Camino hacia el finis terrae, año 1112

Nunca me pude imaginar que la vida de una mujer en un mundo de hombres pudiera llegar a ser tan plácida y sosegada como lo fue para mí en aquel lugar durante los diez años siguientes. La cadencia del tiempo fue transcurriendo en un devenir de inviernos duros, grises y lluviosos, y veranos cálidos en los que los paseos por el claustro de aquel monasterio llegaron a reconfortar mi espíritu atribulado y herido.

Mi condición de mujer pasó completamente inadvertida a los ojos de la comunidad. A pesar de que mantenía mi delgadez, mis formas se habían hecho algo más evidentes: mis pechos aumentaron y mis caderas tomaron forma, pero la túnica y sobre todo la holgura del escapulario las ocultaban de cualquier mirada de los ojos, siempre cabizbajos, del resto de la comunidad. La ausencia total de la barba tampoco fue un problema porque mi pelo rubio y fino justificaba su falta, por lo que fui considerado como lampiño. Incluso yo misma hubiera olvidado mi propia identidad si no fuera porque cada mes la menstruación me obligaba a extremar los cuidados, lo mismo que cuando tenía que acudir a las letrinas.

La imagen de Froila con los ojos arrancados la tuve clavada en mi mente durante tanto tiempo que me dolía su solo recuerdo. El único consuelo era que mi hermano se encontraba con ella, y al ser un varón el monasterio nunca lo echaría de allí como seguramente haría si fuera una niña. Lo cierto es que desde aquel viaje acompañando al hermano Pedro, nunca tuve la oportunidad de volver a salir de los muros de aquel monasterio.

Mis trabajos en la cocina se fueron especializando, incluso llegué a enseñar al hermano cocinero el extraordinario potaje que había aprendido de Froila, con lo que me gané su confianza y me convertí en su mano derecha ante los fogones.

Nunca me sentí feliz en aquel lugar, pero poco a poco fue desapareciendo de mi vida esa angustiosa sensación de inseguridad que me había perseguido durante tanto tiempo.

Nada volví a saber de Arno, ni de Vernone, ni de Ernaud. Pregunté de forma sutil a alguno de los canteros que seguían trabajando en la última panda del claustro, pero ninguno supo darme noticias de Arno.

Pensé que Ernaud, en el caso de que me hubiera buscado, habría desistido de hacerlo. Aquel lugar, algo apartado de la ruta más habitual de los peregrinos, parecía ampararme de todos, incluso de aquellos a los que anhelaba encontrar.

El hermano Ramón murió al poco tiempo de mi llegada y el hermano Pascual se convirtió en el boticario y el encargado de la enfermería. A él tuve que acudir en más de una ocasión por alguna afección, y siempre me atendió distante pero cordial. Yo tampoco quería tener mucho trato con él, en realidad, evitaba tener trato con cualquiera, temerosa de que algún detalle diera con la verdad de mi condición. Ni siquiera el hermano cocinero, junto al que me pasaba todo el día, consiguió arrancarme de mi habitual mutismo. Era cierto que el hermano Beltrán, el cocinero, era un hombre serio, callado y muy absorbido por su trabajo, por lo que apenas había ocasión en un momento de asueto para hablar de algo que no fuera qué echar al caldero o cuántos quesos poner en la prensa para secar.

Los meses transcurrían y con el tiempo perdí la esperanza de volver a verlos a todos, menos a mi hermano. Mi ansioso deseo de reencontrarme con él se fue convirtiendo en un anhelo de que estuviera bien, de que creciera y se hiciera un hombre en un entorno tranquilo, sin traiciones, sin peligros que lo acechasen.

Todos mis recuerdos se fueron difuminando, diluidos en el extraño devenir de una vida que no me correspondía. Cuando ya pensaba que me iba a pasar el resto de mis días en aquel claustro cuyas obras ya se terminaban, ocurrió algo que volvió a dar un giro radical a mi vida.

Era la primavera del año 1112. Habían transcurrido diez años desde que el hermano Juan me había recogido medio muerta en mitad del camino y me había trasladado hasta allí. Como cada día, preparaba las verduras para echarlas en los tres grandes pucheros que ya estaban puestos sobre el fuego. Todo era rutinario; movimientos repetidos, casi espontáneos ya por lo habitual. Uno de los novicios entró en la cocina y se dirigió al hermano Beltrán, que revisaba las viandas del día; lo vi de reojo pero apenas le hice caso y continué concentrada en mi tarea, ensimismada, abstraída del mundo que me rodeaba, hasta que la voz del hermano Beltrán llamó mi atención.

—Achard, el abad te espera en el locutorio.

Dejé de pelar la verdura y me volví hacia Beltrán, extrañada. Nunca antes me había llamado el abad.

—¿Para qué va a querer verme?

—No nos corresponde a nosotros hacer preguntas, Achard, tu deber es obedecer. Deja lo que estás haciendo y acude al locutorio. Luego continuarás con la tarea.

Solté el cuchillo y la cebolla y me levanté. El novicio se marchó después de comprobar que había cumplido con su encargo. Salí al refectorio y lo atravesé hasta llegar a la puerta de la biblioteca desde donde se accedía al locutorio. En el scriptorium había más de una veintena de monjes y novicios que trabajaban en los atriles copiando, preparando tintas o iluminando códices ya terminados. Procuré pasar con sigilo para no desconcentrarlos de su faena. Cuando estuve frente a la puerta donde me esperaba el abad, me detuve antes de llamar, pensativa. No me podía imaginar cuál podría ser la razón de su llamada. Hacía tiempo que había perdido el miedo a que notase mi condición de mujer, estaba segura de que había aprendido a controlar muy bien esa circunstancia. Por eso, no podía entender qué razón podría haber impulsado al abad a llamarme. Respiré hondo y alcé la mano. Golpeé dos veces con los nudillos sobre la madera, y escuché la voz del abad Nuño invitándome a entrar:

—Adelante.

Empujé la puerta y entré en el locutorio, el lugar donde el abad solía despachar aquellos asuntos que no fueran propios del capítulo. Se trataba de una estancia pequeña con dos sencillos bancos de madera y un tablero sobre caballetes, pegado a la pared. Un hachón de sebo apenas iluminaba la figura del abad, que sentado en uno de los bancos, con la vista al frente, esperaba mi llegada.

—Pasa, Achard, siéntate aquí, frente a mí.

Me acerqué despacio hasta él. El aire era mucho más frío y más limpio que el que se respiraba en la cocina. Allí apenas entraba la luz del sol y los gruesos muros todavía guardaban la densa y húmeda gelidez del invierno.

Me hizo un gesto con la mano y me senté frente a él.

—Achard, ¿cuánto tiempo llevas en este monasterio?

—Diez años, padre.

—¿Te encuentras a gusto entre nosotros?

Encogí los hombros, algo sorprendida, pero me mantuve todo lo impasible que pude.

—Sí, padre, por supuesto.

—Verás, Achard, en ocasiones Dios Todopoderoso nos invita a salir de la seguridad de los muros de nuestro claustro con el fin de poner a prueba la fortaleza de nuestra fe. Algunos peregrinos llegan enfermos y débiles a nuestra puerta y se les hace muy difícil continuar en la soledad obligada que el camino requiere hasta alcanzar su máximo objetivo, que no es otro que postrarse ante el locus Sancti Iacobi. A veces es necesario otorgar a esos peregrinos la ayuda necesaria para que cumplan con su penitencia, con su promesa o con su enseña de vida como es la procesión hasta los lugares santos de nuestra cristiandad. Desde hace años, nuestra orden ha levantado monasterios en los que habilitamos hospederías para dar cobijo, comida y seguridad al caminante; abrimos enfermerías para atender sus heridas y celebramos liturgias en las que alabamos a Dios por su sacrificio y los encomendamos a su protección. Nuestra labor ha servido y sirve de ese modo para concluir ese viaje que muchos emprenden y que de otro modo nunca llegarían a terminar. Eso en cuanto a la comunidad que somos y en cuanto a los que llegan a nuestras puertas, pero también hay otra forma de asistir a los peregrinos: acompañándolos uno de nosotros cuando su precariedad hace imposible su camino en solitario.

