Pamplona, año 847
Martín de Bilibio siempre se había mantenido al margen del sentimiento de culpabilidad que tanto había afectado al obispo Teodomiro. No creía que fuera un problema el hecho de concebir un milagroso hallazgo de unas reliquias si los fines eran piadosos, y era una evidencia que, hasta aquel momento, el portentoso descubrimiento de esa tumba había sido provechoso para todos: los fieles acudían con fervor a venerar las reliquias, se había fortalecido la fe y la esperanza, pero además el obispado de Iria Flavia estaba recuperando un prestigio perdido a lo largo de años de abandono y luchas políticas. Sin embargo, desde su partida del locus Sancti Iacobi con los pergaminos y, sobre todo, desde su encuentro fortuito con Zacarías, había entrado en una espiral de confusión que lo aturdía.
A pesar de que todavía se sentía muy débil, su indignación lo hacía caminar rápido, sin pensar en otra cosa que no fuera recuperar los pergaminos. Se había despedido de Braulio y de Totmundo agradeciéndoles su hospitalidad. De Fagildo sólo obtuvo un adiós frío y distante. Había comprendido Martín que no sólo Zacarías había leído La Inventio sino que además le había hecho partícipe a Fagildo de parte de su contenido. Sólo eso podría explicar el desprecio con el que lo trató el monje. No se imaginaba Martín qué se le habría pasado por la cabeza a aquel sencillo monje al conocer la negra conciencia del obispo descubridor de tan excelsas reliquias, que se podrían llegar a equiparar con las de san Pedro y san Pablo en Roma.
Se sentía angustiado por el destino que el herrero le pudiera dar al manuscrito. No entendía por qué se lo había llevado. Estaba enfadado consigo mismo por haber confiado tanto en un extraño con ideas tan insólitas como las que le había contado. Caminaba rápido en dirección a la ciudad de Pamplona, donde esperaba encontrarlo y exigirle la devolución de La Inventio.
Después de casi dos días de camino, divisó en lo alto de un cerro sobre el río Arga la ciudad de Pamplona, protegida por una muralla reconstruida en varios de sus tramos, consecuencia de los últimos ataques sufridos por la ciudad. Cuando llegó a sus puertas ya estaba anocheciendo. Nada más entrar se cerró el acceso de la muralla con el fin de defender a sus habitantes de los peligros nocturnos. Deambuló por las calles estrechas y embarradas, hasta que llegó a una plaza en la que se levantaba la iglesia catedral. Estaba dispuesto a buscar a ese herrero ladrón, pero se encontraba profundamente cansado. Necesitaba comer algo y dormir, ya que de lo contrario caería enfermo de nuevo. Sentía que había fallado a su señor porque había sido incapaz de custodiar con diligente prudencia algo tan delicado, pero la irritación por la forma de actuar de Zacarías le impedía aceptar la pérdida del manuscrito. Tenía que encontrarlo, tenía que recuperarlo y llevarlo a su destino para regresar y comunicarle al obispo que podía morir tranquilo, que su conciencia se hallaba custodiada en las entrañas de la tierra.
No tenía nada más que unas monedas que le había dado Braulio en un último arranque de caridad, además de una capa de lana que lo cubría del frío y un pequeño morral en cuyo interior sólo le quedaban un par de manzanas y algunas castañas. Había perdido la carta de recomendación de Teodomiro durante el asalto que casi le cuesta la vida. No tenía nada que lo acreditase. El hábito raído que llevaba le daba más aspecto de mendigo que de otra cosa, o lo que era peor, podían confundirlo fácilmente con uno de los giróvagos que con atuendos de monje se pasaban la vida errando de un lado a otro y viviendo de la hospitalidad de las gentes.
Entró en el templo y buscó un rincón en el que agazaparse. Apenas veía nada a su alrededor pero escuchó algunos susurros cercanos a él, figuras envueltas en la penumbra dispuestas a pasar la noche al cobijo de la iglesia. Las únicas velas que titilaban en medio de la oscuridad eran las del altar. Se comió a mordiscos una de las manzanas y sintió que los ojos se le cerraban por el cansancio. Se fue dejando mecer por el sueño hasta que quedó dormido.
Una voz acompañada de un suave zarandeo en su hombro lo arrancó del sueño.
—Despertad, despertad, os lo ruego.
