Día lunes, VIII del mes de septiembre del año de la Era del Señor de 824
El origen de todo. La historia antes de la historia

A lomos de su caballo, el obispo Teodomiro seguía los pasos del ermitaño con la indecisión del que acompaña a un pobre loco extraviado del Señor. No le había quedado más remedio que ceder a los llamamientos continuos de aquel hombre. Al final, a regañadientes y poco convencido, había accedido a acompañarlo hasta donde decía ver las divinas alucinaciones.

Paio era un ser menudo y esquelético, un espectro de su propia sombra de pelos lacios y poblados de canas que le caían en desorden por los hombros; vestía una vieja túnica de lana de un color desvaído y remendada hasta la saciedad; cuando el frío arreciaba, se envolvía en una capa que le había entregado un hombre agradecido por la comida y el cobijo recibido durante una noche de terrible tormenta; siempre iba descalzo excepto cuando tenía que desplazarse lejos: entonces, usaba unos zuecos de madera fabricados pacientemente con sus manos que lo aislaban del barro y la humedad. Nadie sabía su edad, pero su aspecto era el de un anciano decrépito, aquejado de un desvarío en sus maneras y sobre todo en su discurso. Vivía en la más absoluta pobreza, en la desnudez del alma y del cuerpo, en una palmaria miseria. Tomó la decisión de hacerse ermitaño porque, según contaba a todo el que lo escuchara, Dios, en el transcurso de una ensoñación, así se lo había demandado. A juicio del obispo Teodomiro, se veía inmerso con demasiada asiduidad en ese tipo de alucinaciones. Además, decía que había sido el mismo Dios, Señor Todopoderoso de los Cielos y la Tierra, el que le había indicado el lugar exacto en el que debía ubicar su morada, y siguiendo su mandato se había instalado hacía años en un paraje solitario llamado Solovio, cercano a Iria Flavia, en el bosque de Libredón. Allí había construido lo que él llamaba su iglesia: un pequeño habitáculo hecho de adobe, piedras de río y paja, en el que dormía, vivía y oraba, y en cuyo interior no había más que un tosco altar de piedra y una cruz de madera colgada en la pared. Decían las malas lenguas que su objetivo era conseguir una reliquia, cualquiera que fuera, para convertir su iglesia en un centro de oración y devoción en el que se pudiera venerar a Dios; otros afirmaban que sus intenciones eran más oscuras, y que en aquellos parajes, bajo una apariencia de santo ascetismo, ocultaba prácticas poco ortodoxas más cercanas al paganismo que a las devociones impuestas por la Iglesia. Sin embargo, eran muchos los que lo consideraban casi un santo y se acercaban a visitarlo para pedirle consejo, recibir consuelo con sus oraciones y sus palabras de aliento. Algunos incluso le imploraban refugio para eludir persecuciones y él les daba cobijo y protección. Lo cierto era que a todo el que llamaba a su puerta le abría y lo invitaba a entrar sin preguntar de dónde venía y hacia dónde iba; con el recién llegado tan sólo oraba, lavaba sus manos y sus pies, le ofrecía todo lo que tenía disponible para saciar su hambre y su sed, lo escuchaba si era necesario para descargar su espíritu y lo dejaba descansar mientras vigilaba su sueño. Luego, el visitante se iba, agradecido por la reconfortante compañía que le había dispensado el eremita.

Teodomiro no miraba con malos ojos a Paio. Había oído cosas buenas sobre él y su ejemplo de vida entregada a la contemplación divina, alejado del mundo, renunciando a todo para entregar su existencia a la oración solitaria con el único objetivo de alabar a Dios y a los santos y solicitar el perdón por los pecados del mundo. Todo ello lo hacía depositario de un virtuosismo digno de admiración entre una población que tanto necesitaba de un apoyo moral para sus creencias. No obstante, aunque el obispo albergaba algunos recelos sobre los rumores de veneraciones ocultas realizadas en aquellos parajes, entendía que todas aquellas cosas eran bulos, malos augurios que podían proceder de cualquier malhablado que soltase el rumor para desacreditar a un hombre en proceso de santidad. De lo que más desconfiaba era de esas visiones místicas de ensoñados diálogos con el mismísimo Dios. Darle pábulo podría llegar a provocar el aumento desmedido de un fervor exaltado por parte de los fieles necesitados de estímulos que respaldasen su maltrecha fe, un fervor que a Teodomiro no terminaba de convencerlo.

Habían sido más de una docena de veces las que, en los últimos años, Paio había acudido a la presencia del obispo para ponerle de manifiesto una de sus visiones divinas más reiteradas: las luces como pequeñas estrellas que veía junto a su modesto oratorio tenían que ser, a su criterio, el presagio de algo milagroso, una señal de la presencia celestial de Dios. El obispo lo escuchaba solícito, lo invitaba a buenas viandas que Paio apuraba con ímpetu comedido, y lo despachaba con buenas palabras, con la promesa de que pensaría sobre el asunto y rechazando la insistencia del eremita de que lo acompañase hasta su mísera iglesia para que pudiera comprobar con sus propios ojos lo que veía en las noches neblinosas. Acuciaban al obispo problemas demasiado graves y bastante más terrenales como para perder su tiempo en desplazarse con el fin de evidenciar la locura de un pobre hombre, por mucha santidad que la gente le atribuyera.