—No entiendo, padre…

—Achard, hace unas semanas llegó hasta nuestra puerta un peregrino enfermo y cansado que solicitó cobijo para curar sus males. Nos suplicó que lo sanásemos para alcanzar las tierras de Galicia y cumplir con su santa penitencia. A pesar de los sabios cuidados del hermano Pascual, su enfermedad se resiste a abandonarlo. Ante la evidencia de su agravamiento, el desdichado peregrino me ha implorado que no permita que le llegue la muerte sin que haya podido postrarse ante la santa tumba de Compostela. Por eso, he pensado que tú podrías servirle de apoyo para guiarlo durante el resto de su viaje.

Abrí la boca para decir algo, pero la cerré de inmediato. El abad me observaba sereno, sin apreciar mi desconcierto.

—A cambio, el peregrino, un hombre ilustre y poderoso a pesar de su mal, hará una importante donación al monasterio.

—No sé qué decir…

—No has de decir nada, Achard, cumple con tu obligación como un buen monje y con tu cometido como buen cristiano, amparando a ese buen hombre en su camino como si lo hicieras con el mismísimo Cristo; y cuando llegues ante el Santo Apóstol, póstrate y reza por todos nosotros. Después, regresaréis hasta aquí. Tu viaje terminará entonces.

—¿Y si muere en el camino?

Arqueó las cejas y abrió las manos con gesto de pesadumbre.

—Si el Señor Todopoderoso lo llamase a su presencia, deberás preocuparte de que sea sepultado dignamente en lugar sagrado; además, dejarás encargadas dos mil misas por la salvación de su espíritu. Se oyen tantas cosas de los que mueren durante la peregrinación. Dicen que sus cuerpos quedan en medio de la nada a expensas de los animales de rapiña o de los proscritos que los despojan de todo como si fueran alimañas. Si no descansan en lugar sagrado el tormento de sus almas será eterno, Achard, y si nosotros podemos evitar alguna de esas pérdidas, es nuestra obligación hacerlo. Ésa es la principal razón para que lo acompañes, además de ayudarle en su dura recuperación.

—No estoy seguro de que pueda hacerlo.

—Claro que puedes, eres joven y fuerte.

—Pero… ¿por qué yo?

—El peregrino es un franco que lleva poco tiempo en estas tierras y reconoce que le cuesta mucho entenderse con las gentes del camino. Por eso me ha rogado que sea alguien que hable su misma lengua, y tú eres el más idóneo; el hermano Pipino también es franco pero su lengua es la de Oc, un territorio del sur que nada tiene que ver con la que habla nuestro hombre; Luis es un novicio, demasiado joven para dejarlo salir por el mundo, y hay otros tres que podrían acompañarlo porque conocen su lengua, pero son monjes viejos… incapaces de cuidar de nadie que no sea de sí mismos. Por lo tanto, sólo quedabas tú. Lo he consultado con el hermano Beltrán y está de acuerdo en que te puedes ausentar durante un tiempo sin que se vean alteradas las labores en la cocina. Serán unos meses, lo más seguro es que puedas estar de regreso con nosotros para el final del verano.

Me quedé pensativa. Mis ojos neutros observaban al abad. No estaba muy segura de querer hacer aquel viaje, pero tampoco podía negarme. De nada me valdría. La obediencia era una regla fundamental en la comunidad, no tenía más remedio que asumir aquel extraño mandato. Pero de repente me asaltó una terrible duda.

—Decidme una cosa, padre, ¿a qué nombre responde el hombre al que he de acompañar?

—Es el señor de Trevisso. Procede del norte de la Borgoña, y poco más te puedo decir de él. Pero eso a ti no te debe importar. Tu misión no es conocer su vida, sino acompañarlo para que alcance su santificación y se acerque más a Dios. —Bajó los ojos contrariado—. Debe cargar en su conciencia un pesado pecado, ya que es grande su penitencia.

Respiré tranquila, no creía que a esas alturas mi tío Geoffroi se acordase siquiera de mi existencia, pero siempre tenía el temor de que algún día pudiera encontrarme con él o con su lugarteniente Fulco.

Pensé que podría ser una buena oportunidad para visitar esa tumba que tanto revuelo estaba formando y comprobar, por mí misma, la realidad de los milagros y prodigios que se producían entre los que se postraban ante ella para su veneración. También recordé lo que me contó Arno sobre sus dudas acerca de la autenticidad de esas reliquias. La propuesta, entonces, no me pareció tan mala; visitaría el locus Sancti Iacobi, y quizá, una vez fuera del claustro, tendría posibilidad de acudir a ver cómo se encontraban mi hermano y Froila.

—Cumpliré con lo que me pedís con la máxima diligencia de la que sea capaz, padre. Espero estar a la altura del mandato que me encomendáis, ya que hace mucho tiempo que no salgo de los muros del cenobio.

—No temas, Achard, para afrontar las cosas mundanas estará el caballero al que acompañarás. Tú tan sólo debes asistirle en el devenir diario. Deja que todo lo demás lo resuelva él.

—¿Y cuándo desea ese peregrino ponerse en camino?

—Mañana, al amanecer.

De nuevo me obligué a mantener la serenidad ante la inminencia de una partida con la que no contaba.

—Ve a ver al hermano cillerero —me dijo—; él te suministrará lo necesario para tu viaje. Y no olvides nunca lo que eres, Achard, un monje benedictino, con los votos y una regla que cumplir, aquí y fuera de estos muros. No descuides tus oraciones, procura cumplir con todas las liturgias que la movilidad del camino te permita, y vive en santidad ahí fuera, donde el peligro del pecado se hace mucho más evidente.

Bajé los ojos al suelo para evitar mostrar mi vergüenza. A mi llegada a Silos había mentido sobre mi edad poniéndome más años, y contesté que sí cuando me preguntaron si ya había profesado los votos. No quería someterme a esa promesa ante el abad y ante la comunidad; en mi conciencia preferí engañar sobre ello. Una cosa era que me cubriera el cuerpo con una apariencia de monje, y otra muy distinta es que asumiera descaradamente esa condición profesando los votos. Ello me condenaría eternamente. Por lo tanto, pasé como un monje de coro y así me mantenía desde entonces.

Me retiré del locutorio y me dirigí a buscar al hermano Fabián, el cillerero y el encargado de toda la intendencia del monasterio. Por su mano pasaba todo lo preciso para cubrir las necesidades de los miembros de la comunidad: túnicas, cogullas, mantas, medias, camisas, calzado; se encargaba de su fabricación, cosido y ajuste, de pulir los cinturones de cuero y de que no faltasen nunca sandalias.

Era el que lo distribuía y, también, el que recogía lo que se deterioraba por el paso del tiempo; en ese caso, siempre que le era posible, lo arreglaba para seguirlo usando; en caso de que ya no se le pudiera sacar más partido, lo desechaba definitivamente.

Me entregó una cogulla nueva, unas sandalias, otras medias, una esclavina y un sombrero para cubrirme del sol y de la lluvia. Me dio también un bordón con una calabaza atada a su punta para el agua y un pequeño zurrón en el que guardar algo de comida para la jornada de viaje. A cambio tuve que darle las sandalias que llevaba (las mismas que me proporcionaron cuando entré en el monasterio), y la cogulla que, de raída, cuando me la ponía sobre los hombros apenas me parecía que llevase una ligera tela.

Tenía por delante toda la primavera y el calor del verano, así que el viaje no tenía por qué plantear ningún problema. Apenas dormí pensando en mi partida. De repente me había surgido el ansia de salir de allí, por fin se me presentaba una oportunidad de abandonar aquel lugar que me había servido de refugio durante tanto tiempo y de salir de nuevo al mundo. Lo cierto es que nadie me había retenido nunca, podría haber dejado el monasterio sin dar demasiadas explicaciones; sin embargo, me había acostumbrado con demasiada facilidad a la seguridad que me proporcionaban aquellos muros, y habían pasado los días, y las semanas, y los meses y los años sin que fuera capaz de dar el paso de dejar mi refugio, porque no sabía muy bien adónde ir. Al principio mantuve la esperanza de que algún día aparecieran Ernaud o Arno; creí que me buscarían y podría cambiar el claustro por la seguridad que me otorgaba su sola presencia. Pero cuando pasó el tiempo y comprobé que ninguno aparecía, me fui acomodando y adaptando a mi extraña situación hasta aquel mismo día.

