Diciembre, año 1115
Y el olvido obró el milagro y la leyenda triunfó en el tiempo
Habían pasado tres años desde lo sucedido en la cripta de la capilla de Santiago. El pequeño Arno se aferraba a mi mano sin comprender el porqué de tanta tristeza. El único sonido que se oía era el crujir de la pala al recoger la arena, seguido del sonido hueco de la tierra al estrellarse contra el féretro. Ernaud envolvía mis hombros con su brazo, apretándome contra él, para que sintiera su apoyo y su consuelo. Mi hermano, a pesar de su profunda aflicción, mantenía el porte sereno que correspondía a un hombre de su rango.
Cuando terminó el sepelio y se dispersó la gente, Achard se acercó a mí. Nos miramos un momento intenso, removiendo el desván amargo de los recuerdos.
—Era lo mejor para ella —me susurró.
—Lo sé.
La sombría enfermedad había asaltado la mente de Munia dos años antes. Todo empezó con pérdidas de memoria de cosas fútiles, sin importancia aparente, para después convertirse en olvidos de mayor gravedad como no reconocerme, confundir a su hijo Achard con su padre muerto, o la de olvidar el nombre de los que la rodeaban, incluso llegar a tratarlos como desconocidos. El problema para hablar fue otro síntoma de alarma, como si de pronto las palabras se hubieran borrado de su memoria. A ello le siguió la imposibilidad de comer sola, de beber, de vestirse o desvestirse, como si fuera un niño pequeño, incapaz de lo más elemental. El deterioro de su mente la llevó a un grave deterioro físico, y en pocos meses la muerte terminó con la pesadilla de la desmemoria. Mi consuelo fue que ese tránsito sin retorno resultó sereno, sin un ápice de sufrimiento; se apagó lentamente, envuelta en un hálito de placidez.
Aquella terrible enfermedad me hizo comprender lo espantoso del olvido, del vacío de la mente, la terrible tragedia de la apatía de los recuerdos.
Después del entierro de Munia me senté frente al tablero de madera que había junto a la ventana. Sobre la mesa deposité algunos pergaminos que, solícito, me había proporcionado Garum, el bibliotecario del monasterio de San Pedro; la pluma de oca afilada se mantenía firme en mi mano. Los primeros trazos salieron torpes, pero letra a letra fui desmenuzando cada hueco de mi memoria con la consciente intención de huir de la ausencia del recuerdo, intentando que todo quedase escrito, cada seña de mi vida, lo amargo, lo bueno, lo malo, la verdad, así como las mentiras que también ocurrieron en ella.
Después de la muerte de Arno, dejamos definitivamente cerrada aquella cripta y por fin mi vida dejó de ser una huida constante.
Ernaud se había convertido con el tiempo en uno de los mejores canteros de la zona, su destreza con las manos en el desbaste de la piedra lo hacían acreedor de la máxima confianza de gran parte de la nobleza, que le encargaba los trabajos más delicados en sus nuevos edificios. Bruno y él se habían conocido en Pamplona, cuando Ernaud, después de dejar a mi hermano en Berceo bajo mi custodia, portaba el testamento de mi padre dispuesto a hacerlo valer ante el duque de Borgoña para derrocar a Geoffroi del condado de Montmerle. Bruno regresaba del locus Sancti Iacobi; viajaba en solitario, animado por los relatos que de aquel lugar contaban las gentes que hasta allí habían ido. Era el cuarto hijo del duque de Borgoña y acogió a Ernaud en la fortaleza ducal, amparando su demanda y creyendo en la autenticidad de las últimas voluntades de mi padre, al que el duque había profesado gran aprecio.
