Camino hacia el sur, verano de 1100
Caminábamos al abrigo del atardecer o de las primeras luces de la mañana, escondiendo nuestro paso el resto del día para evitar así cualquier encuentro desagradable con soldados; durante la noche cerrada procurábamos buscar refugio donde descansar y eludir los ataques de furtivos, proscritos o animales salvajes en busca de su presa.
Los paisajes iban cambiando a medida que nos acercábamos a la barrera rocosa de los Pirineos. El valle de Lot presentaba a nuestros ojos un hermoso contraste de llanuras calizas salpicadas de flores de distintos colores que daban frescor a nuestra marcha y escarpados acantilados de piedra gris. Después, llegó un paisaje de robles, pinos y sauces, con colinas bajas de horizonte suave y luminoso.
En Conques se veneran las reliquias de Santa Fe, cuya fama milagrosa se extiende por toda la cristiandad por la curación de ojos y la liberación de cautivos, sobre todo los que estaban en manos de los infieles. En su monasterio nos acogieron con regocijo, y más cuando Vernone les anunció que nuestro destino estaba más allá de los Pirineos. Como ya me había anunciado él mismo al inicio de nuestro viaje, se estaban reclutando entre las distintas casas hermanos dispuestos a emprender un viaje sin retorno con destino a aquellas tierras lejanas que requerían una atención reclamada y premiada por sus monarcas. La Orden tenía la oportunidad con ello de someter a su dominio cenobios cedidos o construir otros nuevos gracias a las importantes donaciones de nobles y reyes.
Allí tuvimos que permanecer varias semanas mientras se llevaban a cabo todos los preparativos y se reunía a los distintos componentes de la comitiva que íbamos a formar. Durante todo ese tiempo conviví con el resto de los hermanos como si fuera un hombre. Al principio me sentí algo retraída por si alguien se daba cuenta de mi condición, sobre todo cuando me venía la menstruación. Había aprendido que cada mes y durante dos o tres días, con el previo aviso de los fuertes dolores abdominales y de cabeza, tenía que protegerme de ese flujo de sangre maldita que me salía del cuerpo. Siempre procuraba ir a las letrinas cuando no había nadie, aunque alguna vez tuve que fingir que orinaba de pie contra la pared como hacían ellos para evitar sospechas. No tuve que enfrentarme al momento del baño, porque cuando llegamos había pasado por la pila de agua caldeada toda la comunidad, uno por uno, antes de la Pascua, como era preceptivo de acuerdo con la Regla. El momento de higiene que se realizaba durante el resto del año una vez a la semana, en el que debíamos lavar nuestros pies, cortar el pelo y afeitarse aquellos que lo necesitasen, además del arreglo de las uñas, no había resultado un problema porque siempre me quedaba con la camisa y nunca me desprendía de mi túnica delante de los demás, algo muy habitual atendiendo al recato que todos debían mostrar con su cuerpo; además, mantenía mi delgadez y mis pechos apenas despuntaban, disimulados por la recia tela de la túnica y la holgura del escapulario.
Me sentía culpable porque, lejos de lo que pudiera aparentar mi situación, no me encontraba incómoda; cada día que pasaba era mayor mi adaptación a mi extraña identidad, tanto que, a veces, me olvidaba de quién era, de cuál era mi verdadero nombre y de lo grave de haberme introducido en aquel mundo de hombres; pero lo cierto es que el resto de los monjes me trataban como uno más.
Después de todas las penurias que había pasado, tanto durante mi estancia en el Novum Monasterium como en el trayecto hasta llegar a Conques, aquel cenobio me pareció un paraíso. Llegué a acostumbrarme a lo apacible del silencio, al toque de la campana que medía las horas del día y de la noche, a la parafernalia de los quehaceres más cotidianos. Además, poco a poco, conseguí cantar con más armonía los salmos siguiendo los libros de canto colocados en el enorme facistol de madera que había en el centro del coro. Nada tenían que ver aquellos edificios con el destartalado monasterio en el que había vivido cuatro meses; construidos en piedra, eran amplios y estaban limpios y caldeados. La comida no era abundante, pero estaba caliente y sabrosa al paladar, y le brindaba a mi estómago el consuelo que le había negado durante meses. Dormía junto a Vernone en el dormitorio de los novicios, con una cincuentena más de muchachos de una edad parecida a la mía, entre los que pasaba totalmente inadvertida. A pesar de que tenía que levantarme para los oficios nocturnos, por fin disfrutaba de un sueño reparador, tumbada sobre una estera algo más blanda y limpia, y cubierta por una manta tupida, un cobertor y una almohada, y sin la molestia constante de chinches y ratas merodeando durante mi obligada vigilia. Lo único que me quitaba el sueño era la incertidumbre de la verdad ignorada: de la suerte que había corrido mi hermano, del paradero de Ernaud y del testamento de mi padre. Me sentía muy mal recordando la promesa que había hecho de cuidar al pequeño Achard, primero a mi padre, al que maldecía sin querer por haberse marchado, y después a Munia. No había sido capaz de protegerlo, ni siquiera de mantener en mi poder el testamento.
Durante mi estancia en aquel monasterio tuve noticias de que mi fio Geoffroi seguía buscándome denodadamente por todos los rincones, y lo peor de todo es que había ofrecido una cuantiosa recompensa para aquel que pudiera dar cualquier noticia sobre mí o mi paradero. Mi intranquilidad se avivaba al pensar en la posibilidad de que Thierry denunciase mi nueva identidad. Ese hombre era capaz de cualquier cosa por obtener la jugosa recompensa. Mi disfraz no resultaría del todo seguro hasta que hubiera salvado los Pirineos, por eso me desesperaba con el paso de los días y el aplazamiento constante de la partida. Vernone me pedía paciencia, porque era muy peligroso atravesar las montañas en solitario. Debíamos esperar.
A finales del mes de junio, todo estaba preparado para emprender la marcha hacia el sur. Éramos un grupo de tres novicios y once monjes de coro, además de algunos legos que solicitaron del abad el permiso para realizar la peregrinación al locus Sancti Iacobi aprovechando la marcha de los monjes. La partida se decidió para el segundo domingo, día de Pentecostés, después de la celebración de una misa solemne como despedida de los que nos marchábamos y de darnos la bendición. Se nos proporcionó una cogulla, otra túnica más ligera para soportar el calor, además del escapulario de la misma tela, un gorro de ala ancha para el sol o la lluvia, otras medias, un calzado de piel de buena suela para que nuestros pies soportaran mejor la dureza del camino, un morral y un bastón que nos serviría de apoyo. La ceremonia solemne reunió en la iglesia a toda la comunidad, con la asistencia del obispo, nobles y muchos campesinos, algunos de los cuales se plantearon allí mismo la necesidad de realizar la peregrinación hasta la tumba del Santo.
A lomos de cinco mulos se habían cargado los enseres más pesados: libros diversos, ropa, elementos de la liturgia, además de algunos aperos del campo, mantas y alimentos destinados a la casa de nueva fundación que pretendía aquel grupo de hombres, que estaba dirigido por el hermano Raoul, el monje de más edad y que sería el abad de la nueva comunidad que se formaría una vez asentados en la casa de destino.
Tras las celebraciones, cuando el sol ya escalaba el horizonte, iniciamos la marcha en dirección sur. Yo me dejaba llevar, envuelta en mi disfraz, aceptando que las gentes me mirasen igual que al resto.
Parecíamos héroes en el inicio de una cruzada. Recordé el día de partida de mi padre; todos estaban felices, todos cantaban y alababan la valentía de los hombres que dejaban la comodidad de sus hogares en aras de la recuperación de lo santo. Y yo era, en aquel momento, como un cruzado que partía para recuperar mi propia identidad.
Cuando habíamos iniciado la marcha, envueltos en vítores y cantos de alabanza al Señor, una polvareda que se levantaba a lo lejos llamó la atención de todos, lo que hizo que los que ya caminábamos nos detuviéramos y que aquellos que festejaban nuestra partida desviasen su mirada para centrarla en el horizonte. Lo que hasta ese momento era el bullicio alegre de la despedida dio paso a un murmullo cauteloso y expectante. De entre la nube de polvo surgieron hombres armados a caballo que se acercaban al galope. Contuve la respiración un instante y, como yo, me pareció que todos hacían lo mismo, atentos a la causa de la interrupción de la marcha. Me volví y vi al abad, un hombre de baja estatura, algo grueso pero de voz dulce y clara como la de una mujer, del que sólo sabía que se llamaba Luis; con digna serenidad, se adelantó entre la multitud para recibir a los recién llegados.
Los soldados galoparon hasta la amplia explanada que había justo a la entrada del monasterio donde se encontraba la puerta de la iglesia por la que accedían los fieles a la liturgia, la hospedería, el granero y el palomar. Distinguí de inmediato los colores del estandarte que portaban y las túnicas bajo sus lorigas; se trataba de soldados del castillo y por tanto enviados de Geoffroi. Mi corazón comenzó a palpitar con fuerza y di unos pasos hacia atrás, como si quisiera que la gente que me rodeaba me engullera para ser invisible.
Por fin llegaron y se detuvieron frente al abad.
—Sed bienvenidos a esta casa, soldados.
El abad alzó la voz para que lo escuchasen los recién llegados en medio del bullicio que se había formado.
—Os lo agradecemos, abad. —El tono inconfundible de Fulco me estremeció.
—¿En qué puedo ayudaros?
Fulco Neri se volvió y echó una mirada rápida a todos los que estábamos a punto de partir. Yo bajé los ojos, por temor de encontrarme con su mirada.
—Veo que algunos de vuestros monjes salen de viaje.
—Llevan la laboriosa tarea de fundar una filial de nuestra santa orden en territorios cedidos por el rey de León. —La voz del abad se escuchaba perfectamente porque reinaba un silencio expectante en la explanada, sólo interrumpido por el relincho de los animales—. ¿Hay algún problema en ello, soldado?
Fulco se removió a un lado y a otro manteniendo sujetas con firmeza las bridas de su caballo, que cabeceaba agitado arriba y abajo.
—Nos han llegado noticias de que puede estar oculta entre vuestros monjes una muchacha de quince años a la que buscamos desde hace meses.
—No hay mujeres en mi comunidad —contestó sereno el abad—. Las que son acogidas en la hospedería se hallan en esta explanada, vosotros mismos podéis buscar entre los presentes si está o no está esa muchacha a la que buscáis.
Fulco se volvió hacia la muchedumbre escrutando el rostro de los que lo miraban. Clavé mi cara al suelo para evitar ser reconocida.
—Alza la cara —me susurró Vernone en un tono apenas perceptible—, no se debe ocultar el que nada esconde.
Lo miré de reojo sin llegar a despegar la barbilla de mi pecho. Sus ojos estaban puestos en el grupo de soldados que, sobre sus potentes caballos, se removían de un lado a otro inquietos. Levanté la cara poco a poco, lentamente, con el temor de encararme con Fulco.
—¿Adónde se dirige exactamente este grupo de monjes?
—A un lugar cercano a León —contestó el abad, paciente—. Cruzarán los Pirineos y continuarán el camino que siguen los peregrinos en su viaje hacia Galicia. Nuestros monjes quedarán instalados en casa de nueva fundación y el resto seguirá hasta el locus Sancti Iacobi.
—Un trayecto peligroso.
—El trayecto de la vida lo es mucho más y no por ello nos quedamos sentados sin vivirla. De todas formas, si tanto os preocupa la seguridad de estos peregrinos, he de deciros que las últimas noticias son halagüeñas. Las tropas de los reyes cristianos están limpiando las tierras ocupadas por los sarracenos, obligándolos a replegarse hacia el sur. Ahora necesitan gentes que repueblen las zonas abandonadas.
Fulco se acercó algo más a los que íbamos a partir, pero apenas reparó en nuestras caras. Me di cuenta de que no buscaba entre los monjes sino entre las gentes que se agolpaban a nuestro alrededor.
—Abad, si estáis mintiendo sobre el paradero de una prófuga estaréis cometiendo un delito grave contra el condado de Montmerle. Sabéis que se la busca…
—¿Sois enviado por el conde de Montmerle? —interrumpió el abad secamente.
Fulco asintió.
—Vuestros hombres han estado aquí varias veces en los últimos tiempos y a vos os repito lo que les dije a ellos: que no he visto a ninguna joven rubia con trenzas. Dadas ya todas las explicaciones, si me disculpáis, estas gentes tienen que partir, la jornada que les espera es dura y deben aprovechar el día para adelantar todo lo que puedan su camino antes de la obligada parada nocturna.
Se volvió para buscar con la mirada al hermano Raoul; cuando lo localizó, le hizo un leve gesto y nos pusimos en marcha en silencio bajo la atenta mirada de Fulco y el resto de los hombres que observaban nuestro paso como sabuesos en busca de su presa. Pasé por delante del grupo caminando junto a Vernone, con la mirada al frente, sin llegar a mirar a Fulco. Sólo cuando lo había dejado atrás eché una mirada de reojo para comprobar que todos seguían nuestra marcha con fijeza.
—¡Un momento! —La voz estridente de Fulco hizo que todo se paralizase. De nuevo, el silencio expectante. Escuché los cascos de un caballo al acercarse—. Tú, levanta la cabeza.
No me moví, ni siquiera respiré. Me quedé petrificada como una estatua de sal.
—He dicho que me mires —insistió con autoridad.
