II

Robin entró en su casa, con Boomerang delante.

— ¡Mamá! —gritó el niño subiendo las escaleras—. ¡Mamá!

Robin entró en la cocina, donde encontró a Hedda tomándose una taza de café.

— ¿Qué hay? —le dijo, y empezó a quitarse el abrigo.

— Tully todavía no ha vuelto —le dijo Hedda.

Una sombra nubló la visión de Robin un momento, pero sólo un momento, y en seguida se recobró.

— Bueno. Estará en casa de Julie. No tardará.

Robin se preocupó. Ahora que Tully estaba tan adelantada, él la llamaba varias veces al día para ver cómo se encontraba. Oh, no. El día anterior no la había llamado ni una vez.

— ¿En casa de Julie, eh? —dijo Hedda—. Bueno, a las nueve menos cuarto ha llamado un hombre preguntando por ti. El teléfono de la planta baja estaba desconectado. Tuve que subir para contestar.

— ¿Ah, sí? —dijo Robin como sin darle importancia, pero el pánico le subió por la garganta como un vómito—. ¿Ha dicho quién era?

— No. Ha dicho que volvería a llamar.

Robin conectó el teléfono y después se sirvió una taza de café. Boomerang entró en la cocina.

— Mamá no está —dijo con cara de pena.

— Bueno… —Robin le dio unas palmaditas en la cabeza—. No tardará en volver.

— ¿Dónde está? —preguntó Boomerang.

— Con unos amigos, Boomer. No tardará en volver a casa.

Justo entonces sonó el teléfono. Nunca había sonado tan fuerte, nunca había sonado tantas veces para que no descolgaran, nunca había chillado tan fuerte para que descolgaran, ni Robin había dado nunca un salto tan rápido para ir a contestar, aunque cuando llegó allí, no se atrevió descolgar. Sonó tres, cuatro, cinco, seis, siete veces…

— ¡Papá, contesta!

— ¿Diga? —La de Robin era una vocecita extraña.

— ¿Robin? —La voz del otro extremo de la línea era desconocida, pero asimismo una vocecita—. Soy Jack, Jack Pendel.

— Sí, ya sé quién eres. ¿Qué ha pasado? —le preguntó Robin; se volvió hacia la pared para que su hijo y su suegra no le vieran la cara.

— Tully está en Stormont. Ha dado a luz. Es una niña.

— ¿Por qué no me ha llamado? —preguntó Robin en voz baja.

— Porque estaba muy atareada dando a luz, supongo. Lo siento, tío.

— ¿Por qué me llamas tú? ¿Por qué no me ha llamado ella?

— No está bien. Deberías venir.

¡No me digas lo que tengo que hacer, joder!, gritó Robin por dentro. Pero por fuera, Boomerang le tiraba del brazo.

— Papá, papá —susurraba—, ¿cómo está mamá? ¿Qué le ha pasado a mamá?

Robin se desasió de su hijo, mirando fijamente la pared.

— Tully no está bien —dijo Jack—. Ha perdido mucha sangre. Pero la niña está bien.

Al oír esas palabras, Robin apoyó la frente contra los azulejos de la pared, y luego empezó a golpearla una y otra vez, cada vez más fuerte, sin más deseo que partirse el cráneo y acabar con aquello de una vez, de forma que su cabeza fuera la única cosa que se rompiera, la única cosa rota e irreparable. Irreparable. Qué fácil sería todo luego, para todos ellos y para él.

— Voy en seguida —dijo al fin.

— Lo siento…

— Sí —le dijo Robin, y colgó.

Se quedó allí, con la cabeza contra la pared, intentando recobrarse, hasta que abrió los ojos y vio la cara de su hijo. Muy bien, muy bien, haz esto, haz lo otro, hazlo por él, venga, por él… ¿No vas a sonreír por tu hijo?

— Boomerang. —Robin se agachó y cogió a su hijo por los hombros—. Mamá está en el hospital. Acaba de tener el niño, así que no se encuentra muy bien y papá está preocupado. Voy a ir a verla, ¿de acuerdo, Boomer?