Martín abrió los ojos con pesadez, como si sus párpados fueran de mármol. Estaba helado de frío y se estremeció con un escalofrío. Un hombre de grandes ojos sostenía ante él una pequeña antorcha de la que se desprendían algunas chispas que volaban a su alrededor.
—Lo siento… —balbució Martín—, no tenía adónde ir… lo siento.
Intentó levantarse, aturdido, pero el hombre lo sujetó por el hombro y le sonrió.
—No tenéis de qué disculparos. La casa de Dios se abre a todo el que lo necesite, pero ahora debéis salir, he de adecentar el templo para recibir a los fieles en la primera misa.
Martín de Bilibio se levantó y observó que otras sombras sigilosas y cansinas abandonaban el lugar. El hombre que lo había despertado colgó la antorcha en una argolla, cogió una escoba y comenzó a arrastrar las inmundicias desparramadas por el suelo.
—Permitidme que os ayude —dijo Martín.
—No es necesario…
—Os lo ruego, dejadme ayudaros.
El hombre aceptó con una sonrisa agradecida, le entregó un rastrillo e iniciaron en silencio la tarea. Pocos de los que pasaban las noches al cobijo de las naves de la iglesia se preocupaban de lo que dejaban detrás.
Después de la celebración de la misa, a la que asistieron muy pocos fieles, el sacristán le ofreció un poco de leche caliente y algo de miel.
—Mi nombre es Froilán, soy el sacristán. ¿Estáis de paso en la ciudad o venís para quedaros?
—Sólo estoy de paso —contestó Martín—. ¿Podríais darme noticia de un hombre llamado Zacarías?, creo que es herrero…
—¿Buscáis a Zacarías? —interrumpió Froilán, arqueando las cejas—. Llegó hace tan sólo unos días.
—Entonces, ¿está en la ciudad?
—Claro. A todos nos ha alegrado su regreso; cuando se marchó dejó un gran vacío en la herrería, nadie trabaja el hierro como él, y ahora hay mucha faena. Ha sido muy grata la noticia de su regreso.
Martín suspiró agradecido. Al menos estaba allí. Ya sólo quedaba recuperar esos pergaminos.
—Veo que lo conocéis bien.
—Lo vi venir al mundo del vientre de su pobre madre. Ella murió al poco tiempo dejando a su padre con cinco muchachos que no le llegaban a la cintura.
—Por lo que sé, tiene familia aquí en Pamplona.
—Es el sobrino de don Íñigo Ximénez, el presbítero encargado de la catedral y al que habéis visto celebrar la misa, y que a su vez es primo de don Íñigo Aritza, nuestro rey.
—No sabía que Pamplona tuviera monarca.
—Era necesario un líder de la tierra que defendiera la ciudad tanto de los francos como de los sarracenos. Así que lo consideramos como nuestro rey.
Martín comprendió entonces la instrucción de Zacarías. Procedía de una familia pudiente de un reino en ciernes. No era habitual la ilustración entre los nobles pero ellos eran los únicos que tenían la oportunidad de acceder a la cultura fuera del mundo clerical.
—¿Dónde puedo encontrar a Zacarías? He de hablar con él.
—A estas horas ya estará en la herrería. Allí podréis verlo.
Le explicó cómo llegar hasta la fragua y salió de la iglesia ansioso por encontrarse con él. El frío era intenso y una espesa niebla envolvía las calles. Escuchó los golpes del martillo sobre el hierro antes incluso de divisar la forja. Se trataba de un amplio cobertizo abierto por dos lados, en cuyo fondo estaba la fragua que en ese momento ardía con fuerza; tres hombres trabajaban martilleando con ímpetu el hierro candente que se iba moldeando a merced de los golpes.
Martín divisó a Zacarías en seguida. Llevaba un delantal de cuero que le cubría parte del cuerpo, tenía la cara tiznada y su piel brillaba por el sudor del calor y el esfuerzo.
Se detuvo a cierta distancia y, como si hubiera intuido su presencia, Zacarías alzó la cara y sus ojos se encontraron. No mostró sorpresa al verlo, lo que le dio prueba a Martín de que lo esperaba. Dejó de martillar, llamó a un muchacho que azuzaba la fragua, le dijo algo y le entregó la maza y la tenaza con la que sujetaba y manejaba la pieza a moldear. Se quitó los guantes de cuero y se acercó hasta Martín.