Pero aquel día todo se había precipitado. Paio se presentó en la casa episcopal muy temprano. Después de escuchar la primera misa de la mañana celebrada por el obispo en la pequeña capilla que tenía junto a sus aposentos, y a la que asistieron algunos miembros de rango de la diócesis iriense, Teodomiro y el eremita pasaron a la sala donde eran recibidas las visitas, acompañados de Martín de Bilibio, el secretario personal del obispo.

Teodomiro se sentó delante de un gran ventanal desde el que se veía el mar; el día se presentaba claro y soleado después de casi una semana de lluvias incesantes. Respiró observando el horizonte mientras Paio esperaba paciente junto a la puerta, pendiente de que su eminencia tuviera a bien atenderlo. Al cabo de un rato de silencio, el obispo le indicó con un leve gesto de la mano que se acercase hasta él.

—Dime, Paio, ¿qué te trae de nuevo por aquí? —preguntó sin apenas despegar los ojos de la ventana a sabiendas de cuál era la respuesta.

El eremita le expuso de nuevo sus alucinaciones. Intentó mantenerse comedido en el hablar, pero esta vez su efusividad iba más allá de la necesidad de contar a su interlocutor lo que tenía que decirle. Teodomiro se volvió hacia él. Se dio cuenta de que el rostro avejentado de aquel hombre estaba encendido de una seguridad indudable. No sólo puso de manifiesto sus visiones ya conocidas, sino que además le afirmó que un ángel enviado por el Señor le había hablado en sueños y le había comunicado que la tumba del apóstol Santiago el Mayor estaba en el lugar en el que él contemplaba el campo de estrellas. La señal, según Paio, era evidente. El obispo no podía eludir por más tiempo una llamada tan clara del Señor Todopoderoso.

—No me hagáis caso a mí, vuestra paternidad —contaba Paio con voz mesurada—, consideradme una humilde herramienta del hacer de Dios en esta Tierra; haced caso a las señas que Él os muestra con esta modesta revelación que yo tan sólo os hago llegar. Soy el instrumento del que se vale Nuestro Señor para daros a conocer tamaña noticia.

Teodomiro lo miró con desgana.

—Entiende, Paio, que si hiciera caso de todos los que, como tú, vienen a decirme que han sido testigos de un hecho milagroso, que se les ha aparecido la Virgen o que creen haber tenido una revelación divina, no tendría más cosas de que ocuparme a lo largo de la jornada que comprobar qué de cierto o de falso pudieran albergar tales testimonios. Sé que algunos actuáis de buena fe en todo lo que a las apariciones y reliquias se refiere, pero también es verdad que de vuestras santas intenciones se aprovechan otros miserables que pretenden enriquecerse con la fe de la Iglesia y la ignorancia de los fieles, presentando reliquias, milagros o apariciones portentosas imposibles de probar pero a los que la gente se aferra cándidamente como si fueran una verdad revelada.

—Sólo os pido, vuestra paternidad, que me acompañéis hasta el lugar del que os hablo. Estoy seguro de que, en ese claro que hay junto a mi humilde oratorio que me sirve de morada, se produce un hecho milagroso que soy incapaz de definir sin contar con vuestra docta opinión.

Martín de Bilibio se acercó hasta el oído del obispo sin dejar de mirar de reojo al eremita.

—Vuestra paternidad —le susurró—, nada perdéis si lo acompañáis; el bosque de Libredón está a poca distancia de aquí. Podríamos llegar hasta allí antes de que anochezca. De ese modo, comprobaréis por fin si algo hay de cierto en sus insistentes palabras, y si no es así, podréis despacharlo definitivamente con la conciencia tranquila.

La sugerencia de Martín le hizo dudar. Miró a su secretario y éste asintió con un leve movimiento de cabeza. Martín de Bilibio era un monje instruido en las mejores bibliotecas monacales, de carácter prudente y cauto, que llevaba al servicio del obispo más de diez años. Se había convertido, con el tiempo, en su hombre de confianza para la redacción de cualquier documento o diploma que tuviera que transcribirse en el obispado.

El obispo se quedó pensativo, calibrando las consecuencias de su decisión.

—¿Y dices que ese campo de estrellas se vislumbra por la noche? —replicó Teodomiro, poco convencido.

—Como si cientos de velas iluminasen el lugar concreto. Es un hecho milagroso, mi señor, no puede ser algo natural. Y también está mi sueño sobre la tumba de Santiago el Mayor…

—Bueno, bueno —interrumpió Teodomiro con un enérgico gesto de la mano—, no adelantemos acontecimientos, Paio. Los sueños sólo son eso, sueños, y en ellos no tiene por qué haber significados razonables.

Paio iba a replicar, pero el escribiente le hizo una indicación para que guardase silencio. El eremita le hizo caso, se retiró prudentemente unos pasos y, adoptando una actitud de sumisa espera, aguardó paciente la decisión del obispo. Observaba atento la cabeza del ministro de la Iglesia tocada con un bonete algo deteriorado por el uso; sus orejas eran grandes y blancas como su piel; tenía los ojos pequeños y brillantes, de un color oscuro, casi negros, lo que le proporcionaba una mirada intensa y difícil de mantener. Éste permaneció pensativo, con el rostro abstraído en sus reflexiones, y Paio pensó que de nuevo lo despacharía con buenas palabras, dándole antes algo que llevarse al estómago. El eremita cruzó las manos sobre el pecho y susurró una oración.