— Yo también voy —dijo el niño.

— ¡No! —Robin miró a Hedda—. No, tú quédate con la abuela.

— ¿Por qué no puedo ir contigo? —protestó Boomerang, con una cara que presagiaba llanto.

— Hijo, mamá no está bien, estará conectada a un montón de tubos, tal vez ni siquiera me dejen entrar a verla. Deja que vaya yo primero y me entere. Después iremos juntos a verla. ¿De acuerdo?

Le dio un beso en la cabeza. Cuando se estaba poniendo el abrigo, Hedda le preguntó:

— ¿Ha sido un niño o una niña?

— Una niña. Una hermanita —le dijo a Boomerang, esbozando una mueca.

Boomerang palmoteo.

— ¡Fantástico, papá! ¿Cómo la vamos a llamar?

— Conociendo a tu madre, Boomer… probablemente, Jennifer. Jenny. ¿Qué te parece? —Y salió de la casa lo más deprisa que pudo.

Cuando entró en el ala de maternidad del hospital, Robin vio a Jack y a Julie sentados en la sala de espera, al fondo del largo pasillo.

Jack era la última persona a quien Robin deseaba ver, así que se dirigió a la sala de enfermeras.

— Vengo a ver a mi esposa. Tully DeMarco, Acaba de tener una niña.

— A ver… Danilo, Davidson, Debenez, Dister… No, no hay ninguna DeMarco.

Hijo de puta, pensó Robin. Maldito seas.

— Pruebe en Makker, por favor.

— Makker… Makker… Ah, sí, aquí está. Natalie Anne. La han traído esta mañana.

— Gracias. ¿A qué hora?

— Sobre las siete. Tuvimos problemas para ir a buscarla, por la nieve. —La enfermera le sonrió amablemente.

— Ah, claro. ¿Se encuentra bien? ¿Puedo pasar a verla?

— Desde luego. Habitación cuatro diecisiete. La novena por la izquierda. Pero en silencio. Todavía no ha recobrado el conocimiento.

Cuando estaba a punto de salir, Robin se volvió, como quien acaba de recordar algo, y preguntó:

— ¿Y la niña? ¿Dónde está?

La enfermera volvió a sonreírle.

— Está en la nursería. Siga por el pasillo y luego a la derecha. Ya verá el cristal. Pregunte allí, ya le dirán cuál es.

— ¿Y su nombre? —preguntó Robin, procurando no asirse al mostrador—. ¿Cuál es su nombre?

— Emmmm. Aquí no consta por Makker…

— ¿Tal vez DeMarco?

La enfermera siguió buscando.

— No, DeMarco tampoco. Bueno, seguro que la enfermera de la nursería aclarará la confusión. No se preocupe. Así que su esposa no lleva su apellido, ¿eh? Una mujer liberada… —La enfermera le sonrió por tercera vez.

Robin se dirigió a la habitación 417.

— ¡Oiga, espere un momento!

Robin se volvió de mala gana. Un médico se le acercó.

— Hola. Le he oído preguntar por Tully Makker. Soy el doctor Brunner. ¿Y usted es…?

Robin no sabía qué decir.

— Robin DeMarco —le contestó al fin.

— ¿Es usted pariente suyo? —le preguntó el doctor Brunner mirándole con suspicacia.

¿Qué coño está pasando aquí?

— Bueno, no sé si soy pariente suyo. Pero soy su marido.

— Su marido. —El doctor Brunner enarcó las cejas—. Ya. Su esposa ha perdido mucha sangre.

— Sí… La última vez… —dijo Robin despacio— también perdió mucha sangre.

— Sí. Ya he visto su ficha. Al parecer, el útero tiene dificultades para contraerse. Le hemos puesto otra inyección de Oxytocin, y ya veremos. ¿Sabía usted que su esposa estaba anémica? Aunque se pondrá bien. Pero tiene muy altas las pulsaciones. Probablemente tendremos que llevarla a cuidados intensivos si no mejora pronto. Sólo por precaución. —Y el doctor Brunner añadió—: Podría contraer una infección.