—Veo que os habéis recuperado —dijo con una amplia sonrisa—. Me alegro por ello.
—¿Dónde están?
La voz de Martín era seca y su tono rudo. Zacarías miró a un lado y otro sin contestar. Su actitud indignó al monje más de lo que estaba.
—Tal vez te creas eximido de tu execrable culpa por ser sobrino de quien eres, pero te aseguro que pagarás por lo que has hecho…
—¿Quién os ha hablado sobre mí? —preguntó, interrumpiendo las palabras del monje.
—He dormido en la catedral. Allí conocí al sacristán, él me dio noticia de cómo encontrarte y me dijo quién eras. Devuélveme lo que me has robado o acudiré a tu tío.
—No os preocupéis, Martín. Os devolveré vuestros pergaminos.
—No tenías ningún derecho a llevártelos. Es un manuscrito importante…
—Reconozco que sí lo es, no sólo importante, sino de una extraordinaria trascendencia.
El sonido estridente del martilleo los envolvía.
—Esos pergaminos no pueden estar de mano en mano… es un asunto muy peligroso.
—No temáis, Martín, he sido muy prudente si es eso lo que os preocupa, aunque reconozco que me equivoqué al involucrar al hermano Fagildo…, el asunto superó su moral. No tenía que haberle consultado nada.
El desconcierto asaltaba a Martín. Esperaba que Zacarías negase el robo, o bien que se defendiera de lo que había hecho; sin embargo, nada de eso hacía.
Zacarías sonrió. Su cuerpo emanaba un olor a herrumbre y leña quemada. Echó una ojeada a la fragua y gritó a uno de los que estaban trabajando, advirtiéndole de que volvería en seguida.
—Acompañadme, os lo ruego. Iremos a por vuestros pergaminos, pero antes quiero que conozcáis a alguien.
Martín lo siguió en silencio por las calles de Pamplona hasta que llegaron a una pequeña iglesia que se estaba levantando hacia el sur, al otro lado de la muralla. En el solar que había delante de lo que sería la portada del templo se había erigido un cobertizo para proteger de las inclemencias del tiempo la labor de tres canteros que, en aquel momento, tallaban la piedra. La estridencia de la fragua se tornó en golpes secos y huecos sobre la piedra.
—¡Galindo!
A la llamada de Zacarías uno de los canteros alzó la vista, hizo un gesto de saludo con la cabeza, dejó la maceta y el buril y se acercó hasta ellos. También era corpulento y llevaba un mandil de cuero a la cintura con varios bolsillos en los que guardaba diversas herramientas propias de su oficio.
—Éste es mi hermano Galindo —dijo Zacarías en cuanto el cantero estuvo frente a ellos.
Martín miró a los dos hombres; sus facciones eran muy parecidas, aunque el cantero tenía el pelo más corto y rizado, y era mucho más corpulento.
—Zacarías —dijo al volverse hacia el herrero—, no puedo perder más tiempo, tengo mucho camino por delante, devuélveme lo que es mío y olvidaré la falta que has cometido.
—Lo haré, no temáis, pero antes me gustaría que escucharais lo que queremos deciros.
—Ya te he atendido bastante y lo único que he obtenido de ti ha sido una traición. No puedo confiar en ti, Zacarías. Da gracias al Altísimo de que no te he denunciado…
—Martín —el herrero lo interrumpió con gesto serio—, si hubierais tenido la intención de denunciar mi…, llamémosle préstamo, ya lo hubierais hecho, aunque eso llevaría a dar pábulo al contenido de La Inventio, y estoy seguro de que esa circunstancia es lo último que pretendéis, ¿me equivoco?
—Eres un canalla…
—No os enojéis, os lo ruego. Sólo pretendo que nos atendáis un instante. Tiene mucho que ver con el contenido de esos pergaminos, os lo aseguro. Después, os podréis marchar con vuestro manuscrito.
—¿Qué otra elección me queda?
Los dos hermanos se miraron y sonrieron.
—Acompañadme. —El cantero habló por primera vez—. Quiero mostraros algo.
Entraron en las obras de la iglesia. En su interior había una actividad frenética: otros canteros labraban los zócalos sobre los que descansaban los pilares que ascendían hacia la cubierta, todavía envuelta en un complejo entramado de madera; albañiles y peones trabajaban en lo alto de los andamios dando forma, poco a poco, a los muros que cerrarían el templo. En la planta se podían advertir claramente tres naves separadas por arcos que reposaban sobre gruesos pilares. Todo era ruido y movimiento.
