uno! ¡Ahora mismo! ¡Necesito dos ayudantes! ¡Rápido! ¡Jean, necesitamos sangre…! —Señaló a Robin y Jack—. ¡En cuanto puedan, por favor!

Entonces Robin y Jack se quedaron ante las puertas de cuidados intensivos, esperando a que sacaran a Tully en la camilla. Allí estaba, con todos los tubos, los ojos cerrados y aquel maldito monitor del corazón que seguía pitando y chirriando.

Los dos volvieron a donar sangre. Juntos, en la misma cabina, con la camisa arremangada. Era el segundo esparadrapo para Robin. Vio que para Jack era el tercero.

Después fueron a buscar a Julie, bajaron los tres a la segunda planta y se sentaron en la sala de espera del quirófano.

«… El pan nuestro de cada día dánoslo hoy y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores…»

— Se pondrá bien, ¿verdad? —dijo Robin, a nadie en particular, sin levantar la vista siquiera.

Julie no contestó, se estaba sonando.

Jack levantó la cabeza y respondió.

— Desde luego. Es más fuerte que un toro.

Robin asintió. E igual de tozuda. Más fuerte que yo. Todos aquellos sentimientos lacerantes que tenía se iban convirtiendo en un malestar difuso como si un lento anestésico le embotara los sentidos. Robin se oyó preguntar:

— ¿Nació muy deprisa la niña?

— Oh, sí. Sí —contestó Jack, y miró fijamente a Robin—. Tully por poco no se entera.

— Ummmm. —«Dios sabe que yo no me enteré», pensó Robin—. Con Boomerang ocurrió lo mismo. El parto de Boomerang fue muy rápido. Muy rápido.

Jack sonrió.

— Ella dice que Boomerang tardó dos días en nacer y que incluso entonces hubieron de provocarle el parto.

Robin le devolvió una sonrisa muy breve.

— Sí, se lo dice a todo el mundo.

Le agradó en cierto modo que Tully no le hubiera dicho la verdad a Jack. El hombre es un animal muy divertido, pensó Robin, siempre intentando encontrar algo, lo que sea, cualquier cosa, para liberarse del dolor. Pero la pequeña satisfacción se evaporó cuando Jack le dijo:

— Mira…

Robin le mandó callar con la mano de inmediato, y entornó los ojos.

— No —le dijo mientras se levantaba con dificultad—. Es más de lo que puedo soportar. De todos modos, gracias por recordar lo de la placenta.

Se acercó lentamente a la ventana. «… Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal… No temeré ningún mal, porque tú estás conmigo… Tu amor y tu misericordia me acompañarán durante todos los días de mi vida; y yo moraré… Señor, Señor, mírame, ¿por qué me has abandonado?» Robin no estaba seguro de si era un salmo o una antigua canción de Simón and Garfunkel titulada Blessed. Se sentó en un rincón de la sala de espera, junto a una ventana.

Bienaventurados los pobres de espíritu porque heredarán

Bendito el cordero que derrama su sangre

Benditos los oprimidos…

Oh, Señor, ¿por qué me has abandonado?

Robin tenía ganas de fumar, pero no quería dejar la sala de espera. Pero cuánto le apetecía fumar… Kathy's Song, pensó. Tully's Song… «Y ya lo ves, he llegado a dudar de todo lo que antes consideraba cierto; me he quedado sin convicciones. La única verdad que conozco eres tú.»

Sacó el mechero y empezó a abrirlo y cerrarlo mientras pensaba: «Ten piedad de nosotros, pobres pecadores…» Veamos… ¿qué otras cosas había? Gracias, mamá, por llevarme a la iglesia cuando era pequeño, por hacerme aprender de memoria las oraciones que no he necesitado en treinta años… «De todo mal y la adversidad; del pecado y la muerte eterna, líbranos Señor. De la dureza de corazón; del orgullo, de la envidia, del odio y la malicia; de la fornicación y todos los demás pecados mortales, de todas las mentiras del mundo; del rayo y la tempestad; de la batalla y la muerte y de la muerte repentina… líbranos Señor. Espero que no te mueras, Tully, dejándome solo, como te dejó ella a ti, tan sola…»

Pasaron más de dos horas. Ciento treinta y nueve minutos, y el médico apareció.

Robin y Jack se levantaron a la vez. Julie permaneció sentada.

— Muy bien, muy bien —dijo el doctor Brunner, mientras se quitaba los guantes de cirujano—. Tranquilos. Saldrá de ésta.

Robin se derrumbó en su asiento, pero Jack siguió de pie.

— Era la placenta, ¿verdad? —preguntó.

— Sí, señor Pendel, tenía usted razón. Parte de la placenta había quedado dentro del útero. Endometritis. Peligrosísima. Difícil de detectar por rayos X, y, como órgano muerto e inútil, se descompone y se pudre muy rápidamente ocasionando toda clase de problemas, como han visto. Hemorragia, fiebre alta, infección, sin mencionar un deterioro grave de la membrana uterina. El útero de la señora Makker siempre ha sido débil y frágil. Ya había tenido problemas anteriormente con la expulsión de la placenta. Y esta vez, con un parto en casa, ha sido mucho peor. Pero de todos modos, ya ha pasado lo peor. Ya tiene el pulso a cincuenta y tres y va mejorando. La presión sanguínea sigue baja… pero se recuperará. Ah, una cosa más… —El doctor Brunner se dirigió a Robin—. Hemos tenido que extirparle el útero para salvarla. Los tejidos circundantes están bien, pero el útero no podía salvarse. Lo siento. —Robin tenía una expresión afligidísima—. Gracias de nuevo por la sangre, caballeros. Y por su ayuda, señor Pendel. —El doctor Brunner le tendió la mano.

Jack se la estrechó. Robin se hundió en la silla. Era la una y cinco de la tarde del segundo día de 1990.