Robin no lo entendía.

— Espere un momento. ¿Una infección? ¿Por qué?

El médico le miró con serenidad.

— Señor DeMarco, un parto tiene ciertos riesgos. La señora Makker…, la señora DeMarco rompió aguas poco antes de dar a luz y ha tenido a la niña sin condiciones de esterilidad. Puede presentarse una infección. Aunque tiene tratamiento, no se preocupe. Me inquieta más la hemorragia. Ya le hemos realizado una transfusión… —El doctor miró a Robin de forma peculiar antes de proseguir—: Se pondrá bien.

— Un momento, un momento —le dijo Robin ásperamente—. No entiendo nada. ¿Por qué no había condiciones de esterilidad en el hospital? ¿Es que aquí no esterilizan el material?

El doctor Brunner recuperó su expresión peculiar, que persistió, incómoda, en su cara alargada. Tocó a Robin en el brazo.

— Lo siento, señor DeMarco. Su esposa no dio a luz en el hospital. Cuando la ambulancia llegó a buscarla, ya había dado a luz. Había mucha nieve. ¿Ha visto cómo están las calles? Nuestro personal no pudo hacer nada. —El médico sonrió, incómodo—. Pero se recuperará —terminó, antes de escabullirse.

Robin se volvió hacia la enfermera. Empezó a comprender lo que estaba haciendo Jack Pendel en el hospital un domingo por la mañana.

Al cabo de un minuto más o menos, Robin salió tambaleándose al exterior. Se sentó en uno de los bancos del hospital, donde el viento helado y la nieve de Kansas le azotaron la cara.

Los sentimientos de Robin, cuando sus ojos cegados por la nieve descubrieron por fin la mentira de su vida que el viento le arrojaba a la cara, no eran de rabia o de enfado, ni de celos o asco. Lo que le invadió y le destrozaba la garganta y el pecho era dolor, dolor y remordimiento.

Remordimiento por todas las noches que había pasado fuera, sin Tully, que a su vez estaba fuera, remordimientos por todos aquellos sábados jugando al fútbol mientras Tully estaba fuera, por aquellos domingos viendo la televisión mientras Tully se iba a la iglesia a rezar, todas aquellas noches fuera mientras la cena que le había preparado ella se le enfriaba en el plato, todas aquellas noches, tantas, en que se había dormido dándole la espalda, mientras ella se revolvía, daba vueltas y vueltas, mientras ella se sentaba frente a la ventana. Remordimientos por no haberle dicho: no hace ninguna falta pintar la casa. A Robin le gustaba volver a su casa al anochecer y verla recién pintada, blanca, con su porche y los arriates de flores y la nueva cerca de madera, los ventanales y… Tully. Cuando estaba en casa, su rostro siempre le sonreía al recibirle, sus labios siempre estaban allí para besarle; se sentaba con él mientras él cenaba, y lavaba los platos y bañaba a su hijo, y a veces, por la noche, también le lavaba a él.

Dolor y remordimiento de haberse alejado de Tully, dejando que otro hombre le hiciera un hijo a su mujer, una niña de Tully, una Jennifer de Tully. Era casi demasiado, joder…

Al cabo de una hora larga, cuando la nieve le había entumecido lo suficiente, Robin volvió a entrar en el hospital, subió las escaleras hasta el cuarto piso y volvió a recorrer aquel pasillo hasta la habitación 417. Tully no estaba allí; Robin la buscó en las ocho camas. Cinco de ellas estaban vacías.

Antes de ir a preguntar a nadie, Robin pensó: Tully ha muerto. Ha muerto porque yo no estaba con ella para llevarla al hospital. En el rato que él había pasado fuera, aturdiéndose para enfrentarse a ella, había muerto.

Cuando Robin vio al doctor Brunner salir de la habitación 420, se le acercó y le preguntó:

— ¿Ha muerto?

El doctor Brunner intentó esquivarle.

