I
Para Tully era difícil no ver a Jeremy. Asistía a sus clases de Composición Inglesa los lunes, miércoles y viernes, de diez a once de la mañana. Después de su conversación, el lunes ella no se quedó por allí después de clase, pero el miércoles fueron a tomar café y el viernes él se quedó a dormir en su casa. Cuando Tully vio a Robin el sábado por noche, se sintió tan apabullada por la culpabilidad al ver su expresión radiante que el lunes siguiente informó a Jeremy que lo suyo se había acabado definitivamente y que no le volvería a ver. Jeremy, muy agitado, le dijo que quería hablar con ella de todo aquello más tarde. Por la noche, mientras le esperaba, Tully escribió una carta a Julie.
23 de marzo de 1981
Querida Julie:
Gracias por tu carta. Espero con impaciencia la llegada del verano y tu regreso a casa. He tenido un poco de alivio con Robin y Jeremy, incluso con Shakie.
La última vez que te escribí, dos hombres me seguían a la iglesia. Desde entonces han cambiado algunas cosas. Se supone que Jeremy va a venir dentro de una hora para hablar de por qué no quiero seguir viéndole.
Antes me gustaba la primavera.
Antes olfateaba el aire, deseando tantas cosas… El olor de las flores y el viento cálido y fuerte presagiaban el verano. ¿Existe la palabra «presagiar»? Pero ahora no cesan las tormentas. Este año ha habido veinticuatro tornados y estamos sólo a finales de marzo. ¿Recuerdas aquella vez que volvíamos de compras de Kansas City con la señora Mandolini y vimos un ciclón? La señora Mandolini se puso a chillar y a rezar y a montar una escena, gritándonos que nos apeáramos del coche inmediatamente y bajáramos por el terraplén, y nosotras nos quedamos petrificadas en el asiento trasero, incapaces de apartar los ojos de aquella cosa negra del cielo. ¿Te acuerdas del ruido cuando salimos del coche? Tuvo que ser algo muy serio porque ni siquiera se oía a la señora Mandolini, sólo se la veía mover los labios mientras arrastraba a Jen terraplén abajo, y Jen le gritaba: «¡Yo no voy si no van ellas!» ¿Recuerdas?
Ayer vi al señor Mandolini en St. Mark's. Llovía a cántaros. La primavera de Kansas. Llevaba sombrero, pero le servía de poco, porque lo llevaba en la mano. Dejamos las flores que quedaron empapadas en un santiamén. Después entramos en la iglesia. Encendimos un par de velas. Él rezó el rosario. De rodillas. Yo quería hablarle. Él estuvo muy educado pero me dijo que quería estar solo. Me dijo que fuera a verle a Penney's.
Así que he ido. Hoy, después de clase. Estaba muy ocupado, de modo que no me he quedado mucho tiempo. Le he preguntado cómo estaba la señora Mandolini y él ha meneado la cabeza y me ha dicho: «No demasiado bien, no. Bebe.» Pero no me ha dado más detalles.
Ya ves. Me ha pedido que vaya a verle, pero no creo que lo dijera de veras, y no se lo echo en cara. Me sorprende que sigan en Kansas.
Jack Pendel no está en Kansas. Ah, hablando de Jack, Shakie me está dando mucho la lata últimamente. Parece que sale en serio con Frank Bowman. Se ven casi todos los días. Para ella, él es como su cepillo para el pelo: no sale nunca sin él. Hasta los jueves, que en principio es la noche de las chicas. Creo que él va a pedir formalmente su mano.
En la Casa del Sol todo bien. Sigo en la zona de restaurante, sin embargo. No quieren que una chica de veinte años sirva bebidas alcohólicas. Debería decirles lo de la colección de armas. La colección de armas que podría comprarme si quisiera.
El viernes le dije a Jeremy que no podía volver a verle. Ya me he arrepentido un poco. Pero no puedo soportar ver la cara de Robin. Francamente. Y tampoco puedo soportar que me llame cuando Jeremy está aquí.
Entretanto, Robin actúa como si estuviera muy seguro de sí. No se toma a Jeremy demasiado en serio. Creo que Robin piensa que yo no podría dejarle realmente por Jeremy. Y, en principio, tiene razón. ¿Por qué iba a dejarle? No podría.
Julie, tengo que decir algo en favor de la conversación. Yo no soy muy habladora, ni Robin tampoco. No sé si ésa es buena combinación. Por otro lado, Jeremy no para de hablar. Le gusta hablar y no puede evitarlo. Y en general, nos enrollamos muy bien. Robin es distinto: «¿No quieres hablar? Por mí, estupendo; follemos.» En cambio Jeremy está dispuesto a hablar antes, durante y después. No me susurra dulces tonterías mientras hacemos el amor, como Robin, pero en otros momentos nos comunicamos tan bien, y es tan inteligente… Realmente, le respeto. Aunque tengo que decir que las dulces tonterías de Robin últimamente se están convirtiendo en cosas dulces con sustancia.
¿Sabes otra cosa? Me gusta dormir con Robin. Me abraza. Jeremy duerme en el otro extremo de la cama.
Los dos me preguntan siempre qué es lo que quiero hacer. Vamos a bailar, les digo yo. Y ellos se ríen y me dicen que soy muy divertida. Y luego pienso: dejadme sola, por favor. Olvidad lo que quiero yo. Vosotros no me podéis dar lo que quiero. Haced lo que os venga en gana. Cualquier cosa. Deshaceos de mí. Insultadme. No me llaméis más. Basta.
Pero, en cualquier caso, los dos son buenos, y no se merecen que yo les rompa el corazón. Sólo tengo veinte años y no quiero arruinar la vida de un hombre de veintisiete ni de otro de treinta y cinco. No se lo merecen y yo no soy quién para hacerles eso. Imagínate, con la cantidad de cosas que hay en el mundo, y los dos están perdiendo su valioso tiempo conmigo, mientras yo lo único que quiero es pisar descalza unas cuantas conchas y guijarros antes de meterme en el Pacífico. Así que voy a tirar por la calle de en medio y elegiré a Robin. Porque a la larga ¿qué más da? En agosto estaré en Santa Cruz. Que es donde tendría que estar desde hace dos años. He recibido la respuesta de Berkeley: «Su admisión queda pendiente de sus calificaciones finales del semestre.» Lo acumulado hasta hoy suma sobresaliente. No está tan mal.