—Está bien —la voz tenue del obispo lo arrancó de su rezo—, iremos al bosque de Libredón para comprobar lo que dices, Paio. —Se levantó, con resolución y se volvió hacia el escribiente—. Martín, disponlo todo para la partida, comprobaremos lo que ven los ojos de este buen hombre.

Anochecía cuando el cortejo llegó al claro del bosque donde se levantaba la celda del eremita. El cielo se encontraba casi despejado y un manto de estrellas empezaba a engalanar con pequeños puntos de luz la oscuridad del firmamento.

—Es allí, mi señor. Seguidme, os lo ruego.

Paio indicó el lugar al obispo, que lo seguía sobre su caballo negro como el azabache y cuya piel brillaba a la luz del crepúsculo.

La comitiva se había detenido frente a la puerta del chamizo que servía de inorada a Paio. Los más desmontaron cansinos, sabedores de que les iba a tocar pernoctar al raso. Teodomiro no bajó de su montura y movió las bridas para que el animal siguiera los pasos de Paio, que se alejaba con el brazo extendido hacia delante con el fin de señalar el sitio exacto al que quería llegar.

—Es aquí.

Paio se volvió y esperó al obispo. El caballo avanzaba lento, manifestando la misma inseguridad que su dueño.

Cuando llegó junto al eremita, miró a su alrededor sin decir nada.

—Comprobad por vos mismo que lo que decía es cierto, vuestra paternidad.

Sus palabras fueron balbucientes, atento a la reacción del obispo.

—Paio, es cierto que en este lugar las estrellas se vislumbran con más claridad… sin embargo, no veo milagro alguno en ello.

—Es necesario ver con ojos de fe…

—¿Intentas decirme que no tengo la fe suficiente para discernir lo que son las obras de Dios de los engaños de los farsantes?

—No es mi intención ofenderos, señor —murmuró el eremita, y se encorvó cabizbajo en señal de respeto—, tan sólo os ruego que pongáis vuestro espíritu en disposición de recibir el mensaje de Dios.

El obispo Teodomiro suspiró cansado. Había cabalgado toda la tarde, su espalda se resentía y se encontraba algo mareado.

—Tal vez tengas razón —replicó susurrante y pensativo—, será mejor que prepare mi espíritu. Ayunaré durante tres días y tres noches para saber si Dios Nuestro Señor quiere manifestarnos algo relacionado con este lugar. Necesito ese ayuno para despejar mi cuerpo y mi espíritu.

Hacía días que estaba pensando en retirarse a un lugar tranquilo para meditar sobre el caos en el que se encontraban los territorios de la diócesis, con la amenaza constante de los normandos desde el mar y los sarracenos que nada respetaban. Los fieles le reclamaban una solución para devolver la tranquilidad a las familias que, a duras penas, se mantenían en una fe quebradiza; tenía que encontrar alguna forma de proporcionarles la certeza de que no habían sido abandonados por Dios y por la propia Iglesia, que parecía ajena a todos sus sufrimientos, a las muertes, a las pérdidas de sus posesiones. ¿Qué podía hacer él, pobre obispo de Iria Flavia, en aquella tierra considerada el fin del mundo, una tierra de la que se había desentendido el resto de la cristiandad? Tenía noticias de que el rey Alfonso había solicitado la ayuda al emperador franco para detener el avance imparable de los infieles y rechazar sus ataques, pero esos asuntos eran de carácter político, cuestiones de guerra, defensa del territorio y de garantía de la seguridad de los habitantes del reino. Teodomiro sabía que bajo su amparo estaban los fieles de su diócesis, por cuyo espíritu tenía que velar manteniendo viva la llama de la fe y de la esperanza. Por esa razón, optó por orar mientras se sometía a un ayuno voluntario durante tres días en aquel lugar tranquilo, alejado de todos los problemas cotidianos y terrenales de la diócesis, con el fin de poner su mente y su espíritu en disposición de escuchar, por si Dios se apiadaba de él y tenía a bien aclarar sus confusos pensamientos.

Cuando hubo despachado a la mayoría de los hombres que lo habían acompañado en la comitiva, a los que ordenó su regreso a la sede episcopal de Iria, se quedó sólo con la compañía de Martín y de una guarnición compuesta por tres soldados, suficientes para su protección; aquella misma noche inició el ayuno.

Los siguientes tres días con sus noches se los pasó Teodomiro orando, caminando de un lado a otro, pensativo, sin apenas beber agua y comiendo sólo de vez en cuando alguna pieza de fruta o castañas fritas al fuego con el fin de aminorar el agotamiento que la abstinencia provocaba en su cuerpo. Hacía años, sobre todo desde que había sido nombrado obispo, que no practicaba un ayuno durante tanto tiempo, por lo que su cuerpo estaba poco acostumbrado y su debilidad aumentaba con las horas. Su alimentación siempre había sido frugal, pero no privaba a su estómago de manjares exquisitos y de buen vino.