Con el apoyo confirmado del duque sobre los derechos de mi hermano como legítimo heredero de mi padre, Ernaud decidió regresar a Berceo para que volviéramos por fin al condado de Montmerle y restablecer el orden perdido por la traición de Geoffroi. Pero no consiguió encontrar ni rastro de nuestro paradero. Nos buscó durante años, recorriendo cada rincón del Camino de las Estrellas, de este a oeste y de norte a sur, sin obtener resultado. En contra de las noticias de que el pequeño Achard, hijo del difunto conde Achard de Montmerle, había caído al río y se había ahogado, Ernaud afirmaba con rotundidad que Achard estaba vivo; pero lo cierto es que el tiempo pasaba y nada se sabía del supuesto heredero del condado, y mientras que éste no apareciera para hacer efectivos sus derechos, Geoffroi, como hermano del difunto conde, era el único con derecho a ostentar el título nobiliario. Así pues, ante la ausencia total de noticias de mi hermano y la imposibilidad de probar por parte de Ernaud que estaba vivo como él afirmaba, las cosas continuaron como estaban.
Mientras todo esto ocurría, Geoffroi había recluido a Munia en su cámara, humillada y despojada de cualquier consideración como condesa viuda, cautiva de su cuñado.
Hildegarda, por su parte, se erigió hasta su muerte en la dueña y señora de la organización de la casa, e impuso, con el beneplácito de su hijo, una férrea mano dura a todos los habitantes del condado, estableciendo impuestos y gravámenes abusivos que provocaron en muchas ocasiones el hambre y la miseria de las gentes dependientes del condado.
El testamento era válido, pero no podía hacerse efectivo por la ausencia de sus beneficiarios, así que Ernaud decidió esconderlo en un lugar seguro, convencido de que, tarde o temprano, yo aparecería junto a mi hermano.
Con el paso del tiempo, la amistad surgida entre Bruno y Ernaud fue en aumento, y el hijo del conde se convirtió en el mejor confidente de Ernaud. Así, Bruno supo, incluso antes que yo misma, que Ernaud me amaba desde que éramos niños; también le contó la verdad sobre las reliquias del apóstol Santiago, el significado de las marcas lapidarias que lo veía tallar en todas las iglesias, oratorios y claustros, y la intención de arrancarle el alma a las piedras con el cincel de sus manos. Por ello decidió aprender el oficio que con tanta maestría dominaba su amigo, y continuar con la tradición de labrar la señal con la que evitar que la leyenda, completamente asentada, aniquilase la verdad con la que se la había alimentado.
Ambos pasaron juntos largas temporadas, viajando por las tierras de Navarra, Castilla y Galicia, aprovechando el auge de edificaciones: casas, templos, monasterios, aldeas enteras que surgían de la nada para dar la atención debida a los que peregrinaban al locus Sancti Iacobi.
Durante el verano del año 1111, Bruno llegó a Compostela con el fin de participar en la construcción de la nueva catedral en la que también trabajaba Arno como cantero. Se conocieron de forma casual y, con el tiempo, Bruno descubrió que se trataba del mismo cantero del que alguna vez le había hablado Ernaud, que, como un iluminado, pretendía sacar a la luz los pergaminos de La Inventio ocultos tras la lápida de Martín de Bilibio, en un intento de demostrar que los restos de Prisciliano estaban en el locus Sancti Iacobi, mártir conde nado por la Iglesia y de cuyas teorías eran seguidores ocultos muchos canteros. Pero lo cierto era que Arno, encargado junto a Bruno de levantar la sepultura del obispo iriense Teodomiro para trasladarla a un lugar más alejado del túmulo donde se veneraban los restos del Apóstol, había descubierto que la marca lapidaria que tenía que indicar el lugar en el que descansaba el mártir Prisciliano no se encontraba tallada, como siempre habían pensado, en el locus Sancti Iacobi, sino en la lauda del obispo Teodomiro, fallecido en octubre del año 847. Bruno, seguidor como él de las teorías herejes del priscilianismo, comprendió que el rastro del mártir se había perdido en la noche de los tiempos y aceptó el destino. Pero, para Arno, las cosas no parecían tan sencillas y continuaba con su obcecación de desenmascarar la farsa urdida para sacralizar un lugar herético para la Iglesia.