Jeremy me ayuda a estudiar. La Composición Inglesa con él es muy divertida. Nos leemos Shakespeare, Wordsworth y Whitman el uno al otro. A mí me parecen deprimentes. De vez en cuando le leo a Jeremy Edna St. Vincent Millay, que me anima mucho en seguida.
Siento que hayas roto con Richard. No me parecía que te gustara tanto ni que el sexo fuera tan estupendo. Aunque casi no puedo creerme que tuvieras relaciones sexuales de verdad.
Oigo el coche de Jeremy. Te dejo, adiós.
Besos,
Tully
P.D. Por cierto, he dejado de bailar en Tortilla Jack's. Me recordaba demasiado la época del instituto.
P.P.D. Me alegro muchísimo de que el psicólogo te ayudara. Jule.
Jeremy miró a Tully desde el otro extremo del sofá. A ella le gustaba su barba, pero no demasiado la expresión de su cara.
— Jeremy, estaré bien, te lo prometo. Escucha, ya sé que parece una tontería, pero me gustaría que siguiéramos siendo amigos.
Él puso los ojos en blanco.
— Tienes razón, Tully. Parece realmente una tontería.
Ella se sintió exasperada.
— Jeremy, no sé qué quieres de mí.
— No sé… ¿Honestidad tal vez? ¿Fidelidad? ¿Un poco de cariño? Tully se le acercó un poco.
— Jeremy, por favor, déjalo correr.
— ¡No puedo! —exclamó él—. No quiero dejarlo correr. ¿No lo entiendes? No quiero perderte.
— Por favor —murmuró Tully—. Por favor…
— Tully —le dijo él, apremiante—, quiero que estemos juntos Quiero hacerte feliz. Te veo tan desgraciada, Tully, y creo que ye podría hacerte feliz. Creo que ya sé el modo.
Tully pensó en marzo, la lluvia, las gafas de sol, y en St. Mark's. —¿Ah sí? —le dijo en voz baja—. ¿Sabes cómo hacerlo?
— Sí. Mira.
Sacó algo del bolsillo de su abrigo.
— Quítate el abrigo, Jeremy —le dijo Tully cansinamente— ¿Qué es lo que tienes en la mano?
— Una solicitud de cambio de plaza.
— ¿De cambio de plaza? ¿Adónde?
Él sonrió de oreja a oreja.
— Universidad de California en Santa Cruz.
Ay, mi madre, pensó Tully. Cerró los ojos y se recostó en el respaldo. Ay, mi madre…
— Jeremy…
— No, escucha. Me voy contigo.
Tully meneó la cabeza, sin despegar la espalda del sofá.
— Que sí. Nos iremos juntos. Nos iremos de aquí y volveremos a empezar. Alquilaremos una…
— Jeremy —le interrumpió Tully, realmente cansada, exhausta—. Por favor. No. No es posible. Jeremy… —Tully le tendió la mano derecha—. Mira. Robin me ha pedido que me case con él.
Jeremy le miró la mano.
— Hace dos meses que lo llevas.
— Sí, y él me ha pedido que me case con él. No puede ser.
Jeremy se levantó.
— Bueno, desde luego, yo no puedo competir con el departamento de finanzas. Si vas a elegirle por su talonario de cheques, te sugiero que vayas y le digas que te compre un amante. ¿Has aceptado?
No, pensó Tully, en realidad no. ¿Por qué sigo llevando esa estúpida sortija como si yo le perteneciera, como si ya hubiera aceptado? Tully meneó la cabeza.
— Todavía me lo estoy pensando. Pero no puedo seguir así más tiempo. No puedo. Es demasiado duro, y no vale la pena. No nos lo merecemos ni tú, ni él, ni yo.
Jeremy volvió a sentarse en el sofá, junto a Tully.
— Le has dicho que no. No quieres casarte con él. Quieres irte a California. Pues vámonos, Tully, vámonos juntos. ¿Me has oído?
Tully le había oído, pero no podía contestarle.
— Deja que lo piense, ¿de acuerdo? Anda, vete y déjame pensarlo.
Antes de que él saliera, Tully le llamó desde el sofá.
— Jeremy, pensaba que no querías irte de Kansas.
— Me iría de Kansas por ti.
El 26 de marzo, Tully hizo novillos y fue a St. Mark's. Hacía unos quince grados y el viento aullaba. La falda del vestido negro se arremolinaba entre sus piernas y se le cayeron las gafas negras de la cara. Tully había enterrado los tallos de los claveles blancos, pero no lo suficiente, y las flores salieron volando. Por la tarde, se sentó en el último banco de la iglesia y escuchó la monótona lectura de las Escrituras del padre Majette. Al cabo de una hora, el sacerdote se le acercó.
— Hola, Tully —le dijo afablemente—. Mira cómo te has puesto las manos. Has estado cavando para poner las flores. Ya deberías saber que en esta época del año es completamente inútil.
Ella le sonrió levemente.
— No importa. Gracias por leer «El Señor es mi Pastor» para ella.
El padre Majette le puso una mano en la cabeza.
— Para ti, Tully. Lo he leído para ti.
Tully se apoyó en su mano.
— Tengo problemas —susurró.
— Ya lo sé —le dijo él, con dulzura—. Pero no estás sola, Tully. El Señor te acompaña y te ayudará a salir adelante. Tully, sigue adelante y vive tu vida.
— Ya lo intento —respondió ella en voz baja—. Pero no sé qué es esa vida.
Permaneció mucho rato en el banco después de que él se fuera. Pensaba en Robin.
Mi vida es como una casa inestable, edificada demasiado deprisa, pensó. Es de madera pero no tiene cimientos y cuando hace viento tiembla. Mi casa es húmeda y absorbe el frío del suelo duro y mojado; tiene las ventanas rotas y atrancadas. Es una casa sin ilusiones, y se puede derrumbar en cualquier momento. Más aún, está preparada para caerse, porque lleva veinte años desvencijada. Mi casa ya no podría llevarse ninguna sorpresa. Y sin embargo, descubro que no dejo de sorprenderme.
