Condado de Montmerle, año del Señor de 1096

Habían pasado dos años desde aquella tarde de verano en la que entramos en la derruida capilla de Santiago. Pocas veces volvimos a hablar sobre el tema y con el paso del tiempo todo quedó en un aparente olvido, al menos para mí.

La plácida existencia en el castillo se quebró definitivamente el día en el que mi padre decidió unirse a las expediciones que salían hacia Oriente para recuperar los Santos Lugares. Con las primeras noticias de la partida, intuí que mi vida cambiaría radicalmente en cuanto mi progenitor y protector se alejase del condado y no pudiera recibir información alguna de las cosas que ocurrieran entre los muros del castillo. Fue aquél un presentimiento algo más certero el día que salía la comitiva, como si toda mi vida anterior a aquella jornada de fatal despedida tan sólo me hubiera dedicado a respirar, sin preocuparme de ninguna cosa en especial.

Mi padre era un hombre de aspecto rudo y algo grosero, de baja estatura y piel oscurecida por el sol y el aire, que poseía una fuerza descomunal ya probada por algunos de sus enemigos con el golpe certero de su espada. Había aprendido a ser más contenido en sus maneras gracias a los años de convivencia y a la exquisita paciencia de Munia, la mujer que había sustituido a mi madre. De belleza atrayente y rotunda, Munia poseía además una inteligente sutileza y había ejercido sobre mi progenitor un poder apenas perceptible en las formas, pero contundente en el fondo.

Los últimos días antes de la partida de mi padre, Munia se había mostrado muy contrariada ante la actitud pertinaz y, a su parecer, arriesgada de acudir a luchar contra el infiel en los países de ultramar, un llamamiento que, unos meses antes, el papa Urbano había realizado a toda la cristiandad. A pesar de los intentos para que recapacitase sobre la inconveniencia del largo viaje, mi padre se mostraba impertérrito e incluso displicente con sus súplicas, absorto en un arrebato de entusiasmo desmedido y desconcertante.

A Munia la asaltaban demasiadas dudas sobre el beneficio del viaje a Oriente pero la exhortación del pontífice se extendía con sorprendente rapidez por todos los rincones del reino, y gentes de toda clase y condición habían respondido a la llamada: caballeros, nobles, clérigos y monjes, campesinos que abandonaban su labor, mujeres, niños, eremitas, solitarios y malhechores preparaban la marcha para salvar los lugares sagrados de Tierra Santa de manos de los infieles. Su partida supondría años de ausencia, de incertidumbre y de abandono de los que se quedaban, sin contar con los gastos que a muchos llevarían a la ruina, ya que eran de poco fiar los augurios de abundancia y riquezas que les reportaría el botín obtenido en cada batalla ganada, además de los beneficios espirituales que supondría el sacrificio de la lucha.

La mañana de la despedida amaneció lluviosa y triste, como si fuera un reflejo de mis propios sentimientos. Munia y yo observábamos en silencio cómo mi padre se dejaba colocar la loriga y el resto de las herramientas de lucha por dos criados de manos expertas y precisas. Yo tenía a mi hermano en brazos, mientras que Munia se encontraba frente a mi padre con el semblante serio y cansado; frotaba sus manos, nerviosa, recriminándole su actitud y sin disimular su enojo.

—¿Y si no regresas? Es una empresa muy arriesgada, no se trata de luchar contra tus enemigos, ni contra los del rey, al fin y al cabo enemigos cercanos que afrentan tus propios intereses y a los que puedes plantarles cara en dos o tres días. Lo que pide el Papa es una locura, estarás fuera años… lejos de mí… de tus hijos…

La voz se le quebró y yo me entristecí aún más. Tomó aire y lo exhaló despacio, como si quisiera soltar la desesperación ante la apatía manifiesta de su esposo, que mantenía los ojos ajenos a las protestas, con una forzada actitud de templanza.