Los dos hermanos, seguidos por el monje escribiente, atravesaron la nave central en dirección a la zona del altar, esquivando los obstáculos propios de las obras. Dos carpinteros tallaban las tablas del cancel que separaría al clero de los fieles y que iría instalado sobre un podio de piedra. La cabecera era un semicírculo y estaba totalmente terminado, por lo que en aquel rincón se encontraban apartados del bullicio de las tareas desarrolladas en las naves.
El cantero se aproximó al pilar derecho que cerraba el semicírculo.
—Martín, acercaos, os lo ruego, fijaos bien en esto.
Alzó el dedo y señaló una marca tallada en el muro. Martín la observó con detenimiento. Tuvo que disimular su sorpresa porque se trataba de la misma que había descubierto bajo el altar de lo que ahora era el locus Saticti Iacobi. No dijo nada, miró de reojo a los dos hermanos que esperaban expectantes.
—¿Qué pretendéis que vea?
—¿Sabéis lo que es eso? —preguntó Zacarías.
—Marcas lapidarias.
La contestación fue seca, impaciente.
—¿Habíais visto antes algo parecido?
—Nunca —mintió con toda tranquilidad.
—¿Conocéis su significado? —intervino el cantero.
Martín de Bilibio se volvió hacia el muro fingiendo desinterés.
—No tengo ni idea. He oído que algunos de vosotros las hacéis para identificar vuestro trabajo.
—Algo de eso hay —añadió Galindo—, pero las piedras sirven para mucho más que para levantar muros y cerrar edificios.
—No sé adónde queréis llegar.
Los dos hermanos se miraron durante un instante, indecisos. Zacarías hizo un gesto de asentimiento y Galindo se volvió hacia Martín para hablarle en voz baja con la intención de que nadie más pudiera escucharlo.
—Me ha dicho mi hermano que sois un hombre docto e instruido, por eso sé que entenderéis lo que os quiero decir; como sabéis, la piedra carece de la fugaz precariedad de la condición humana, es inmutable, no está sometida al proceso natural de cambio y de muerte, no desaparece, persiste a través del tiempo. Otros materiales se destruyen con facilidad; el fuego, el viento, el inexorable transcurrir del tiempo los hacen tan vulnerables como al hombre. De este modo, la piedra se convierte en la esencia sobre la que es posible dejar aquello que nunca debiera caer en el abandono, aquello que nunca debe morir, lo que merece convertirse en eterno.
El brillo de los ojos del cantero aturdió a Martín de Bilibio. No entendía muy bien lo que le estaba queriendo decir.
—¿Por qué me explicas todo eso?
—Me ha dicho Zacarías que conocéis la verdad sobre la tumba de Galicia…
—¿Qué verdad, su absurda idea de que hay allí un hereje enterrado?
Los dos lo miraron en silencio y Martín se sintió abrumado. ¿Cómo iba a mostrar firmeza ante aquellos hombres que habían leído el contenido de La Inventio? ¿Quién era él para hablar sobre lo que era y lo que no era verdad?
—Dime qué es lo que quieres de mí —dijo con aspereza— y acabemos de una vez con esto.
Galindo se revolvió un instante, cavilando acerca de cómo explicar su razonamiento a aquel hombre al que por ahora tenían en contra.
—El finis terrae es un lugar de magia y sacrificio. Allí el sol muere a diario y vuelve a renacer por el este como símbolo de vida. Esta mar ca indica el camino hacia el fin de la tierra. —Puso su dedo sobre la señal tallada mientras hablaba—. La línea horizontal es la dirección a seguir, siempre hacia el oeste, el punto representa la tumba a venerar, y las tres líneas incitan a llegar hasta el finis terrae, hacia el ocaso, para contemplar la muerte del sol en cada atardecer.
—No podéis estar hablando en serio… —murmuró Martín escéptico—. ¿Queréis decir que vosotros los canteros mostráis el camino a seguir con marcas lapidarias?