Después de los primeros oficios de la mañana, ya preparada, me dirigí hacia la hospedería de peregrinos donde me había dicho el abad que me esperaría mi acompañante y él mismo para despedirnos. Desde la iglesia salí al mandatum del claustro, seguí por el que daba a la cilla, donde algunos monjes ya empezaban a organizar el almacén, y continué por el portalón que daba a la portería, donde se recibía a los que llegaban al monasterio solicitando la caridad. No tuve que entrar en la hospedería porque en seguida vi al abad hablando con un hombre que estaba de espaldas a mí, alto y de aspecto fuerte, por lo que pensé que no debía de haber estado muy enfermo si tenía ese aspecto hercúleo. Iba vestido como la mayoría de los peregrinos que arribaban a la hospedería camino o de regreso de Galicia: una capa corta por las rodillas, un sombrero de ala ancha y se apoyaba en un bordón alto que asía con su mano derecha.

Cuando el abad me vio entrar, arqueó las cejas y me hizo una seña para que me acercase. En ese momento el peregrino se volvió hacia mí. Me detuve en seco, incapaz de moverme. Sus ojos se clavaron sobre mí y me tambaleé a punto de caer desvanecida. Una leve sonrisa irónica apenas perceptible en su rostro me hirió profundamente. El último hombre en la tierra con el que hubiera querido toparme se hallaba frente a mí, con gesto satisfecho, altivo y arrogante como siempre había sido. Por mucho tiempo que hubiera pasado nunca podría olvidar aquellos ojos. Mi tío Geoffroi, después de diez años, me había encontrado. Estaba algo más delgado, apenas tenía pelo y sus ojeras, antes inexistentes, ahora formaban unos pequeños abultamientos bajo los ojos, pero lo que me impactó fue su piel —antes tersa y tostada— en la que se veían máculas blanquecinas y algunos nodulos por el cuello y alrededor de las orejas que le daban un aspecto repulsivo.

Por su gesto comprendí que me había reconocido a pesar del tiempo transcurrido. Desconocía cómo había cambiado mi aspecto, aunque estaba segura de que las facciones de niña se habían endurecido por el paso del tiempo. Mi pelo se había oscurecido un poco, y por supuesto, mi peinado nada tenía que ver con las trenzas rubias y largas que me caían por los hombros, con el pelo corto, con flequillo y con la tonsura perfectamente rasurada en mi coronilla que presentaba en aquel momento. Pero él sabía que me había ocultado bajo el hábito de un monje y yo no podía creer que hubiera seguido buscándome durante todos esos años. Tal vez había sido pura casualidad, el terrible destino que nos hubiera unido de nuevo, pero por su gesto intuí que no era así. Estuve a punto de salir corriendo, de huir, pero en ese momento el abad me llamó:

—Achard, acércate.

Lo hice despacio, temerosa de que en cualquier momento mi tío reaccionase y descubriera mi identidad ante todos, poniéndome otra vez en evidencia. La portería estaba a rebosar y había bastante jaleo de los peregrinos que, después de escuchar la misa dedicada a ellos, se preparaban para emprender la jornada de camino.

El abad me cogió del brazo y me atrajo aún más hacia él, y se dirigió hacia Geoffroi.

—Señor de Trevisso, éste es el hombre del que tanto hemos hablado, Achard. Él será vuestra compañía en el camino hasta la tumba del Santo Apóstol.

—Hola, Achard —dijo mi tío con una mueca burlona—, me alegro de conocerte.

No comprendí sus palabras. No iba a denunciar mi identidad ante el abad, pero eso no me tranquilizó, al contrario, me alteró todavía más. ¿Qué pretendía hacer conmigo? El abad había dicho que habían hablado de mí. Me convencí entonces de que no había sido el destino el que fatalmente nos había unido, sino la incesante búsqueda de un hombre que parecía obsesionado con mi persona.

La utilización de un nombre falso no era inhabitual entre los nobles que se lanzaban a la peregrinación y que pretendían no llamar la atención con el fin de asumir con mayor eficacia la pobreza o bien para evitar emboscadas de sus adversarios, que aprovechando su indefensión, provocaban un ataque para acabar con ellos sin posibilidad de venganza, ya que todo quedaba sumido en el olvido de la ignorancia y la lejanía.

—Está bien, mi buen abad —dijo Geoffroi en latín—. Deseo salir cuanto antes, el día se presenta claro y quiero llegar hasta Burgos para pasar la noche.

—Todo está preparado. Dejad que os acompañe.

Salimos a la explanada en la que pudimos ver que algunos peregrinos ya emprendían el viaje en dirección hacia el norte.

—Partid con Dios, y que el apóstol Santiago os proteja.

El abad se volvió hacia mí, me tomó por los hombros y me sonrió.

—Ve con Dios, Achard, y cumple con tus preceptos de hombre de la Iglesia.

Geoffroi me agarró con fuerza del brazo e impulsó mi paso, como si tuviera prisa por alejarse. Temí el momento de quedarme a solas con él, y me volví hacia el abad a punto de gritarle que no me dejase marchar, pero la voz de mi tío, susurrante y fría, me dejó muda.

—Sigue caminando o te arrepentirás…

No tenía elección. Si gritaba le tendría que dar explicaciones al abad sobre mi condición de mujer. No podría hacer nada para salvarme del grave delito cometido. Había permanecido allí diez años, conviviendo entre monjes de coro como uno más de ellos. Miré cómo nos íbamos alejando del abad, cómo se iba quedando atrás aquel monasterio, mi refugio durante tanto tiempo, arrastrada por la fuerza de un hombre al que había herido en su honor y que ahora me tenía a su merced para vengar la vergüenza por la que le había hecho pasar con mi escurridiza huida. Sin dejar de mirar hacia atrás, mis ojos se llenaron de lágrimas y vi cómo el abad alzó su mano con gesto tierno, pensando que la emoción de la partida era la que me embargaba cuando en realidad era un terrible miedo, un miedo que aumentaba a cada paso que dábamos y que me alejaba de lo que había sido mi salvación.

Al final, me volví con la visión borrosa por el llanto, dejándome llevar arrastrada por el vigor de Geoffroi. No sé durante cuánto tiempo estuvimos así, sin decir nada, caminando sin cesar; apenas veía lo que tenía delante porque un estúpido llanto apenas controlado me nublaba la visión.

—Se te van a secar las lágrimas de todo lo que vas a llorar a partir de ahora, Mabilia. Me ha costado mucho encontrarte, pero ahora ya te tengo. ¿Qué te creías, que me iba a olvidar de ti, zorra?

Me quejé porque en la vehemencia de sus palabras apretó su mano con fuerza y me hizo daño en el brazo con el que me empujaba.

—Vas a pagar todo lo que me has hecho pasar, lo vas a pagar muy caro.

—Matadme ya de una vez y acabemos con esto —le grité con rabia intentando rebelarme de la sujeción de su mano.

Se detuvo y me miró con tanto odio que me estremecí.

—Eso sería demasiado fácil para ti. Vas a sufrir tanto que te tengo que ver suplicarme de rodillas, humillada; sólo de esa forma conseguirás resarcirme por todo lo que me has hecho pasar desde el día que osaste desobedecer mis órdenes.

Su voz salía rasgada y silbante a través de los labios, ahogada en una velada irritación.

—Han pasado diez años… —murmuré suplicante.

Mientras hablaba, levantó el brazo y me propinó una bofetada. Al restallido de su mano sobre mi cara le siguió un dolor intenso. Herida en lo más profundo de mi corazón, entendí que, a pesar del paso del tiempo, nada había cambiado en aquel hombre y recordé el golpe que me dio antes de que su espada atravesara a mi añorada Orengarda. Me sentí igual de vencida. Mi mejilla me ardía de rabia y desesperación.