Al cabo de un rato de silencio medido, él le habló con frialdad:

—Es el Señor Todopoderoso el que me llama para realizar esta misión. Todos dependemos de su voluntad y a su voluntad nos debemos. —Se ajustó la coraza a su cuerpo con fuerza antes de continuar—: Durante mi ausencia, Geoffroi se encargará de todo. Él os protegerá como si fuera yo mismo.

—Geoffroi es un canalla —la voz quebrada de Munia apenas emergió de su garganta.

Mi padre echó de su lado a los criados con un ademán de la mano y se acercó hacia ella despacio, con gesto grave. Respiró profundamente mientras Munia mantenía la mirada firme y desafiante.

—No olvides, Munia, que Geoffroi es mi hermano…, y tu cuñado… él os protegerá —repitió despacio—. Es su obligación y la cumplirá.

Munia no respondió, pero su rostro descompuesto esbozó una sonrisa fría.

—Si algo me ocurriera —balbució mi padre—, si no regresara… tendréis la debida atención del monasterio; el abad Edgardo así me lo ha prometido.

—¿Crees en sus promesas? Sabes que ocupa ese cargo porque Hildegarda medió en su elección…

Mi padre la interrumpió, crispado:

—¡Basta ya de reproches a Hildegarda! Siempre estás con lo mismo. Ella hace lo que puede, sólo busca el bien de la casa.

A pesar de que conocía lo que mi padre estimaba a su hermano, me sentí decepcionada. Miré de reojo a Munia, que mostraba una sonrisa mordaz.

—Y dime, Achard, ¿por qué tu hermano no te acompaña?

—Alguien tiene que quedarse para llevar las riendas del condado, él es el más indicado.

—Yo puedo hacerme cargo de todo…

—Eres una mujer —declaró con rudeza—, quedarías demasiado expuesta a mis enemigos. Sabes que son poderosos.

—Tus mayores enemigos no están fuera del castillo —murmuró Munia.

Mi padre se acercó despacio a ella y la cogió por los hombros, atrayéndola hacia él.

—Geoffroi se ocupará de ti. Confío en él, es mi hermano. Os cuidará como si fuera yo.

Munia lo miró fijamente con tristeza y luego bajó los ojos al suelo mientras negaba con la cabeza.

—Tu hermano usurpará tu puesto en cuanto te alejes unas leguas del castillo.

—Geoffroi no sería capaz de hacer eso, lo conozco bien, cumplirá con su obligación respecto a vosotros y a la casa de nuestro padre.

Munia resopló desolada y me miró de reojo, esperando encontrar en mí un apoyo que fui incapaz de transmitir. Mi padre pecaba de ingenuo respecto a su hermano pequeño; desde hacía tiempo, hasta yo me había dado cuenta de que Geoffroi sería incapaz de hacer algo noble si no obtenía con ello un beneficio propio y sustancioso.

—¿Qué ocurrirá con Mabilia si no regresas? Ella sólo te tiene a ti.

—Sé que la tratas como a una hija. A ti te corresponde su cuidado hasta que sea desposada. No será un problema, hay pretendientes muy interesantes dispuestos a hacerla su esposa. Ya le he dicho a Geoffroi que inicie conversaciones en firme con varios de ellos.

Yo me quedé atónita pero no dije nada, ni siquiera quise que mi rostro dejara traslucir expresión alguna. Alguna vez mi padre me había hablado de mi futuro, de hombres importantes que se habían interesado por mí para convertirme en su cónyuge, pero eso me parecía algo tan lejano que apenas prestaba atención y no le daba importancia. En aquel momento, escuchando hablar a mi padre, me dio la extraña sensación de que mi vida cambiaría mucho en el momento en el que tuviera que contraer matrimonio, y sentí un miedo interno, un temor candente a lo desconocido, a lo que se extendía más allá de la empalizada del castillo en el que había vivido siempre.

—¿Y el pequeño Achard? —preguntó Munia, exasperada—, es sólo un bebé. ¿Crees que tu hermano respetará sus derechos?