Cuando alcé los ojos me di cuenta de que no se estaba refiriendo a mí sino a una de las mujeres que estaba a un lado despidiendo nuestra marcha. Llevaba una fina capa de lana de color pardo y un gorro de paja ocultaba su pelo y casi todo su rostro. Fulco le arrancó el sombrero con la punta de la espada, dejando caer sobre sus hombros un pelo largo y rubio recogido en dos coletas. Ella, con gesto aterrado y los hombros encogidos, miraba a Fulco con recelo, con el temor de ser ensartada en la hoja de acero que el soldado mantenía rozando su cara. Me fijé en su rostro lleno de pecas que destacaban sobre su piel blanca; tenía la melena larga pero mucho más rizada que la mía. Era evidente que tenía algunos años más que yo. Fulco la miró largamente, con un gesto de decepción.
Miró a la otra mujer que estaba a su lado y que, nerviosa y con la mayor rapidez de que fue capaz, se había quitado el gorro de paja para mostrar su rostro al soldado, temerosa de pasar por alguien sospechoso. La mujer tendría más de treinta años y Fulco apenas le echó una mirada despectiva. Se removió contrariado y con él cabeceó el caballo, como si en el sentimiento jinete y corcel fueran uno.
—Soldado, ¿pueden partir ya? —El abad, en un tono de contenida paciencia, habló alto y claro para que Fulco pudiera escucharlo—, se hace demasiado tarde para ellos. Podría ofreceros a vos y a vuestros hombres un plato de comida y agua para los animales. Permitidme brindaros la hospitalidad de esta casa.
Fulco pasó de nuevo su mirada por todos los que estábamos allí, sin llegar a fijarse en mí en ningún momento. Tenía el gesto desquiciado, como si estuviera convencido de que lo que buscaba se encontraba delante de sus narices aunque fuera incapaz de verlo. Estaba claro que por su mente no pasaba la posibilidad de que estuviera oculta bajo un estrafalario disfraz aderezado con la tonsura y, con toda seguridad tampoco que el color de mi piel hubiera dejado de tener el color blanquecino y delicado de siempre por la continua exposición al aire y el sol. Me alegré en ese momento de los meses pasados en el Novum Monasterium; la dureza de los trabajos a la intemperie había hecho desaparecer en mí el aspecto Cándido y aniñado con el que había salido del castillo.
Tras la interrupción de los soldados de Fulco iniciamos una jornada agotadora en la que el implacable sol de verano nos azuzó hasta el atardecer. El paso era cadencioso y tranquilo.
Al caer la tarde nos hospedamos en un cenobio en el que acogieron nuestra llegada con plácida hospitalidad. Después de tres días de camino llegamos al monasterio de San Pedro en Moissac, donde también fuimos albergados en su hospedería como si fuéramos héroes de una guerra santa. Cada día, al llegar la noche, comíamos y recobrábamos las fuerzas perdidas durante el camino; nos levantábamos cuando todavía no había amanecido, rezábamos el oficio y escuchábamos la misa, y, tras un desayuno frugal, iniciábamos la marcha.
Durante el trayecto nos encontramos con algunos de los peregrinos que regresaban de Galicia y que hablaban maravillas de la visita a las reliquias, de lo confortados que se encontraban después de rezar ante la tumba, de los milagros de los que habían sido testigos y de otros que les habían contado, pero también se quejaban con amargura de la falta de medios que había más allá de los Pirineos, que hacía el camino complicado y peligroso a los ya sufridos caminantes y se encontraban con graves dificultades para avanzar con soltura. Se estaban construyendo puentes para cruzar muchos de los ríos de otra manera, había que vadear con barqueros sin escrúpulos que engañaban a los débiles viajeros confiados a ellos; muchos posaderos robaban a los más indefensos; había salteadores, falsos peregrinos que se unían a grupos para luego robarles o para vivir de la buena caridad de las gentes de aquellas tierras, que también las había en abundancia, según afirmaban muchos. Al margen de eso, la peregrinación había llenado de gozo su espíritu y regresaban serenos a sus hogares, convencidos de que se habían postrado ante las reliquias del mismísimo apóstol Santiago.
Apenas llegaba a entender los beneficios que la peregrinación producía en aquel que la hacía, porque en ese tiempo mi única obsesión era salir de aquellas tierras y pasar aquel muro de montañas al que me acercaba paso a paso y que me separaba de mí misma, con el único fin de empezar a vivir sin la zozobra constante de ser descubierta por alguien avezado en la observación de mi persona y acabar abrasada en la hoguera o en las manos de Geoffroi de Montmerle.
Era obligado caminar en completo silencio, como debían hacer los peregrinos piadosos, con el fin de purgar en cada paso de ese sufrido mutismo el propio espíritu, redimir las culpas y encontrar el consuelo buscado. Pero en algunos momentos, cuando la columna que formaba la comitiva se estiraba con los peregrinos cabizbajos y el andar cansino, Vernone y yo, que siempre íbamos juntos, hablábamos en voz muy baja, con mucho cuidado de no ser vistos por el hermano Raoul. Pocas cosas le decía de mi pasado salvo que sabía escribir y leer el latín, y él me confesó que sus manos eran torpes para las letras, pero que de niño, siendo oblato, el abad Roberto le enseñó a leer con perfección el latín y podía escribir, con dificultad, algunas palabras. Nunca le había gustado ser monje, pero no había tenido otra opción en su vida; subsistía en el interior de los muros del claustro, y reconocía que se había equivocado al seguir al abad Roberto en la brutal aventura de Citeaux y la fundación de una nueva casa. No creía que Dios quisiera que sus hijos sufrieran las condiciones en las que se vivía en el Novum Monasterium, porque aquello no era pobreza, era una muerte lenta en un medio hostil.
Las escasas y escondidas conversaciones que manteníamos o, tal vez, mi afán de encontrar a alguien en quien amparar mi enorme soledad, me hacían sentirme a gusto con aquel hombre, alto, delgado como un sauce escuálido y de carácter afable y tranquilo.
Tras diez días de camino, llegamos a una pequeña aldea que llamaban Ostabat, situada a los pies de los Pirineos, que se alzaba ante nosotros como una barrera rocosa infranqueable. El sol nos había acompañado durante todo el viaje con una fuerza implacable, sobre todo en las horas centrales del día, castigando nuestras espaldas y haciendo más penosos nuestros pasos.
En Ostabat había dos peregrinos germanos que esperaban unirse a algún grupo para emprender el temido asalto a las montañas. En aquella aldea de Ostabat los peregrinos, viajeros o caminantes que se desplazaban solos tenían la costumbre de esperar la llegada de algún grupo numeroso con el que cruzar en compañía aquel cúmulo de peñas negras y pasajes estrechos.
Consultaron con el hermano Raoul sobre la posibilidad de unirse a nosotros. Uno de ellos era joven, esquivo y muy callado, y se mantenía a la sombra del otro, mucho más alto, de unos cuarenta años, fornido de hombros y de pelo rubio y fino. En opinión de Raoul, que nos comunicó la incorporación de aquellos dos hombres a la comitiva, este último parecía un hombre sabio y su conversación era exquisita.
Después de hacer acopio de provisiones y agua suficiente para varios días, nos preparamos para emprender las durísimas jornadas que nos esperaban; elevaciones y descensos constantes del terreno que, ya nos advirtieron, molerían nuestros músculos, macerarían nuestros pies y mortificarían los ánimos más enardecidos.
Pero aquella muralla natural era para mí la esperanza, lo único me podría devolver mi vida, mi identidad, mi libertad, eso al menos quería creer en mi angustiosa huida de mi tío Geoffroi.
Raoul y el peregrino germano, de nombre Hugo, estuvieron dilucidando durante largo rato sobre si seguir la antigua calzada romana en su ascenso al puerto llamado de Lepoeder o ascender al collado de Ibañeta por los valles de Arneguy y Valcarlos. Raoul no conocía ninguno de los dos pero había oído hablar de la dureza del primer puerto, la ruta utilizada durante años por los peregrinos y viajeros que cruzaban aquellos montes, al principio un sendero ancho y aparentemente fácil que se iba complicando a medida que ascendía, estrechándose y desapareciendo tragado por la hojarasca y la maleza, lo que había provocado, junto a la dureza de su ascenso, que muchos viajeros se perdieran por aquellos riscos sin que nunca más se supiera de su suerte. Por esa razón, Hugo defendía el paso de Ibañeta, algo más cómodo y seguro, con ascensos más suaves y con unos cambios de tiempo menos traicioneros, a pesar de que nos habían advertido en Ostabat de que fuéramos muy prudentes con las bondades sólo aparentes del clima estival en la montaña.
Lo cierto es que, como un agorero presagio, el día amaneció plomizo, con el sol oculto entre nubes grises y con una humedad persistente que parecía emerger de la tierra y envolvía en una bruma espesa nuestro paso.
Al principio, el grupo se movía compacto, uno detrás del otro, ayudados todos por los bordones que equilibraban el cuerpo, en un estricto silencio, con el único sonido del crujir de la tierra bajo nuestros pasos y la respiración que se aceleraba poco a poco conforme íbamos avanzando en el asalto a la muralla pirenaica; pero, a medida que el sendero verde y pardo se iba empinando en un duro ascenso, la fila se estiró formando una sempiterna línea de puntos en movimiento lento, medido, calculando cada paso, preservando el esfuerzo para evitar que se agotasen las fuerzas. Yo mantenía la vista clavada en el suelo que iba pisando, apenas levantaba mis ojos más allá de la espalda del hermano Vernone, que me precedía, cuyos tobillos seguía de manera inconsciente, intentando comprender cómo y por qué me encontraba en aquella extraña situación de dolorosa huida que me había obligado a mi propia transformación, y en la que había perdido todo lo que antes me había aferrado a la vida. Cuando el estado de desfallecimiento se hacía casi insoportable, cuando la debilidad de mis músculos oprimía mi paso, consciente de que no había posibilidad de detenerme y descansar e intentando olvidar mi flaqueza, traía a mi memoria momentos de mi infancia en el castillo, las tediosas y tranquilas tardes de verano viendo pasar las horas con la costura entre mis manos o con un pergamino, trazando mis primeras letras aprendidas de Munia.
A pesar de que hicimos paradas esporádicas para cumplir con las necesidades de evacuar y tomar los frutos secos que llevábamos en el morral, el tiempo, en aquella primera jornada de ascenso, se me hizo eterno.
Empezaba a oscurecer en un atardecer privado de la claridad del sol. Me encontraba tan ensimismada envuelta en mis dolores, mis penurias y la sensación de humedad incrustada en todo mi cuerpo, que no me di cuenta de que los que iban por delante se detenían, hasta que lo hizo Vernone. Levanté los ojos y vi al grupo con la mirada al frente, con el mismo silencio que traíamos en el camino; una suave brisa fresca lamía la piel de la cara enfriando el sudor que brotaba al mismo ritmo que el latido de mi corazón acelerado y la respiración entrecortada. Miré hacia ese horizonte para descubrir lo que los mantenía deslumbrados. El tiempo se paralizó y por un instante no sentí nada, ni el dolor de mis piernas, ni la calentura de las ampollas de mis pies, ni el calor pegajoso, ni el hambre, ni la necesidad de un lugar seco en el que desprenderme del relente aferrado a mis ropas. Ante nosotros, desparramado a nuestros pies como si estuviéramos en el mirador del mundo, se abrían valles profundos y oscuros, llanuras ondulantes que descendían en colores verdes, ocres y pardos en un contraste visual que arrobaba los sentidos. Las montañas circundantes se erguían como contrafuertes separadores de collados y desfiladeros que definían tenuemente lomas y quebradas. Estábamos en lo alto del puerto cercano a la explanada que bajaba hasta la llanada de Roncesvalles, y lo que contemplaban nuestros ojos en el horizonte era el otro lado de los Pirineos, las tierras hispanas. A partir de aquel punto, se afinaban las subidas y se iniciaba el descenso en dirección a Pamplona. Como si el cielo hubiera previsto nuestra emoción contenida, comenzó una lluvia muy ligera de gotas finas que se posaban suaves sobre mi cara. Miré al cielo y, en aquel pedestal, sin nada a mi alrededor, como elevada al cielo, respiré por primera vez en mucho tiempo una libertad casi conseguida, casi alcanzada. Esbocé una sonrisa y cerré los ojos, dejándome llevar por la sensación placentera que aquel lugar me daba: una bienvenida a un nuevo mundo, a una nueva vida.
Sentí a mi lado la presencia del hermano Vernone, que murmuraba algo entre dientes con la mano extendida hacia delante. Abrí los ojos y me volví hacia él. Temblaba y estaba pálido como un cadáver, los labios secos y entreabiertos, la respiración trabajosa, renqueante, y los ojos enmarcados en unas profundas ojeras violáceas.
—Hermano Vernone, ¿te encuentras bien? —le pregunté asustada.
No me contestó, ni siquiera me miró, ajeno a mi presencia, o tal vez él fuera el ausente, perdido en una extraña obnubilación. Sujeté sus manos, que mantenía extendidas hacia delante como si se sintiera ciego y buscase un lazarillo al que aferrarse. Preocupada por su estado, busqué sus ojos, su mirada, su atención, pero no la encontré; hablaba entre dientes, murmurando cosas que no entendía por mas atención que prestaba a sus palabras, que silbaban entre sus labios entreabiertos, con una expresión en el rostro entre el pánico y el asombro. Me volví para ver qué era lo que miraba, pero no vi nada extraño.
—¿Qué te ocurre, Vernone?, ¿estás enfermo?
—Está ahí…
—¿Quién? —Mi preocupación iba en aumento, porque parecía que sus ojos se hundían cada vez más.