Bajé la vista al suelo entre sollozos, escuchando su respiración acelerada. Cuando comprobó que no estábamos al alcance de ninguna mirada, sacó de su zurrón unos grilletes de hierro. Su crujido metálico me estremeció. Levanté mis ojos hacia él, asustada, pero ni siquiera me miró, mantuvo un gesto neutro, impertérrito. Cogió mis muñecas y cerró los grilletes, y luego, con el otro extremo se agachó y lo enganchó en mis tobillos.

—Con esto no volverás a escaparte, Mabilia. Vamos, camina.

Me empujó para que iniciara la marcha y los grilletes sonaron con el movimiento de mis pies. Me detuve y levanté los brazos hacia él.

—Pero… no puedo andar…

—Sí podrás. Será algo más incómodo, pero te acostumbrarás; te queda mucho camino para ello.

Volvió a empujarme para que anduviera, pero tropecé y a punto estuve de caerme si no hubiera sido porque me sujetó del brazo.

—Coge las cadenas con las manos.

No pude resistirme y le pregunté:

—¿Es que habéis probado los grilletes?

Me empujó y caí de bruces al suelo dando con la boca en la tierra. Antes de que pudiera reaccionar, sentí la presión de su mano sobre mi brazo y me alzó como si fuera un muñeco de trapo zarandeado a su antojo. Se quedó mirándome tan cerca que su aliento se metía hasta mi garganta. De su cuerpo emanaba un hedor repugnante.

—Sí, Mabilia, durante años he llevado las cadenas de tu ingratitud. Conseguiste esconderte bien, pero juré que no descansaría hasta encontrarte. Y ahora, camina.

Anduve con torpeza, con pasos cortos y casi a saltos. Noté que el metal oxidado de los grilletes me arañaba la piel de los tobillos.

—¿Adónde vamos? —me atreví a preguntar.

—¿No te lo ha dicho tu abad? Vamos al locus Sancti Iacobi. He de cumplir mi penitencia.

Lo miré de reojo, pero no le dije nada, temía que volviera a pegarme. Así que me centré en avanzar sin hacerme demasiado daño con los grilletes, con los ojos clavados en la tierra.

Anduvimos bastante rato, en silencio, con el sonido de las cadenas rompiendo la quietud que nos rodeaba.

Noté que ralentizaba el paso, y al alzar la vista vi que se acercaban dos hombres guiando dos pollinos cargados con grandes alforjas. Me apretó el brazo y me atrajo hacia él.

—No abras la boca.

Por su aspecto, debían de ser comerciantes que llevaban hasta Silos algunos de sus productos para ofrecérselos al hermano cillerero. Cuando llegaron hasta nosotros, nos saludaron extrañados al verme con los grilletes.

—Buen día —dijo el más mayor—. ¿Cómo va el camino?

Geoffroi torció el gesto.

—No va mal. ¿Falta mucho para llegar a Burgos?

—Si camináis a buen paso llegaréis al anochecer.

El hombre me miró de arriba abajo y me señaló con un gesto.

—¿Qué ha hecho para que lo llevéis de esa manera?

Geoffroi me miró sereno.

—Cumple penitencia, igual que yo. Tenemos que llegar a la tumba del Apóstol para redimir nuestros pecados. Él —dijo haciendo un gesto hacia mí— ha querido ponerse grilletes para mostrar aún más su arrepentimiento.

El hombre suspiró y arqueó las cejas.

—Seguro que recibís el perdón. El camino ya es de por sí duro como para agravar aún más el sacrificio con esas cadenas —se dirigió hacia mí con cierta conmiseración—. Os admiro, monje; no dudo de que recibiréis la misericordia divina en el momento en el que abracéis al Apóstol.

El otro hombre, que no había abierto la boca, se movió impaciente.

—Hemos de llegar temprano a Silos —dijo con voz seca—. No podemos entretenernos más.

Tiraron de las riendas de los animales e iniciaron su camino. Geoffroi los miró un rato, mientras pasaban ante nosotros; me empujó con sutileza e iniciamos la marcha.

—Parece que vas a resultar un buen salvoconducto para el viaje.

Con este hábito que llevas y tu aspecto de monje penitente nos abrirán las puertas de todos esos monasterios que jalonan la ruta hasta Galicia. Así que seguirás siendo un monje benedictino y tu nombre será Achard. De este modo te tendré siempre bien vigilada.

—¿Y si me niego?

Intenté dar un poco de firmeza a mi voz, pero mis palabras salieron balbucientes.

—Tú no te vas a negar a nada de lo que yo te diga, Mabilia.

—Me da lo mismo morir, o que me peguéis…, nada tengo que perder…

El llanto ahogó mi voz y sentí la presión de su fuerza en mi brazo.

—No tientes a la suerte, Mabilia, no tienes ni idea de lo que puedo ser capaz de hacer para que cumplas con mis órdenes. ¿Sabes una cosa? Antes de llegar a Silos estuve en otro monasterio cerca de una aldea de nombre Berceo. ¿La conoces? —No esperó mi respuesta y continuó con voz ladina—: En ese cenobio llamado San Millán de Yuso me encontré con un joven de unos dieciséis años… ¿a que no adivinas cuál era su nombre?

Nos miramos un instante. Había encontrado a Achard, lo había visitado y temía por él.

—¿Sabes? —continuó con su insidioso discurso—, cuando confirmé que se trataba de tu hermano pensé que había visto a un muerto. Comprobé que estaba muy integrado en el mundo monacal. Parece que lo único que ha echado en falta es tu presencia, y se debatía entre el dolor del abandono o de tu muerte. Y la verdad es que creí que debía quitarle cualquier esperanza sobre tu regreso. —Me miró con los ojos cargados de un sarcasmo hiriente—. Con la confirmación de tu muerte, le aconsejé, por su bien, que nunca abandonase la seguridad del claustro. Parece un muchacho listo, estoy convencido de que me va a hacer caso.

No dije nada y me dejé llevar. El paso era demasiado rápido para lo que yo podía soportar, pero no me daba opción alguna a caminar más lento. Al cabo de un rato, comprobé que tenía sangre en los tobillos. Me escocía mucho, era como si el hierro que mordía mi piel estuviera al rojo vivo y me estuviera quemando a cada paso que daba.

Mis quejas no sirvieron de nada, ni siquiera me escuchó. Sólo nos detuvimos una vez. Mi bordón y la calabaza que colgaba de su extremo los llevaba él, porque yo ya tenía bastante con preocuparme de que las cadenas no se me enredasen entre las piernas. Me tendió la calabaza para que bebiera.

—Come algo porque no volveremos a parar hasta que lleguemos a Burgos.

No sabía cuánta distancia había entre Silos y la ciudad de Burgos, pero había oído que suponía al menos una jornada entera con una buena montura. El terreno era montañoso, y había muchos desniveles que hacían más penoso el camino a pie; así que calculé que si habíamos salido casi al amanecer, al menos hasta la caída del sol no llegaríamos a nuestro destino.

De vez en cuando miraba de reojo las manchas blanquecinas de su cuello y sobre todo los nodulos que le daban un aspecto repulsivo. Era claro que estaba enfermo, pero parecía que su fortaleza no había decaído demasiado. Por mi cabeza se me pasó la idea de que Geoffroi muriera por el camino; era una posibilidad apuntada por el propio abad; deseaba que sucediera ese acontecimiento a pesar de que en el fondo me avergonzaba, pero instintivamente le pedí a Dios que lo llamase a su presencia para que por fin diera cuenta de sus maldades y pecados.

A la caída de la tarde, con las piernas destrozadas por la falta de costumbre de caminar durante tanto tiempo, el peso de las cadenas y las heridas de mis tobillos, avistamos la ciudad de Burgos.

Anochecía cuando por fin alcanzamos las puertas de la ciudad.

Después de pagar el portazgo nos introdujimos en sus calles, todavía bulliciosas y con gran actividad. Pasamos por las puertas de una hospedería que se llamaba la Posada de las Almas, según constaba en un letrero de madera que colgaba de unas cadenas sobre la entrada. De su interior salía un aroma a potaje.

—Probaremos suerte aquí —murmuró Geoffroi, cansino—, parece que hoy hay demasiada gente de paso.