Durante los meses en los que trabajaron juntos, Bruno, actuando con prudencia, nada le dijo sobre Ernaud ni sobre su propia procedencia. Cuando Arno le anunció que se tenía que marchar, Bruno sospechó algo, ya que había oído rumores entre los canteros de que escondía a alguien en su casa. Indagó de forma sutil sobre su destino, y el propio Arno le dijo sin reparos que se dirigía hacia un lugar llamado Montmerle, cercano a Dijon, para acompañar a una mujer de nombre Mabilia. Bruno pensó que se trataba de la misma mujer que Ernaud buscaba desde hacía años. Por esa razón, le propuso a Arno unirse a nuestro viaje, utilizando la excusa de que había tenido malas noticias sobre el estado de salud de su padre. Arno aceptó sin problemas; viajar en compañía resultaba lo más recomendable para evitar en lo posible los ataques que sufrían los peregrinos más solitarios. Dos hombres sabrían defenderse mejor que uno.
Durante el viaje las cosas fueron demasiado evidentes para Bruno: al verme embaucada y seducida por los abrazos de Arno, veía muy probable el quebranto de la promesa que le había hecho a Ernaud, y que guiase a Arno hasta la cripta; pensó que debía actuar de inmediato para impedir que Arno llegase a los pergaminos de La Inventio. Cuando se separó de él en las inmediaciones del castillo de Montmerle, tomó un caballo que pagó a precio de oro y cabalgó toda la noche para llegar hasta donde se encontraba Ernaud.
Ernaud me confesó que sintió una profunda decepción cuando llegaron a la iglesia de Santiago y vieron la cripta abierta. No les dejé otra alternativa; con mi traición a Ernaud había sentenciado a muerte al padre de mi primer hijo, el pequeño Arno, que nacería unos meses después.
Con el testamento en la mano teníamos que ir a buscar a mi hermano y convencerlo de su obligación de regresar. A las pocas semanas, emprendimos el camino hacia el sur, acompañados de una guarnición que nos cedió el propio duque de Borgoña. Cruzamos los Pirineos y cuando llegamos a Biscarretum me presenté ante Lezat y Garsinda. La noticia de la muerte de su hijo quedó atenuada al recibir el consuelo del próximo nacimiento de su nieto, un nieto que ya podían percibir en mi vientre abultado.
Había que convencer a Achard de que era su deber regresar y tomar el mando de un condado que le pertenecía por derecho. Sólo con su vuelta sería posible restablecer el desconcierto en el que estaba sumido el condado. Pero Achard estaba demasiado asustado como para entender aquel deber que de repente se le imponía.
—Yo no soy caballero —protestó—. Mi elección ya está tomada, en poco tiempo procesaré los votos y me convertiré en monje.
—No se trata de que elijas o no, tienes una obligación y debes retornar al lugar que te corresponde —le reprochó Ernaud.
—No sabré cómo actuar —insistió.
—Serás un buen conde —afirmó Ernaud—, lo llevas en la sangre.
A pesar de la firmeza en las palabras de Ernaud, Achard tenía reflejado en sus ojos el miedo.
—Geoffroi me amenazó si volvía —bajó los ojos avergonzado—. Me matará si regreso.
—Geoffroi no podrá hacerte más daño —concluyó Ernaud contundente—. Tus intereses están amparados en el testamento de tu padre y han sido confirmados por el mismísimo duque de Borgoña. Nada has de temer de ese miserable. Todos en el condado de Montmerle te esperan impacientes.
La guarnición de hombres, portando el estandarte del ducado de Borgoña, nos precedió en la entrada al castillo de Montmerle. Me resultó extraño encontrarme de nuevo en el interior de aquel patio, un recuerdo alterado por el tiempo, ya que todo me parecía distinto, más pequeño, más agobiante de lo que había quedado en mi memoria.