Galindo contestó sin demasiado entusiasmo:
—La tumba de Prisciliano fue objeto de culto por parte de sus seguidores durante los dos siglos siguientes a su traslado a Galicia, pero la persecución y las prohibiciones de sus doctrinas dictadas en los distintos concilios hizo que el camino por el que peregrinaban hacia su tumba se fuera olvidando poco a poco, hasta que su ubicación cayó en el olvido. Pero la piedra sirvió de memoria. En todas las iglesias y templos, grandes y pequeños, que se levantan desde hace siglos a lo largo del camino se tallaron marcas como ésta, desde más allá de los Pirineos, siguiendo la antigua Vía de las Estrellas, el Callis Ianus, la ruta que según los celtas llevaba a la sabiduría, siempre en dirección hacia el oeste.
—Estáis hablando de ritos paganos —murmuró Martín, irritado—. Con vuestras palabras tentáis a la herejía.
El cantero no hizo caso al comentario, se volvió hacia el muro y señaló de nuevo la marca tallada en la superficie. Martín alzó la vista un instante para volver a posar sus ojos en Galindo sin decir nada. El cantero continuó pausado:
—Esta marca señala al peregrino el camino correcto para encontrar la recompensa de venerar los restos del mártir. Siempre se labran en el lado derecho del altar, por encima de la cabeza. Ocho días antes de las calendas de agosto, el sol del ocaso ilumina un instante esta marca. Conocemos el camino, pero he de confesaros desde hace tiempo buscamos el lugar en el que se encuentra la sepultura, cuya ubicación ha quedado olvidada en el oscuro vacío de la memoria.
Una mueca irónica se reflejó en su rostro.
—Así que no tenéis ni idea de dónde se encuentra esa tumba hereje…
Los dos hermanos mantuvieron un silencio circunspecto.
—El tiempo y la prudencia hicieron oportuno ocultar el lugar exacto. Creemos que ese eremita, Paio, descubrió mucho más de lo que dio a entender, pero algo selló sus labios y nunca confirmó si coincidía o no la sepultura hallada y atribuida a Santiago Apóstol con la del mártir Prisciliano. Es posible que llegase a un acuerdo con el obispo Teodomiro.
—¿Un acuerdo? ¿En qué sentido?
—Es posible que la tumba que hoy se venera como la de Santiago sea en realidad la de Prisciliano.
—No consiento que habléis así de un asunto sagrado, y mucho menos que pongáis en duda la completa honorabilidad de mi señor, del obispo de Iria Flavia, con insinuaciones que ensucian su buen nombre.
—No es nuestra pretensión ofenderos, ni a vos, ni mucho menos al obispo Teodomiro. En realidad, poco importa dónde esté situada la tumba del mártir…
—Del hereje —sentenció el monje, con acritud.
Galindo lo miró sin inmutarse antes de continuar.
—No es mi intención discutir con vos quién está enterrado en esa tumba que ahora se venera como el locus Sancti Iacobi. No nos corresponde a nosotros esa tarea, el tiempo será el encargado de poner a cada cual en su lugar. Ahora lo importante es que el contenido que tiene ese pergamino, La Inventio, tal y como la habéis intitulado, no caiga en el olvido igual que ha ocurrido con tantas cosas y asuntos que, de alguna forma, deberían recordarse en la memoria de las gentes. Ésa es nuestra única intención.
—¿Y cómo pretendéis hacer eso?
—A través de las piedras.
Martín no ocultó su enfado.
—Definitivamente estáis locos…
—Debéis ser consciente de la trascendencia de lo que lleváis en esos pergaminos, un mensaje que se perderá si no ponemos algún remedio.
—No sé qué quieres decir…
—El hecho de que viajéis desde un lugar tan remoto, con un pergamino de un contenido tan extraordinario, y de que lo hagáis en solitario sin nadie que custodie vuestro viaje, nos ha llevado a pensar, primero que sólo vos y el obispo sois conocedores de la existencia de esos pergaminos.
El monje le interrumpió bruscamente con tono de reproche.
