IV

— Entonces, ¿cuándo me vas a presentar a tu madre? —le preguntó Robin una tarde por teléfono.

— Nunca —le contestó ella jovialmente.

Pero después de colgar, se sentó en su cuarto, alicaída. Así que llamo a Julie. Julie la animaría. Pero la señora Martínez le dijo que Julie estaba haciendo no sé qué en su club de historia. ¿Qué más daba lo que estuviera haciendo?, se dijo Tully al colgar. Nunca está en casa cuando quiero hablar con ella.

Entonces Tully llamó a Jennifer, que tampoco estaba en casa.

Nadie está en casa, sólo yo, pensó Tully de mal humor.

Puso la radio y bailó por su habitación con las ventanas abiertas. Su cuarto era la única habitación del diminuto piso superior, aparte del cuarto de baño. Era casi como un ático.

«Volaré, volaré, volaré lejos de aquí…» —cantó.

Dejó de bailar, se dirigió a su armario y sacó un mapa de National Geographic de una caja de cartón. Lo desplegó encima de la cama y se arrodilló a mirarlo. Con sumo cuidado, pasó los dedos por las ciudades, los pueblos, las aldeas, el mar y los desiertos del estado de California. Allí estaba: Palo Alto, San José. Sólo Palo Alto, sólo Palo Alto, sólo Palo Alto…

Tully recobró la noción del tiempo. Bajó corriendo a la cocina antes de que su madre regresara a casa. A veces Tully hacía unas hamburguesas muy buenas, con pan rallado, huevo y cebolla frita. Pero esa tarde no le daba tiempo. Eran las seis menos cuarto. Amasó de cualquier manera la carne picada y la echó en la sartén. Después peló unas patatas y las puso a cocer.

Hedda cruzó la puerta poco después de la seis, colgó el abrigo y pasó por delante de tía Lena y Tully, que estaban en el sofá, la primera viendo la televisión y la segunda leyendo una revista. Ambas levantaron la cabeza y la saludaron, pero Hedda rara vez les dirigía una mirada, rara vez les devolvía el saludo. Esa tarde no fue distinta. Hedda les gruñó al pasar en dirección a la cocina. Media hora más tarde cenaron en silencio. Tía Lena siempre parloteaba sobre temas diversos; su sobrina no le prestó atención. Después de cenar, Tully se aclaró la garganta y, sin mirar a su madre, le preguntó si podía ir al baile de inicio del curso. Hedda, sin mirarla tampoco, asintió en silencio.

— Gracias —dijo Tully.

Luego hizo un poco de té antes de empezar a recoger.

Hedda se llevó su taza, al cuarto de estar, se sentó en el sofá a ver el programa de Walter Cronkite, un concurso y después una vieja película. Tully lavó los platos y después subió a su cuarto, donde se puso a bailar sin hacer ruido, para que no la oyeran desde el piso de abajo.

A las once, Tully bajó a despertar a su madre y a decirle que se fuera a la cama. Tía Lena ya se había retirado hacía rato. ¿Qué hará mi tía durante todo el día?, se preguntó Tully. Se pasa el día aquí, sola, viendo la tele y tricotando. Tricotando ¿qué? Siempre tiene las agujas en la mano, pero yo no le veo la labor. Estoy convencida de que sigue con el mismo ovillo en la bolsa de plástico desde que tío Charlie murió, hace cuatro años. Pobre tía Lena. Me temo que mi madre y yo no somos compañía demasiado grata. Pero tía Lena tampoco. Si realmente hace media, seguro que lo hace con una sola aguja.

Tully subió al cuarto de baño, se lavó la cara y se cepilló los dientes. Después de mirarse al espejo unos segundos, cogió unas pinzas del botiquín y se rizó las pestañas. En su cuarto, se quitó los téjanos, el suéter, los calcetines y el sujetador. No solía ponerse sujetador debajo de los suéteres anchos, pero recientemente a su madre le había dado por pasarle revista por sorpresa, y Tully quería estar siempre preparada. Se puso una blusita vieja de verano y se echó en la cama, boca arriba, con la luz encendida, a contemplar su habitación.