Cuando entramos en el interior, todas las miradas se posaron sobre mí, poco a poco, como si fuera un reguero que se extendía de gesto en gesto, dándose codazos unos a otros para fijar su atención sobre mis grilletes. Me sentí tan observada que mis mejillas se encendieron y bajé los ojos al suelo. Entendí lo que pretendía Geoffroi: humillarme durante todo el camino con las cadenas a la vista de todos, como si fuera un proscrito cumpliendo mi pena ante Dios y ante el mundo.

La posadera nos vio y se acercó con una mueca recelosa.

—Queremos comida y cama para descansar —le dijo mi tío.

—Comida os puedo ofrecer, pero cama me temo que no, señor, está todo lleno. Probad en el hospital de San Juan. El abad seguro que os encuentra un sitio adecuado.

Después de mirarme de arriba abajo como si fuera un bicho raro, señaló un rincón de una de las cuatro grandes mesas de madera que estaban atiborradas de gente que comía, bebía, charlaba y algunos, bajo los efectos de la excesiva ingesta de vino, tarareaban cantinelas incomprensibles.

Nos sentamos en un extremo de la bancada, uno frente a otro. El ruido de los hierros provocaba un estruendo a pesar del bullicio y me impedía mover las manos con facilidad.

Uno de los criados que pasaban por entre las mesas sirviendo a unos y a otros con una pasmosa rapidez nos trajo una escudilla humeante con un potaje caliente, un trozo de carne reseca y unas tortas de pan untadas con miel. El vino estaba aguado, pero me resulto agradable al paladar. Comí con ganas todo lo que tenía delante; sin embargo, vi que Geoffroi apenas probaba bocado. Al verme mirar su escudilla medio llena, arrastró su escudilla hacia mí con un gesto displicente. La cogí despacio y me llevé a la boca lo que quedaba. En el monasterio la comida era muy frugal y aquello me parecía un manjar después de tantas horas de camino. Acabé con las tortas y con el vino que había en la jarra.

Geoffroi pagó a la posadera. Cuando salimos de la posada ya era de noche y quedaba poca gente por la calle. Caminamos hasta la puerta del hospital de San Juan, que se encontraba a muy poca distancia de la posada. Geoffroi me sujetaba del brazo y yo arrastraba mis cadenas.

Nos atendió un monje de baja estatura y muy delgado que se movía con rapidez, como si estuviera nervioso. De nuevo fui objeto de miradas esquivas, pero no preguntó por la razón de mis grilletes. Se dirigió a mi tío Geoffroi ignorando mi presencia.

—Seguidme, señor, veré qué es lo que puedo hacer por vos. Hoy han llegado muchos peregrinos aprovechando la bonanza del tiempo. Llevamos unos días desbordados.

Lo acompañamos hasta una estancia muy amplia atiborrada de gente durmiendo o que ya se preparaba para el sueño. Durante un rato, estirando el cuello para atisbar mejor el enorme dormitorio en penumbra, buscó algún hueco para nosotros, hasta que nos hizo una seña y tuvimos que seguirlo, sorteando a los que todavía de pie estorbaban el paso. Llegamos hasta un jergón vacío y nos lo señaló.

—Es lo que puedo ofreceros esta noche —dijo el monje—. No tengo más sitio. Si queréis, él —apuntilló dirigiéndose a mí— puede dormir en las cuadras, de esa forma estaréis más cómodos…

—No —interrumpió Geoffroi—, él se queda conmigo.

—No me importaría dormir en las cuadras —dije de inmediato, ante la idea de tener que pasar la noche pegada a mi tío.

—He dicho que tú te quedas a mi lado.

Su voz seca y cortante me estremeció.

El monje hospedero asintió con un gesto y se alejó de nosotros.

Geoffroi se tumbó y tiró de las cadenas para que hiciera lo mismo.

—Quitadme los grilletes de los pies —le supliqué—, el roce con el hierro me ha hecho heridas y me escuece mucho.

Geoffroi no dijo nada. Noté sus ojos clavados sobre mí y me estremecí.

Se incorporó, sacó la llave del zurrón y abrió uno de los grilletes del pie izquierdo. Luego se lo cerró alrededor de su muñeca. De nuevo me miró.

—No quiero que cometas ninguna estupidez. Y ahora, túmbate y duerme. Mañana tenemos una dura jornada.

Me acosté desolada a su lado, sintiendo el sudor de su cuerpo, su hedor, su aliento tan cercano que parecía ahogar el aire que respiraba. Era imposible la idea de escapar. Con aquellos grilletes no podría llegar a ninguna parte. Me sentí tan cansada que cerré los ojos y me dormí.

No sabría decir cuánto tiempo estuve dormida, pero me desperté ante los vanos intentos de cambiar de postura sin entender qué impedía mis movimientos; al escuchar el sonido de los hierros en mis muñecas comprendí dónde estaba. Miré de reojo a Geoffroi que, a pesar de que le costaba aspirar el aire, dormía con cierta placidez.

Me preguntaba cómo me había encontrado. Me sorprendía la argucia hilvanada de cara al abad para sacarme sin escándalo del monasterio, de la manera más sutil, pero no comprendía qué razón tenía para alejarme así de allí. Hubiera bastado decir quién era, el abad no podría otorgarme la inmunidad eclesiástica, porque no era monje. Pensé que aquella situación no era normal. ¿Cuál podría ser el motivo para que un hombre como Geoffroi de Montmerle se lanzase a una peregrinación en unas circunstancias tan duras, utilizando un nombre falso y sin ninguna protección? La mayoría de los nobles que emprendían ese viaje de fe se hacían acompañar por alguien que los protegiera de los peligros a los que se enfrentaban en el camino. Cierto era que cada vez más nobles, caballeros, incluso damas, viajaban solos como una forma de asumir esa pobreza de espíritu, abandonándose a la voluntad de Dios, pero Geoffroi no era de esa clase de creyentes, a menos que con ello consiguiera algo interesante para él, o que se hubiera visto obligado a hacerlo sin posibilidad de negarse a ello. Esa razón, carente de contenido para mí en aquel momento, me parecía la más acertada porque Geoffroi no tenía la conciencia de sacrificio por motivos de fe. Me preguntaba qué habría pasado con el condado de Montmerle, qué habría sido de Munia, o de Ernaud, y me apenaba mucho el recuerdo de mi hermano Achard. La visita de mi tío al monasterio me hería en lo más profundo y me pareció una crueldad haberle dado a entender que yo había muerto. La iniquidad de Geoffroi seguía intacta a pesar de los años.

Volví a caer en una duermevela, sumida en todos esos pensamientos.

Cuando volvimos a despertar estaba amaneciendo y muchos peregrinos se estiraban con los brazos en alto y atusaban sus ropas para asistir a la misa matinal, con la que iniciarían la agotadora jornada de camino.

Geoffroi se incorporó, sacó la llave del zurrón, abrió el grillete que llevaba en su muñeca y me lo asió al tobillo. Me quejé cuando el hierro me rozó la piel herida. Tenía sangre y la pierna estaba amoratada.

—Me duele…

—Le pediremos al hospedero algo de vinagre, eso hará que las heridas cicatricen. No temas, en pocos días la piel se hará callo y llevarás las cadenas como si formaran parte de tu cuerpo.

Los que estaban a nuestro alrededor me miraban curiosos, no sé si porque les producía lástima o temor al pensar en el grave pecado que cargaba en mi conciencia para llevar aquellos grilletes.

En la hospedería no se servía nada de comer hasta después de la misa. Geoffroi murmuró una maldición y, protestando entre dientes, nos acercamos hasta la puerta de la iglesia. Se encontraba atestada de gente que se apiñaba en la única nave que se abría al altar.

Asistí a la liturgia, adormecida y pensativa en un rincón junto a la puerta, con la espalda pegada al muro. Cuando terminó, los monjes repartieron pequeños puñados de gachas secas que ponían sobre la palma de la mano al que se acercaba a ellos. Geoffroi pidió un poco de vinagre y un muchacho, a la orden del hospedero, nos trajo una jarra. Mi tío vertió el líquido sobre mis tobillos y el dolor fue tan intenso e inmediato que parecía que me estaban quemando la piel con fuego. Emití un grito ahogado intentando no llamar la atención.