Yo nunca había esperado ni había contado con un hombre, y mucho menos con dos. Nunca había esperado que dos hombres me quisieran tanto que estuvieran dispuestos a tirar su casa abajo para reconstruir la mía.
Nunca había esperado un bombardeo de tantas promesas, tantos compromisos, tanta intensidad. Nunca había esperado ser querida. Y en mi casa, eso me sorprende y me asusta. Casi desearía recuperar mi vieja casa, con su frío y su humedad… Una casa que pueda comprender, donde me sienta cómoda. En este momento me parece que la vida de los que me rodean está edificada sobre la nada, una nada insustancial y sin forma.
¿Es esto lo que sufren los seres humanos en su búsqueda vital? ¿Cómo pueden soportarlo? Yo no puedo.
No le he contado a Robin los intentos de Jeremy por restaurar mi casa destrozada. Me siento culpable, con una culpabilidad que anida en mi pecho como un enorme loro, que me señala todos mis actos: «¿Qué? ¿Con Robin otra vez? ¡Qué cómodo! No te olvides de lavarte las manos cuando te hartes de él. ¡Qué cómodo! No te olvides de consultar el calendario. ¡No te olvides del aspecto de Jeremy! Comodísimo, realmente. ¿Por qué no le dices a Robin que te vas a California con Jeremy? ¡Díselo! ¡Díselo! Haz lo correcto. Díselo y ten los arrestos suficientes para dejar que te odie. ¡Díselo, Tully!» Mi loro se me sienta en el pecho durante el día y chilla por la noche.
Espero que cuando llegue el momento de hacer lo que tengo que hacer, sepa lo que es. Espero hacerlo sin mirar atrás. Porque en este momento me siento como si perteneciera a una caravana. Como si pudiera ser Tracy Scott, como si debiera ser Tracy Scott.
A mediados de abril, ver a Robin los fines de semana y a Jeremy durante el resto de la semana fue demasiado para Tully. Le devolvió la sortija a Robin.
— Oh, no, por favor, Tully. ¿Por qué?
— Robin, es que no puedo seguir así, sencillamente.
— ¿Seguir cómo? Me dijiste que no ibas a verle más.
Culpable e incómoda, Tully le dijo:
— Robin, ya lo sé, pero tú te pasas la semana trabajando y yo le veo en clase todos los días, y claro…
— ¿Claro qué? ¿Claro qué? Tully, te lo dije, me voy a mudar aquí. Deja que te compre esa casa.
Ella le acarició la mejilla.
— Robin, has sido muy bueno conmigo. Más de lo que me merezco.
— Entonces déjame que te haga feliz. Déjame que te compre esa casa.
— Robin. —Tully suspiró, y añadió sonriendo—: Eres incapaz de abandonar, ¿verdad?
Él la miró con ternura.
— Mira lo que podría abandonar.
Tully meneó la cabeza, se levantó del sofá y se acercó a la ventana de la caravana. Se quedó allí sin decir nada, contemplando Sears Automotive al otro lado de la calle.
— Es que no lo entiendes, Robin: quiero irme de aquí. Quiero irme a California. En fin, se me frustraron un poco los planes. Algunas cosas se interpusieron. Pero me voy a ir. No quiero vivir aquí.
— Ésta es tu tierra, es tu hogar. Aquí no hay nada malo. La casa de Texas Street no tiene nada malo.
Tully meneó la cabeza otra vez.
— Ésta no es mi casa. Mi casa es la de Grove Street.
Robin se levantó y se le acercó.
— Deja ya Grove Street, por el amor de Dios. Hace años que ya no vives allí, ni volverás a hacerlo nunca. Olvídala. Ya no existe.
— Eso es lo que tú crees. No se va. Cada vez que miro por la ventana, aquí, espero ver aquella planta depuradora y aquella autopista.
— Sí, pero en cambio, ves la vía del tren. Mucho mejor.
Tully no dijo nada.
— El doctor Reuben ha vuelto a llamarme. Mejor dicho, ha hecho que me llamara una de sus enfermeras, la más valiente. Me ha dicho que mi madre estaba a punto de ser trasladada a la sala de enfermos crónicos de Menninger y que no para de preguntar por mí. Quería saber si me lo había pensado mejor.
Los músculos de Robin se tensaron.
— ¿Y qué? ¿Lo has hecho? ¿Lo has pensado mejor?
Tully le dedicó una mirada de extrañeza.
— No. Ya lo sabes. Me acabas de decir que me aleje de Grove Street para siempre.
— Sí, ya lo sé, ya lo sé —se apresuró a decirle él—. Sólo era una pregunta.
— Le deseé a la enfermera que tuviera un buen día —prosiguió Tully—. Y eso fue todo. Espero que se la lleven allí y me dejen en paz.
— En la sala de enfermos crónicos, Tully —le dijo Robin, sin poder mirarla a los ojos—, de enfermos crónicos.
— ¡Oh, Robin! —exclamó Tully—. Déjalo ya.
Él le cogió la mano.
— Tully, ¿qué me dices de aquella casa? Déjame que te la compre…
Ella intentó desasirse, pero él la agarró más fuerte.
— Robin, no quiero esa casa. Quiero irme a California.
Robin le soltó la mano bruscamente.
— Eres imposible. Tienes la impresión equivocada de que tu vida cambiará cuando estés en California. Te olvidas, Tully Makker, de que tú te irás contigo. No dejarás en Topeka tu jodido yo.
Ella no supo qué contestar a eso, pero pensó en la caravana, en Grove Street y en su madre. Y también en St. Mark's.
— ¿Quién ha dicho nada acerca de un cambio? —dijo Tully despacio—. Todo lo que quiero es la ilusión.
¿La ilusión de una licenciatura universitaria? ¿La ilusión de un buen trabajo? ¿La ilusión del mar?
— ¿La ilusión de qué? —le preguntó Robin impaciente, mientras se dirigía a la puerta.
Tenía una cara horrible, como quien está luchando por no perder el control.
Tully vio su cara y se le acercó.
— La ilusión de una vida bien vivida —le dijo, y se interpuso entre él y la puerta—. Por favor, compréndelo.
— Lo comprendo. No quiero que me devuelvas el anillo. Sólo te quiero a ti. Ya te lo he dicho otras veces. Vende el anillo y márchate de vacaciones con tu profesor de poesía.