Las paredes estaban pintadas de beige y desprovistas de la habitual parafernalia obsesiva de los adolescentes: no había fotos de los Dead o los Doors, ni Beatles, ni Rolling, Pink Floyd o Eagles. Ni de Robert Redford, John Travolta o Andy Gibb. Tampoco de Mijaíl Baryshnikov, Isadora Duncan o Twyla Tharp. No había postales ni fotografías a la vista. Ni estanterías ni libros. Tampoco discos. Junto a la ventana había una mesa vieja que le servía de escritorio y tocador, y luego sólo estaba la cama. Ante la mesa había una silla. En un rincón, al lado del armario, había una vieja cómoda. En la mesilla de noche, una lámpara y un teléfono. Tully no tenía televisor, pero sí una pequeña radio de onda media y frecuencia modulada.

Eso era todo lo que veía Tully tumbada en su cama, mientras combatía el sueño. Pero sabía que dentro del armario había cuatro cajas que le pertenecían: una estaba llena de ejemplares de National Geographic, cuya suscripción le había regalado Jennifer, y las otras con todos los libros que había leído, «regalos» de Jennifer o Julie. Y en el cajón superior de la mesa, debajo de algunas porquerías, había una fotografía de Tully cuando tenía seis años, rubia y delgada, entre una rechoncha Jennifer y una Julie morenita. Tully tenía a un niño pequeño en brazos.

Tully estuvo luchando por no dormirse durante una hora o dos. Se revolvía y daba vueltas. Se sentaba, giraba la cabeza, se mecía atrás adelante. Se reía, sacaba la lengua, murmuraba. Se levantó de la cama, abrió la ventana, sacó la cabeza —hacía mucho frío, estaba helando casi— y se le ocurrió ponerse a chillar. Pero la carretera de Kansas, los trenes y el río ya estaban bramando. Nadie la oiría. Dejó la ventana abierta, volvió a la cama y se tapó. Finalmente se durmió, con un sueño inquieto, igual que cuando estaba en vela, revolviéndose y dando vueltas, moviendo la cabeza de un lado a otro, meciéndose. Tully se destapó pataleando, levantó los brazos por encima de la cabeza y luego los volvió a bajar, sudando a mares.

Cuando Tully sueña, sueña que está en la cama, intentando mantenerse despierta; cierra los ojos, la cabeza se le cae sobre el pecho, pero está sentada, aunque finalmente se echa y sueña que se duerme, y mientras duerme, oye que se abre la puerta y cruje el entarimado del suelo. Los pasos son lentos y precavidos; Tully intenta abrir los ojos pero no puede; sacude la cabeza, pero es inútil; los pasos se le acercan, se le acercan, Tully nota que alguien se inclina sobre ella… ¿para darle un beso? Pero después la almohada le tapa la cara y entonces ella agita los brazos y las piernas, pero el cuerpo está encima de ella, la aplasta, y ella se retuerce e intenta gritar, pero no puede abrir la boca, le falta el aire, se asfixia, gime ahogadamente; Tully intenta subir las rodillas hacia el pecho, pero tiene a alguien encima, sujetándola, y la almohada… oh no, oh no, oh no… Y entonces se despierta, se incorpora bruscamente, jadeando, empapada de sudor.

Tully jadeaba, con los ojos cerrados; intentó recobrar una respiración normal, y se abrazó las rodillas. Después fue al cuarto de baño y vomitó. Se dio una ducha, se secó, se puso un chándal y se sentó a su mesa frente a la ventana abierta. Permaneció allí sentada en el frío hasta sentir que el cansancio la vencía y apoyó la cabeza en el tablero de la mesa. Al oír los primeros trinos de los pájaros, Tully se quedó dormida.