—A pesar de que ahora te duela mucho, esto te aliviará —me dijo con frialdad ante mi gesto de sufrimiento.

Las lágrimas me saltaban de los ojos, pero no tuve tiempo de más quejas. Entre sollozos, me vi obligada a seguir los pasos de Geoffroi, arrastrada por la fuerza de su mano.

Abandonamos la ciudad cuando todavía no había salido el sol. No íbamos solos, muchos como nosotros emprendían el camino en dirección hacia el oeste, dejando el sol a la espalda. Miré al cielo y vi que algunas nubes negras y contundentes amenazaban con descargar su peso sobre nosotros. Corría una brisa fresca y húmeda; como pude, me arrebujé en mi cogulla, ya que mis manos tenían que sujetar las cadenas para no arrastrarlas y facilitar en algo mi paso.

Las tierras castellanas eran llanuras extensas en un horizonte inmenso que parecía interminable. Apenas miraba hacia delante, más pendiente de que mis pies no tropezasen uno con otro por los grilletes, lo que me obligaba a andar con las piernas algo separadas. Pensé que no podría ir así durante mucho tiempo más. Me angustiaba pensar que había, al menos, quince largas jornadas de camino hasta el locus Sancti Iacobi, y eso siempre que se anduviera durante todo el día, de sol a sol, sin apenas detenerse.

—¿Vais a llevarme así todo el camino?, no podré soportarlo.

Mi voz era suplicante, intentaba que sintiera algo de lástima de mí, pero Geoffroi seguía siendo un hombre frío; me miró displicente sin aminorar ni un instante su paso y esbozó una mueca irónica en sus labios disfrutando con mi sufrimiento.

—Esto es sólo el comienzo de lo que vas a padecer, Mabilia.

Al cabo de un rato de camino, Geoffroi decidió detenerse para descansar un poco. La enfermedad hacía mella en su resistencia, se lo veía agotado. Se sentó sobre la tierra, bebió de la calabaza y se mantuvo con la mirada vacía en la nada. Parecía triste, o más bien frustrado por algo.

Me senté cerca de él y miré mis tobillos; ya apenas sangraban, pero las heridas me escocían como si fueran clavos incrustados en mi piel. El vinagre me había dolido mucho pero resultó efectivo.

—¿Cómo está Munia?

Geoffroi me miró primero sorprendido, pero poco a poco, como si se hubiera dado cuenta del contenido de mi pregunta, su rostro se fue ensombreciendo, sus ojos se clavaron como lanzas sobre mí y su boca se crispó, hasta que esbozó una sonrisa forzada, irónica, maliciosa.

—¿Te interesa mucho saber cómo está esa zorra? Tu querida Munia está en el infierno, Mabilia, en el mismo sitio en que tú vas a desear estar…

—Vos engañasteis a mi padre… os quedasteis con lo que le correspondía a mi hermano…

—Yo era el único legitimado para ser el conde de Montmerle, y tú sólo tenías que ser mi esposa, darme hijos y callar…

Escupía las palabras cargadas de odio envuelto en una extraña actitud de desengaño. Intenté provocarlo para que hablase y poder enterarme de qué había pasado en el condado.

—Yo no os traicioné. La voluntad de mi padre…

—No me importa la voluntad de tu padre…, era un hombre blando y simple que se perdió entre los muslos de esa zorra. Su debilidad nos comprometía… no tenía más remedio que morir.

—Sois un canalla y os pudriréis en el infierno…

—Parece que la niña callada y modosa que iba a ser mi esposa se ha convertido en una deslenguada. ¿Qué crees, Mabilia, que por llevar un hábito de monje te conviertes en hombre? Eres una mujer, nada tienes que hablar, nada tienes que decir sino lo que tu hombre te ordene, y parece que has olvidado que me perteneces, que, a pesar del tiempo que ha pasado, estás bajo mi custodia y te debes a mí. —Me miró fijamente con severidad—. Tu destino está en mis manos y nunca podrás escapar de mí, ¿me oyes? Jamás podrás vivir tranquila porque mi sombra siempre te perseguirá.

El estruendo de un trueno enmudeció su boca. La tormenta se acercaba. El cielo se había oscurecido y el aire arreciaba a rachas cada vez más fuertes. Se levantó y comenzó a andar. Yo me quedé quieta observando cómo se alejaba hasta que se volvió.

—¿Es que quieres que te arrastre?

Inicié la marcha despacio, desganada. Los grilletes me pesaban y su abrazo me dolía.

La lluvia nos azotó durante un buen rato. Estábamos en campo abierto, sin posibilidad alguna de refugiarnos en ningún sitio, así que continuamos andando. Sentía la pesadez de mi ropa mojada, y me pareció que las cadenas se hacían más insoportables. El viento se calmó, pero se mantuvo una suave llovizna.

Atisbé en la lejanía un castillo, me imaginé que sería el de Castro geriz, porque muchos eran los peregrinos que comentaban las etapas que les quedaban para llegar a su destino, y hablaban de que saliendo de Burgos lo normal era llegar hasta esa ciudad que, desde hacía tiempo, tenía fuero propio otorgado por un conde castellano en el que se equiparaba a los campesinos que dispusieran de un caballo con los infanzones o caballeros villanos, lo que motivó que muchos se instalasen en su territorio.

El castillo quedaba en lo alto de un cerro, y a su falda se extendía la ciudad en una línea de entrada y salida con una sola calle principal a cuyos lados se levantaban diferentes construcciones. Había una hospedería y allí pude descansar por fin, secar mi ropa y comer algo, porque me encontraba exhausta.

Durante los días siguientes apenas hablamos. Nos levantábamos antes del amanecer y, cuando todavía no se había puesto en marcha ningún peregrino y sin esperar a la celebración de la misa, abandonábamos el lugar donde habíamos podido descansar. Las jornadas me resultaban interminables, porque apenas nos deteníamos para recuperar fuerzas. A veces me parecía que Geoffroi estaba agotado pero su resistencia me sorprendía. Era como si quisiera llegar cuanto antes a su destino, como si quisiera acabar con aquella situación de peregrinación obligada.

Atravesamos las llanuras solitarias de Castilla, jalonadas por monasterios de reciente fundación, la mayoría casas cluniacenses, orden muy amparada por los monarcas en los últimos años, que se ubicaban a poca distancia de la senda por la que pasaban la mayoría de los caminantes y cuyas hospederías y hospitales les servían de refugio cuando amenazaba la incertidumbre de las noches o el fantasma de la enfermedad o la muerte.

El paisaje monótono de yermas planicies de barro empezó a cambiar cuando salimos de la ciudad de León. Las sinuosas pendientes del terreno empezaron a hacer más penoso el camino, subidas y bajadas que destrozaban aún más mis piernas engarzadas a esas cadenas de hierro, cada vez más pesadas para mí.

Cruzamos el cauce del río Órbigo y me impresionó la bravura de sus aguas. Se decía que por ese mismo maltrecho puente de madera había pasado el temible al-Mansur bi-Allah, con las campanas robadas de la iglesia del locus Sancti Iacobi transportadas por los brazos de los prisioneros cristianos en dirección a Córdoba. A pesar del tiempo transcurrido, el hecho era muy nombrado porque, después de haber destruido toda la ciudad de Compostela incluido el templo dedicado a Santiago, respetó el sepulcro del Apóstol y ni siquiera se atrevió a tocarlo.

A medio camino entre Astorga y Ponsferratus, había que superar el primer gran puerto llamado de Foncebadón; se trataba de un paraje angosto y cubierto de piornos y brezales, que hasta hacía poco tiempo era paso muy temido por los peregrinos porque se hallaba poblado de brujas que campaban a sus anchas, además de maleantes y facinerosos de toda clase que sobrevivían en los caminos acechando a los mentecatos peregrinos que se aventuraban a atravesar aquellos parajes en solitario. Advertidos por el hospedero que nos dio alojamiento en Astorga del peligro que suponía que se nos echase la noche encima en aquel territorio, partimos antes del amanecer y poco después del mediodía alcanzamos la alberguería levantada por un eremita de nombre Gundiselmo, un anciano que todavía se mantenía al frente de la misma. A su alrededor se habían ido asentando con los años otros pobladores que ya roturaban la tierra, pastoreaban los campos y talaban los montes. Gracias a aquella población incipiente, el paso de los peregrinos, a pesar de que seguía suponiendo una gran dificultad por su dureza, había quedado resguardado de tanta rapiña y latrocinio.