Al anochecer del tercer día, Martín de Bilibio dormitaba en un aburrido duermevela cuando abrió los ojos y, a lo lejos, vio al obispo y a Paio hablando. Se incorporó, aturdido, y se preguntó qué le estaría contando el eremita. Teodomiro escuchaba con atención las palabras de su interlocutor. Martín se levantó tambaleante y se dirigió hacia ellos, convencido de la molestia que le estaría ocasionando a su señor aquel hombre empeñado en descubrir algún milagro para su haber personal; pero, para su sorpresa, enmudecieron cuando le vieron acercarse.

—Señor, ¿ocurre algo?

—Nada que se pueda solucionar, Martín —contestó Teodomiro, esquivo.

Paio miró de reojo a Martín y se alejó con gesto de haber sido interrumpido por la presencia del monje.

—Será mejor que compruebe si mi espíritu está preparado para recibir el mensaje de Dios… —murmuró el obispo—, si es que hay algún mensaje divino.

Sus palabras parecían cansinas, poco animosas.

Se dirigieron hacia el lugar que días antes le había señalado Paio, atravesando la penumbra del bosque durante un trecho. El ambiente era muy húmedo y el aire parecía más espeso debido a la neblina que se aferraba a la tierra. Teodomiro iba unos pasos más adelantado; detrás, su fiel escribiente Martín de Bilibio, y al lado de éste se había situado Paio, atento a cualquier reacción del obispo.

De repente, Teodomiro creyó ver surgir de la tierra pequeñas luminarias en movimiento. Sorprendido, no dijo nada y mantuvo silencio por temor a que fueran simples alucinaciones derivadas de su debilidad. Abrió y cerró los ojos, pero atisbo alguna más. Eran como refulgencias en la oscuridad, luces pálidas verdosas o azuladas, tan leves y sutiles que parecían flotar en la nada del aire casi al ras de la tierra. Escuchó la respiración de Martín y de Paio, que lo seguían de cerca en un prudente silencio.

—¿Lo habéis visto? —preguntó al fin, convencido de que algo había de extraño en aquellas luminiscencias.

—Es la prueba, mi señor —Paio se adelantó a la respuesta.

—Es el ignis fatuus —intervino Martín de Bilibio con voz calmada—, se da a menudo en los cementerios o en zonas pantanosas y muy húmedas.

—¿Y a qué se debe?

—No lo sé exactamente, vuestra paternidad. Hay muchas leyendas sobre su origen; unos dicen que son los muertos penitentes que vagan en la oscuridad penando sus pecados; hay quien dice que son las almas de los recién nacidos muertos, que se encuentran entre el cielo y el infierno. También he oído que son los malos espíritus a la espera de los incautos que se adentran en los campos santos en la noche para robarles su alma…

Paio insistió.

—Es la señal, mi señor. Es Dios el que os habla…

—¿Y tú qué piensas, Martín? —preguntó sin atender a las palabras del eremita—. ¿Tienes alguna explicación a esas… luces?

Martín se sorprendió por la pregunta.

—¿Yo, señor?, bueno… no tengo pruebas de nada, pero escuché a un hombre sabio decir que esas luminiscencias se debían a la putrefacción de los cuerpos, tal vez por eso se ven en los campos santos.

Teodomiro lo miró un instante con un ademán reticente. Sus ojos continuaron buscando entre la neblina, observando de vez en cuando esas refulgentes luces pálidas que aparecían aquí o allá, a las que intentaba acercarse sin conseguirlo, porque o bien parecían alejarse o bien desaparecían engullidas por el aire.

—Paio, he oído que por esta zona existió un cementerio, ¿sabes algo al respecto?

—Vuestra paternidad, algunos hay que así lo afirman. De hecho, hay un lugar, allí, detrás de esos matorrales, en el que me ha parecido ver la entrada a un túmulo.

—Pero ¿has entrado?

—No, señor, su acceso es infranqueable para mis pocas fuerzas.

—Muéstrame ese lugar.

Martín de Bilibio no entendió por qué aquel eremita no había hablado antes de aquello.

Lo siguieron hasta los matorrales a los que señalaba.

—Aquí está —dijo el eremita mientras retiraba la maleza con la mano.

Paio y Martín acercaron las antorchas que portaban en su mano. El túmulo quedaba tan oculto a la vista, envuelto en la frondosidad del paisaje, que era casi imposible dar con él si no se conocía su ubicación. Se trataba a primera vista de una construcción levantada con piedra y tierra, de fábrica pequeña, cuyo acceso, en apariencia, quedaba cerrado a cal y canto. Intentaron retirar la maleza pero resultaba una tarea inútil porque estaba demasiado enraizada en la tierra que lo rodeaba.

Teodomiro, algo impaciente, se dirigió a Martín de Bilibio:

—Martín, avisa a los soldados para que lo dejen todo expedito alrededor. Será la única manera de saber si esto es realmente lo que parece.

Martín se alejó del lugar para ir a buscar a los soldados que permanecían tranquilos junto al oratorio de Paio. Cuando lo vieron, se levantaron cansinos. Era de noche y no tenían muchas ganas de andar por esos bosques de los que habían oído decir cosas extrañas. Tomaron sus antorchas y siguieron a Martín.

Antes de llegar al lugar, Martín vio de nuevo a Teodomiro hablando con Paio, pero esta vez parecían discutir sobre algo. Le extrañó.