Le sujeté la mano en una lucha de fuerza mutua para mantenerse en pie y me di cuenta de que estaba ardiendo. Percibí un aliento cálido, agrio, enfermizo.
—Vernone, ¿qué tienes, qué es lo que te perturba?
—¡Me quemo! —exclamó de repente con angustia—. ¡Me quemo, Dios mío, ayúdame! ¡Me quemo!
Sus alaridos lastimeros alertaron al resto del grupo, que todavía contemplaba aquel horizonte deseado. Algunos monjes se acercaron, mientras Vernone, tembloroso, se estremeció y se desplomó en el suelo con el cuerpo contraído, los ojos en blanco y espasmos.
—¡Vernone!
Mi angustiado grito hizo que todos se agruparan a nuestro alrededor entre murmullos de sobresalto y exclamaciones rotas y lastimeras. Me arrodillé a su lado intentando, sin saber cómo, calmar las convulsiones.
—Aparta.
Hugo, el peregrino de más edad que nos acompañaba, me retiró con brusquedad, le cogió la cara, le abrió la boca y le metió entre los dientes un palo que llevaba en la mano. Vernone lo mordió con fuerza. Luego, se lo quedó mirando sin hacer nada más, como si todo lo que hubiera que hacer fuera esperar. Poco a poco, Vernone fue relajándose hasta quedar completamente inconsciente, exhausto por un esfuerzo brutal.
Fue entonces cuando volví a acercarme a él y, despacio, le quité el palo de entre los dientes ya relajados, y le tomé con cuidado la cabeza para colocarla suavemente sobre mi regazo. Me estremecí al tocar su rostro. Tenía la cara ardiendo.
Miré al peregrino que se mantenía arrodillado a su lado. Él me devolvió una mirada lánguida.
—Lo siento —me dijo despacio—, si no lo hubiera hecho podría haberse ahogado con su propia lengua.
—¿Qué le ha pasado?
—Es un ataque… —dijo arqueando las cejas—, no sé por qué se produce, pero he visto otras veces hacer esto para que no se muerda la lengua.
En ese momento, Vernone se removió como si despertase de un pesado sueño; murmuró algo y se pasó la lengua por la boca. El peregrino se volvió hacia los que miraban y les gritó con voz potente:
—Agua, dadle agua.
Uno de los monjes se acercó abriéndose paso entre el gentío con una calabaza en la mano, se agachó y vertió lentamente el líquido en los labios entreabiertos de Vernone, pero el agua rebosó en seguida de su boca y empezó a correr por sus mejillas, por lo que tuvo que retirar la calabaza. Mantuvimos una desesperante expectación, pero Vernone no terminaba de despertar de su inconsciencia.
—Vamos —murmuré entre dientes, impaciente, tensa, sin quitar la vista de sus ojos sellados—, vamos, Vernone, no me dejes tú también… por favor, Vernone… abre los ojos…
—Tiene mucha fiebre —dijo Hugo con gesto contrariado—. Necesita descansar, llevamos muchas horas caminando. —Clavó sus ojos en mí y me habló pesaroso, como si aquel hombre que tenía en mi regazo fuera mi propio padre—. No debería continuar el viaje en estas condiciones.
—Nosotros no podemos detenernos… —balbució el hermano Raoul, que estaba de pie, junto a mí, con gesto preocupado—. Esperan nuestra llegada desde hace días; ya nos hemos retrasado demasiado.
—No sé mucho de enfermedades —agregó el peregrino—, pero mirad las manos —mostró la mano inerte de Vernone, que se veía congestionada con un color violáceo—, y seguro que tiene igual los pies —desató uno de los zapatos y dejó al descubierto el pie—: está amoratado. Tiene fiebre y sin embargo está temblando de frío, y ademas padece convulsiones. Si continúa el camino en este estado, no lo soportará.
—Aguantará —objetó Raoul—, tiene que hacerlo, Dios lo ayudara.
Hugo se levantó con cara de circunstancias.
—Morirá —sentenció al mirar el rostro febril de Vernone—. No soportará ni un día más de travesía y menos con esta humedad. Este hombre está muy enfermo, necesita reposo y cuidados.
Levantó los ojos y nos miró a todos como si con sus palabras nos hiciera responsables de lo que pudiera ocurrir.
—Pero yo tengo la obligación de llegar cuanto antes… —añadió Raoul, que miraba preocupado al peregrino—. No podemos… no debemos retrasar nuestra marcha.
Hugo miró a Vernone y luego al cielo, que seguía cubierto de espesos y oscuros nubarrones mientras una ligera brisa se levantaba cada vez con ráfagas más fuertes, anunciando una tormenta.
—Será mejor que encontremos un lugar donde pasar la noche. Parece que esas nubes descargarán pronto todo lo que llevan en su panza. No es conveniente que nos pille al raso, las tormentas en la montaña son muy traicioneras. Hay una pequeña posada a menos de una legua. No es gran cosa, apenas una borda, y los dueños son un par de sinvergüenzas, pero es lo más cercano y podremos guarecernos de los rayos y la lluvia, y puede que hasta nos den algo caliente.
—¿Conocéis el lugar? —preguntó Raoul, preocupado.
—Lo conozco —afirmó—; ésta es la tercera vez que hago el camino. Hay una aldea a unas cinco leguas más allá de la posada que os digo… pero oscurecerá en poco tiempo. Os aseguro que no es muy conveniente andar por el campo con una tormenta como la que se aproxima. No hay mucho donde elegir para guarecerse en estos parajes.
Después de alguna deliberación con el resto de los monjes, Raoul accedió a pasar la noche en la posada a la que se refería Hugo con la esperanza de que al día siguiente el estado de Vernone hubiera mejorado algo y pudiéramos continuar el viaje a su lado; en caso contrario, sabía que nos dejarían solos, porque Raoul no estaba dispuesto a demorar ni una sola jornada la marcha, pues tenía la obligación de llevar cuanto antes hasta su destino a su comunidad.
Subieron a Vernone a una de las muías de carga e iniciamos la lenta marcha. Guié al animal pendiente del enfermo, que emitía un lamento quejumbroso mecido por el balanceo del paso; cuando abría los párpados, sus ojos vidriosos se clavaban en un vacío que no veía. Le coloqué sobre los hombros mi cogulla para resguardarlo de aquella intensa humedad que parecía tragarnos a medida que descendíamos por sendas embarradas.
La posada se encontraba en una pradera rodeada de riscos. Era una choza de piedra, barro y ramas que surgía entre la bruma como un fantasma gris; detrás de ella había una caseta más pequeña que debía de ser el establo con un cercado en un lado hecho de estacas de madera.
Llamamos a su puerta y de inmediato la abrió una mujer menuda, de pecho descomunal y enorme barriga que la hacía parecer una tinaja de vino. Tenía el pelo enmarañado como si se acabase de levantar, la cara tiznada de mugre y llevaba un mandil de color indefinido y algo deshilachado.
El hermano Raoul fue el que habló:
—Loado sea el Señor, buena mujer, venimos buscando refugio para pasar la noche.
La mujer echó una ojeada desconfiada hacia el numeroso grupo.
—No me queda sitio.
—Traemos a un hombre enfermo…
—No queremos enfermos…
La mujer lo interrumpió bruscamente con gesto agrio y a punto estuvo de cerrar la puerta en las narices de Raoul si no hubiera sido porque Hugo levantó el brazo y lo impidió, dando un fuerte portazo contra su mano. Ella lo miró con desprecio e intentó cerrar de nuevo, y al no poder hacerlo abrió la puerta del todo.
—Comprobadlo vosotros mismos, no tengo sitio para nadie. Esto es pequeño y ya he dejado pasar a más de los que pueden…
La mujer se calló al comprobar que desde el interior se acercaba despacio un hombre de aspecto siniestro, casi diabólico. Nunca me había imaginado cómo sería la imagen del diablo, pero ese rostro se representó en mi mente como la figura del maligno. De un empujón, apartó a la mujer como si fuera un saco. Miró de arriba abajo a Raoul, que se mantenía frente a él, impávido; luego, dedicó una breve mirada hacia el grupo, que permanecía silencioso a la espera. En ese momento, la lluvia fina arreció, acompañada de una fuerte ráfaga de viento. El ruido del agua al estrellarse contra el suelo chapoteando en el barro y el sonido de los truenos todavía lejanos era lo único que rompía aquel extraño silencio.
—Ya les he dicho que no se pueden quedar —replicó la mujer, un paso por detrás de él, como si se estuviera justificando.
—Estamos completos —dijo el hombre con ademán huraño. Su voz era ruda, igual que su rostro, que parecía perdonarnos la vida a todos.
—Señor —explicó Raoul, paciente—, necesitamos un refugio para este hombre que viene muy enfermo. Se acerca una fuerte tormenta… no podemos continuar; sólo será esta noche. Dios os pagará vuestra hospitalidad.
El posadero escupió a un lado con desprecio.
—Dios no paga nada; si tuviera que esperar la misericordia divina me hubiera muerto de hambre hace tiempo.
Raoul hurgó entre sus ropas hasta sacar una bolsa de cuero.
—Os pagaremos bien. Mirad, tenemos suficiente dinero.
Abrió la bolsa y sacó unas cuantas monedas de plata. El posadero cambió su gesto. La avaricia brillaba en sus ojos fijos en la bolsa de monedas. Observé que Hugo movía la cabeza sin dejar de mirar a Raoul, con un gesto de reproche en el rostro por la insensatez de mostrar a aquel rufián codicioso todo lo que llevaba.
—Es posible que podamos hacer un hueco —murmuró el posadero alzando la vista y viendo al grupo—. Berta, saca a los que están dentro.
La mujer se quedó quieta con los ojos abiertos, indecisa.
—Pero ya han pagado —balbució.
—Da lo mismo, éstos traen un enfermo, ¿no?, pues tienen preferencia… Échalos…
—No —interrumpió de inmediato Raoul con gesto horrorizado—, no podéis echar a los que ya tienen cobijo para dárnoslo a nosotros.
—Claro que puedo, es mi casa y aquí entra sólo quien yo quiero. —Hizo una pausa, se volvió hacia la mujer y le habló con gesto despectivo—. ¡Sácalos! El que quiera puede meterse en la cuadra, y el que no que continúe su camino.
Comprobé con estupor que Raoul se callaba, sumiso, y permitía aquel humillante desalojo; se limitó a echarse a un lado cuando, a empellones y con malas palabras, fueron sacando a los que descansaban en el interior, gentes desvalidas, agotadas, aturdidas por la repentina situación que alteraba su merecido reposo; una mujer con un niño de unos cinco años se afanaba, mientras la posadera la empujaba, en colocar la capa sobre la cabeza del pequeño en un intento de evitar que éste quedase empapado con la lluvia que ya caía con fuerza; ninguno se resistió; el posadero había cogido un palo enorme y amenazaba a aquel que, aturdido, se rezagase un instante.
Un muchacho de la edad de Vernone, de pelo abundante, negro y rizado, fue el único que le plantó cara. Se levantó el último a la espera de que fueran a por él y cuando la posadera le mandó que abandonase el lugar se negó con firmeza.
—He pagado y me quedo.
—Tú te marchas.
El posadero se fue hacia él con el palo en alto, pero el muchacho fue más rápido y lo esquivó.
—Devolvedme entonces lo que os he pagado.
El posadero lo perseguía por la estancia con el madero en alto mientras el chico lo sorteaba con relativa facilidad.
—Llevas aquí un buen rato calentando tu frío culo —le espetó—, ¿crees que eso te va a salir gratis?
—Pero si no me habéis dado ni siquiera de beber…
—Fuera he dicho —gritó el posadero, nervioso al ver la resistencia escurridiza de aquel hombre.
Los demás observábamos con desazón la escena desde fuera, sintiendo el embate del viento y empapados por el aguacero.
Me sentí muy mal al ver a todas aquellas personas a las que acababan de echar como si las hubieran arrojado de un paradójico elíseo; salvo el muchacho que permanecía en el interior, apenas habían murmurado protestas disconformes intentando evitar ser golpeadas por el posadero. Se movían como almas en pena, vacilantes, sin saber si acomodarse en el establo o continuar su viaje para buscar otro sitio en el que pasar la noche.
Por fin, el muchacho rebelde tuvo que salir corriendo porque el posadero a punto estuvo de abrirle la cabeza de un estacazo.
—Os denunciaré al rey y a la Iglesia —gritó desde fuera con gesto desafiante.
—Doy cobijo a la Iglesia —apuntilló con ironía—, ¿o es que no lo ves, mentecato?
Entonces, se apartó un poco de la puerta y se dirigió a Raoul con los ojos fijos en la bolsa que éste mantenía aferrada a su mano.
—Estáis en vuestra casa.
El hermano Raoul entró el primero y tras él los demás, lentos, cabizbajos, abrumados por invadir el lugar arrebatado a sus ocupantes. Antes de entrar en el interior, me volví para ver al muchacho que se había resistido; se dirigía, junto a tres hombres y la mujer con el niño, a las cuadras, de donde la mujer del posadero había sacado una cabra escuálida, un cerdo y una mula para ubicarlos en un redil situado a la intemperie. El resto prefirió aceptar el desalojo y se alejaban bajo la torrentera de lluvia soportando impasibles la descarga de su furia.
En el interior, el aire era espeso y húmedo. Me costó habituarme al humo que flotaba en el ambiente oscurecido por la falta de luz; lo único que resplandecía en aquella densa penumbra era una tosca chimenea situada al fondo de la estancia en la que, poco a poco, se iban acomodando los monjes como sombras negras y rendidas.