El camino se volvió a suavizar tan sólo durante un par de jornadas, pero nunca podré olvidar el ascenso al que llamaban monte de O Cebreiro. El día amaneció muy lluvioso y aunque en el valle el viento no se dejaba sentir, a medida que lo íbamos dejando atrás y ascendíamos hacia la montaña las ráfagas de aire hacían más incómodo el paso. Mis pies ya no sentían el peso de los grilletes. Como me había advertido Geoffroi, con los días mi piel se endureció y me acostumbré a caminar con el peso de las cadenas. Pero aquella cuesta fue terrible para mis piernas. Creí que caería desfallecida, pero cuando hacía un amago de detenerme, Geoffroi tiraba de mí con fuerza. Sólo parábamos cuando él lo creía conveniente; cualesquiera que fueran mis necesidades, nunca se plegó a ellas. Por eso, cuando llegué a lo alto de aquel puerto de Piedrahíta y pude sentarme en la hospedería que regentaban los monjes de San Giraldo de Aurillac, creía que no volvería a caminar con normalidad. Me encontraba tan enferma que fui incapaz de probar bocado, ni siquiera el caldo de verduras que me ofreció con diligencia un monje de gesto amable.

—¿Qué pecado tan grave ha podido cometer este hombre para que lo llevéis así? —preguntó el monje a Geoffroi.

—No soy yo el que impongo el castigo —contestó solícito Geoffroi—, tan sólo le sirvo de custodio. Este monje cumple con la penitencia impuesta por su abad y os aseguro que desconozco su pecado. Mi misión es acompañarlo, protegerlo y amparar su expiación con el fin de que llegue con bien ante la tumba del Apóstol. Allí se podrá desprender por fin de los grilletes, y deberá donarlos como prueba de redención. Su abad me brindó su hospitalidad y su atención, y trato de agradecérselo con este gesto que no podéis dudar que me resulta muy incómodo de sobrellevar.

Era ésa la retahila que contaba a todo el que se atrevía a preguntar por la razón de mis grilletes.

—Incómodo habrá de ser para él —replicó el monje hospedero poco convencido—. Mirad cómo tiene los pies. No podrá llegar hasta el Santo si no cura esas heridas. Será mejor que os quedéis aquí unos días, y dejad que le quite los grilletes para que le pueda curar esas llagas.

Mis párpados parecían mármoles sobre mis ojos, pero al escuchar aquellas palabras intenté abrirlos para ver la cara del único hombre que se había preocupado por mí desde que habíamos salido del monasterio de Silos. Todos me trataban como a un apestado, se apartaban y me miraban esquivos.

Pero Geoffroi no estaba dispuesto a darme ni una sola oportunidad.

—Esos grilletes se mantendrán en su sitio —le dijo con autoridad al monje—, y será el Santo Apóstol el que cure sus heridas, si es que lo merece.

Un tenso silencio me indicó que de nuevo quedaba a merced de la voluntad de mi tío. El hospedero me miró con lástima, dejó el cuenco de caldo junto a mi jergón y se alejó murmurando algo que no entendí.

Geoffroi se sentó a mi lado y, como cada noche, sacó la llave del zurrón, soltó una de las argollas de mi pie y se la cerró alrededor de la muñeca. Luego volvió a meter la llave en el zurrón, se tumbó y cerró los ojos al tiempo que relajaba su cuerpo dispuesto a dejarse caer en el sueño.

Me di cuenta de que intentaba ocultar a la vista las máculas y nodulos, porque siempre que llegábamos a un sitio poblado en el que pasar la noche se envolvía en un paño de lana que retiraba cuando íbamos solos. Me pregunté qué mal padecería.

Cuando sentí que dormía, lo miré largo rato, tumbada junto a él. Mis lágrimas brotaron a mis ojos, angustiada por mi suerte. Me trataba como si fuera un animal, no me hablaba ni pensaba en mis necesidades corporales, era como si tirase de una acémila y no de una persona. A mi alrededor dormían la mayoría de los peregrinos que seguían el camino.

Geoffroi se removió y el zurrón que llevaba cruzado sobre el pecho cayó hacia el lado en el que yo estaba. Lo atisbé en la penumbra y pude comprobar que la cinta que lo cerraba no estaba tensada. Podría meter la mano y sacar la llave. El corazón empezó a latirme con fuerza, sentí una enorme tensión en todo el cuerpo y, con los ojos clavados en el rostro dormido de Geoffroi, acerqué la mano lentamente hasta la bolsa con mucho cuidado porque el ruido de las cadenas me delataba. Estaba tan nerviosa que empecé a sudar, pero se me había quitado de repente la terrible sensación de agotamiento que tenía hacía tan sólo un momento. Palpé el cuero e introduje los dedos por la abertura que quedaba entre los frunces que formaban el cierre. Hurgué a tientas y en seguida noté la llave; la cogí con los dedos. No quitaba los ojos del rostro de Geoffroi por miedo a que intuyera lo que estaba pensando, por eso esperé un rato con la llave entre mis dedos sin atreverme a sacarla del interior de la bolsa. El sueño de Geoffroi parecía tan profundo que resultaba imposible que se pudiera despertar, así que después de un rato empecé a mover la mano despacio hasta extraerla del zurrón. Tenía la llave de los grilletes; si conseguía desengancharlos podría marcharme. Pero el miedo me hacía temblar y dificultaba los movimientos de mis manos. Intenté calmarme y decidí incorporarme para manejarme mejor; lo hice muy lentamente sin hacer ruido. Ya sentada me quedé otra vez mirándolo en la penumbra, a la espera de alguna reacción; pero Geoffroi continuaba inmerso en su profundo sueño. Durante los días que llevábamos juntos su desconfianza hacia alguna reacción por mi parte se había ido diluyendo, sabía que estaba asustada, paralizada por su presencia, y estaba convencido de que no intentaría nada que pudiera perjudicar aún más mi complicada situación; por eso dormía confiado de su poder sobre mí.

Con mucho esfuerzo por el sigilo con el que tenía que actuar, conseguí quitarme el grillete de mi mano derecha. De la izquierda me costó todavía más. Desconozco el tiempo que empleé en desprenderme de las tres argollas que me ataban a Geoffroi, pero cuando solté el último de los grilletes sentí una extraña sensación de euforia que tuve que contener. Dejé con mucho cuidado las cadenas sobre el jergón y me levanté. Miré la llave y pensé en tirarla donde Geoffroi no pudiera encontrarla; de esa forma, cuando despertase tendría las cadenas atadas a su tobillo. Con la respiración contenida miré a un lado y a otro para situarme y no pisar a nadie que pudiera protestar y llamar la atención. Con la llave apretada en mi mano, me deslicé por entre los cuerpos dormidos. El paso que quedaba era escaso porque algunos sacaban los pies hacia el estrecho pasillo y por todos los lados se esparcían sombreros, bordones o calabazas de los peregrinos. Cuando llegué a la puerta, respiré varias veces; miré hacia el interior del dormitorio y comprobé que todo seguía tranquilo. Me coloqué ante la puerta cerrada, cogí el picaporte de hierro y tiré hacia mí; los goznes chirriaron un poco pero aquel sonido era como un estruendo en el silencio de la noche. La moví lentamente conteniendo la respiración, sin volverme hacia atrás y cerrando los ojos, poniendo toda mi concentración en que no hiciera demasiado ruido. Cuando pude meter mi cuerpo me colé hacia fuera pero con las prisas no me di cuenta de sujetar la puerta y se cerró, con un golpe seco y demasiado fuerte. Me quedé un instante petrificada sintiendo los latidos acelerados del corazón. Estaba en una especie de pasaje sin techo; al fondo había un hachón prendido con una débil llama que indicaba a cualquiera que lo necesitase la entrada a las letrinas; al otro lado se encontraba el acceso a la portería, en la que recibían a los peregrinos, y frente a mí había una puerta que daba a un pequeño oratorio. Corrí hacia la portería pero la puerta estaba cerrada. Sin pensarlo, retrocedí sobre mis pasos y lo intente con la que daba a la iglesia; ésta se abrió, me introduje en el interior y cerré, esta vez con mucho cuidado. El oratorio estaba sumido en la penumbra, tan sólo iluminado por el débil resplandor de una vela a punto de fenecer, dispuesta sobre un pequeño altar. Busqué la salida que me llevase al exterior, pero todo estaba demasiado oscuro. Era una nave alargada con una cabecera recta y el techo de madera. Me dirigí hacia el altar para coger la vela. El ara quedaba adosada al muro y sobre él se encontraba el sagrario donde se guardaba la hostia consagrada. Cuando iba a coger la palmatoria sobre la que estaba la vela, mis ojos se posaron sobre la piedra. Contuve la respiración un instante y acerqué un poco más la llama titilante. Ya casi había olvidado aquella marca en mi memoria, había pasado tanto tiempo. Cincelada sobre la superficie gris había una espada quebrada, la marca de La Inventio a la que tanta importancia dieron Arno y Ernaud. Durante un instante la observé y seguidamente la toqué con los dedos mientras los recordaba a ambos.