Aceleró el paso para intentar saber sobre qué debatían, pero para su sorpresa, al igual que había ocurrido con anterioridad, en cuanto lo vieron callaron, incluso el obispo intentó, sin éxito, disimular su evidente acaloramiento.

—¿Ocurre algo, mi señor? —preguntó Martín al obispo en cuanto se acercó.

—Nada, Martín, nada.

Éste se dirigió de inmediato a los soldados y les hizo indicaciones para que desbrozaran la vegetación que se había tragado aquella construcción.

La espera fue tensa. Durante un buen rato, los hombres arrancaron ramas, zarzas y otras malas hierbas, y aun tuvieron que talar tallos que ya eran casi como troncos de árboles.

Martín miraba de reojo al obispo Teodomiro porque lo notaba inquieto, incómodo, una actitud muy poco usual en aquel hombre cuya serenidad muy pocos asuntos alteraban. Se preguntaba qué estaría pensando; tal vez los efectos del ayuno hubieran hecho más huella en él de lo habitual. Llevaban más de tres días en aquel lugar húmedo e inhóspito, durmiendo al raso, a la espera de una especie de milagro que no terminaba de materializarse. Pudiera ser el agotamiento, que él mismo empezaba a padecer, lo que estaba llevando al obispo a perder su sosiego habitual. Se compadeció de él. Lo consideraba un buen hombre, justo y cauto en sus decisiones, que luchaba contra viento y marea para erradicar el desánimo y por tanto el abandono en el que se encontraba la sede episcopal iriense que regentaba, y el de todos sus fieles, desamparados y arrojados a las habituales prácticas druídicas y paganas.

Cuando por fin consiguieron despejar el frente, Teodomiro inspeccionó lo que parecía una entrada y les ordenó que intentasen abrirla. Los soldados se esforzaban por mover la piedra que tapaba un acceso al interior del túmulo, pero su voluntad apenas se veía recompensada, porque parecía inamovible. Después de varios intentos, consiguieron hacer palanca con un tronco y, muy poco a poco, fueron desplazando la enorme piedra que cerraba el acceso.

Cuando el hueco fue lo suficientemente amplio como para que entrase un hombre, el obispo les indicó que se retirasen.

Empuñó una de las antorchas y se volvió hacia Paio, al que le brillaban los ojos, arrobado por la emoción.

—Vamos a ver qué esconde este lugar.

—Esperad, mi señor —dijo Martín—, permitid que entre yo primero, no sabemos qué puede haber ahí dentro, podríais resultar dañado.

Teodomiro esbozó una sonrisa agradecida a su escribiente: sentía un gran afecto por aquel monje que tan pendiente estaba siempre de que se encontrase bien. Le hizo un gesto y lo dejó pasar en primer lugar.

Martín introdujo la mano con la antorcha por el estrecho hueco y se adentró en el interior. Iluminó a su alrededor. Se encontraba en un lugar de techo bajo y de estrechas dimensiones, con una especie de altar de piedra en su centro. Se acercó al ara y la inspeccionó.

—¿Qué ves, Martín?

—Entrad, señor, parece que no hay peligro.

Martín vio la mano del obispo portando la luz de la antorcha; cuando accedió, se miraron un instante, para después recorrer con los ojos el pequeño habitáculo. Inmediatamente detrás de Teodomiro apareció la figura menuda del eremita. Martín se fijó en aquel hombre. Nunca había dado ninguna Habilidad a sus palabras; sin embargo, había sido tan insistente a lo largo de tantos años que había considerado conveniente la visita a aquel lugar del monte de Libredón como única forma de desenmascarar sus visiones y alucinaciones de viejo loco y solitario. Pero cuando el eremita entró en aquel lugar, Martín advirtió en sus ojos un brillo especial, y su expresión manifestó un regocijo imposible de ocultar, medido pero evidente.

—¡Santo Cielo! —exclamó Paio—, el Señor sea loado, es cierto. Está enterrado aquí.

Teodomiro lo miró.

—No me irás a decir, Paio, que conoces la identidad del que duerme aquí su sueño eterno. —Se acercó al altar, bajo el cual parecía que había una sepultura.

Paio no contestó.

Mientras, Martín, agachado, examinaba lo que había bajo el altar de piedra acercando la llama de la pequeña antorcha que portaba en su mano.

—Es posible que aquí haya alguien enterrado, pero no veo ninguna inscripción tallada en la piedra.

Cuando estaba a punto de levantarse, vio algo que le llamó la atención. Era una marca lapidaria tallada en el filo del ángulo que formaba la piedra del altar. Oyó a Paio susurrar algo a Teodomiro que no alcanzó a entender. Observó detenidamente la señal y cuando levantó la vista se encontró con los ojos de Paio.

El eremita habló al obispo sin retirar sus ojos del monje escribiente.

—Vuestra paternidad, ya os dije que un ángel me reveló que hace siglos fue trasladado hasta esta tierra el cuerpo del apóstol Santiago.

Martín se levantó, seguía inquieto y receloso por la actitud de aquel hombre que se hacía pasar por un iluminado pero que, de repente, suscitaba su desconfianza.

—No sabemos siquiera si esto es realmente una tumba y ya estás dando nombre al cuerpo —añadió el obispo.

—Señor —replicó Paio con humildad—, no lo digo yo, es Dios quien lo presenta a vuestros ojos.