El olor era penetrante y apestoso en una mezcla, que no supe identificar, entre agrio, rancio y podrido, a la que se añadió el intenso aroma a humedad que desprendían las ropas mojadas de los que acabábamos de entrar.
Busqué con la mirada el cuerpo de Vernone; lo vi recostado junto a la chimenea, atendido por dos de los monjes que lo habían llevado hasta allí. Me acerqué sorteando los cuerpos.
—Os agradezco vuestra ayuda —les dije cuando llegué a su lado—. Ya me ocupo yo de él.
Los dos monjes no dijeron nada, se sentaron donde pudieron y de repente se hizo un denso silencio, un vacío en el que resonaba con más fuerza el sordo repiqueteo de la lluvia sobre el techo de barro, paja y sebo.
El posadero dejó el palo junto al hogar, al otro lado de donde yo me encontraba, se acercó hasta Raoul y alargó la mano extendida hacia él.
—Aquí cobramos por adelantado —espetó sin ningún miramiento.
—Ya lo he visto —agregó Raoul—. Os pagaré ahora parte, y mañana cuando nos vayamos…
—Me pagáis ahora todo o saldréis a patadas de esta casa…
Raoul lo miró, asustado. Fue incapaz de replicarle, a pesar de que hizo algún amago de intentarlo abriendo la boca. Cogió varias monedas y se las tendió. El posadero las contó.
—¿Os creéis que soy imbécil? Sois una veintena, además de cinco mulas. ¿Queréis aprovecharos de mi trabajo y de mi casa?
Raoul suspiró derrotado, metió la mano en la bolsa y sacó algunas monedas más, pero el posadero se la arrebató con descaro y, ante la impotencia de Raoul y de todos los que veían la escena incapaces de mover un músculo, sacó las monedas que quiso, que fueron casi todas, y le devolvió la bolsa casi vacía arrojándosela al suelo. Luego, las introdujo en una bolsita de cuero que ocultó entre sus ropas.
—Pero… esto… —Raoul balbucía desconcertado y amedrentado—, es mucha cantidad… os quedáis con…
—Es el pago —interrumpió el posadero—. Si no estás conforme ya sabéis dónde está la puerta.
En ese momento la mujer entró, cerró la puerta y se acercó al fuego mientras se desprendía de la capa empapada y mugrienta de grasa que dejó en el suelo sin ningún cuidado. Mojada hasta los huesos, se sentó en un tosco taburete de madera, cogió una gallina descabezada de una cesta de mimbre y comenzó a desplumarla con desidia; el posadero se puso a afilar con esmero un cuchillo de hoja de doble filo. Sobre el fuego colgaba un puchero que desprendía un vaho ascendente hacia el techo ennegrecido. Me di cuenta de que el olor a agrio procedía de lo que hervía en su interior. Me senté junto a Vernone e intenté desplegar mi cogulla para que se secase, pero me resultó una tarea imposible, porque si lo hacía no me quedaba espacio para sentarme, así que no me quedó más remedio que colocarla doblada a mi lado. Toqué la frente de Vernone. La fiebre seguía alta y su respiración era trabajosa, como si cada vez que cogiera aire quisiera inspirar mucho más de lo que sus escasas fuerzas le permitían. De vez en cuando murmuraba algo inaudible, sin llegar a abrir los ojos, nervioso, inquieto por el malestar. Además, temblaba compulsivamente, como si tuviera espasmos.
Nos mantuvimos allí un buen rato en silencio, dormitando, recuperando las fuerzas perdidas, secando nuestros huesos al calor del fuego cuya llama había reavivado el posadero iluminando entre sombras y claros los rostros taciturnos de la gente.
Había transcurrido un buen rato cuando Raoul se levantó cansino.
—Posadero, te hemos pagado cobijo y comida, ¿cuándo vamos a poder llevarnos algo caliente al estómago?
El posadero ni siquiera lo miró. Continuó con su labor aparentemente minuciosa de bruñir el cuchillo pero que en realidad denotaba una actitud de desprecio y amenaza.
—Un poco de paciencia —dijo la mujer mientras dejaba la gallina ya desplumada en el cesto—. Todo lleva su tiempo.
Se levantó con dificultad, lanzando un suspiro quejumbroso por la boca como si le pesara el alma. Se acercó al puchero refunfuñando algo que no entendí y se asomó a su interior olisqueando como un perro hambriento. Cogió una cuchara de palo y removió el contenido.
—Esto ya está —dijo para sí, como si los demás no existiéramos. Se volvió para coger unas escudillas que había amontonadas a un lado, mientras que el posadero, sin dejar de afilar el cuchillo, la miraba de reojo con gesto agrio.
La mujer llenó uno a uno los cuencos y se los entregó a los que se acercaban para cogerlos. Después, cada uno volvía a su sitio llevando en sus manos el cazo de madera humeante y poniendo tanto cuidado en ello como si fuera un tesoro. Incorporé a Vernone para intentar darle algo de caldo, pero cuando vertí un poco sobre sus labios volvió la cabeza con violencia y derramó todo el líquido sobre mi mano. La posadera me miró enfadada. Yo le devolví la mirada mientras me quejaba silenciosa de la quemadura que me había provocado y soplaba de forma reiterada sobre mi piel intentando aminorar el dolor.
Dejé recostado a Vernone con sus espasmos y sus temblores, y cogí con cuidado mi escudilla. Cuando me la llevé a la boca estuve a punto de vomitar.
La mujer me tendió un trozo de pan de centeno duro como una piedra y una jarra de vino.
—No habrá más hasta mañana —dijo con aspereza, mientras seguía repartiendo las viandas—, así que procura aprovechar lo que tienes, muchacho.
Tomé aquella bazofia manteniendo la respiración para evitar arcadas. Era un caldo espeso con diversas verduras entre las que pude atisbar trozos de nabo, cebolla y berzas mezclados con algunos tropezones de color oscuro que parecían carne de conejo o tal vez de ave cuyo bocado era correoso y seco, como si estuviera masticando un trozo de tela. El pan pude tragarlo mejor mojándolo en el vino, cuyo sabor agrio me lavó la boca del gusto del potaje.
La tormenta amainó y la gente se removió de su sitio y salió para hacer sus necesidades. Yo me quedé observando cómo entraban y salían, caminando lentamente, sin apenas mirarse entre ellos, encorvados y acostumbrados a no malgastar ni un solo ápice de sus fuerzas.
Comprobé que Vernone dormitaba algo más tranquilo y aproveché para salir yo también. La lluvia había cesado y había dejado un ambiente húmedo y algo fresco, y un agradable aroma a tierra mojada. Miré a un lado y a otro, indecisa. Me dirigí a unas rocas que emergían como borrones grises de la neblina y me dispuse a orinar mirando a un lado y a otro para evitar ser vista por nadie. Cuando me estaba recolocando mi hábito me di cuenta de que alguien me observaba desde un saliente de la roca. Era el posadero. Se encontraba sentado, tranquilo, con una mueca estúpida en la cara. Era un hombre grande y corpulento y me pareció que tenía el aspecto de un animal salvaje dispuesto para el ataque. Le mantuve la mirada por un rato, nerviosa y con el corazón acelerado, incapaz de hacerle la pregunta que me ardía en la garganta y que no llegaba a la boca para que me explicase qué hacía allí, espiándome.
—Eres muy joven para ser monje —dijo con una mueca entre la sonrisa y el sarcasmo.
No le dije nada, no quería hablar con él. Emprendí el regreso pero de un salto se colocó delante de mí impidiendo mi avance; intenté sortearlo, pero bailaba delante de mí como si fuera una barrera movible e infranqueable.
—¿Cuántos años tienes, muchacho?
Lo miré a los ojos y me dio miedo. Me sacaba la cabeza y calculé que su cuerpo era dos veces el mío. Alzó su mano y me tocó la cara, lo que produjo en mí una reacción inmediata de huida, pero él me alcanzó cuando todavía no había andado ni tres pasos.
—¿Adónde vas tan deprisa? —me tenía sujeta por el brazo con tanta fuerza que casi me alzaba del suelo—. ¿Es que me tienes miedo?
Los pocos dientes que tenía eran negros como el carbón y de su boca salían bocanadas de aire caliente que olían a bestia. Pero lo que más me aterraba de él eran sus ojos, negros, profundos; me estremecía sólo con mirarme.
—Dejadme ir —supliqué con voz débil y temblorosa—, tengo que volver…
La niebla aceleraba la caída de la noche. De mi boca salía la vaharada que se convertía en un vapor blanquecino al contacto con el aire frío y húmedo.
—No tengas miedo, sólo quiero hablar contigo —insistió mientras se acercaba a mi cara. Yo me retiré todo cuanto pude—. Eres muy tierno…, dime, muchacho, ¿cómo es posible que orines como las mujeres?
Me sentí aterrada y empecé a temblar sin decir ni una palabra, mirándolo con cara de espanto, agarrotada, incapaz de rebelarme para intentar huir o de gritar pidiendo ayuda.
—Quiero ver qué tienes entre las piernas —mientras hablaba, llevo su mano hacia mi pubis—. Enséñame lo que guardas bajo esa túnica…
Mi primera reacción fue la de encogerme todo lo que pude sobre mí misma, pero al comprobar que era mucho más fuerte que yo, en un ataque instintivo de rabia levanté la rodilla con todas mis fuerzas sin saber a qué parte de su cuerpo iba a parar el golpe. Cuando se vio atacado apretó la mano que me sujetaba el brazo con tanta energía que pensé que se iba a quebrar entre sus dedos. Me retorcí como si estuviera enloquecida y los gritos de auxilio llegaron por fin a mi garganta.
—Estate quieto… o te mato —me dijo sin dejar de forcejear conmigo.
Me puso la mano en la boca y me apretó para hacerme callar. Sentí que me ahogaba porque también me tapaba la nariz y no podía respirar. Pataleé, me retorcí con la angustiosa sensación de que las fuerzas se me acababan a cada patada que lanzaba al vacío, hasta que me sentí desfallecer por la falta de aire. Cuando me quedé quieta, exhausta y a punto de perder el conocimiento, escuché su voz cavernosa susurrarme al oído:
—Ahora te vas a callar y me vas a dejar hacer, jovencito. —Sus palabras llegaban a mi mente aturdida desvaneciéndose en la confusión. Sentí sus manos hurgando entre mis piernas hasta llegar a mis partes más íntimas y, entonces, creí morirme.
—Vaya, vaya… pero qué sorpresa tenemos aquí…
Con una de sus manos sujetándome la boca y la otra entre los muslos, me abandoné en una impotente desesperación y deseé que siguiera apretando mi boca hasta ahogarme. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Mi conciencia apenas percibía su mano hurgando entre mis muslos; luego, de un movimiento brusco, me tumbó sobre el suelo embarrado por la lluvia. Mi cara se hundió en el barro. El lodo sustituyó a su mano, así que de mi boca sólo salió un quejido lastimero y débil. En un silencio oscuro suplicaba que me dejase, que no siguiera. En aquel momento en el que para mí todo alrededor se había vuelto negro, decidí dejarme morir. De repente, escuché un golpe seco, hueco y la mano cesó en su tacto y me liberé de la presión contra el suelo.
Levanté la cara y me limpié el barro que me cegaba. El posadero forcejeaba con otro hombre, enzarzados en una pelea cuerpo a cuerpo. Me di cuenta de que se trataba del mismo que se había resistido a abandonar la posada.
—Te voy a matar —escuché decir al posadero.
—Me gustaría verlo. Conmigo vas a tener algo más de trabajo que con este imberbe.
Se hablaban de manera entrecortada, entre golpe recibido, rechazado o arrojado contra la cara o el cuerpo del contrario; cuando uno caía se levantaba de inmediato y arrastraba o empujaba embistiendo al otro hasta tirarlo al suelo sin dejar de pegarse.
—Éste no es un imberbe. Es una hermosa dama envuelta en un hábito de monje.
El posadero, más viejo y grueso, jadeaba como un perro por el esfuerzo, mientras mi corazón se aceleraba al comprobar que aquel hombre iba a contarle a todo el mundo quién era yo en realidad. De pronto, cogió impulso y como si fuera un animal salvaje arremetió con tanta fuerza contra el muchacho que me había defendido que lo derribó de espaldas y quedó tendido en el suelo inconsciente; al verlo indefenso, el posadero se sentó a horcajadas sobre su barriga y empezó a propinarle puñetazos en la cara con una fuerza brutal, sin tregua. El silencio hacía que cada golpe sonara con estridencia, seco, acompañado del alarido desgarrado de la fiereza que el posadero llevaba dentro. El hombre que acababa de librarme de mi agresor permanecía inmóvil recibiendo una y otra vez la furia descomunal de su atacante, que se había convertido en una especie de monstruo poseído. Parecía haberse abandonado a la muerte como la esperaba yo hacía un instante, justo cuando él me salvó de ella. Tenía que hacer algo, tenía que ayudarlo, de lo contrario, aquel que hacía un momento me había salvado de las garras del diablo iba a morir bajo sus golpes. Mi mano palpó una piedra, la agarré con fuerza sin llegar a moverme, mirando la furia de aquel hombre que parecía no tener fin. Estaba de espaldas a mí, me levanté y casi de forma inconsciente me acerqué con la piedra en la mano y con todo el impulso que fui capaz de imprimir a mi brazo la estampé contra su cabeza. El golpe sonó hueco, después, un silencio vacío y el tiempo se detuvo por un instante, nada se movió, ni siquiera el aire, que pareció quedarse estático, a la espera, la desesperante espera de la reacción del posadero al que la piedra, que todavía llevaba en mi mano, sólo le había producido el efecto de detener por fin los golpes, de dejarlo quieto, paralizado en el tiempo; no le pegaba, pero tampoco se movía, ni se caía, ni se volvía, y así durante un instante eterno, mientras yo mantenía la respiración con el miedo de que se volviera para acabar conmigo. Tenía la boca seca, la mandíbula tan tensa que llegó a dolerme. Y entonces cayó como se cae un árbol talado cuando ya no tiene sujeción, se desplomó de lado, desmoronado en su propio impulso. Quedó tendido al lado del hombre que me había defendido, inerte como él, inmóvil como él, muerto, pensé, como él. Tiré la piedra como si de repente ardiera en mi mano y me lancé a comprobar el estado de mi defensor. Tenía la cara tan ensangrentada que apenas podía ver sus facciones. Comprobé si respiraba y cuando puse mi mano sobre su corazón me fijé en la cara del posadero, un rostro horrible de diablo, la boca torcida, medio abierta con un hilo de sangre saliéndole de sus labios, los ojos desvaídos, fijos en un punto indefinido, sin mirada.