—Si no lo hace, obtendrá el castigo de Dios —sentenció mi padre, convencido.

—Qué ciego estás.

Mi padre observaba fijamente a Munia, pensativo, preocupado por su desasosiego.

—Te mostraré algo.

Se acercó a un arcón que había a los pies de la cama, un pequeño cofre de madera tallada con remaches de hierro en el que mi padre guardaba los documentos que acreditaban sus propiedades, rentas y derechos otorgados por el rey. Siempre lo mantenía cerrado y la llave pendía de un cordón de piel colgado de su cuello que quedaba oculto bajo su ropa. Introdujo la llave en la cerradura, abrió la tapa con un quejido chirriante y sacó de su interior un pergamino doblado en cuatro. Lo desplegó con parsimonia y se lo entregó a Munia. Ella lo cogió y lo leyó.

—¿Qué es esto? —preguntó mientras lo leía.

—Es mi testamento. Geoffroi no se atrevería a contradecir lo que está escrito y firmado de mi mano. Incluso lo ha refrendado como testigo, ahí tienes su rúbrica.

Munia le dedicó una mirada incrédula antes de devolver la atención al pergamino que mantenía entre sus manos como si le pesara. Leyó despacio, en voz alta y suave. Destinaba al monasterio de San Pedro una renta anual para las misas y oraciones por la salvación de su alma. Noté cómo Munia se estremecía al leer aquellas palabras; nombraba como heredero al título de conde de Montmerle a su único hijo varón, Achard, a quien dejaba todas sus posesiones y quien pasaría a ejercer su título de conde desde el mismo instante de la apertura y lectura del testamento, que debería realizarse ante el abad del monasterio; desde entonces, todas las disposiciones contenidas en él tendrían validez. Munia, como madre del heredero, sería la encargada de la administración y el gobierno del castillo y de todas las tierras, derechos y rentas que dependieran del condado hasta el momento en que el pequeño Achard tuviera capacidad para asumir por él mismo los derechos y las obligaciones derivadas del condado de Montmerle. A mí me dejaba una renta vitalicia de quinientos sueldos anuales para cubrir mis necesidades de manutención y todas las tierras del señorío de Hainaut hasta que contrajera matrimonio; y entonces, todos esos bienes y las rentas derivadas de ellos formarían parte de mi dote.

Al final del documento, declarando las últimas voluntades, estaba plasmada la rúbrica de mi padre, conde de Montmerle; como testigo de la legitimidad del documento, además de su hermano Geoffroi, había firmado Edgardo en su calidad de abad del monasterio de San Pedro, dependiente del patronazgo del condado.

Munia suspiró pausadamente. En apariencia, todo estaba bien atado.

—Con este documento no tendrás nada que temer respecto a mi hermano.

—Pero si puedo hacerme cargo del condado en el nombre de tu hijo, ¿por qué me niegas ahora la posibilidad de hacerlo?

—Los caballeros, nuestros vasallos, los campesinos, libres y arrendados, todos me deben lealtad; pero si muero, esa misma lealtad se la tendrán que otorgar a mi heredero; entonces tendrán que rendir homenaje al nuevo conde y nadie pondrá en duda tu autoridad como madre y regente.

Munia asintió con un leve gesto, pero me dio la sensación de que no se quedaba convencida de la explicación.

—Geoffroi anhela heredar lo que sólo corresponde a nuestro hijo —replicó ella con recelo.

—No hará nada que vaya en contra de mi última voluntad.

Mi padre desvió su mirada hacia nosotros pero sin expresión alguna en su rostro; permanecía distante, ajeno. Luego, bajó los ojos al suelo como si estuviera intentando encontrar las palabras adecuadas que decir.

—Munia, si yo muero, haz que el pequeño Achard sea un digno conde de Montmerle.

—Sabes que daría mi vida por ello.