Teodomiro manifestó su evidente incomodidad ante las palabras del eremita.

—Es demasiado presuntuoso pensar en algo así, ¿no crees, Paio? Además, el apóstol Santiago murió en Tierra Santa y allí fue enterrado; nada hay que indique que su cuerpo estuviera sepultado por estas tierras. Esto es el finis terrae, estamos en los confines del mundo, olvidados por todos. ¿Cómo iba a estar aquí el cuerpo del apóstol sin que nadie hubiera reparado en ello? Es una idea imposible de sostener…

—Vuestra paternidad —insistió Paio—, hay fuentes que indican que Santiago el Mayor predicó en esta zona. Ya se recoge en el Breviario de los Apóstoles, un manuscrito anónimo escrito hace más de dos siglos.

Teodomiro le miró con indulgencia.

—Nada se dice en los Evangelios acerca de esa predicación, Paio, y como cristianos es al libro sagrado al que nos debemos atener.

—Tenéis toda la razón —agregó Paio—. Pero esto puede significar el milagro necesario para que la Iglesia vuelva sus ojos hacia esta tierra. El Santo Apóstol está enterrado bajo esa losa, señor. ¿No os dais cuenta? Todos vendrán a postrarse ante su tumba, serán las reliquias más famosas e importantes de la cristiandad.

—He oído rumores sobre algunas veneraciones no tan devotas que se dan en estas tierras, Paio —el tono de Teodomiro era de reproche.

—Yo sólo escucho la voz que Dios me envía, vuestra paternidad. Creo y espero su misericordia. El Señor Todopoderoso es el que nos da este milagro para atenuar la indigencia en la que vive el espíritu cristiano en este rincón del mundo, y es Él el que nos obsequia con el prodigio. Tomémoslo y hagámoslo realidad.

La firme seguridad de Paio desconcertaba a Martín de Bilibio y le provocaba mayor desconfianza.

Paio continuó hablando, manteniendo una prudente humildad.

—Vos mejor que nadie sabéis que la fe puede mover montañas, y unas reliquias de tal valor en este lugar supondrían un enorme incentivo para los arrasados corazones de los fieles en este confín del mundo.

El obispo miró de reojo a Martín, que observaba en silencio el diálogo entre ambos.

—¿Tú qué piensas de todo esto, Martín?

Teodomiro sabía de la capacidad de raciocinio que tenía su escribiente; en muchas ocasiones lo había sacado de importantes apuros con sus sabios y mesurados consejos. Gracias a él, había resuelto conflictos de envergadura y su prestigio había quedado salvado en muchas ocasiones ante el rey por hacer caso de las recomendaciones dadas por el monje.

Martín de Bilibio se tomó su tiempo antes de contestar.

—No sé muy bien qué pensar, señor. No esperaba un descubrimiento como éste.

—Pero ¿tú qué piensas de que pudiera hallarse aquí el cuerpo del apóstol Santiago?

El monje escribiente abrió las manos y alzó las cejas dubitativo.

—Mi señor, hace años visité una biblioteca del monasterio de San Martín de Turieno situado en la comarca de Liébana, al abrigo de los picos que nos separan de las tierras de los cántabros.

—He oído grandes alabanzas sobre la cantidad y la calidad de las obras que custodia su scriptorium —señaló Teodomiro.

—Es cierto que las tiene y en abundancia —ratificó Martín, complacido—. Allí encontré hermosos manuscritos escritos e iluminados por un monje de nombre Beato, que fue abad del cenobio hace años y que, una vez muerto, fue considerado santo por piedad del pueblo. Uno de esos manuscritos era un comentario al Apocalipsis. Os puedo decir que tuve el privilegio de ojear su contenido y es cierto que se afirma la predicación de Santiago por la Península y, concretamente, por estas tierras. Por lo que averigüé, Beato era un hombre ilustrado que sabía de lo que escribía, quiero decir que no era un simple copista; el contenido de sus escritos es el producto de su larga y amplia instrucción.

—Está bien lo que me dices, Martín, pero me hablas de la predicación del apóstol de Cristo en estas tierras y eso, aunque poco probable, podría darse por cierto; pero el hecho de que hubiera llegado hasta aquí en vida no prueba que la tumba del apóstol se encuentre precisamente en este lugar cubierto por la tierra y la maleza y, sobre todo y lo que es más importante, oculto por el olvido. Sería impensable que algo de esta naturaleza hubiera pasado inadvertido para toda la Iglesia durante tanto tiempo.

Paio intervino, imprimiendo una sorprendente vehemencia a sus palabras:

—Tal vez ha llegado la hora de restituir esta sepultura con todas las dignidades que se merece. ¡La hemos descubierto! ¡Digámoselo al mundo! Es la voluntad de Dios recuperar de alguna forma el reino perdido, y sois vos, mi señor obispo, el elegido para guiar a este reino extraviado de regreso al redil de la cristiandad. ¿Qué importa que no hayamos sabido nada de la tumba? Ahora el mismo Dios nos la muestra. ¡Tomemos como verdaderos los signos que nos envía o puede que nos pudramos en la agonía del infierno por ignorar lo que tan claramente se nos revela!

Teodomiro se volvió hacia el eremita y escrutó su mirada.

—¿Estás insinuando que nos inventemos unas reliquias que no existen?