—Dios santo, ¿qué he hecho? —murmuré para mis adentros con la sospecha, más bien la evidencia, de que había matado a ese hombre. Volví mi atención al otro, comprobé que respiraba e intenté limpiarle la sangre de la cara con mi propio hábito—. No te mueras, por favor, no te mueras. —Las palabras salían de mi boca pastosas, mientras sentía el sabor del llanto subir por mi garganta—. Te lo suplico, despierta…
Un leve movimiento de su cabeza me dio un atisbo de esperanza y me quedé quieta, mirando en aquella lúgubre oscuridad los ojos de ese hombre, deseando con todas mis fuerzas que los abriera. Y lo hizo, abrió los ojos, me miró y su gesto se quebró en una mueca de dolor. Intentó incorporarse, pero no llegó a conseguirlo.
—¿Qué… qué ha pasado? —preguntó—, ¿dónde está ese hijo de Satanás…?
—Ten cuidado, te ha dado muchos golpes.
Le ayudé a incorporarse del todo. Miró a su lado y vio al posadero. Luego me miró y resopló con gesto extrañado.
—¿Lo has matado?
Yo me quedé callada, con los ojos muy abiertos, sin saber muy bien qué decir o qué hacer. Esbozó una sonrisa de ironía y volvió a mirar al posadero.
—Quería salvarte de este bestia y has sido tú el que me has salvado a mí… —Me miró a los ojos de forma intensa—. Te lo agradezco…
—Soy yo la… —Callé y bajé la cara, tragué saliva y volví a levantarla—, soy yo el que te tiene que dar las gracias, si no hubieras aparecido…
—¿Con qué le has dado?
—Con una piedra…
Mi voz balbuciente, débil, apenas perceptible, contrastaba con su tono casi eufórico por el hecho de estar vivo.
—Tenemos que deshacernos de él —dijo, y se levantó lentamente—. Menudo bestia, me ha dado con ganas.
Tocaba con cuidado su cara, con gesto dolorido.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté temerosa.
El hombre se acercó al posadero y le tocó la garganta durante un rato para comprobar si había acabado o no con su vida.
—¿Está muerto…? —Mi voz temblorosa se quedó ahogada en mi garganta.
—Sí, le has dado bien fuerte.
Puse mis manos sobre la cara, intentando evitar la visión de mi grave pecado.
—¡Dios Santo! Yo no quería…
—¿Y qué querías?, ¿dejar que me matase para luego hacerlo contigo? Él se lo ha buscado, tarde o temprano le iba a pasar, era un sinvergüenza sin escrúpulos… —Escupió hacia el posadero, con un gesto de desprecio—. Que se pudra en el infierno.
Lo cogió de los pies con toda la decisión que a mí me faltaba.
—Vamos, démonos prisa —dijo—, hay que deshacerse del cuerpo antes de que alguien nos vea.
Fui incapaz de moverme. Él me miró con gesto grave y se incorporó, dejando caer los pies del muerto.
—Escúchame bien, nadie nos ha visto, así que nadie nos puede acusar de nada. Lo llevaremos a un barranco que hay un poco más allá y lo tiraremos por él. Era un ladrón y un sinvergüenza, ya ves cómo ha tratado a la gente. Todos le habían pagado por anticipado y sin embargo nos echó sin ningún escrúpulo para cobrar más.
En ese momento me acordé de la bolsa con las monedas que se había metido entre las ropas y me asusté de mí misma al pensar en cogérselo.
—Pero… es que lo he matado.
—Eso sólo lo sabemos tú y yo. Mañana al amanecer todos nos marcharemos; cuando su furcia lo encuentre, estaremos muy lejos.
Nos miramos un instante intenso entre la bruma que nos envolvía cadenciosa, formando un extraño halo a nuestro alrededor que nos aislaba del resto del mundo, como si sólo existiéramos él y yo, mientras el muerto descoyuntado a nuestros pies esperaba su destino.
—¿Cómo te llamas?
La pregunta me cogió tan desprevenida que por un momento lo miré desconcertada.
—Achard… me llamo… bueno… ése no es mi nombre en realidad…
—Yo me llamo Arno —me interrumpió al comprobar mi turbaron—. Vamos a ver, Achard, o como te llames, este tipo quería forzarte. Te aseguro que luego te hubiera matado, o lo que es peor, te hubiera entregado alegando el engaño de tu disfraz. Hacerse pasar por novicio siendo lo que eres… es muy grave…
Bajé la cabeza, avergonzada. Me sentía tan mal que me hubiera dejado arrastrar por el llanto contenido abandonándome allí mismo a lo que el destino quisiera hacer de mí.
—Yo no te voy a denunciar —declaró.
Busqué su mirada en la oscuridad para intentar adivinar sus intenciones.
—¿Ni siquiera por lo que soy en realidad?
—Estoy seguro de que tendrás razones muy poderosas para hacerlo, igual que las has tenido para matar a este cerdo.
—Es que yo…
—No te he pedido explicaciones —me interrumpió—, no tienes que decirme nada. Pero debemos deshacernos del cuerpo y tú has de regresar a la posada, o pronto te echarán de menos.
—¿Y a él, no le echarán de menos?
—Nadie lo echará de menos hasta que no encuentren sus restos, si es que los encuentran, y seguro que la posadera está mejor sin su compañía. Vamos, ayúdame.
—Espera… Mira entre sus ropas… —mi voz vacilante parecía desmenuzarse en mi boca—. Tiene la bolsa con el dinero.
El chico sonrió, metió la mano entre la camisa del muerto y palpó su cuerpo hasta que dio con el bulto que buscaba. Lo sacó con gesto de satisfacción, lo miró por un instante y se lo metió en el bolsillo.
—Vamos, agárralo. Acabemos con esto de una vez.
No me atrevía a coger esas manos que hasta hacía un momento habían estado a punto de ahogarme y que habían tocado mi cuerpo, pero de pronto tuve una sensación de tranquilidad; si estaba muerto, no podría descubrir que era una mujer disfrazada con el hábito de un novicio. En medio de aquel desconcierto en el que me encontraba comprendí que Arno tenía razón: si aquel hombre estuviera vivo la que habría acabado muerta hubiera sido yo. Entonces cogí con brío los brazos del posadero y arrastramos su cuerpo. El sonido de nuestra respiración, el vaho blanquecino saliendo a bocanadas por el esfuerzo de nuestras bocas y el ruido del cuerpo al ser arrastrado por el barro rompían el extraño silencio a nuestro alrededor. Llegamos al límite de un barranco, cuya profundidad se perdía en la negrura de la noche. Con el último esfuerzo, empujamos el cuerpo y lo dejamos caer al vacío. Escuchamos el golpe seco que produjo al chocar contra las rocas. Nos quedamos un rato en silencio mirando hacia el horizonte oscuro, como si estuviéramos esperando algo, una señal de que todo estaba en orden, de que aquel hombre no se levantaba para gritar nuestro crimen.
—¿Y ahora…, qué hacemos? —pregunté.
Se sacó la bolsa de cuero de su faltriquera, sacó las monedas, las contó y me tendió unas cuantas.
—Toma, cógelo, estoy seguro de que te vendrá bien.
—No puedo…
Cogió mi mano y puso sobre ella el montón de monedas.
—Me lo agradecerás… —dijo, y sonrió al ver mi rostro desencajado—. Ahora regresemos, no es conveniente que nos echen de menos.
—Gracias… —acerté a balbucir.
Entré en la posada con la misma sensación que si hubiera entrado en cueros. Nadie se fijó en mi presencia, pero yo me sentía incómoda, tensa. La posadera colocaba las escudillas y azuzaba el fuego. Vernone seguía con temblores y dormitaba inquieto. Raoul cabeceaba, sentado sobre una sucia estera con la espalda pegada a la pared. Los demás también intentaban encontrar una postura para conciliar el sueño. Me senté junto a Vernone y esperé a que el amanecer me alejase de aquel lugar que me pareció el más terrible del mundo.
No pude pegar ojo en toda la noche; Vernone no dejó de quejarse y de revolverse inquieto y dolorido; algunos de los afortunados que conseguían conciliar el sueño emitían unos ronquidos tan sonoros que hacían imposible que el resto pudiera dormir. Además, la posadera se pasó horas murmurando entre dientes lo que me parecieron blasfemias; debía de estar acostumbrada a las ausencias nocturnas de su hombre porque en ningún momento la vi alarmada, sino más bien irritada y crispada por su falta.
Cuando el cielo empezaba a lamer la claridad del amanecer, comenzó de nuevo un trasiego de gente que salía y entraba. La posadera, que por fin se había quedado dormida recostada sobre su espalda y con la cabeza suspendida a un lado, se despertó sobresaltada cuando uno de los hombres abrió la puerta precipitadamente para salir al exterior apremiado por sus más urgentes necesidades. Ella se levantó tambaleándose y miró aturdida a un lado y a otro, con un aspecto mucho más horrible que el del día anterior; al comprobar que ninguno de los que todavía dormitaban era el posadero, salió al exterior y empezó otra vez la retahila de maldiciones, en esta ocasión mucho más claras y completamente audibles.
Raoul se acercó solícito hasta mí.
—¿Cómo está? —me preguntó preocupado, haciendo un gesto hacia Vernone.
—Sigue con fiebre y ha descansado mal.
Le tocó la frente y chascó los labios.
—Está ardiendo —se calló y me miró, cohibido—. Achard, no tenemos más remedio que seguir, no podemos esperaros.
—Nosotros también nos vamos —añadí resuelta—, no me quedaría aquí por nada del mundo.
Raoul esbozó una sonrisa agradecida, como si le hubiera quitado un peso de encima; apretó mi hombro manifestándome su conformidad por mi decisión y se fue para poner en marcha la comitiva en cuanto la luz nos permitiera caminar. Ni siquiera haríamos oficio en aquel lugar, deseoso él también de abandonar aquella cueva infestada de pulgas e inmundicias.
Cuando salí al exterior, respiré el aire fresco de la montaña. El cielo estaba raso y aún se veían algunas estrellas en el oscurecido oeste. El día amanecería soleado, aunque había comprobado que el verano en aquellas montañas era muy traidor, porque tan pronto nos brindaba cielos despejados con un sol espléndido, como en poco tiempo su azul brillante quedaba oculto por negros nubarrones henchidos de agua que desplomaban su fuerza sobre nosotros, con rayos y truenos estremecedores, hasta dejarnos empapados y acobardados por su virulencia. Nunca había visto tormentas como las que viví en aquellos días; era como si el cielo se precipitara sobre nuestras cabezas.
Fui a preparar la mula para cargar sobre ella a Vernone y fue entonces cuando vi a Arno. Con los nervios y la oscuridad apenas había reparado en los golpes que había recibido, y me asusté mucho al comprobar cómo tenía la cara: la nariz inflamada y torcida, los ojos amoratados y los labios desfigurados.
—¡Dios Santo! —acerté a decir, balbuciente.
—Ya se pasará —dijo restando importancia a sus lesiones—. Esto sólo requiere tiempo. Y tu amigo, ¿cómo está?
—¿Quién? —contesté extrañada.
—Anoche nos echaron a todos los que estábamos en la posada para meteros a vosotros porque traías a un enfermo.
Fruncí el ceño con inquietud.
—Ah, Vernone… está… bueno, no ha pasado buena noche. Continúa con fiebre y las manos y los pies los tiene tumefactos, es como si se estuviera quemando por dentro.
—Eso va a ser el fuego de San Antonio —dijo resuelto—. Y el único remedio que conozco, si es que todavía se le coge a tiempo, es una buena alimentación y que Dios se apiade de su alma.
—Parece que todos los peregrinos sabéis mucho de este mal.
—No soy peregrino, pero he conocido a muchos con esos síntomas, son muy frecuentes en gentes procedentes del norte. Dicen que es por el pan que se come por allí, que envenena el cuerpo. Cuando llegan a tierras navarras y comen buenas viandas todos los males se pasan.
—¿Así de fácil es la curación?
—Bueno, no quiero darte falsas esperanzas, todo depende del daño que lleve por dentro, pero el único remedio que he visto efectivo en estos enfermos es la buena comida de estas tierras.
—Hasta ayer mismo estuvo bien, que yo sepa, pero me preocupa que no pueda llevar el mismo ritmo que el resto del grupo… No tienen intención de esperarnos ni una sola jornada.
—A medio día de aquí, en un pueblo llamado Biscarretum hay un hospital regentado por un hombre que sabe mucho de los males que traen los que cruzan los Pirineos. Si quieres, os podéis quedar el tiempo necesario hasta que Vernone se cure. Yo me dirijo allí.