Tully iba a decirle a Robin que Jeremy le había propuesto irse con ella a California, pensaba decirle cuánto significaba eso para ella, pero al ver su expresión decidió callar.
— Robin —le dijo en tono conciliatorio—. Ni siquiera sabes si la casa de Texas Street está en venta.
Su rostro se suavizó un poco.
— Les haré una oferta que no podrán rechazar.
Ella le cogió del brazo.
— No te vayas. Quédate —le dijo Tully.
15 de abril de 1981
Hola Julie:
¡Gente corriente ha ganado el premio a la mejor película! ¿No es increíble? El bueno de Robert Redford. Cuando todo el mundo pensaba que no era más que una cara bonita. No me has escrito. ¿Tiene tiempo un ingeniero en telecomunicaciones para ir al cine?
Entretanto, hay algo de locura en esta lluviosa Topeka. Mis dos caballeros de Verona me están haciendo subir por las paredes. Y sólo estamos en abril.
Créeme, Julie, lo intento. En serio. Voy y le digo a Jeremy que no quiero volver a verle. Entonces se pone triste. Así que luego voy y le digo a Robin que no quiero volver a verle. Y él se pone triste. Y yo me siento fatal. Robin me ofrece la casa y Jeremy se quiere ir a California conmigo. ¿Cómo voy a romper con Robin si sigo llevando su anillo, que él se niega a recuperar? ¿Y cómo voy a romper con Jeremy, que es el profesor titular y ya ha pedido una plaza en la Universidad de California en Santa Cruz y está esperando que le hagan la entrevista?
Estoy harta de todo este asunto. Y estoy siempre cansadísima. Fumo constantemente, duermo peor que nunca, voy a trabajar y a clase arrastrándome. Se me echan encima los exámenes y son demasiado importantes para que mi descontrol lo eche todo a perder. No lo sabía, Julie, pero soy egoísta. Egoísta e indecisa. No me gusto mucho a mí misma estos días.
Por favor, escríbeme.
Besos,
Tully
30 de abril de 1981
Querida Julie:
Creo que si no recibo pronto noticias tuyas, no las recibiré hasta después de los exámenes. ¿Por qué no me escribes? En cualquier caso, el bueno del señor Howard Cunningham, también conocido como señor Hillier, me ha ofrecido el mismo trabajo de prácticas que el año pasado. Desde luego, la gente es tan necesaria en la Oficina de Adopciones como el aire que se respira. Le he preguntado si podría ir alguna vez a hacer «trabajo de campo» (entrevistar a las familias de adopción) y me ha dicho que «si tenía tiempo».
Todo este asunto de las adopciones me recuerda aquel juego, ya sabes, «empareja las palabras de la lista A con las de la lista B. La lista B está numerada del 1 al 20 y en distinto orden que la lista A. Tienes sólo unos minutos para resolverlo». La Oficina de Adopciones es eso exactamente. Salvo que en la lista A hay unas 50 familias de adopción y en la lista B unos 150 niños. No me extraña que mi antigua jefa Lillian White entregue a esos pobres niños al primero que los quiera. Siempre es mejor eso que tenerlos en el Orfanato. De acuerdo, yo ya he trabajo allí. Pero tiene que haber otro modo. Más familias de adopción, familias que quieran realmente hacer algo por esos niños. ¿Sabes cuántas de esas familias lo hacen sólo por los miserables 7 dólares diarios? Yo diría que la mitad, y es horroroso. Supongo que tú no tienes esos tremendos conflictos emocionales trabajando con dígitos binarios y esas cosas.
¿Cómo está Richard? ¿Seguís dirigiéndoos la palabra? No me dijiste exactamente por qué rompió contigo. Y si has sido tú la que rompiste, el motivo sería muy grave, porque tú seguiste saliendo con Tom mucho más de lo que permite la dignidad.
Hace casi un año que no te veo. Menos mal que tengo a Shakie para charlar un poco. Aunque no soy muy locuaz; pero ya está bien así, porque a Shakie no le gusta escuchar, así que nos llevamos muy bien. Además, está todo el tiempo con Frank, lo cual hace la comunicación aún más difícil. El otro día le pedí consejo a Shakie acerca de todo este lío estúpido. Me pasé un cuarto de hora hablándole de California y de Jeremy, y de lo culto que es y lo mucho que le importa mi educación y de que podríamos vivir cerca de Santa Cruz y de que Robin se quiere casar conmigo y comprarme una casa. ¿Y sabes lo que me contestó Shakie?
— Frank es constructor, él puede construirte una casa.
Por poco la estrangulo. Y después me dijo:
— En fin, me alegro de no tener tantos problemas como tú.
— Sí, hasta Navidad —le dije yo.
— Ah, pero yo lo tengo muy claro —me dijo ella sonriendo.
Tengo que dejarte. Por favor, escríbeme. ¿Dónde te metes?
Besos,
Tully
P.D. Me han vuelto a llamar del Hospital estatal de Topeka. Esta vez no he sido tan educada.
2 de mayo de 1981
Querida Tully:
De acuerdo, de acuerdo, tranquila. Te escribo. Será una carta corta. Sí, Tully, quieres tu trozo de pastel y además comértelo. No quieres hacerte la cama ni quedarte acostada y esos dos hombres no son tontos. Saben que si esperan lo suficiente, uno de los dos te conseguirá por descuido. Se basan en el tiempo y saben que tú no tomarás ninguna decisión. Que yo sepa, tú nunca has sido tan indecisa, Tully. Siempre he creído que sólo eras… prudente.
Ya hablaremos cuando nos veamos. Dentro de una semana vuelvo a casa. Tengo que resolver unas cosas aquí y luego estaré en casa, dos semanas.
No debes leer mis cartas con tanto cuidado como dices. Fui yo quien rompió con Richard y no al revés, como pareces pensar. Rompí con él porque no le quería, más o menos lo mismo que me pasó con Tom. Pero entonces era el último año en el instituto. Y no quería pasar ese último año sin novio. No quería ir al baile de fin de curso sin novio. Y nada más.
Ni siquiera el fiasco contigo y con Tom justificaba que no tuviera pareja en el baile de fin de curso. Y nos lo pasamos muy bien. (Fue la primera vez en mi vida que toqué una, ¿sabes a qué me refiero?)