—Aparte de vosotros y de Fagildo, atentando contra toda moral…
El cantero mantuvo un gesto neutro a la recriminación, y continuó sereno:
—Es lógico pensar que vuestro largo viaje tiene como objetivo la ocultación de ese manuscrito en algún sitio seguro, con el fin de evitar su pérdida o el uso inadecuado. Con esa idea, una vez escondidos dejaréis que el tiempo pase, ajeno a lo que les ocurra a los pergaminos. Y un día irremediablemente os llegará la muerte; y, no sólo a vos, todo aquel que conozca lo que pasó realmente con el milagroso descubrimiento de los restos que hoy se veneran como los del apóstol Santiago desaparecerá de este mundo, y si no lo remediamos de alguna manera también esos pergaminos y lo que ellos contienen se borrarán de la memoria de los vivos al sucumbir en la conciencia de los muertos. Lo más probable es que el tiempo los destruya o los relegue al olvido. Martín, ¿es que no lo entendéis? Conocemos su contenido y no podemos permitir que el recuerdo se pierda.
El monje enarcó las cejas y encogió los hombros.
—Yo no soy inmortal… —murmuró Martín—, que sea la voluntad de Dios la que decida si el recuerdo de todo este asunto se pierde o no en el tiempo. ¿Qué sabemos nosotros lo que debe o no debe ser en el futuro?
—Tomad nuestro encuentro como parte de esa voluntad divina —sentenció Zacarías con los ojos brillantes de entusiasmo—. Martín, lo que mi hermano os está queriendo decir es que podemos utilizar la piedra para indicar el lugar donde vais a depositar esos pergaminos. No es nuestro deseo que su contenido salga a la luz. Como a vos, esa tumba nos interesa tal y como está ahora. Si el deseo de vuestro señor hubiera sido el olvido de lo que ocurrió con aquel eremita, ¿creéis que os hubiera hecho este encargo?
Martín cerró los ojos y volvió a abrirlos despacio, intentando asimilar lo que estaba escuchando.
—Dios Santo, Zacarías, te califiqué como un necio pero creo que eres un iluminado, un loco. ¿Estás pretendiendo que te diga dónde voy a dejar esos pergaminos para que tu hermano lo indique con marcas en las piedras de todas las iglesias?
Zacarías bajó los ojos derrotado, pero Galindo no se amedrentó.
—¿Es acaso una locura impedir que en pocos años nadie pueda saber con certeza lo cierto o mentira de la leyenda que vuestro señor ha creado?
Martín cambió el gesto y su rostro se encendió de ira.
—Dejad a un lado a mi señor. Os recuerdo que es el obispo de Iria Flavia, dueño de los pergaminos que tu hermano me ha robado, y con vuestra absurda charla me estáis impidiendo que cumpla con su voluntad. Mi deber en este asunto se ciñe a llevar esos pergaminos a un lugar donde, no sólo no sean destruidos, sino que además queden fuera del alcance de visionarios locos como vosotros, que con sus palabras dañan la fe y la razón. —El monje calló un instante, miró con frialdad a uno y a otro antes de continuar—. ¿Quién os creéis que sois para decirme cómo tengo que manejar una información, que os recuerdo es confidencial, de un alto cargo de la Iglesia? Si me devol veis los pergaminos cumpliré mi cometido y regresaré ante mi señor para darle cumplida cuenta de que su voluntad está hecha, y me olvidaré de vosotros dos y de vuestras delirantes propuestas.
Las caras de los dos hermanos se ensombrecieron y se miraron un instante, esquivos.
—El obispo Teodomiro murió hace tres semanas —dijo Zacarías, cabizbajo.
La voz de Zacarías resonó para Martín hueca y lejana. Lo miró durante mucho rato en silencio, asimilando sus palabras.
—¿Cómo lo sabes?
—El emisario que llevaba la noticia a Roma pasó por aquí hace unos días. Lo hospedó mi tío Íñigo.
La muerte del obispo Teodomiro no lo cogió por sorpresa. Martín sabía desde hacía tiempo que su salud era muy delicada, pero había mantenido la esperanza de regresar antes de su final. Cerró los ojos para intentar contener la congoja de la pérdida definitiva y en lo más profundo de su ser le rogó a Dios que tuviera misericordia con su alma. Inspiró como si le faltase el aire. De pronto, le pareció que el mundo se evaporase bajo sus pies y se tambaleó, pero de inmediato se sintió sujeto por los fuertes brazos de los dos hermanos. Abrió los ojos y los miró, esbozando una sonrisa taciturna. ¿Qué iba a ser de él a partir de aquel momento? ¿Adónde iría? ¿Debía regresar al locus Sancti Iacobi?
—Martín —la voz suave de Zacarías lo arrancó de su estado de enajenación—, ¿os encontráis bien?