—A veces, mi señor —añadió tranquilo—, la fe necesita de los alicientes más insólitos para mantenerse viva.

El obispo volvió a mirar a Martín, que le habló con tono sereno:

—Beato escribió un hermoso himno para la liturgia de Santiago Apóstol, llamado O Dei Verbum, en el que lo considera como defensor poderoso y patrono hispano, y estima que gracias a su mediación es posible evitar la peste, la enfermedad, la calamidad y el crimen. Le ruega con su himno que se muestre piadoso y que proteja al rebaño encomendado a él por mandato del Señor. Termina solicitando su intermediación para librarnos del infierno eterno.

—¿Hay infierno más eterno que el que nos toca vivir? —interrumpió Paio, impaciente—. Vuestra paternidad, estamos bajo la constante amenaza del extranjero que amedrenta, mata, viola y roba a los creyentes indefensos y frágiles ante tanta desgracia. Los fieles buscan desesperadamente algo a lo que aferrarse, un motivo que exalte la fe en sus pobres y asustados corazones. Si no hacéis nada, dejaréis que su esperanza muera bajo las sangrientas razias. El apóstol Santiago ha querido que su cuerpo se halle en este confín del mundo para restituir la grandeza de la cristiandad de Occidente.

—Pero ¿cómo explicar que el cuerpo del apóstol ha llegado hasta aquí?, dime, Paio, ¿cómo hacerlo?

—En ese Breviario de los Apóstoles —contestó Paio con firmeza—, se dice que el cuerpo del apóstol se encuentra enterrado en un lugar llamado Aca Marmárica. La muerte del santo se produjo en Jerusalén, pero el cuerpo pudo haber sido trasladado por sus fieles.

Teodomiro miró a Martín y enarcó las cejas en un gesto de interrogación, como si buscase en él la confirmación de las palabras de Paio.

Martín de Bilibio asintió.

—Conozco el contenido de ese Breviario, mi señor —añadió—, y es cierto lo que dice.

Martín se dio cuenta de que Paio lo miraba con excelsa devoción, como si sus palabras le estuvieran sabiendo a gloria. Suspiró algo incómodo porque la presencia del eremita le resultaba molesta. Éste intuyó las dudas de Martín y desvió la mirada.

—Pero eso no prueba que sea éste el lugar en el que se encuentre esa tumba —añadió el monje.

Paio intervino dirigiéndose al obispo:

—Hay lugares en los que las reliquias de santos revalorizan la importancia de las iglesias que las custodian. ¿Por qué no tener en nuestra diócesis unas reliquias que salven a los fieles del ostracismo en el que viven? No me negaréis que necesitamos un revulsivo que sacuda las conciencias de los creyentes: desde hace tiempo os lo están reclamando. La gente está atemorizada por el peligro musulmán, su fe se resquebraja cuando asisten indefensos a la destrucción de sus hogares o al asesinato de sus seres queridos bajo la espada infiel sin que nadie lo remedie y ante la pasividad de todos.

Una pausa marcó un tiempo necesario para digerir su discurso.

—Nadie nos creería… —murmuró el obispo, cabizbajo y pensativo, mientras pasaba la mano por el altar.

Martín y Teodomiro se miraron.

—¿Qué piensas de todo esto, Martín?

Se quedó un instante pensando con la mirada perdida. A pesar de su desconfianza, reconocía que no le parecía mala idea la posibilidad de recurrir a la existencia de unas reliquias de tanto calado como las del apóstol Santiago. La propuesta milagrosa era tentadora.

—Mi señor —habló despacio, comedido y prudente—, como bien sabéis, cuando era niño fui víctima de esa violencia, y os puedo asegurar que si no fuera porque mi fe ha sido firme y profunda habría llegado a dudar del mismísimo Dios. Tenemos que pensar en dar un amarre a los fieles indefensos, abandonados y perdidos que se entregan sin problema a las prácticas paganas asentadas en estas tierras, y que tienen demasiado arraigo como para hacerlas desaparecer. Tal vez… —miró a Paio un instante—, tal vez estemos ante una gran inventio, mi señor, tal vez éste sea el descubrimiento milagroso de unas reliquias en un lugar en el que se desconocía su existencia. Alabemos a Dios por ello.

Teodomiro lo miró, abatido; sabía que su escribiente tenía razón; para su desesperación, el desánimo estaba demasiado extendido. La propagación de ritos paganos basados en tradiciones ancestrales dirigidos a dioses de la naturaleza lo tenía muy preocupado. La gente no encontraba motivos para aferrarse a la fe en un Dios que parecía abandonarlos en cada razia. La postración general era evidente y él era incapaz de encontrar algún modo de arengar el espíritu atribulado de tantos inocentes.

—Ni siquiera sabemos qué hay debajo de este altar.

—Podemos salir de dudas —añadió Martín.

—¿No es mejor dejar que los muertos descansen en su sueño eterno? —preguntó Paio, inquieto por primera vez ante la posibilidad de que se abriera la sepultura.

El obispo le contestó tajante:

—Si vamos a venerar estos restos como los del Santo Apóstol, al menos quiero saber qué hay en la tumba. Avisad a los soldados y que retiren el ara.