El revuelo era enorme, los hombres de Geoffroi iban y venían desconcertados, sin saber muy bien a qué se debía semejante despliegue. Los soldados liderados por el lugarteniente del duque se dispusieron a lo largo de todo el perímetro del patio, en el rastrillo de entrada y en las puertas de la torre donde tenía su residencia Geoffroi. Montado a caballo, mi hermano, ya despojado de su raído hábito, vistiendo una saya corta de seda que se ajustaba a su cuerpo y portando sobre los hombros una hermosa capa que lo cubría hasta las rodillas, iba flanqueado por Bruno y por Ernaud, y, delante de ellos, el duque de Borgoña se abría paso con gesto marcial sobre un imponente palafrén cubierto con una tela que llevaba los colores de su estandarte. Yo los seguía cabalgando sobre una yegua tranquila y ancha de lomos. La duquesa de Borgoña me había cedido un hermoso brial de uno de sus últimos embarazos y había cubierto mi pelo, demasiado corto todavía, con una cofia de brocado que me daba una apariencia de gran señora.
La comitiva se detuvo en el centro del patio, donde ya esperaba formada la guarnición de Geoffroi para recibir la inesperada visita del duque, de la que el condado era vasallo.
—Quiero ver a Geoffroi de Montmerle —gritó el duque.
Al nombrarlo sólo por su nombre lo había despojado de su rango delante de todos.
Uno de los soldados se adelantó. Hubiera reconocido a Fulco en cualquier rincón del mundo.
—El conde Geoffroi —remarcó el lugarteniente de mi tío— se encuentra descansando. ¿Puedo preguntar a qué se debe vuestra inesperada visita, mi señor?
—Hacedle salir, ya que está obligado a rendir lealtad a Achard de Montmerle, el legítimo conde de estas tierras.
El gesto contrariado de Fulco no fue el único. Los habitantes del castillo miraban extrañados a la comitiva. No entendían las palabras del duque porque en su memoria apenas recordaban al pequeño Achard, desaparecido una noche de invierno y que a juicio de todos estaba muerto.
—No entiendo lo que queréis decir…
—Deja, Fulco, con gusto atenderé a mi señor, el duque de Borgoña, como merece su rango.
Todos los ojos se posaron en mi tío Geoffroi que, con voz potente, había interrumpido las palabras de su lugarteniente desde la entrada de la torre. Su capa le cubría hasta la boca, con lo que ocultaba de cualquier mirada los síntomas de su enfermedad. Su aspecto no había mejorado desde la última vez que lo vi: había perdido las cejas, su nariz aparecía inflamada y su voz me pareció más ronca.
—Geoffroi de Montmerle —el duque alzó la voz, adelantando su montura hasta el pie de las escaleras—, rendid homenaje al conde Achard, heredero legítimo de este condado de acuerdo con la voluntad de su padre y vuestro hermano, muerto al servicio de una justa causa para mayor gloria de Dios.
El silencio quedaba interrumpido por los relinchos de los caballos y el sonido metálico de las lorigas de los soldados en su intento de mantener tranquilas sus monturas.
—Bien sabéis, mi señor, que desde la muerte de mi querido hermano ostento el título de conde de estas tierras con la mejor disposición, habiéndoos prestado desde siempre mi lealtad como vuestro vasallo y demostrando con mi actitud mi absoluta sumisión a vuestras órdenes. No alcanzo a comprender a qué se debe esta petición.
—Sabéis perfectamente de lo que estoy hablando porque, según tengo entendido, no hace mucho, vos mismo visitasteis a vuestro sobrino, el legítimo conde, confinado desde hace años por vuestra inicua actitud en un monasterio muy lejos del lugar que por su rango le correspondía, y lo amenazasteis de muerte si regresaba a este condado, su condado.
Mi hermano se irguió en su caballo y se acercó con gesto altivo. En aquel momento me sentí orgullosa de él.
—Doy fe de ello, la amenaza fue clara y contundente: si osaba a regresar a Montmerle, me mataría con sus propias manos.
Un silencio espeso envolvió aquel patio atiborrado de gente. Por un instante pensé que Geoffroi se iba a rendir, pero sonrió mordaz.
—Y…, con todos mis respetos, mi señor, ¿tenéis alguna forma de demostrar lo que afirmáis con tal rotundidad?, ¿o tan sólo presentáis a un muchacho barbilampiño que nada tiene en lo que sustentarse en cuanto a su identidad?