El monje escribiente afirmó con un ligero movimiento de cabeza.
—Venid, sentaos aquí.
Lo ayudaron a tomar asiento en un escalón. Los dos hermanos se Mantuvieron callados a su lado. Martín de Bilibio respiró hondo. Tema los ojos clavados en sus manos, que movía nervioso. Levantó la mirada y le habló al herrero:
—Devuélveme esos pergaminos. No voy a permitir que la conciencia de un buen hombre que ya rinde cuentas ante Dios quede al albur del capricho de un par de iluminados que pretenden pasar a la posteridad como unos elegidos. —Bajó los ojos al suelo, apesadumbrado—. Sería injusto que, aquellos de los que tanto habláis y que han de sucedemos lo sometieran a juicio desconociendo los motivos que lo llevaron a tomar una decisión que nadie ya puede ni debe ponderar.
—Martín, ¿habéis pensado en algún momento que el obispo Teodomiro, al que tanto respeto profesáis, estaba en connivencia con Paio sobre el descubrimiento portentoso de esa tumba y que no fue todo tan candoroso como vos lo habéis percibido?
Martín miró impávido a Zacarías.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que yo os conté… todo lo que os he dicho sobre la sepultura del mártir Prisciliano… de su secreta veneración, de sus seguidores, todo era conocido por vuestro señor.
—¿Hasta dónde quieres llegar, Zacarías? —preguntó con voz ronca—. ¿Qué sabes tú de mí, o de Teodomiro?
—Os aseguro que sé de lo que hablo. Vuestro obispo no fue tan ciego al monte de Libredón. Paio y él sabían muy bien dónde buscar y lo que tenían que encontrar. Teodomiro era consciente de la veneración de los restos de Prisciliano en aquella zona, conocía los ritos ocultos que se hacían en el finis terrae. Paio lo preparó todo, los argumentos para estructurar la inventio de unas reliquias distintas y él se conformó con crear el mito de unas reliquias propias para la mayor gloria de Dios y de la Iglesia.
—¿Por qué tengo que creerte?
—No tenéis que hacerlo. Nunca me pude imaginar que el obispo Teodomiro tuviera la idea de plasmar en pergamino su gran mentira, su conciencia como vos decís. Pero cuando leí la confesión firmada por él y signada con vuestro nombre como testigo de todo, me pareció un gesto de integridad que, al contrario de vuestro criterio, no merece caer en el olvido del tiempo.
—Las reliquias han servido para lo que se descubrieron —sentenció Martín—, han devuelto la confianza a los fieles de la diócesis de Iria, abandonados por la desidia y el olvido de todos, fue una medida extrema tomada en un momento desesperado. La gente va a la sepultura, se postra ante sus restos, reza sus plegarias y se va contenta y agradecida. No hay más que decir.
Galindo intervino, prudente:
—Martín, ¿y qué pasará cuando vos también seáis llamado a la presencia de Dios?, ¿cuando todos nosotros que sabemos la verdad de lo que allí ocurre dejemos este mundo para siempre? Todo quedará en la nebulosa de la duda, no se podrá saber nunca qué es lo cierto y qué lo falso, y, como siempre, todo quedará al arbitrio de la voluntad de los poderosos. ¿Para qué habrá servido entonces vuestro viaje?
—¿Qué pretendes, que escriba en la superficie de la piedra de todas las iglesias que Teodomiro era un farsante, que lo era yo, o tal vez que un eremita, viejo y loco, nos engañó a los dos? Ah, no, espera —hizo un brusco aspaviento con la mano—, aquí el único que parece haber sido engañado soy yo, porque soy el único necio que no me he enterado de nada.
Una voz cavernosa pero suave se escuchó a un lado.
—A veces es necesario utilizar la ingenuidad de otros para conseguir un propósito que beneficie a todos.
Un hombre con sencillas vestiduras de clérigo se acercaba despacio hasta ellos. Martín se levantó entre intranquilo y sorprendido; no sabía cuánto tiempo llevaba escuchando. Los dos hermanos también se levantaron, pero sin mostrar desconcierto alguno.
—Martín —dijo Zacarías—, éste es mi tío Íñigo Ximénez, presbítero de la catedral y primo carnal de nuestro loado rey, Íñigo Aritza.
Martín lo miró con receloso respeto.
—He de entender con vuestras palabras que me estáis tildando de ingenuo.