Tuvieron que apartarse para dejar que los hombres pudieran hacer fuerza de nuevo para mover la piedra. En un instante, el aire se hizo tan irrespirable que estuvieron a punto de salir, pero el ara se movió sin problemas y dejó al descubierto un agujero forrado de piedra, de dos palmos de profundidad, cuatro de ancho y más de seis de largo, en cuyo fondo había un montón de huesos en desorden. Identificaron tres cuerpos porque había tres calaveras.

Teodomiro miraba el interior de la sepultura, pensativo.

—¿Qué es lo que os aflige? —preguntó Martín.

El obispo lo miró largamente, con los ojos brillantes y el gesto grave.

—Esto será mi condenación, Martín.

—No, si lo hacéis a la mayor gloria de Dios. El descubrimiento de estas reliquias atraerá la atención de la cristiandad a esta tierra.

—Es un milagro —agregó Paio.

—Un milagro —murmuró Teodomiro con un gesto roto—, un milagro que me condena para siempre al infierno.

Las miradas de Teodomiro y Paio llegaron a estremecer a Martín sin comprender muy bien por qué. Luego, el obispo mandó a los soldados que colocaran de nuevo la piedra que servía de altar. Cuando salieron al exterior, ya casi amanecía. Durante un rato, el obispo se mantuvo en silencio, concentrado en sus propios pensamientos. Los soldados, agotados por la falta de sueño y el esfuerzo realizado, se alejaron un poco murmurando entre dientes. Paio y Martín permanecían a la espera hasta que el obispo habló con voz firme. Había tomado una decisión.

—Está bien, acudiré al rey Alfonso para hacerle partícipe de tan sorprendente hallazgo. Con él decidiré qué hacer respecto a este lugar y, sobre todo, qué hacer con esta inventio. —Levantó la vista y miró a todos uno por uno con fijeza—. Debéis guardar silencio sobre este asunto hasta que yo regrese. —Se centró en la figura del eremita—: ¿Me has oído bien, Paio?

—Será como deseéis, vuestra paternidad, tal y como deseéis.

—No quiero dar pábulo a este asunto hasta que esté completamente seguro de cómo orientarlo.

—No temáis, señor —contestó el eremita—, os aseguro que seré como una tumba. Sólo alabaré a Dios por este milagroso hallazgo. La historia os recordará como el descubridor de tan excelsas reliquias.

El obispo lo miró mientras asentía con un leve movimiento de cabeza, pero su gesto mostraba la sombra de una amarga duda. Martín se compadeció de él, pero ya tendría tiempo de convencerlo de que aquel prodigio, como lo llamaba Paio, podría resultar altamente beneficioso para todos. Sería cuestión de tiempo. En su interior se sintió muy satisfecho por las conclusiones a las que habían llegado: era una buena solución.

La visita al rey Alfonso, al que llamaban el Casto debido a su manifiesto rechazo al contacto con las mujeres, fue todo lo fructífera que el obispo podía esperar en un asunto tan escaso de argumentos. Puso al monarca al corriente del milagroso hallazgo y dio por sentado que Santiago Apóstol estuvo predicando por aquellas tierras.

Teodomiro argüyó, como justificación al terrible olvido de las sagradas reliquias, el hecho de que los discípulos del Apóstol que salvaguardaban su tumba se vieron obligados a mantener un prudente silencio sobre su existencia y su paradero, debido al evidente peligro de que fuera profanado y los restos del Santo destruidos para evitar su veneración, y gracias a esa ignorancia, a ese olvido de las conciencias, su cuerpo había quedado protegido durante siglos de posibles afrentas. Los rumores sobre el paradero de los restos se quedaron en una vaga leyenda que pasó casi inadvertida de una generación a otra hasta que, con el tiempo, la retomó en sus escritos Beato, el monje de Liébana.

Para llegar a estas conclusiones fueron necesarias las sugerencias de Martín de Bilibio, que se mostraba entusiasmado por la idea del sorprendente descubrimiento milagroso del locus Sancti Iacobi, descubrimiento que, a medida que se iba conociendo, era aceptado por los fieles con el mismo entusiasmo que a él le embargaba.

El rey Alfonso entendió el planteamiento de Teodomiro a pesar de que puso algunos reparos, ya que él mismo intentaba convertir Oviedo en un lugar de peregrinación de importantes reliquias. No obstante, comprendió la súplica del obispo iriense, que tenía la imperiosa necesidad de dar un revulsivo a sus fieles; además, con ello esperaba apaciguar las revueltas que de cuando en cuando se producían en Galicia, y le obligaban a desviar hombres y esfuerzos que deberían dedicarse a otros menesteres de mayor importancia.

Una vez convencido, el rey accedió a marchar en compañía del obispo al lugar que ya nombraban como el locus Sancti Iacobi, en el claro del bosque de Libredón. Y allí ordenó construir una iglesia de madera, piedra y barro para dar refugio y amparo al túmulo en el que descansaban los supuestos restos del santo, construcción ni de lejos semejante a juicio del propio Teodomiro a los admirables edificios que se levantaban en Oviedo. Se limpió toda la zona de alrededor, se allanó el terreno, se talaron árboles y, con el paso de los años, en sus proximidades se levantó un monasterio en el que se instalaron monjes encargados de cuidar de la sepultura y organizar a los creyentes, que pronto empezaron a acercarse para postrarse ante las reliquias del Santo Apóstol.