Escuché el murmullo de su voz ahogado en su garganta, como si las palabras pesaran y le costase soltarlas. Le entregó el pergamino y lo siguió con los ojos mientras mi padre lo doblaba para retornarlo al arcón.

—Si lo metes ahí y te llevas la llave, me será imposible acceder a él.

—El arcón y la llave pasarán a la cámara de Geoffroi.

Las palabras de mi padre eran de firmeza, previendo la reacción desairada de Munia.

—No puedes hacer eso —reclamó indignada.

—Entiéndelo, Munia, Geoffroi deberá ocuparse de que todo funcione.

Me di cuenta de que mi padre intentaba justificar una decisión no resuelta por él sino que se había obligado a adoptar sin posibilidad de réplica.

Geoffroi era el hermano pequeño de mi padre. Mi abuelo paterno repudió a mi abuela para unirse en un pacto grotesco y ruin con la que luego sería la madre de Geoffroi, Hildegarda, una mujer de la nobleza germana, ambiciosa y cruel, que siempre mantenía una oculta y oscura maquinación contra mi padre, el primogénito, a favor de su propio hijo. La repudiación de la que fue objeto mi abuela le trajo a mi abuelo —en ese tiempo conde de Montmerle— muchos problemas con el papa Gregorio, que lo llegó a excomulgar para luego reintegrarlo en la Iglesia gracias a la extraña mediación de Hildegarda. Nadie sabía qué le había dicho al pontífice en su visita a Roma después de la excomunión, pero lo cierto es que el papa admitió el nuevo matrimonio, retiró el anatema y nada se volvió a saber de la esposa repudiada.

Hildegarda crió a su hijo Geoffroi a su imagen y semejanza. Inteligente, astuto, sutil y artero en las formas, carente de moral, calculador, ambicioso y frío como un témpano ante las penalidades ajenas. Mientras vivió mi abuelo, mi tío Geoffroi supo mantenerse con extrema maestría en un segundo plano respecto a mi padre. Cuando mi padre, primogénito y heredero, pasó a ostentar el título del condado, Geoffroi se convirtió de repente en su más estrecho colaborador y consiguió hacerse imprescindible para él. Con el tiempo, mi padre llegó a tener una confianza ciega en su hermano pequeño, al que consideraba cerebral y de eficiente prudencia. Pero cada uno de los actos de Geoffroi iban destinados a una astuta manipulación de sus propios intereses bajo el poder oculto y oscuro de Hildegarda, que movía con maestría y a su antojo todos los asuntos a pesar de que, en apariencia, eran decisiones tomadas por mi padre.

—Mientras yo esté fuera, Geoffroi será el que actúe como si fuera el conde. Así lo he acordado con el abad Edgardo. Él velará por que todo se cumpla. Si no regreso…, tú pasarás a ser la administradora de los bienes del pequeño Achard hasta que tenga la edad suficiente para hacerse cargo de su puesto —hablaba con una impaciente parsimonia, como si estuviera cansado de repetir lo mismo—. Este documento te amparará ante el rey, ante la Iglesia y ante el mundo.

—No te vayas, Achard, te lo suplico.

—Tengo que ir. Dios reclama justicia para los Santos Lugares. Debo ir, Munia.

La cogió suavemente por los hombros y la besó en la frente. Después, se acercó hasta el rincón en el que me encontraba con mi hermano, que se movió inquieto en mis brazos. Mis ojos se encontraron con los suyos y me miró intensamente con una sonrisa triste; luego, miró a mi hermano; me pareció que pretendía grabar en su mente nuestros rostros para no olvidarnos. Se agachó para quedar a la altura de Achard, que se encontraba sobre mi regazo, y le acarició la mejilla. Mis ojos de nuevo quedaron expuestos a los de mi padre, negros, profundos y duros.

—Mabilia, ¿cuidarás de tu hermano? —me preguntó en un intento de disimular la emoción.

Yo sólo fui capaz de afirmar con la cabeza.

—Confio en ti, pequeña, no permitas que nadie le haga daño. Es tu hermano.