— Por supuesto que no. La hemos trasladado a cuidados intensivos. Señor DeMarco, por favor…

Robin retrocedió y se dirigió a la puerta en la que se leía «Unidad de Cuidados Intensivos». Después cruzó otra puerta y entonces le bloqueó el paso una enfermera muy tiesa con cara de pocos amigos. Robin miraba.

— ¿Quién es usted? —le preguntó la mujer severamente.

— Tully Makker. Vengo a ver a Tully Makker —respondió él.

— Ya tiene una visita. Tendrá usted que esperar. Esto es unidad de cuidados intensivos, no la unidad de recuperación. En realidad, no están permitidas las visitas en cuidados intensivos. No puede ser.

Y Robin volvió a salir. Quería ver a Tully, pero Tully ya tenía visita.

Fuera, en la sala de espera, vio a Julie.

Ella se levantó rápidamente y le abrazó. Robin se desasió; quería sentarse.

— Robin, ¿estás bien?

— Muy bien. ¿Cómo está Tully?

— No muy bien. ¿No la has visto? Acaban de trasladarla a cuidados intensivos.

— Sí. He creído que había muerto.

Julie le miró con cara de reproche.

— Oh, Robin…

Él se sentó.

— ¿Quieres que vayamos a ver a la niña?

Robin se levantó y la siguió obedientemente.

Julie le condujo hasta el largo cristal donde padres, madres, hermanos y abuelas apoyaban la frente contemplando con reverencia las cunitas con los niños dormidos, llorando o moviéndose, que parecían todos iguales.

Robin apretó los dientes. Quería acabar con aquello, quería acabar con aquello y regresar a su casa.

Julie le señaló un bultito.

— Es ésa —dijo Julie con ternura.

— ¿Es ésa? —preguntó Robin. No veía nada. O estaba muy lejos o él se estaba volviendo miope—. Parece muy mona —dijo de todos modos, pues no quería parecer insensible—. ¿Verdad?

— Es guapísima —le dijo Julie. Después le apretó el brazo—. Se pondrá bien, Robin. Ya verás. Todo se arreglará. Tully te necesita ahora. Todo se arreglará.

— Pues claro. ¿Quieres hacerme el favor de decirle que se vaya, para que yo pueda pasar a ver a mi mujer antes de que se muera? Ahora mismo está en cuidados intensivos con ella.

— ¡Tully no se va a morir, Robin! —susurró Julie—. Y además, yo no puedo entrar en cuidados intensivos. Son muy estrictos con las visitas.

— Y entonces ¿cómo ha conseguido entrar él?

Julie bajó los ojos.

— Se ha inscrito como el padre.

Robin miró el fardito a través del cristal. Estaba en la segunda fila… demasiado lejos para que leyera el nombre de la pulsera.

— ¿Me estás diciendo que se llama Jennifer Pendel? —preguntó con voz grave.

— Lo siento, Robin.

Robin miró a un lado y a otro. Tenía los dientes tan apretados que respiraba con dificultad. Después dio un puñetazo en el cristal, y otro. El cristal templado no se rompió, pero el ruido hizo que todo el mundo se volviera y se le quedara mirando.

Julie le agarró del brazo.

— ¡Robin, por favor!

El se soltó bruscamente.

— ¡Maldita sea! —siseó—. ¡Maldita sea, joder!

— ¡Robin, por favor!

Julie le seguía agarrando. No lograría quitársela de encima a menos que la tirara al suelo. Una enfermera se precipitó hacia ellos.

— ¡Oigan, por favor! —les gritó—. ¿Qué pasa aquí? ¿Cómo se atreven a armar este alboroto? ¡No quisiera tener que pedirles que se fueran!

— Pues yo no quisiera tener que pedirle que cierre el pico, joder —le dijo Robin en el mismo tono.

— ¡Robin, por favor! —exclamó Julie, y miró a la enfermera con ojos suplicantes—. Está muy preocupado, nada más. Lo siento, no se encuentra bien, está enfermo…

Finalmente consiguió arrastrar a Robin hasta la sala de espera.

— ¡Robin! ¿Te has vuelto loco?