El duque hizo un gesto de desagrado; sin apartar los ojos de Geoffroi, tendió la mano a mi hermano, que con rapidez le entregó el testamento de mi padre. Lo abrió y, con voz clara y potente, lo leyó íntegro. Cuando terminó, lo volvió a plegar y se lo devolvió.
—¿Os sirve, Geoffroi de Montmerle? He de advertiros que ese documento, como estoy seguro de que conocéis, está signado con vuestra firma como testigo de las intenciones sobre su herencia que vuestro hermano dictó ante vos y ante el anterior abad del monasterio de San Pedro.
Geoffroi intentaba mantener la dignidad, pero se le notaba tenso.
—Me someto a vuestro juicio, mi señor, pero he de decir en mi defensa que cuando ocurrió la desgraciada muerte de mi querido hermano, asumí el rango de conde de Montmerle ante la ausencia de su hijo, un niño que en aquel entonces apenas tenía dos años y que fue sacado de este castillo a hurtadillas y de manera torticera por voluntad de la viuda de mi hermano y madre de la criatura, desconociendo, o no queriendo ser consciente de las razones que arrastraron a esa mujer a hacer tal tropelía, a no ser que mi hermano hubiera sufrido el engaño y ese niño no fuera su hijo.
—¡Eres un canalla, embustero!
La voz fuerte y desgarrada de una mujer a nuestra espalda provocó que todas las miradas se girasen hacia el lugar de donde procedía. De pie, en la puerta de la casa levantada por orden de mi padre en la que viví con Munia y con mi hermano antes de mi salida del castillo, permanecía, altiva, una mujer. Me estremeció ver el rostro de Munia. Sus ojos se posaron un instante en los míos y, luego, buscaron rápidos a mi hermano, al que miró un momento intenso, para romper el silencio mantenido por todos los presentes:
—Tú mataste con tus propias manos a mi esposo para ocupar su lugar en el condado, después pretendiste acabar con mi hijo Achard, el legítimo hijo del conde muerto…
Su voz se quebró y sus ojos brillaron por la emoción; recuperó el aliento necesario y mantuvo alzada la barbilla, altiva.
—No debéis atender las palabras de esta mujer —agrego Geoffroi—. Os aseguro que no está en sus cabales.
En ese momento, uno de los soldados que estaban junto a Fulco se adelantó hasta quedar junto al caballo del duque.
—Esta mujer dice la verdad.
—Decidme, soldado, ¿por qué estáis tan seguro en vuestra afirmación? —preguntó el duque con interés ante el gesto contrariado de Fulco y de Geoffroi.
—Señor, yo mismo fui testigo de la muerte del conde Achard a manos de su propio hermano.
Sus palabras provocaron un murmullo entre las gentes que atiborraban el patio del castillo, atentas a lo que allí estaba aconteciendo.
—Antes de la partida —continuó el soldado, un hombre fuerte, de frente despejada y con la piel ajada por el sol y el viento—, Geoffroi de Montmerle nos había dado instrucciones a tres de nosotros para que matásemos al conde; ninguno de nosotros fue capaz de cometer un crimen así contra el hombre al que servíamos con lealtad y que siempre dio muestras de nobleza, rectitud e integridad. A los dos años de nuestra partida, Geoffroi de Montmerle se presentó en el campamento. Lo recuerdo como si fuera ahora mismo, porque era una noche de frío gélido; llevábamos meses pasando penurias, miserias difíciles de explicar, los hombres morían de frío o hambre, aquello fue horrible. Él… —miró esquivo un instante— nos recriminó nuestra cobardía…
El viento arreció con una ráfaga que, como un rugido, pareció romper el silencio que se había hecho ante sus palabras. El soldado continuó hablando:
—Cuando el conde Achard entró en la estancia y vio a su hermano recién llegado, lo abrazó alegre por el encuentro. Todo se detuvo, y el conde cayó herido por ese abrazo maldito, con un cuchillo hincado en el corazón que le causó la muerte inmediata.