Me quedé pensativa un instante.
—Lo pensaré… —contesté indecisa.
Nada me ataba a Raoul y su grupo; Vernone y yo íbamos por nuestra cuenta amparados por la protección que nos daba aquella comunidad itinerante para cruzar los Pirineos y, según decían, ya habíamos pasado lo peor de aquellas abruptas montañas. Nada me impedía quedarme unos días en ese hospital a esperar a que Vernone mejorase. No había decidido cuál iba a ser mi destino, no me lo planteaba, únicamente sabía que cada vez me alejaba más de mis raíces, de mi niñez y de mi vida para enfrentarme a otra muy distinta. Pensé que podría cambiar mi aspecto y volver a ser una mujer, vestirme de mujer y dejarme crecer el pelo haciendo desaparecer de mi coronilla la tonsura que me creaba una sensación de extraña desnudez, pero preferí esperar un poco más para desenmascarar mi verdadera identidad, al menos hasta ver la evolución de Vernone.
Me ayudaron a montar el cuerpo febril de Vernone en uno de los mulos; se encontraba consciente pero muy débil. Cuando el sol ya caldeaba la tierra mojada, nos pusimos en marcha dejando a la posadera murmurando retahílas de blasfemias mientras cargaba leña para avivar el fuego del hogar. Cuando partíamos me volví para verla; el corazón se me aceleró al pensar que yo había matado a su compañero, pero en mi interior no tenía sentimiento de culpa: aquel hombre me habría forzado y luego habría acabado conmigo. Además, era un ladrón que no había dudado en arrojar a los que ya habían pagado y en abusar de la ignorancia de Raoul al mostrarle la bolsa con las monedas que portaba. Para mi sorpresa, no me sentía culpable de haberle arrancado la vida a un ser tan miserable.
Algunos de los que habían dormido en el establo, entre ellos Arno, se nos unieron en la partida; otros se habían ido al amanecer sin esperar.
El ligero descenso del camino parecía dar una tregua a mis piernas doloridas por la caminata del día anterior. Atravesamos la llanada de Roncesvalles, un lugar de prados verdes y laderas sinuosas desde donde se veían despuntar algunas de las cumbres más altas como oscuros guardianes de aquel territorio abrupto. Después nos introdujimos en un bosque de hayas, robles y pinos que nos resguardaba de cualquier inclemencia del tiempo. Todo en aquellos parajes gozaba de una fascinante quietud: el crujido de la tierra bajo nuestros pies acompañaba el silencio, mi respiración, el olor intenso a madera mojada que impregnaba mis pulmones, el rumor de los árboles al ser movidos por la suave brisa que corría entre sus ramas, la ligera bruma que envolvía el ambiente en un extraño halo de calma.
El dolor de piernas fue desapareciendo a medida que avanzábamos, como si mis músculos aceptaran con docilidad el esfuerzo realizado; sin embargo, las ampollas de mis pies me escocían a cada paso como si tuviera brasas candentes en el interior de mi calzado prestado. De vez en cuando miraba a Vernone, que se mantenía erguido sobre la mula pero con los ojos cerrados, meditabundo, balanceándose al son del paso del animal. En varias ocasiones le pregunté como se encontraba, pero tan sólo acertaba a abrir los ojos un instante y a murmurar un «mal» apenas perceptible a los oídos.
El día nos estaba dando una tregua en cuanto a las lluvias y el sol lucía con débil fuerza en medio de un espléndido cielo azul; sin embargo, desde lo alto de un pequeño cerro al que ascendimos sin mucha dificultad pudimos comprobar que el sendero, encajado en una estrecha quebrada, desaparecía de nuestra vista, cubierto por una espesa niebla que impedía ver su trayectoria. Cuando la bruma me engulló, el aire se volvió blanquecino, espeso, extremadamente húmedo y denso.
Al cabo de un rato de caminar entre la calima, de nuevo el sol nos deslumbró con tibieza. Pasamos por un lugar en el que había cientos de cruces clavadas en el suelo. Los peregrinos que nos acompañaban se detuvieron y cogieron ramas y palos, y cada uno de ellos realizó su propia cruz y la clavó sobre la tierra húmeda. Según escuché contar a Hugo, en aquel lugar en el que de nuevo la vista podía llegar en el horizonte hasta la misma tumba del santo, se arrodillaban los peregrinos y hacían su primera oración a las reliquias. Raoul decidió entonces celebrar un oficio corto de acción de gracias al Santo Apóstol para acompañar la oración silenciosa de los que tenían como destino Compostela.
Arno y yo no hablamos nada durante la jornada; lo vi muy solícito atendiendo a la mujer que llevaba al niño, charlaba con ella rompiendo el silencio que sí mantuvo el resto. Varias fueron las veces que me fijé en él, en sus movimientos, en su manera de hablar. Sentí que me unía algo extraño a aquel hombre que me había salvado la vida y que conocía mi particular secreto. A pesar de que tenía la cara inflamada, lo que dejaba sus facciones algo desfiguradas, me pareció que poseía un cierto atractivo; su pelo era castaño, abundante y rizado, y un flequillo rebelde le caía por la frente; tenía los hombros fuertes y unos brazos vigorosos; era alto y delgado, y vestía con una túnica corta de color pardo ceñida a su cuerpo con un cinturón ancho de cuero del que le colgaba una faltriquera de piel más grande de lo normal; debajo llevaba una camisa blanca con las mangas an chas y cubría sus pies con unas abarcas, un calzado de suela firme en la planta ajustada al resto del pie y al tobillo con unos cordones de cuero y que dejaba al aire los dedos. Me fijé en mi calzado, cerrado por todos los lados, duro por delante y por detrás, que me oprimía los pies por el calor y la humedad.
Después de todo el día caminando y cuando el sol ya empezaba a desaparecer en el horizonte, llegamos por fin a la pequeña aldea de Biscarretum. Durante el viaje le había hablado a Raoul de la existencia del hospital del que me había referido Arno por la mañana, y estuvo de acuerdo en pernoctar en la aldea.
—He decidido quedarme allí hasta que Vernone se recupere del todo. No quiero retrasar vuestro paso.
Raoul hizo un gesto de pena contenida, pero era evidente su alivio por no tener que tomar él la decisión de dejarnos atrás.
—Te lo agradezco, Achard. Estaremos en las cercanías del río Cúa, en el Bierzo, una vez que pasas la ciudad de León, entre Ponferrada y Villafranca del Bierzo. Se trata de un monasterio que, por lo que nos han dicho, está medio en ruinas y sus moradores penan por seguir viviendo sin apenas fuerzas ni recursos. Seréis bienvenidos y recibidos como os merecéis, tanto tú como el hermano Vernone, al que deseo de corazón su plena recuperación; por ello rezaremos a diario.
Apenas presté atención a sus palabras, no era mi intención llegar a ese monasterio, y sabía que tampoco era el deseo de Vernone, cuyo destino claro era Galicia.
—Os lo agradezco, hermano Raoul.
Entonces recordé las monedas que llevaba en mi faltriquera y que el posadero le había arrebatado de sus propias manos. Sin pensarlo demasiado, eché mano a mi bolsillo, y las saqué y se las tendí. Raoul miraba de manera alternativa hacia las monedas y hacia mí, con un gesto entre el asombro y la más absoluta desconfianza.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó.
—No preguntéis… sólo tomadlo, es vuestro, y seguro que os hará falta para el resto del viaje; según dicen, es largo y penoso.
Dudó un instante, movió la cara negando con los ojos muy abiertos, como si estuviera deseando cogerlo pero su conciencia no se lo permitiera.
Cuando consiguió vencer el primer impulso de la tentación, cambió su rostro y su gesto se volvió agrio. Se me quedó mirando fijamente y entonces me di cuenta de que había cometido un error al intentar devolvérselo porque sembré en él la duda sobre la procedencia de las monedas. Sus ojos se clavaron en mí como si estuviera escrutando mi conciencia.
—No necesito dinero robado.
Me sentí desolada.
—No es dinero robado…
—¿No lo es?, ¿y cómo explicas que sean las mismas monedas con las que anoche pagué al posadero?
Vi a Arno que me observaba desde la distancia con gesto grave, reprochándome mi ingenua intención. Miré las monedas que se mantenían en mi mano, después levanté los ojos y percibí la mirada hiriente de Raoul, desconfiado, receloso de mi presencia. Cerré la mano y me alejé acongojada por mi error.
El hermano Raoul me esquivó durante el resto de la jornada.
Biscarretum se encontraba al fondo de un valle sinuoso de colores verdes, pardos y amarillos que contrastaban con el azul intenso del cielo que nos había regalado el día; quedaba rodeado por un frondoso robledal. A la orilla del río que discurría por el valle se ordenaba un pequeño grupo de construcciones: una pequeña iglesia de piedra de aspecto compacto, como una diminuta fortaleza infranqueable y gris, salpicada de alguna ventana, apenas estrechas grietas abiertas en sus paredes, el tejado a dos aguas cubierto de pizarra y potentes contrafuertes adosados a los muros para reforzarlos. Junto a la portada se levantaba el edificio del hospital, también de piedra pero bastante más modesto, con dos alturas, una hilera de pequeños huecos a modo de ventanas y con el techo parecido al de la iglesia. Un conglomerado de construcciones sencillas de madera, piedra y adobe se alzaban abarrotadas, dispuestas en aparente desorden siguiendo una línea recta que partía de la iglesia a modo de entrada o de puerta para recibir a los que llegaban, y que se disponían a un lado y a otro como una arteria que flanquease su paso. Alrededor, diminutas huertas se combinaban con espacios de bosques y suaves pendientes de terrenos sin roturar. Había gente labrando la tierra, transitando por las trochas y por los alrededores de la iglesia, entretenidos en la serena cotidianidad de sus actividades diarias.
El sol caía lentamente, envolviendo poco a poco de sombras los pliegues del terreno, cuando llegamos al pórtico de la iglesia, de forma abocinada con arquivoltas atiborradas de esculturas y un parteluz en el centro que lo dividía en dos. Me pareció mucho más grande, más robusta y más gris que cuando la vi de lejos; en uno de los laterales había una zona porticada bajo la que varias personas descansaban sentadas contra la pared. Del interior del templo salían algunos peregrinos con andares cansinos que se dirigieron hacia el hospital, cuya puerta se abría a continuación de la iglesia. Una mujer, que recogía leña de un montón perfectamente ordenado y apilado junto a la pared de la entrada, nos vio, dejó caer los troncos en el suelo y se acercó con paso rápido; se detuvo un instante ante la puerta y dio una voz llamando a alguien que debía de encontrarse dentro para iniciar de nuevo el camino hacia nosotros. Se dirigió directamente a Arno como si lo conociera, pero cuando empezó a hablar con él no le entendí ni una sola palabra. Arno, sin embargo, habló con ella en esa extraña lengua con toda soltura. Sin dejar de conversar entre ellos, y en medio del silencio cansino del grupo, bajaron a Vernone del mulo que lo había transportado con la ayuda de otros monjes. Me pareció que Arno le indicaba el mal que traía el enfermo, porque ella le tocó la frente y le miró los brazos con desinterés. Entre dos monjes lo cogieron por los hombros y nos dirigimos a la puerta del hospital, del que ya salían a nuestro encuentro dos hombres jóvenes y fuertes que se ocuparon solícitos del enfermo.
La mujer se acercó a Arno interesándose por su cara, pero él rechazó su mano quitándole importancia.
El resto del grupo fue entrando en orden y tranquilidad al interior del hospital, deseoso de tomar algo caliente y descansar del largo día de camino. Yo me quedé esperando y me acerqué a Arno, que también parecía esperar.
—¿En qué lengua habláis? —le pregunté.
—En vasco —contestó—. Sólo se habla en esta zona, hacia el norte y hasta la costa del mar Británico occidental. Son buena gente…
En ese momento, un hombre salió del edificio abriéndose paso entre los monjes que abarrotaban la entrada. Buscó con la mirada y cuando vio a Arno se encaminó hacia nosotros. Se colocó frente a él con gesto serio pero sereno; tenía que levantar la cabeza para mirarlo a los ojos porque era más bajo de estatura, más viejo, más corpulento y completamente calvo, excepto algunos pelos blancos que se disparaban por encima de sus orejas. No tenía barba, y sus ojos eran de color marrón, profundos, hundidos entre multitud de arrugas que se formaban a su alrededor entre pliegues gruesos que aumentaron cuando esbozó una sonrisa forzada entre la sorpresa, el desconcierto o la incredulidad. Hablaron en la misma lengua que había utilizado la mujer. Me fijé entonces en que Arno estaba tenso, los puños apretados, la mandíbula rígida, tanto que apenas la movió cuando le contestó un par de palabras al hombre. Suspiró como si le faltase el aire y se volvió hacia mí en un intento de esquivar una situación incómoda.
—Éste es Lezat —dijo, y señaló al recién llegado, a lo que éste respondió con una inclinación de cabeza a modo de saludo—, es el hospitalero del que te he hablado. En sus manos, y con los cuidados de su gente, el hermano Vernone se recuperará.
—Espero que así sea —dije y correspondí con otra leve inclinación de saludo—, Arno me ha hablado maravillas de este lugar.
—Arno es demasiado generoso conmigo —intervino el hospitalero con un acento extraño, como si le costase soltar las palabras por la boca—. Estoy seguro de que las oraciones elevadas con fe al Santo Apóstol Santiago serán mucho más efectivas que cualquier cuidado que aquí podamos proporcionarle.