Lamento que no fueras al baile de fin de curso. De todos modos, ir a Kansas City con Robin tuvo que estar bien.
Sigo viendo a la doctora Kingallis dos veces por semana. Me ha ayudado mucho, la verdad. ¿Qué haré sin ella? Pero dice que ahora estoy mucho más fuerte y ya conozco mejor mis sentimientos y que no me preocupe. No tiene ni idea. Bueno. Tal vez no haya sido tan útil al fin y al cabo.
Iré a verte a la Casa del Sol cuando llegue. Aunque parece que estás ocupadísima. Tal vez no tengas tiempo para mí.
Besos,
Julie
P.D. No conozco a Jeremy, así que me reservaré mi opinión. Pero sí conozco a Robin, y lo siento por él. ¿Por qué tuviste que echarte otro amigo, para empezar?
Fiel a su palabra, Julie fue a ver a Tully a la Casa del Sol, la semana de exámenes de Tully.
— Julie, no puedo salir contigo.
— Qué sorpresa.
— Trabajo sólo porque tengo que comer.
Tully miró a Julie de arriba abajo. Julie llevaba el pelo más largo y más rizado. También había engordado un poco. Tenía la cara y los ojos redondos. Y también los brazos, advirtió Tully.
Julie entró y se sentó en una de las mesas de Tully. Después de tomarse tres raciones de enchiladas, Julie llamó a Tully. Esta observó lo que quedaba en la mesa.
— ¿Ya está, Jule?
— Tomaré un helado —dijo Julie—. Dos de cereza.
Tully se lo sirvió y luego se sentó frente a ella.
— Oye, ¿qué haces aquí? Estamos en plena semana de exámenes ¿Es que no tenéis exámenes en la Universidad del Noroeste?
— Claro. ¿No has recibido mi carta?
Sí, la había recibido, hacía unos diez días. Pero esos diez días habían sido un marasmo de batallas de celos y noches sin dormir, de fumar un paquete y medio diarios y estudiar hasta altas horas de la madrugada. Tully recordaba vagamente el contenido de su carta.
— Pues claro que la recibí. Me decías que ibas a venir…
— Ya estoy aquí.
— Sí —dijo Tully. Y no sabía qué más decir. Escribir era algo más fácil, en cierto modo—. ¿Se han alegrado tus padres de verte?
Julie se encogió de hombros.
— Es una mezcla agridulce. Vinnie está encantado de que haya vuelto.
Tully echó un vistazo a su alrededor para ver si tenía que atender alguna mesa. Por desgracia, no era así.
— Bueno… Me alegro de que hayas venido a verme. Tal vez podamos salir…
— Tal vez.
— ¿Todo va bien? —le preguntó Tully.
— Sí, bien. Oye, se me ha ocurrido algo. ¿Sabes lo que sería muy divertido que hiciéramos?
Tully negó con la cabeza.
— Una acampada. Como antes, ¿te acuerdas? En el jardín. Cogeré un par de sacos de dormir de mi casa, te vienes y dormimos fuera. Asaremos melcochas en la barbacoa, ¿qué te parece?
Tully estaba pensando en el examen final de Composición Inglesa del día siguiente y en La fierecilla domada, que todavía no se había leído.
— Bueno… ¿Cuándo sería? —le preguntó.
— Da igual. Cualquier día. Cuando acabes los exámenes. Será nuestra pequeña celebración.
— De acuerdo —dijo Tully, y se levantó—. Sí, estupendo. Claro, claro…
Cinco días después, cuando terminó todos los exámenes, Tully fue por fin a casa de Julie. Ángela Martínez armó un revuelo maternal alrededor de Tully y la atiborró de burritos y enchiladas caseros. Pero Tully advirtió que Angela hablaba con los niños y con Tully y que los niños hablaban con Julie y con Tully, pero que Angela no se dirigía a Julie más que para la mecánica de la mesa: pásame la sal, pásame el arroz, dónde están las servilletas.
Cuando las dos chicas estaban fuera armando la tienda, Tully se aclaró la garganta.
— Bueno, Julie, ¿qué pasa con tu madre?
Julie eludió su mirada mientras sujetaba los extremos de la tienda a los postes.
— Oh, ya sabes, cosas…
Así que pasaba algo.
— ¿Qué cosas? —le preguntó Tully.
Julie levantó la vista y la miró de frente.
— He dejado la universidad.
Tully contuvo el aliento, luego exclamó:
— ¿Qué dices? ¿Por qué?
— No sé… ¿Por qué no?
Tully se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, sobre la fría hierba, junto a Julie.
— ¿Y para esto fuiste a la psicóloga? Buen trabajo. ¿Y a esto le llamas tú ayuda?
— Entonces has leído mis cartas. La doctora Kingallis dice que tengo que solucionar mis necesidades antes de saber cuáles son.
Tully meneó la cabeza.
— Julie, eso no tiene ningún sentido. ¿Cómo vas a solucionarlas si no sabes cuáles son?
— No lo sé. Mira, es lo que estoy haciendo. Contigo y con mi madre.
— Tu madre tiene razón. Es una estupidez dejar los estudios. No me extraña que esté que trina.
— No tienes ni idea.
— ¿Y tu padre?
— Oh, es muy gracioso. Sé que está profundamente decepcionado, pero no para de decir: «Ángela, deja de gimotear. Ya tiene veinte años, ya pensará en lo que va a hacer. Deja que quejarte.» Y mi madre: «¡Una comuna! ¡Va a dejar los estudios para vivir en una comuna! Entonces mi padre le da palmaditas en el hombro y le dice: «Podría ser peor, mia cara, podría ser peor.» Y mi madre menea la cabeza y le dice: «No mucho, no mucho.» Ha sido todo un espectáculo.
Tully se echó a reír y se tumbó en el suelo. Julie se extendió a su lado.
— ¿Quieres una manta?
Tully se sentó.
— No, todo lo contrario. —Se quitó la camisa—. Quiero sentir la hierba húmeda en la piel.
Julie cogió una manta para ella.
— Es mejor con una manta —dijo.
La noche era tibia. Julie y Tully estaban echadas boca arriba, la cabeza apoyada en los brazos, mirando el cielo.
— ¿Qué quiere decir tu madre con lo de «comuna»? —le preguntó Tully.