—La ingenuidad es una virtud.
—No cuando se aprovechan de ella.
—Más tarde o más temprano, todos nos aprovechamos de la candidez de otros. ¿No lo creéis así, Martín de Bilibio?
Martín bajó los ojos incómodo, miró a Zacarías sin ocultar que se encontraba molesto en aquella situación.
—Te ruego, Zacarías, que me devuelvas lo que es mío. He de emprender mi camino cuanto antes.
—Debéis perdonar el ímpetu de mis sobrinos. Os aseguro que son hombres de buen corazón a pesar de que estén demasiado comprometidos con causas… ¿cómo os diría yo?, poco ortodoxas.
—Pues han de tener cuidado —instó Martín irritado—, porque podrían ser acusados de faltas muy graves. Y si me permitís la intromisión, deberíais corregir ese discurso que sale de su boca, por imprudente y por falto de todo juicio.
—Cualquiera de nosotros podríamos ser acusados de cosas imperdonables, Martín, tan sólo es necesario un ansia de venganza, el odio, o simplemente la traición. ¿Creéis que sois inmune a cualquiera de estos bajos sentimientos?
El silencio sembró miradas esquivas e incómodas.
—Incluso vos, Martín, podríais ser objeto de una traición, o vuestro señor, el obispo iriense, cuya pérdida, por cierto, lamento en lo más profundo de mi corazón, ya que he oído grandes elogios sobre su persona y su buen hacer.
Martín no sabía qué decir: bajó la cabeza y se movió nervioso.
—Os lo agradezco, señor, me he enterado de la triste noticia por boca de vuestros sobrinos; cuando lo dejé hace unas semanas no andaba muy bien de salud, pero nunca pensé que Dios lo llamase a su presencia antes de mi regreso. He permanecido muchos años junto a él y cierto es que me hubiera gustado estar a su lado en sus últimos momentos.
—Poco podemos hacer ante los designios de Dios.
—Vuestros sobrinos tienen algo que me pertenece, y debo partir cuanto antes, me espera aún un largo camino.
—No quiere atender a nuestra propuesta —espetó altivo Galindo, dirigiéndose a su tío, como si se creciera en su presencia.
Martín de Bilibio miró con desprecio a Galindo, luego a su hermano, y por último se volvió hacia el presbítero con gesto airado.
—Jamás permitiré que se ensucie la conciencia de mi señor con ese necio discurso. Que recaiga el castigo divino sobre aquel que lo intentase siquiera —se giró hacia los dos hermanos para lanzarles sus palabras—. Continuad labrando vuestras mentiras en la piedra para el que quiera verlo, pero dejad en paz la memoria del obispo Teodomiro… y la mía propia…, aunque me pudra en el infierno por ello.
Durante un rato los envolvió el silencio hiriente cargado de prejuicios y decepción.
—Zacarías, devuelve a este hombre lo que es suyo y dejad que continúe su camino. Que cada uno haga lo que tenga que hacer de acuerdo con su conciencia.
Zacarías desapareció con gesto de desencanto y regresó, al cabo de un rato, con los pergaminos en perfecto estado. Martín los recogió receloso y miró de reojo al presbítero.
—¿Es eso lo que esperabais?
Martín asintió con la cabeza.
—Entonces, ya podéis continuar con vuestro viaje, pero antes, permitid que os entregue una buena capa y un calzado más adecuado, además de un animal que os facilite el camino.
—Os lo agradezco, pero no necesito nada —murmuró Martín.
—Zacarías me contó lo que hicisteis por él, os ruego que lo toméis como reconocimiento por haber salvado a mi sobrino de morir apaleado.
—Era mi obligación como cristiano, estaba indefenso.
—Os lo ruego, aceptad mi ofrecimiento. El frío es intenso y os aseguro que vais a necesitar de algo más que una simple manta y unos restos de piel de oveja en los pies para protegeros del viento gélido y la nieve.
Pensó que tenía razón; si iniciaba la travesía de los Pirineos tal y como iba vestido moriría en poco tiempo; además no tenía dinero, ni alimento, ni apenas fuerzas para caminar; un animal sería una ayuda inestimable para llegar a su destino.
—Está bien, acepto vuestra caridad.
—No es caridad, Martín, es gratitud. La vida de mi sobrino vale mucho más de lo que yo os pueda ofrecer.