En ese momento se intercambiaron dos frases que no entendí, dichas de manera rápida, grave, sin concesiones, hasta que Arno bajó los ojos al suelo y suspiró como si en aquel extraño encuentro hubiera resultado derrotado por aquel hombre menudo y grueso que mantuvo la postura, sin moverse ni un ápice, altivo, tranquilo, sin arrogancia, taciturno.
—¿Cuál es tu nombre? —me preguntó.
Miré a Arno un instante con la boca medio abierta sin llegar a decir nada.
—Achard, se llama Achard —intervino Arno, adelantándose a mi reacción.
—Sé bienvenido a esta humilde casa, Achard —añadió Lezat—, ya me ha dicho Arno que tú y el hermano enfermo os quedaréis hasta su curación.
—Si no es molestia…
—Generalmente, sólo permitimos una estancia máxima de tres días; hay muchos bribones que aprovechándose de nuestra buena fe se hacen pasar por peregrinos enfermos para mantenerse aquí a expensas de nuestro trabajo a cambio de nada, por eso hemos tenido que poner unos límites que no os afectarán a vosotros. Os podréis quedar durante el tiempo que necesitéis. Y ahora, pasad al interior, hay que curar esas heridas que llevas en la cara, Arno. ¿Qué habrás hecho esta vez para que te hayan puesto así?
—Ya me conoces, Lezat, soy implacable con la injusticia.
El hospedero se volvió hacia él en silencio y ambos se observaron por un momento. Luego se intercambiaron palabras entre dientes en esa lengua que no entendía. No parecía que fueran mensajes amables, aunque la pronunciación en sí misma parecía ruda.
A instancias de Lezat accedimos al interior, que nada tenía que ver con el lugar en el que habíamos pasado la noche. Aquel hospital era una estancia amplia, limpia y caldeada en la que se distribuían varias mesas robustas de madera donde había hombres y mujeres sentados a su alrededor que comían o bebían; unos, solitarios con la mirada perdida por un cansancio infinito, en soledad acompañada y entre un silencio de toses y sorbos; otros charlaban ajenos a los demás, en voz baja, compartiendo entre ellos sus más íntimas confidencias. Una chica que debía de tener un par de años más que yo entró detrás de nosotros con la leña que antes había quedado desparramada por el suelo. Otras dos, más maduras, más gordas y sudorosas, se afanaban por atender a todo el que lo solicitaba. Además del grupo de monjes que habíamos llegado, había una docena más de peregrinos que descansaban de su larga jornada de camino. La noche se había echado encima y agradecí el calor seco que se percibía en el aire. Una enorme chimenea se abría en una de las paredes, como una puerta abierta a un hueco oscuro por donde ascendía el humo y el vaho de las dos cacerolas que hervían colgadas de unas gruesas cadenas de hierro. El aroma que allí se respiraba era tan apetitoso que mi estómago se encogió y tuve que ponerme la mano sobre la barriga para contrarrestar el dolor del hambre; Lezat se dio cuenta de mi gesto y me ofreció que me sentara y comiera algo.
—Arno, tú ven conmigo, te curaré esas heridas. La nariz no pinta bien, habrá que colocarla en su sitio… y eso te va a doler.
Observé cómo Arno seguía con una forzada docilidad los pasos de Lezat hacia la zona de la enfermería. Me senté en una mesa con los otros monjes y, de inmediato, con una diligencia encomiable, una de las mujeres nos llenó las jarras de un vino con olor a roble y distribuyó a lo largo del tablero el pan más blanco que había visto en mi vida, mientras que la otra servía el guiso en las escudillas. Para terminar, nos dieron confitura de fruta y leche de cabra templada.
Cuando terminé de comer me sentí reconfortada después de tantos días de alimentos fríos y secos. Me levanté para comprobar el estado de Vernone. La enfermería se encontraba en una estancia contigua al gran comedor separada por un corredor. Era una sala algo más pequeña, más ancha y de techos más bajos. Había dos hileras de catres pegados a la pared. El olor agrio y áspero era muy diferente al que se respiraba en la otra sala. Unas pequeñas candelas distribuidas en varios puntos de la sala iluminaban tenuemente el panorama de los enfermos que allí intentaban curar sus males. La mayoría descansaban con aparente placidez. Al fondo había un pequeño cuarto abierto, en el que atisbé a Arno y al posadero. Hablaban en voz baja pero se callaron en cuanto me vieron.
—Vengo a ver cómo se encuentra Vernone —dije prudente al asomarme.
La botica era un cuarto no muy amplio, de techo bajo y con una pequeña ventana; había dos grandes anaqueles en los que se disponía una diversidad de botamen: albarelos, orzas, pildoreros y otras vasijas de cerámica que tenían pintados nombres raros de hierbas curativas; también había una cajonería pequeña de madera en la que debían de conservarse otros productos vegetales para elaborar los remedios que aplicar a las distintas enfermedades a las que se tenían que enfrentar a diario. En el centro, una mesa recia de madera sobre la que había un desorden de pergaminos, unos enrollados y otros extendidos, además de copas, vasijas, hierbas, ramas y otras muchos utensilios raros que no supe identificar. En un pequeño armario abierto de par en par, se veían libros de todos los tamaños almacenados en un caos a punto de desparramarse.
Tuve que apartarme para que entrase la mujer que nos había visto al llegar y con la que primero había hablado Arno; su aspecto era fuerte, de estatura media, el pelo blanco y una edad indefinida entre la madurez y la vejez más serena; llevaba en la mano un tarro pequeño de cerámica cocida. Se puso frente a Arno, cogió con la mano el contenido del tarro y lo untó en las heridas provocando su rechazo con un gesto dolorido. La mujer, con cara de enfado, le echó una regañina en vasco y Arno no tuvo más remedio que mantener la compostura.
Lezat salió de la estancia y me cogió del brazo para arrastrarme con suavidad hacia la enfermería.
—Ven, Achard, te mostraré dónde está Vernone. —Nos dirigimos a uno de los camastros en el que lo vi en seguida—. Le he dado una infusión que al menos lo dejará descansar con cierta tranquilidad y le calmará los vómitos y la diarrea que lo estaban dejando exhausto; mañana intentaremos darle alimento a ver cómo reacciona.
Se agachó junto al cuerpo dormido de Vernone, le tocó la frente, observó sus manos, negras y arrugadas como si las hubiera metido en el fuego, y luego se levantó sin dejar de mirarlo.
—Es el mal de los ardientes —dijo en voz muy baja para no molestar a los enfermos que nos rodeaban—, también le llaman el mal del fuego porque el enfermo sufre una intensa sensación de quemazón, sobre todo en las manos y en los pies. No sabemos por qué se produce ni qué lo provoca, pero estoy seguro de que es por algo que comen.
—¿Es grave? —pregunté.
—He visto bastantes peregrinos con este mal —contestó pensativo—; parece que sólo le ha atacado a las extremidades y no a las visceras abdominales; en este último caso tienen dolores terribles que por ahora él no sufre y mueren en muy pocas horas. Pero no parece que sea el caso…
—¿Creéis que se recuperará?
—Sólo Dios lo sabe —Lezat se calló y me miró intensamente, como si no supiera muy bien las palabras que debía utilizar—, pero la convalecencia puede ser larga y es muy posible que pierda alguna de las extremidades…
Yo lo miré de reojo, me persigné y me encogí como si quisiera protegerme de algo invisible que flotaba en el aire.
—Tal vez las pierda todas… —agregó Lezat con una prudencia contenida.
—Me dijo Arno que con la buena comida de estas tierras muchos curan su mal y se recuperan.
—Es lo único que podemos ofrecer, buen alimento, nuestra más esmerada atención y los rezos de todos para que Dios y el Santo Apóstol escuchen las plegarias y lo sanen. No tenemos ningún remedio efectivo, ni siquiera para la sensación de quemazón por la que sufren tanto; lo único que hacemos es calmarlo a base de un jarabe que preparamos con unas raíces de estos bosques que los hacen dormir, y una cataplasma de diversas hierbas mezcladas con miel y aceite para rebajar la calentura.
Arno, en silencio y con el gesto dolorido, se encontraba en el quicio de la puerta que daba entrada a la botica.
—¿Estás bien, Arno? —pregunté.
Movió la cabeza y alzó las cejas forzando una mueca como si le doliera hasta el mismo hecho de pensar.
—Le acabo de colocar la nariz —me dijo Lezat—, es muy doloroso pero Arno es fuerte, se recuperará…, siempre lo hace; las heridas no son graves y Garsinda se las ha curado con un ungüento hecho a base de llantén y miel; en pocos días habrán desaparecido de su cara. —Se volvió hacia mí y me sonrió—. Ve a descansar, Achard, debes de estar agotado; Vernone está en buenas manos y Arno en seguida pasará al dormitorio, en cuanto le haga efecto el brebaje calmante que se acaba de tomar.
Me di la vuelta para alejarme, pero Lezat me detuvo.
—¿Por qué cojeas?
—Tengo heridas en los pies de tanto caminar —respondí con voz lastimera.
Ven, acércate aquí, déjame echar un vistazo a esas heridas.
Le hice caso porque cada vez me costaba más andar con cierta normalidad. El dolor provocaba que forzase una postura, lo que a su vez hacía que se resintieran mi espalda y mis piernas.
Se sorprendió al ver el estado de mis pies.
—¿Cómo has podido caminar con esto, muchacho? Te debe de doler mucho, lo tienes en carne viva. —Se alejó para coger varias orzas que colocó sobre la mesa—. Te prepararé algo que hará cicatrizar las heridas, y no se te ocurra volver a ponerte ese calzado, si lo haces no volverás a caminar con normalidad nunca.
—Me lo dieron los monjes en Conques.
—Estos monjes saben mucho de plegarias pero de calzado para caminar… —murmuró mientras manejaba las hierbas que iba extrayendo de los tarros para mezclarlas en un mortero—, te daré unas abarcas que te dejen el pie al aire, en este tiempo es lo mejor para evitar rozaduras. Bastante duro es el camino para que encima te dañes de esta manera por no llevar un calzado adecuado.
Estaba claro que Lezat sabía muy bien cómo curar y tratar las heridas más habituales de los peregrinos. Untó mis llagas con un ungüento que en seguida me provocó una agradable sensación de alivio, rebajando el escozor que me pinchaba como brasas candentes sobre mi piel.
Después de la cura, andando despacio y descalza, me fui a dormir agotada. El dormitorio de los hombres estaba a rebosar; una de las mujeres que colocaba las escudillas limpias en una estantería me dijo que si no me importaba dormir en el de las mujeres, en donde todavía quedaba sitio. Por supuesto, acepté encantada la propuesta y por primera vez desde hacía meses pude dormir entre mujeres. Cuando me tendí en el jergón, limpio y mullido, percibí el olor diferente al que emitía el cuerpo de los hombres; los ruidos distintos y hasta los ronquidos proferidos por alguna de las que dormían parecían más serenos y suaves.
Poco más pude pensar porque caí en un sueño tan profundo que me desperté cuando el sol llevaba ya un buen rato calentando. Raoul y los demás monjes habían partido al amanecer, sin llegar a despedirse. No lo culpé. Me había puesto en evidencia ante él y debió de creer, con acierto, que de alguna manera, tomándome la justicia por mi mano ante el cobro abusivo de los servicios ofrecidos, le había arrebatado las monedas al posadero, algo que él no podría aceptar nunca de acuerdo con su moral, aunque estaba completamente segura de que no le faltaron ganas de hacerlo y por eso no quiso cruzarse conmigo, para no caer en la tentación de aceptar las monedas.
Cuando salí al exterior, el cálido sol de verano acarició mi cara. Miré a mi alrededor y observé a los aldeanos que se movían de un lado a otro ocupados en sus quehaceres.
Aquel primer día no me moví del hospital, siguiendo las recomendaciones de Lezat de dejar que las heridas de mis pies cicatrizasen y curasen, gracias al ungüento que cada cierto tiempo tenía que untarme. A duras penas me comunicaba con la gente porque hablaban distintas lenguas, y a pesar de que la mayoría intentaban hacerse entender, con algunos me resultaba imposible.
Vernone se pasó todo el día dormitando. La fiebre y las alucinaciones le habían remitido y, con mucha paciencia, consiguieron que comiera un caldo templado de gallina y algo de vino mezclado con agua. Parecía algo más tranquilo pero sus manos y sus pies estaban cada vez más negros y secos, y por mi mente pasó la posibilidad de que los llegase a perder como me había anunciado Lezat; me preguntaba qué haría entonces; él me había ayudado a cruzar los Pirineos y a salir del alcance de mi tío Geoffroi, pero me asaltaba la duda de las previsiones de Vernone en el fatídico caso de que, aun saliendo con vida de la enfermedad, pudiera quedar cojo y manco. Preferí no pensarlo y esperar a que nada de eso ocurriera y que Vernone se recuperara de su mal. Dejaría pasar el tiempo en aquel lugar tranquilo y apacible hasta comprobar cómo evolucionaba Vernone, ya decidiría qué hacer después.
La actividad a mi alrededor era constante. Lezat iba de un lado a otro atendiendo a los enfermos y, a media tarde, empezó a recibir a los peregrinos que llegaban a su puerta; los que venían en mal estado eran trasladados directamente a la enfermería; sin embargo, la mayoría tan sólo estaban cansados y hambrientos por la dura jornada de andadura. Los que trabajaban en el hospital iban y venían deprisa, cargando leña, ropa, jergones llenos de paja, barrían, lavaban, preparaban el potaje, deshuesaban conejos o desplumaban gallinas; todos estaban tan atareados que ninguno se fijó siquiera en mi presencia, sentada en un poyete de piedra adosado a la pared que se encontraba junto a puerta, bajo la calidez del sol cuya fuerza quedaba atenuada por una suave brisa que refrescaba el ambiente.