— Me voy a ir… a Arizona. Conocí a unas chicas en el bar de la facultad. Nos tomamos un par de copas, empezamos a hablar y me contaron lo de ese sitio, en Arizona, que se llama Sunshine Meadow. Todos los veranos se van allí e intentan criar hortalizas en el desierto.
Si lo han hecho los judíos en el Néguev, ¿por qué no van a hacerlo ellos, no? Bueno, en fin, que tienen un trozo de tierra. Es de alguien… no sé de quién, y luego… pues son unos veinte, se van a vivir allí, labran la tierra, se levantan antes del amanecer, riegan las huertas y comen los productos que cultivan. Muy primitivo y saludable. Y quiero probarlo.
— Suena muy bien —dijo Tully sin convicción—. ¿Conoces a alguna de esas chicas?
— A Laura, mi compañera de cuarto. Se va a venir conmigo.
— Oh, bueno. En fin, parece realmente cómodo.
— ¿Qué quieres decir? —le preguntó Julie a la defensiva.
— Nada. Dejar los estudios y marcharse al desierto. Fantástico.
— Me ayudará a madurar.
— Julie, tú no eres un tomate. Eres un ser humano.
— Espera. Déjame acabar. Me ayudará a… curarme. La doctora Kingallis me ha dicho que sería una experiencia positiva para mí.
— Ah, bueno, bueno. La doctora Kingallis debe saberlo, ¿verdad? —se burló Tully.
— «Donde esté tu tesoro —recitó Julie dulcemente— estará también tu corazón.» ¿Quién lo dijo? ¿San Mateo? ¿San Marcos?
¿Qué más da?, pensó Tully.
— Ya estamos casi en verano. Hace dos días que no tenemos un buen tornado. El aire huele estupendamente. Jeremy y yo vamos de vez en cuando al lago Clinton y allí el aire también es delicioso. Tibio y con olor a verdura.
— ¿Ves mucho a Robin?
— Le veo de vez en cuando —le contestó Tully, irritada—. Trabaja mucho. Y ha vuelto a jugar al rugby. No para de hacerse daño. La semana pasada le rompieron la nariz.
— ¿Te ha pedido Jeremy que te cases con él?
— No —contestó Tully, francamente enfadada por esa pregunta —. Sabe que no quiero que me lo pida. Sabe que Robin me lo ha pedido y que yo le he dicho que no. Dice que quiere tener la ventaja de ser distinto de Robin.
— Oh, estoy segura de que es distinto de Robin.
Tully inspiró profundamente y se volvió para mirarla.
— ¿Qué se supone que quieres decir con eso?
— Quiero decir que no hay demasiados hombres como Robin en el mundo —le contestó Julie—. Los hombres buenos andan escasos.
— Sí, pero uno puede tirar por la borda todos los días una buena formación.
Julie movió las manos.
— ¿Qué más da? ¿Qué más da? Quiero vivir.
— ¿Ya has pensado lo que harás después de Sunshine Meadow? No es que me preocupe excesivamente, pero me da la impresión de que vas a dar un paso adelante y dos atrás.
— Bueno, no quiero estar aquí para ver lo que te pasa, Tully Makker, cuando te dé tu cataclismo.
— No me dará. Me da uno cada domingo. Pequeñito.
— Tonterías —dijo Julie—. Tonterías, Tully. Dios mío, ¿en qué parte del proceso estás? ¿Has logrado superar la rabia, por lo menos? No podrás seguir adelante mientras no des ese primer paso.
— Gracias, doctora Martínez. ¿Cuándo rato nos queda de sesión?
— ¿Vas alguna vez allí? ¿Has pasado alguna vez por delante? ¿Por Sunset Court?
— No, Dios mío —dijo Tully. No quiero hablar de ella, pensó.
— Yo fui ayer. Pasé por Wayne Street, para ver si vivía alguien allí.
— Ah. —Tully miraba las estrellas.
— Había un coche en la entrada y en el jardín había un columpio y un tobogán.
— Vaya, estupendo. Dejas la universidad y regresas a Sunset Court. Yo llevo nueve puntos acumulados y nunca visito Sunset Court. ¿Y a eso lo llamas estar curada?
Julie se apartó levemente de Tully.
— Sí. Lo llamo estar curada. Y tú no puedes estar curada porque no has hablado de ello con nadie.
— Oh —dijo Tully sarcásticamente—, porque tú necesitas hablar para curarte, ¿no es cierto?
— ¡Hay que hacer algo! —exclamó Julie—. Algo.
— Estoy haciendo muchas cosas. Trabajo. Estudio mucho, saco sobresalientes en todos los exámenes, me voy a ir a California. Tengo una relación… Por el amor de Dios.
— De hecho, tienes dos relaciones. Por cierto, eso sí que es progresar.
— Oh, vete a la mierda. Vete a Arizona a criar tomates con un pollo hippy. ¿A eso cómo lo llamas?
— Curarme —respondió Julie—. ¿Y tú cómo llamarías a una tía que se acuesta con dos hombres?
Tully se levantó del suelo de un salto y dio una patada al poste de la tienda.
— ¡Maldita sea, basta ya! —chilló—. ¿Es que no lo entiendes? ¡Está muerta! ¡Muerta! No se ha muerto un ratito, ni siquiera se ha muerto mucho tiempo, ¡se ha muerto para siempre! ¿A quién coño le importa un tío o un Estado o una comuna? Cuando ella vivía tú estabas demasiado ocupada con tu maldito club de historia para hacerle menor caso. ¿Qué te crees ahora, ahora que ha muerto, que se te pasará sólo con dejar la universidad? Qué estupidez. Adelante, déjate el pelo largo y no te depiles. Y a ver si eso te la devuelve.
Julie se levantó.
— Dios, Tully, qué malvada eres. —Y se echó a llorar.
Tully la miró, intentó serenarse, miró las estrellas, puso los ojos en blanco y después, más tranquila, se acercó a Julie y la abrazó.
— Está muerta —repitió Tully, y se le quebró la voz—. Nada nos la devolverá, Julie.
Julie sollozó y abrazó más fuerte a Tully. Lloró mucho rato, mientras Tully se limitaba a mirar al cielo y a darle palmaditas en la espalda.