El viento ululaba y los animales, ajenos al espantoso relato de aquel soldado, se movieron inquietos en aquel patio fortificado en el que se estaban revelando tantas traiciones.
El soldado se volvió hacia Geoffroi y lo miró, manteniendo un instante un gesto arrogante y despectivo. Luego, clavó de nuevo sus ojos en el duque.
—Lo mató a sangre fría, mi señor.
El aire gélido cortaba mis mejillas y sentí un escalofrío que me hizo tiritar.
Geoffroi intentó reaccionar.
—Reclamo justicia al duque de Borgoña, como vasallo suyo y su humilde servidor.
El duque, molesto por las palabras de Geoffroi, lo miró con recelo, pensativo. Tiró de las riendas del caballo, haciendo que el animal cabeceara agitado.
—Tengo entendido que hace poco habéis regresado de una larga y penosa peregrinación hasta las reliquias del apóstol Santiago, en busca de la misericordia del santo para que le curase un terrible mal, y me pregunto si habrá obrado nuestro apóstol el milagro haciendo desaparecer esa enfermedad que padecíais.
—Son sólo habladurías, mi señor, es cierto que he peregrinado a esa tierra remota en la que dicen que está enterrado el apóstol Santiago. Pero no padezco mal alguno, ni necesito de milagros que lo curen.
—No es eso lo que yo he oído. Son muchos los que huyen de estas tierras por temor a ser infectados de la enfermedad de la lepra que dicen que padecéis.
La gente se alteró y de nuevo un murmullo de voces susurrantes y reticentes se extendió por cada rincón del patio del castillo.
Geoffroi se mostró visiblemente incómodo porque el duque estaba exponiendo sus miserias y vergüenzas ante los habitantes del castillo. Podía soportar que lo acusaran de matar incluso a su propio hermano, que lo tildasen de traidor o de cualquier otro crimen execrable; asumiría la sentencia de muerte con la dignidad de un caballero, en el pleno convencimiento de que, en la lucha, unas veces se gana y otras se pierde. Pero mostrar el pecado depravado de la lepra lo ponía en una situación demasiado humillante que difícilmente podría digerir.
—Os someteréis a la observación del sacerdote y si la Iglesia, por medio de su representante, confirma que sufrís el mal, entonces será la prueba de que habéis recibido el castigo de Dios.
No tardó en confirmarse que Geoffroi padecía lepra. Menospreciado, como si de un apestado se tratase, se lo recluyó en un lazareto a varias leguas del castillo. En ese destierro lo acompañó su lugarteniente, Fulco, y al resto de sus caballeros más fieles se les impuso como penitencia la peregrinación al locus Sancti Iacobi.
El peor castigo que se podía infligir a Geoffroi era ser declarado delante de todos un muerto en vida, atenazado por una enfermedad de pecadores: la lepra era un castigo divino.
El encuentro con Munia fue de gran emoción. Mi hermano, remiso al principio porque nada recordaba de la imagen de su madre, se fundió con ella en un extraño abrazo. Munia presentaba un aspecto terrible; excesivamente delgada y pálida, había perdido todo el encanto que tenía la última vez que la vi, con ropas raídas y aspecto astroso. Había pasado confinada en su cámara todos aquellos años, sin poder salir de ella ni un solo día desde nuestra partida.
Una vez que Achard tomó posesión de su condición de conde, adoptó una primera decisión. A pesar de su corta edad, recordaba con nitidez el momento en el que lo arrojaron al río y cómo Ernaud lo arrancó de una muerte segura. Pretendía restituir el orden en la fortaleza de Coucy, a cuya cabeza se encontraba Garim, aquel hombre malvado y miserable. El señor de Coucy, como se hacía llamar desde la muerte del padre de Munia, fue juzgado y condenado por traición y por el intento de asesinar al heredero del condado de Montmerle.
Achard le propuso a Ernaud su nombramiento como señor de Coucy, y él aceptó gustoso. Guillen, el hijo de Orengarda, se convirtió en su lugarteniente y hombre de confianza.