—¿Tenéis necesidad de orar?

Me volví asustada y pude ver al hombre que se había quejado a Geoffroi por el estado de mis tobillos. Estaba en un rincón, de rodillas.

—No, sólo quiero salir…

—Si deseáis ir a las letrinas os mostraré el camino.

—No quiero ir a las letrinas —balbucí nerviosa—. Quiero salir al exterior.

—Es noche cerrada, a estas horas los maleantes y las bestias salvajes son los dueños de la tierra.

—Dejadme marchar, os lo ruego —mi voz salía ahogada, inquieta—, prefiero el peligro de ahí fuera que la amarga seguridad que tengo aquí dentro.

Para mi desesperación, el hospedero se levantó despacio y se me acercó. Era un hombre algo más bajo que yo, delgado, de una edad madura indefinida. Su rostro tenía un gesto amable y sus ojos pequeños me escrutaban con afecto. Cuando estuvo frente a mí me miró con algo de sorpresa. Se fijó en mis muñecas.

—¿Sois el monje que llevaba los grilletes por una penitencia?

Su pregunta navegaba entre la duda y la sorpresa de la evidencia.

—Tengo que irme, os lo ruego. Dejadme marchar…

—Pero, no entiendo…

—Es difícil de explicar.

—No tenéis que decirme nada, pero si salís ahora no llegaréis muy lejos.

—Eso no importa, deseo salir.

Encogió los hombros sin entender nada, y me indicó que lo siguiera.

—Coge la vela —me dijo—, te abriré la puerta.

Antes de abandonar el altar miré de nuevo la marca de la espada quebrada.

—Señor, ¿puedo haceros una pregunta?

El hombre se volvió enarcando las cejas, algo sorprendido por mi actitud.

—¿Sabéis quién es el autor de esta marca?

El hombre miró al muro y volvió a encoger los hombros.

—El cantero, supongo.

—¿Conocéis a uno que se llama Arno?

Cuando negó con la cabeza sentí la sombra de la decepción.

—Esta iglesia se terminó hace demasiado tiempo como para recordar a sus constructores. Son muchos los canteros y albañiles que pasan por aquí. Tal vez puedas encontrarlo en Compostela; es el destino de la mayoría de ellos; las obras que están haciendo requieren de muchas manos.

Sus palabras fueron interrumpidas por el golpe de la puerta del dormitorio. Me estremecí y la llave que todavía llevaba en la mano se me cayó con un seco tintineo al chocar contra la tierra prensada. El hospedero miró hacia el suelo y la vio. Se agachó y la cogió. Me miraba con estupor mientras que yo no dejaba de mirar la puerta por la que había entrado, a la espera de que en cualquier momento apareciera mi tío. El ruido de las cadenas en el pasaje me confirmó que era él.

Nerviosa, le supliqué que me sacase de allí. Se acercó al altar y cogió la vela.

—Ven conmigo, rápido.

Lo seguí hasta el otro lado de la iglesia, pero cuando atisbé la puerta me lancé hasta ella intentando abrirla.

—Está cerrada, espera…

La voz del monje fue interrumpida por la irrupción de Geoffroi en la pequeña iglesia. Cuando lo vi, tiré del pomo con fuerza zarandeando la puerta que no se abría. Geoffroi debió de comprobar mi inútil pretensión de salir y se quedó observándome un instante. No quise volverme. Seguí sacudiendo el portón, vertiendo mi desesperación sobre ella porque aquella puerta me impedía conseguir la libertad.

Oí a mi espalda la voz susurrante de Geoffroi y del hospedero, pero no escuché lo que se decían; mi desolación era tan grande que me dejé caer derrotada en el suelo, con la cara pegada a esa trampa cerrada. Esperé durante un instante eterno la presencia de Geoffroi. Me estremecí al escuchar el arrastre de las cadenas. Lo sentí a mi lado, percibí su respiración y su olor.

—Levántate. —Su voz ronca me hizo temblar.

Pensé que mantendría las formas ante el hospedero, pero no me atreví a moverme. Sentí el tacto de una mano y levanté los ojos, sorprendida por la suavidad del contacto. Era el hospedero. Me sonrió con tanta ternura que me enterneció y mis lágrimas se ahogaron en mi garganta. Escuchar su voz suave y tranquila era como un bálsamo a tanta desesperación, un bálsamo efímero que desaparecería demasiado pronto.

—Vamos, la penitencia es dura y, a veces, la debilidad nos hace desafiar a nuestra propia conciencia, pero de nada te servirá la huida porque si no redimes tu pecado el sentimiento de culpa te perseguirá siempre, y no habrá escondite en el mundo que te libre de la atrición.

Como si fuera un niño, me abracé a su regazo y lloré mi amargura dejándome envolver por la delicadeza de sus palabras.

—Vamos, vamos —me decía acariciando mi pelo—, cumple con dignidad la penitencia que con sabiduría te ha impuesto tu abad. Él te conoce bien, perteneces a su rebaño y habrá sido muy consciente de que ésta era la única forma de redimir tu falta y regresar con bien al redil de la gloria. La recompensa será grande, muchacho. Te espera el apóstol Santiago para bendecir tu sacrificio.

Escuché el crujido de las cadenas. Geoffroi empezaba a impacientarse y el hospedero también se dio cuenta, así que me separó de su regazo y me ayudó a levantarme. Me colocaron entre los dos los grilletes en las muñecas y en los pies. El hospedero debía de haberle dado la llave que había recogido del suelo después de que a mí se me cayera, porque Geoffroi se había liberado de la argolla de su pie y cerraba los pasadores con ella. No dijo ni una sola palabra delante del hospedero pero, aunque en todo momento mantuve los ojos clavados en el suelo, percibí su mirada penetrante y tensa.

Me llevó a rastras hasta el jergón y me dejé caer agotada. Sentí cómo Geoffroi se tumbaba a mi lado y pegaba su cuerpo al mío. Intenté zafarme de su tacto pero con un movimiento brusco me inmovilizó y escuché el susurro de su voz en mi oído:

—Vuelve a intentarlo y desearás la muerte…

Deseaba la muerte, quería gritar y decirles a todos los que estaban allí que mis grilletes no eran una penitencia sino un presidio impuesto por un canalla que me había robado la vida. Pero tenía miedo, me estremecían las represalias que podrían tomarse contra mí por mi vivencia en el monasterio como un monje durante más de diez años. La vergüenza y la sobrecogedora cobardía a exponerme a la vista de todos me paralizaban tanto o más que la presencia de Geoffroi. Siempre pensaba que con él tendría una posibilidad de escapar. Era mi única oportunidad: soltarme de aquellas cadenas, huir de su custodia y volver a empezar.