— La echo de menos —dijo Julie, aflojando su abrazo.
— Todos la echamos de menos.
Volvió a sentarse en el suelo con las piernas cruzadas y empezó a tantear en la hierba en busca de su paquete de cigarrillos. Encendió uno y se lo fumó mientras el llanto de Julie se iba aplacando. Luego Julie se sentó en la hierba. Tully encendió otro cigarrillo. Tenía los ojos secos.
— Tú nunca lloras, ¿verdad, Tully? Ni siquiera por ella.
— No, lloro mucho. —Tully aspiró el humo y cerró los ojos.
Volvieron a tumbarse en la hierba.
— Antes me gustaba estudiar —dijo Julie—. ¿Te acuerdas?
— Me acuerdo —contestó Tully con voz apagada, sin saber dónde poner las manos.
— ¿Te acuerdas de todos aquellos clubs en los que estaba… La Sociedad de Debate, el Club de Ajedrez donde me metió ella, y que luego dejó, la Sociedad Internacional Pen-Pal, el Club de Historia…? ¿Recuerdas cuando estudiábamos? Bueno, no creo que tú recuerdes mucho esa faceta de los estudios. Era tan estupendo. Ella me ayudaba con las matemáticas, y nos instalábamos las tres en la mesa de la cocina de su casa, a estudiar. Pero tú no estudiabas, tú sólo ibas por salir, por la compañía, ¿eh? Fingías que estudiabas, pero te ponías a mordisquear patatas fritas y a hablar y pronto estábamos todas mordisqueando patatas y charlando y en seguida se hacía la hora de cenar. Al final teníamos que estudiar por pares, porque cuando éramos tres no dábamos ni golpe. ¿Te acuerdas?
— Pues claro que me acuerdo —dijo Tully. Quería levantarse, encender otro cigarrillo, y tal vez irse.
— Tully, espero no haberte decepcionado. No quiero decepcionarte.
— No me has decepcionado, Julie María Martínez —Tully pensaba: maldita sea, ella me ha decepcionado.
— He tardado dos años, pero al final el estudio ha dejado de interesarme —continuó Julie—. Hubo una época en que lo fue todo para mí, pero ahora ya no significa absolutamente nada. No podía seguir fingiendo. Así que lo dejo. Además, sólo tengo veinte años. Tengo tiempo de sobras para volver a la universidad, ¿no crees?
No, pensó Tully. Si te vas, no volverás. Tienes las estadísticas en contra.
— Pues claro —le dijo—. Si quieres volver, volverás.
— Es como… —Julie se interrumpió y se sonó—. Lo era todo para ella, ¿recuerdas? El estudio era toda su vida. Daba clases particulares, tenía un tutor, tocaba el piano y hacía ballet, y estaba rodeada de libros y libros. Quería ser médico. Desde que la conocí sabía que quería ser médico, y la conocí antes que tú. Cuando teníamos cinco años, quería examinarme, diciendo que cuando creciera sería médico y que tenía que empezar cuanto antes.
Tully enarcó las cejas en la oscuridad y se volvió hacia Julie. Aquello era curioso. La curiosidad casi la ablandó, pero Julie se echó a llorar otra vez, en mal momento.
— Ella era la más lista, la más trabajadora de las tres —dijo Julie—. Tenía un objetivo y no pensaba desviarse de él. Y sin embargo, sin embargo… cuando llegó el momento, su vocación, su inteligencia, su energía, su vida… perdieron importancia. ¡Todo aquello no significaba nada! Es asombroso que todas aquellas cosas no bastaran para compensarla de lo de él.
Julie se calló y Tully se alegró. Siguió contemplando el cielo e intentó encontrar la Osa Mayor. Allí estaba la Estrella Polar… La diferencia entre ella y nosotras, Julie, es que nosotras queremos vivir, pensó Tully. Ahí está la Osa Menor…
— Tully, ¿tú también crees que ella quería vivir? ¿Tú crees que sí? Que estaba ahí, a punto de caer, esperando que alguien la cogiera y nosotras… nosotras no la cogimos. ¿Lo crees así, Tull?
— No, Julie —repuso Tully con firmeza—. No esperaba a que la cogiéramos. No estaba pidiendo ayuda, no estaba jugando. La cuestión es que no quería que nadie fuera a buscarla, la cogiera y la retuviera aquí. Quería dejar de vivir, como nadie que yo haya conocido. Quería paz. Se pegó un tiro en la cabeza con una pistola del 45. No estaba esperando más que la caída.
Julie sollozó. Tully encontró la Osa Mayor y después cerró los ojos. Transcurrieron varios minutos.
— ¿Te he contado la última novedad de mi colección de sueños? —dijo Tully con fingida alegría.
Julie se limpió la cara.
— No. Cuéntamela.
— Lo soñé por primera vez en las Navidades de hace dos años, cuando Shakie vino a verme llorando porque Jack se iba. Yo estoy en la universidad y mi madre viene a verme. La llevo a mi habitación para que conozca a mi compañera de cuarto, que no está allí. Estamos en el centro de mi habitación y de repente me empiezan a temblar las piernas y me doy cuenta de que estoy sudando. Huele a sangre. A ese olor acre de la sangre. Me quedo aturdida y me da miedo moverme. Echo un vistazo lento a toda la habitación y advierto que el aire no está limpio, que está espeso y húmedo, con una niebla rosada, rosada por las partículas de sangre que flotan en el aire. Me vuelvo hacia mi madre muy despacio y murmuro: «Mamá, ¿notas ese olor?» Y ella me dice que no. «Mamá, ¿no lo notas?» Y ella me contesta que no. Después sale del cuarto. Yo me quedo sola y estoy demasiado aterrorizada para mirar, pero ese olor sale de alguna parte, de alguna parte de mi habitación. Y entonces tengo la certeza de que hay un cuerpo y que ese cuerpo está debajo de mi cama. Entonces reúno valor, pensando: esto no es más que un sueño, esto es ridículo. Me arrodillo a un lado de la cama, levanto la colcha, miro debajo y grito. Porque debajo de la cama está la cabeza de Jennifer, desangrándose.
Julie se santiguó dos veces.
— Oh, Dios mío. Que Dios te ayude.
— Amén —dijo Tully.
— ¿Vas a compartir alguna otra cosa horrenda conmigo? ¿O no hay más?