A pesar de la insistencia de mi hermano para que se quedase a su lado, Munia había soportado demasiada amargura en aquel castillo cuyos muros la seguían ahogando. Así que, una vez restaurado el orden en las tierras de Coucy, solicitó a Ernaud permiso para trasladarse a vivir a la fortaleza. Con ella me fui yo, y allí nació mi hijo Arno a los pocos días de instalarnos. Hubo de transcurrir un tiempo para apagar el recelo que había despertado en Ernaud, pero el amor venció toda reticencia y, cuando el pequeño Arno cumplió un año, me convertí en su esposa.
Por fin comenzaba a vivir la vida que me correspondía. La maternidad me devolvió el sosiego perdido, y me ayudó a conciliarme con mi conciencia.
Supe de la muerte de Geoffroi a los dos años de su deshonrosa salida del castillo de Montmerle, abandonado por todos y acuciado por los terribles síntomas de la lepra, que poco a poco fueron deformando su aspecto hasta llegar a resultar un ser grotesco, cubierto por máculas horribles y abultamientos que se extendieron por todo el cuerpo. El castigo divino había caído sobre él.
Viajé con mi hijo Arno hasta el hospital de Biscarretum con el fin de que sus abuelos, Lezat y Garsinda, conocieran a su nieto. La estancia en aquel lugar se prolongó durante tres semanas, en las que ambos disfrutaron de la compañía del niño y yo recuperé la serenidad de mi pasado.
Antes de nuestra partida para regresar a la fortaleza de Coucy, Garsinda me entregó un mandil con algunos utensilios que pertenecieron a Arno.
—Es la única herencia que le puedo ofrecer de su padre. Cuando sea mayor y entienda de estas cosas, entrégaselo. ¿Lo harás?
—No temas, Garsinda, se lo daré, y estoy segura de que le gustará, y quién sabe, tal vez se convierta en un buen cantero como su padre. En mi esposo Ernaud tendrá un buen maestro.
—Sé que a tu lado será un buen hombre. —Hizo un gesto, dolorida.
La despedida de Garsinda y Lezat fue emotiva porque sabíamos que no habría más encuentros. Su tiempo se acababa. Esperarían serenos su final, recibiendo al peregrino que solicitaba su caridad para llegar hasta su anhelado destino.
El tiempo pasa inexorable, un tiempo al que nunca podremos vencer, un tiempo que pasa sobre nosotros, otorgándonos la vida primero para luego arrojarnos a la incertidumbre de la muerte.
Por fin comprendí el empeño de un grupo de canteros que, a lo largo de los años, generación tras generación, intentaba que no cayera en el olvido la última prueba que demostraría la sacralización de la tumba de un mártir condenado por la Iglesia. Pero incluso ellos mismos habían sido víctimas del paso del tiempo y de los actos ocultos de unos pocos a los ojos del resto.
Con el extraordinario aumento del número de peregrinos que circulaban siguiendo la senda de las estrellas, de poco serviría revelar aquella verdad probada contenida en La Inventio, encubierta en las entrañas de la tierra, recordada en la superficie de los muros de las iglesias y en las columnas de los claustros a lo largo de todo el camino sagrado. La firme devoción de los fieles elevaba cualquier dilema sobre la legitimidad de los restos del Apóstol a una certidumbre indiscutible, a un dogma incuestionable, imposible ya de derribar.
Ernaud y los que como él arrancaban con sus manos el alma de las piedras sabían que la mejor forma de mantener el recuerdo vivo en la memoria de los creyentes era que todo siguiera como estaba: inmortalizado en la superficie eterna de las piedras.
En las ocasiones en que visito a mi hermano Achard en el castillo de Montmerle, me suelo acercar a solas hasta la capilla de Santiago donde sé que, bajo mis pies, yace el cuerpo de Arno. La soledad de aquel templo me concede una extraña paz, y con el tiempo he llegado a entender que para encontrar la verdad de la historia es necesario buscar en las sombras.