El comienzo del olvido y el principio de la consolidación de la leyenda

Galindo de Aritza sintió la llegada de la muerte. Confuso por lo inesperado del hecho, intentó luchar, no quiso rendirse, pretendió plantarle cara, pero al final, no le quedó más remedio que dejarse llevar por ella.

Eterio esperó paciente a que todo acabara, impertérrito ante el sufrimiento ajeno.

Cuando comprobó que ya no respiraba, introdujo el cuerpo de Galindo en uno de los nichos vacíos. Colocó el manuscrito de La Inventio a los pies del cuerpo del Martín de Bilibio, el lugar de donde nunca debe salir, pensó, para mayor gloria de Dios y beneficio de la cristiandad.

Con torpe técnica, cinceló sobre la piedra, palabra por palabra, un epitafio: «Aquí duerme el sueño eterno Galindo el cantero. Con sus manos quebró la espada de La Inventio. No tengan parte con Cristo todos los que quisieran compartir su secreto. Mayo, año del Señor de 868.»

Preparó la argamasa y cerró la tumba.

Subió dos de los toscos peldaños de piedra que lo alzaban a la superficie, se detuvo y se volvió hacia la cripta. Miró a su alrededor.

—Que la misericordia divina se apiade de sus almas —murmuró.

Cerró la trampilla y colocó con esmero las losas que ocultaban la entrada. Por fin se había acabado la amenaza, todo el que conocía aquel lugar estaba enterrado, ya podía regresar tranquilo al lejano finis terrae.

Se marchó satisfecho, convencido de que el tiempo, poco a poco, obraba el milagro y que la leyenda se afianzaba entre los creyentes, peregrinos esforzados que acudían prestos a rendir veneración al Santo Apóstol. Aquella cripta, como una parte oscura del mito, caería en el olvido del tiempo.

Pero Eterio no reparó en una marca tallada en el muro, justo donde quedaba apoyada la trampilla de la cripta al abrirse; sobre la superficie pétrea, una mano experta había labrado una espada quebrada con la punta señalando hacia la tierra.

En aquella pequeña capilla de Santiago, situada en el condado de Montmerle, cerca de Dijon, a tres jornadas de Tréveris y en el camino que muchos peregrinos siguen hacia la senda de las Estrellas, cada veinticinco de julio, la luz del sol del atardecer penetra a través de un pequeño hueco de la portada, atraviesa la nave principal hasta estrellarse contra el muro del presbiterio y, durante apenas un minuto, ilumina una marca lapidaria: una línea corta que llega a un punto desde donde se disparan tres líneas algo más largas. Durante el lento ocaso del sol en el final de la tierra, el rayo se va desplazando hacia arriba y alumbra otra talla pequeña, apenas visible: una espada con el filo bien horadado en la piedra y con la punta mirando al cielo. Mientras tanto, al otro lado de la iglesia, en el mismo muro por donde accede el rayo que ilumina lo sagrado, la marca que señala el lugar donde está oculta La Inventio permanece en la sombra.

Para todo aquel que quiera ver y entender el alma de las piedras.