— No, no hay más.
— ¿Cómo puedes dormir por la noche, sabiendo que puede presentarse una cosa así? ¿Cómo puedes dormir?
— Bastante mal —contestó Tully. Tosió—. Una vez, estaba tan asqueada conmigo misma al despertarme que me vestí, cogí el coche y me fui a St. Mark's. Y dormí allí.
Julie se santiguó.
— Tully Makker —le preguntó después—, no me digas, por favor, que te dormiste en… encima de…
— Ummm. La iglesia estaba cerrada.
— ¡Tully!
— Julie, me quedé dormida. En el suelo. Y no pasó nada. Cuando me desperté, el padre Majette estaba de pie a mi lado, rezando. Creo que él me asustó más que el sueño.
— Tully, lo siento, pero esto es enfermizo. De veras. Cualquier día me iré a Sunshine Meadow. Por lo menos se lo puedo contar a la gente. Y apuesto a que tú no le has contado esta historia a mucha gente.
— No mucha —reconoció Tully—. Pero Sunshine Meadow me parece como caminar en círculo, ¿sabes?
— Sí. Pero irse a California también es caminar en círculo.
— No, no. Hace dos años, me pasé todo el verano sentada detrás de la caravana de Tracy Scott, y lo único que veía a mi alrededor era el aparcamiento de caravanas. Aquello sí era caminar en círculo.
— Pero saliste de allí.
— Desde luego, salí. Cuando comprendí que iba a quedarme atascada a cargo de un niño. Y no quería quedarme atascada con nada, ni siquiera criando gallinas, y mucho menos niños. En ninguna parte, y menos aún en la caravana de Tracy Scott.
— Así que fuiste a la universidad y aquello lo resolvió todo.
— Todo. La universidad es mi billete para salir de aquí. Me voy a Santa Cruz, a la Universidad de California, con una beca. La universidad es mi billete para salir de la caravana de Tracy Scott.
Julie no dijo nada. Y Tully no quería preguntarle a Julie qué estaba pensando, así que tampoco dijo nada, sólo miró el cielo, tan precioso y brillante que le lastimaba los ojos. Empezó a cantar:
— «Estrellas, vienen y van… vienen despacio, vienen deprisa…»
— ¿Estás sola, Tully? ¿Has estado sola desde que murió?
A Tully se le veló la vista y se le enturbió el oído. No podía oír bien a Julie, ni ver las estrellas. Le preocupó no volver a ver las estrellas de Kansas.
— Perdónala, Tully. Por Dios, perdónala. No quiso hacernos daño.
— Oh, sí. Oh, sí. Lo hizo para hacerme daño. Sabía que yo no tenía a nadie más. Nada más. Lo sabía, pero no le importó en absoluto.
— Tully, no seas tan resentida. ¿Para qué? Sigue adelante y vive tu vida.
— ¿Qué vida? ¿Y lo dices tú? —Tully sonrió con afectación y desvió la cara rápidamente—. No puedo… —susurró—. Todavía no me lo he creído, ¿sabes…?
— Oh, ya lo sé. Negación abyecta. Pero ya han pasado dos años.
— Lo mismo podían haber sido dos días —dijo Tully—. Dos días de estupor.
— Pues hablemos de ello. Yo lo hago con la doctora Kingallis. Y luego me siento mejor.
— Yo no quiero hablar de ello. Ni de ella.
— Tully…
— Tully nada. Miro el cielo, miro las praderas y las colinas que rodean Topeka y siento un vacío tan grande, creo que me va a tragar entera. Me da vértigo. Y quiero acabar con todo. Desearía que nunca hubiera sido amiga mía. Ni tú tampoco. Porque la conocí por ti. Desearía no haberla conocido. No hay nada peor que esto. Nada. Ni siquiera los años horrendos de mutismo con mi madre cuando mi padre nos abandonó.
— Pero, Tully, ¿te sientes sola ahora mismo? ¿Conmigo?
Tully se volvió de lado y se hizo un ovillo.
— Más que nunca —contestó, con los ojos cerrados.
Después las dos se quedaron dormidas. Julie en la manta y Tully, medio desnuda, en el suelo húmedo.
Tully soñó con Jennifer. Caminaban sin rumbo por las tierras rocosas de México, sin saber adónde ir, y sin agua. Jennifer preguntaba a Tully:
— ¿Adonde me llevas?
— ¿Adónde vas? —le respondía Tully.
— Te estoy siguiendo.
— No tengo ni idea de dónde estamos —replicaba Tully.
Siguieron andando. Hacía calor y tenían sed. Finalmente empezaron a avanzar más despacio y pensaron en detenerse, pero estaban en pleno desierto.
Así que continuaron y charlaron un poco. Tully miró la cara de Jennifer, redonda y quemada por el sol. Tenía los ojos azules y los labios agrietados.
Tully se alegró de volver a ver la cara de Jennifer.
Parecía que llevaban andando días o años. El sol les achicharraba los labios y la piel sin tregua. Caminaban, casi sin hablar, pero al cabo de mucho rato, vieron un cactus muy familiar y comprendieron, horrorizadas, que no se habían movido. Aquello asustó a Jennifer. Se detuvo, se volvió y vio a un hombre. Era un mexicano que también iba de viaje. Jennifer se acercó a él, que le tendía una cantimplora. ¡Oh, cuánto anhelaba Tully esa agua también! Pero ella no retrocedió. No podía.
Así que Tully siguió adelante sin Jennifer. Anduvo kilómetros, o durante años. Tully creía que avanzaba, pero no estaba segura porque todo seguía igual. Y entonces Tully vio delante de ella a aquel mexicano, el mismo. Jennifer ya no estaba con él. El hombre tenía la cantimplora en la mano y le tendía los brazos.
Tully se despertó en la luz azulada del alba y lo primero que vio a su derecha fue la tienda. La misma tienda de campaña gris en la que dormían cuando eran pequeñas. Y en los primeros albores, medio aturdida de sueño, Tully se volvió hacia la izquierda y susurró:
— ¿Jen…?
Y vio a Julie. Tully se giró rápidamente, se tumbó boca abajo y frotó la cara contra la hierba húmeda de rocío.
A los pocos minutos se levantó sigilosamente, se vistió y se fue.