— Claro. Iré a casa a coger la pistola y luego volveré a matarlos a los dos.

— ¡Basta, basta! —exclamó Julie—. ¡Cálmate! Ya están bastante liadas las cosas para que tú las compliques más.

Él tenía los ojos velados.

— Robin, es la madre de tu hijo. Es la madre de tu hijo. Por favor, hazlo por él. ¡Tranquilízate! Por el amor de Dios… A él no le va a hacer ningún bien verte así.

Robin se apartó de ella violentamente. Julie todavía insistía en sujetarle.

— Me voy a casa —dijo Robin.

— Si se despierta, es posible que pregunte por ti.

— Oh, sí, es muy probable, estoy seguro.

Julie le miró con dureza.

— Robin, seguramente lo estás pasando peor de lo que yo me imagino. Pero tienes un hijo que necesita ver a su madre y a su hermanita. ¿Quieres hacer el favor de controlarte?

Él le dio la espalda, pero luego se volvió hacia ella.

— ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes? Dime, ¿cuánto tiempo hace que estás en el ajo?

Julie tenía la cara crispada.

— Por favor. Sólo estoy aquí dos semanas al año. Siempre me has caído muy bien, Robin. Pero ella es mi amiga. Es la única amiga que me queda en el mundo.

— Oh, qué tierno…

Julie le agarró del brazo.

— ¡Robin, por Dios! ¿Por qué no te lo guardas para cuando ella esté mejor? Escúchame, si hubieras querido hablar un momento conmigo, te lo habría dicho: ella no lloró cuando todos nosotros lo hicimos. Si hubieras querido saber qué era lo que le pasaba, yo te habría dicho que no la juzgaras con demasiada severidad. Porque mientras todos los demás sufríamos nuestro duelo, ella estaba atontada, y se ha pasado varios años sin reaccionar. Dale un poco de tiempo. Ahora está en cuidados intensivos. Ya tendrás tiempo de sobras para dar voces.

El se soltó.

— ¡Malditos mentirosos, todos! Me voy. Dile que no quiero verle aquí cuando vuelva.

— Díselo tú —replicó Julie—. ¿Quién te has creído que soy?

Entonces Robin se fue, dejó el coche en el aparcamiento y regresó a su casa a pie. Por el camino, bajo la nieve, se dio cuenta de que ya no sentía dolor ni remordimientos.

— ¡Maldita sea! —murmuraba mientras daba patadas a la nieve—. ¡Maldita sea!

El aire frío le hizo recobrar parte de la sensatez, aunque no atenuó su rabia. Casi corría. Lo único que quería era hacerle daño a ella, hacerle daño hasta que llorara, hasta que chillara de dolor.

Cuando llegó a su casa, vio el Camaro de Tully, cubierto de nieve, y entonces supo lo que tenía que hacer. Sin pararse a pensarlo, se abalanzó hacia el coche y buscó su propio juego de llaves.

Tenía que irse a alguna parte. No podía dejar que su hijo viera cómo perdía los estribos.

Suena muy racional, ¿verdad?, pensó mientras intentaba arrancar. Tenía que huir a alguna parte porque no quería que Boomerang le viera. Sonaba muy sensato. Entonces, ¿por qué no paraba el motor y entraba en su casa?

Sacó el Camaro al camino. Las ruedas patinaron un poco. Robin advirtió que la calefacción no funcionaba bien. Se dirigió al aparcamiento de Frito-Lay, un sitio donde Tully y él iban a hacer el amor hacía años. Cuando llegó, se apeó de inmediato y pensó en Tully. Y gritó. Era domingo, el aparcamiento estaba vacío y Robin chilló y chilló. Corrió alrededor del coche, gritando cosas que olvidó en seguida, dio patadas al coche y a la nieve.

Exhausto, pero todavía furioso e incontrolado, Robin abrió el Camaro y buscó en el asiento trasero el tubo de hierro que hacía llevar a Tully por si acaso. Ella no lo había necesitado hasta entonces. Pero en ese momento, él si lo necesitaba.