Me extrañó no ver a Arno en todo el día, y al atardecer pregunté a Lezat por él.
—¿Arno? —preguntó sorprendido—, no cuentes con su presencia, aparecerá cuando anochezca, si es que lo hace.
—¿Dónde está?
—Pregúntaselo tú mismo, por ahí llega.
Miré hacia donde me señalaba y vi a Arno acercarse con paso cansino. Cuando llegó junto al abrevadero se detuvo, sumergió la cabeza en el agua y la sacó, lo que lo dejó empapado de cintura para arriba. Después de refrescarse, sonrió satisfecho, como si hubiera estado deseando mojarse desde hacía un buen rato.
Cuando me vio, se acercó, se sentó a mi lado sonriente y se apoyo contra la pared con los ojos cerrados; me pareció que disfrutaba de un merecido descanso. Me fijé en que la inflamación de la cara había bajado considerablemente.
—No te he visto en todo el día.
—Es que no he estado en todo el día —contestó tranquilo.
—¿Puedo preguntarte dónde has estado?
Él abrió los ojos, se volvió hacia mí y me miró sonriente.
—Puedes, otra cosa será que yo quiera contestarte.
Bajé los ojos avergonzada.
—Lo siento, no quería…
—He estado trabajando —me interrumpió.
—¿Y en qué trabajas?
Se volvió de nuevo hacia mí con una sonrisa picara.
—Preguntas mucho, ¿no?
—Yo puedo preguntar —agregué—; en tu voluntad está contestarme.
Nos mantuvimos un instante en silencio.
—Soy cantero.
—¿Cantero?
—Sí, cantero. Trabajo la piedra que forma los muros de iglesias, cierra castillos, palacios de nobles y caballeros; con ella levanto murallas infranqueables y tiendo los puentes que permiten el paso a las gentes sobre los cauces de los ríos.
—Sé lo que es un cantero —añadí con suficiencia—, el padre de mi amigo Ernaud lo es, trabajó en el edificio donde vivía en el castillo de mi padre.
Me miró sorprendido.
—¿Tu padre tiene un castillo?
Me arrepentí de haber hablado. Esquivé la mirada y no dije nada. Arno comprendió mi inquietud.
—La mayoría de los canteros nos conocemos, ¿cómo se llama el padre de ese amigo tuyo?
—Gerverto de Aurillac.
Sus ojos se clavaron sobre mí como si le hubiera descubierto un nombre sagrado.
—¿Gerverto de Aurillac? Asentí.
—¿Lo conoces? —pregunté.
Apoyó la espalda contra la pared.
—Coincidimos en la misma obra hace algunos años. ¿Y dices que estaba trabajando en el castillo de tu padre?
—Bueno, trabajaba en la construcción de un monasterio cercano.
Se quedó pensativo. Al cabo de un rato, se volvió, me sonrió y relajó el gesto.
—Mira, éstos son mis útiles de trabajo.
Me mostró el mandil de cuero que llevaba ceñido a la cintura con varios bolsillos.
—Esto es un mazo, éstos son cinceles, el puntero y el cabezal. Es todo mi patrimonio, con esto me gano el pan que me llevo a la boca.
—El padre de mi amigo Ernaud le estaba enseñando el oficio, pero él quería ser caballero.
—Yo no cambiaría mi trabajo ni por el mejor caballo del mundo. Me resulta fascinante ver que los sillares que yo tallo se van colocando uno a uno para elevarse y formar muros que resistirán al tiempo, a la lluvia, al fuego y a las guerras. Es extraordinario. —Abrió sus manos y se las miró con una sonrisa complacida—. Con estas manos consigo extraer el alma de las piedras.
—No sabía que las piedras tuvieran alma.
Me miró con cierta suficiencia.
—Puede resultar difícil de comprender —continuó, indulgente con mi ignorancia, apasionado con su discurso, manteniendo una sonrisa blanda y concentrado en intentar explicar lo que sentía—. Cincelo la superficie de los sillares, y cuando el mazonero levante el muro, la piedra mantendrá a lo largo de los tiempos cualquier cosa que yo haya marcado sobre ella. Gracias a mis manos la fría piedra deja de ser un material inerte para convertirse en algo inmortal, capaz de mostrar todo aquello que yo quiera.
Se paró y se me quedó mirando, como si esperase por mi parte una reacción a su entusiasmo. Yo le mantuve la mirada con los labios laxos, sin saber muy bien qué decir.
—Nunca había oído a alguien hablar así sobre su oficio —añadí al fin.
Suspiró halagado y volvió a apoyar la espalda contra la pared, dejando la mirada puesta en el horizonte, a sabiendas de que yo le observaba con asombro.
—Con los bloques que modelo se hacen obras que perdurarán para siempre y en esos muros puedo dejar señales, mensajes que podrán ver otros ojos dentro de mucho tiempo, cuando ni tú ni yo estemos aquí y, tal vez, algún día, dentro de mil años, alguien se preguntará quién y por qué se tallaron esas marcas en las piedras —se volvió hacia mí con un visaje de arrobamiento—. ¿No lo comprendes? Es algo tan asombroso, casi mágico.
Enmudeció y de nuevo relajó su gesto, descansando su cuerpo sobre el muro.
—¿Tú haces marcas en las piedras? —pregunté por fin.
—Claro. La piedra es como el pergamino. ¿Sabes leer?
Afirmé con rotundidad y cierto orgullo.
—Los fieles que acuden a las liturgias y la mayoría de los monjes que no saben leer conocen las Sagradas Escrituras gracias a los capiteles historiados, a los relieves, a las esculturas que hay en las iglesias y en los claustros; es la Biblia de los no instruidos. Aprenden la Palabra de Dios a través de las piedras, gracias a las escenas que esculpimos con esmero, y te puedo asegurar que en cada uno de esos relieves siempre queda una parte del cantero que los trabaja.
Me resultaba extraño que un cantero que manejaba un material tan tosco como la piedra pudiera hablar de esa manera de su trabajo. Ante mi evidente admiración, continuó esgrimiendo sus razones para elevar a lo más alto su oficio.
—No sólo se puede leer lo que contienen los pergaminos con letras, palabras y frases. Sobre la superficie de la piedra se pueden contar historias, es una forma de instruir… —ladeó la cabeza y enarcó las cejas con una mueca de intriga—… o de enseñar algo que no quieres revelar…
—¿Qué quieres decir con eso?
Me resultó muy evidente que esperaba mi pregunta. Me miró y me sonrió satisfecho de la curiosidad que estaba despertando en mí.
—Verás, hay muchos signos que a primera vista pueden parecer dibujos hechos al azar sin ningún sentido, pero que en realidad esconden algo importante que sólo puede ser entendido por aquel que esté preparado para hacerlo y que pasará totalmente desapercibido para el ignaro.
—Mi amigo Ernaud me dijo una vez que, a veces, los muertos se llevan a la tumba sus secretos de cosas que no pueden darse a conocer en el momento en el que a ellos les ha tocado vivir.
Durante un rato me miró fijamente. Me pareció que analizaba mis gestos pero mantuve su mirada.
—Es listo tu amigo Ernaud.
—Lo sé.
Mi respuesta fue contundente y segura.
—¿Cuál es tu nombre…? Quiero decir, ¿cómo te llamas en realidad?
No le contesté de inmediato, pensando en la conveniencia o no de decirle la verdad.
—Mabilia —murmuré al fin.
—¿De dónde vienes?
Lo miré un instante y él se dio cuenta de mi desconfianza.
—Vernone me dijo que cuanto menos supiera de mí menos comprometía su conciencia. —Hice una pausa sin dejar de mirarlo—. De todas formas, te aseguro que mi casa está muy lejos de aquí, y cuanto más me alejo, menos cosas me unen a ella.
De pronto, se puso en pie y me tendió la mano.
—Ven conmigo, te enseñaré algo.
Me levanté desconcertada y me llevó con paso rápido a la iglesia, que en ese momento se encontraba vacía porque todos los peregrinos esperaban, sentados alrededor de las mesas, las delicias del caldero para llenar los estómagos. Nos acercamos hacia el altar y cogió la vela de sebo que prendía sobre el ara. Luego se arrimó al muro frontal del presbiterio.
—Mira allí. —Me señaló un punto en la pared, algo más arriba de nuestras cabezas—. ¿Lo ves?
Me costó atisbar algo que no fuera la superficie fría y gris de la piedra. Pero en la débil luminiscencia de la llama pude ver unas líneas labradas sobre ella. Al comprobar que era una espada quebrada hablé sin pensar.
—Yo he visto una igual.
—¿Has visto una marca igual que ésta? ¿Dónde?
Abrí la boca pero la volví a cerrar porque recordé que, antes de su precipitada desaparición, le había prometido a Ernaud no hablarle a nadie de la cripta ni de lo que habíamos visto en ella. Así que me mantuve callada, muy a mi pesar, porque no entendía el porqué de mi obligado silencio.
En mi cara se dibujó una sonrisa estúpida que me delataba.
—No lo recuerdo bien —murmuré balbuciente y con poco convencimiento—, en alguna iglesia. No estoy segura. ¿Lo has hecho tú?
—No, ésta lleva aquí mucho tiempo. Cada veinticinco de julio, en el momento del ocaso, siempre y cuando no esté nublado, un rayo de sol penetra por un pequeño agujero en forma de estrella que hay allí —me señaló al otro lado de la iglesia—, e ilumina durante un minuto esta marca.
Mi rostro pasmado me delataba.
—¿Qué pasa? ¿También has visto eso?
—No —mentí—, sólo es que me sorprende lo que me dices.
Encogió los hombros sin dejar de mirar hacia el muro.
—Bueno, en realidad no es del todo extraño. Las iglesias que flanquean el camino al locus Sancti Iacobi en su mayoría están orientadas de tal forma que en ese día de julio, durante el ocaso, el último rayo de sol de la jornada ilumine esta misma marca.
—¿Hay muchas?
—No sé si en todas, pero en la gran mayoría de las iglesias o claustros que llevan a Galicia alguien talló esta misma marca, la espada quebrada con la punta mirando al cielo. Si la buscas, la encontrarás siempre grabada en el mismo sitio: en el lado derecho del presbiterio.
Pensé en que la que había visto en la capilla de Santiago no estaba en ese lugar que él decía, pero tampoco le di más importancia, mi curiosidad se orientaba en otro sentido.
—¿Y por qué se ilumina ese día precisamente?
—Es la fecha en la que se dice que fueron enterrados los restos de Santiago en Galicia.
Entonces me fijé en que había otra marca lapidaria en el sillar que estaba debajo. Recordé que también la había visto con Ernaud en el muro del presbiterio de la capilla de Santiago: una línea horizontal muy corta que llegaba a un punto a partir del cual se abría en tres líneas algo más largas.
—¿Y ésta?
Arno me miró un instante, pensativo.
—¿Has oído hablar del priscilianismo?
Era la primera vez que podía negar con la conciencia tranquila.
—La Iglesia lo trata como una herejía, pero, en realidad, son más cristianos que muchos de los que denigran a sus seguidores.
—¿Y qué tiene que ver esa herejía con esta marca?
Me miró condescendiente y esbozó una sonrisa ladina.
—Siempre la verás en las iglesias más antiguas bajo la espada quebrada, de tal forma que el rayo de sol del veinticinco de julio pasa primero por ella y la ilumina antes. Sólo te digo que señala un camino que se perdió en el recuerdo del tiempo.
—¿Y sabes lo que significa la espada quebrada con la punta hacia el cielo?
Arno me miró fijamente, intensamente.
—¿De verdad quieres saberlo?
—Claro.
Intenté controlar mi curiosidad. Él se mantuvo observándome durante un rato pensando si continuaba o no con aquella conversación, hasta que al final se decidió.
—¿Has oído hablar alguna vez de La Inventio?
Al escuchar aquella palabra fui incapaz de ocultar mi sorpresa. Mis ojos me delataban. De pronto, todo lo que me estaba contando Arno tenía que ver con aquella cripta, precisamente un lugar del que me había hablado Ernaud antes de marcharse y después de años en el olvido más absoluto, al menos por mi parte. Aquello me intrigaba tanto que era incapaz de disimularlo. Quería contarle a Arno lo que vimos aquella calurosa tarde de verano, precisamente un veinticinco de julio, pero esa extraña prohibición que me había hecho prometer Ernaud ahogaba mi deseo de hablar. No sabía qué hacer. Arno me daba confianza pero temía traicionar a Ernaud.
—¿Has oído hablar de ese manuscrito? —insistió Arno ante mi silencio.
—¿Es un manuscrito?
Sonrió sin dejar de mirarme, como si estuviera intentando leer lo que pensaba; esquivé la mirada.
—Algún día te contaré lo que hay detrás de esa marca.
Me tendió la mano de nuevo con una mueca risueña en su rostro y parecía disfrutar con mi cara de aturdido desconcierto.
—Ahora, vayamos a comer algo, estoy hambriento.
—¿No me lo vas a contar? —pregunté sorprendida y defraudada.
—Sigue la teoría de Vernone, a veces es mejor saber poco para no comprometer demasiado tu conciencia.
Salimos de la iglesia y fuimos hasta el hospital para dar cuenta del potaje preparado y cuyo atrayente olor se diluía por todo el valle.