Se levantó con dificultad, envuelto en un crujido metálico de los hierros que lo cubrían.

En ese momento entró Geoffroi en la cámara sin llamar a la puerta, abriéndola de par en par, e interrumpiendo, inoportuno, el último instante a solas con mi padre.

—Es la hora —anunció con voz seca.

—Vamos, entonces.

Antes de que salieran de la estancia para despedir a los que partían, Geoffroi hizo una seña a los hombres que iban con él. Entre los dos cargaron el arcón. Munia le dedicó a mi tío una mirada incisiva cargada de recelos; él le devolvió una mueca cáustica, afilada, con el odio reflejado en su gesto.

Mi padre fue el primero en salir de la cámara con el porte altivo del noble que era; le siguió su hermano, quien se aseguró de que lo siguieran los hombres que portaban el cofre.

Munia no se movió, ni yo tampoco me atreví a hacerlo. Me aferré al pequeño cuerpo de mi hermano, envuelto en seda, que ya comenzaba a llorar solicitando alimento. Munia se acercó y lo cogió como si con él se aferrase a la vida, consciente de que en ese instante se la estaban arrancando. Yo me mantuve sentada en una paciente espera, como siempre había hecho.

—Ven, Mabilia, debemos despedir a tu padre.

Hizo un gesto con la mano para que me acercase. Me levanté lentamente, fui a su lado, y me dio el abrazo que no me había dado mi padre. Me apretó contra ella y salimos al patio del castillo.

Munia de Coucy era doce años mayor que yo y se convirtió en la segunda esposa de mi padre después de la muerte de mi madre. Apenas me quedan recuerdos de su llegada, porque yo era muy pequeña. Al principio, como el resto de los habitantes del castillo, no me hizo demasiado caso; mi vida era muy solitaria, rodeada de criados que apenas se preocupaban de que comiera y me vistiera correctamente. Pero cuando cumplí siete años, Munia pensó que debía aprender a leer y a escribir y fue ella la que se encargó, con el beneplácito de mi padre, de lo que tenía que ser una esmerada educación. No sé muy bien si fue su amable compañía o tal vez, como ella decía, mi enorme capacidad de aprender, pero desde entonces y hasta que llegó al mundo Achard pasábamos la mayoría del tiempo juntas. No la consideraba como una madre, más bien era para mí como una hermana mayor que, además de enseñarme las letras, me hacía reír y me contaba historias fantásticas que me llevaban a un mundo utópico jamás imaginado.

Su matrimonio con mi padre había sido un pacto de intereses estratégicos llegado en el momento adecuado. Mi padre conoció a Sigfredo de Coucy en una batalla local en la que ambos guerrearon mano a mano contra un enemigo común. El señorío de Coucy era vasallo del condado de Montmerle desde hacía tres generaciones. El pacto sobre el matrimonio de la hija de Sigfredo con mi padre se acordó con rapidez y sin contar con el beneplácito de Geoffroi, que no estaba de acuerdo con la elección.

Munia tenía quince años en el momento de la boda, veinte menos que mi padre. Yo apenas había cumplido tres años cuando ella llegó al castillo para convertirse en la condesa. Hasta que se quedó preñada de Achard, tuvo que soportar mezquinos comentarios de las gentes del castillo sobre su falta de capacidad para tener hijos —habladurías hirientes que la mayoría de las veces surgían de la boca de Hildegarda o de Geoffroi—, y se mofaban de que mi padre hubiera elegido a una belleza de hielo que sólo servía para decorar. Durante ese tiempo fui testigo en muchas ocasiones de la infinita paciencia que Munia mostró ante la arrogante prepotencia de Hildegarda y sus constantes intromisiones en asuntos de intendencia y administración de la casa, como si continuase siendo la condesa consorte, con el pretexto de que Munia era muy joven e inexperta para asumir las responsabilidades derivadas de la casa. A menudo, Munia se quejaba a mi padre de tales injerencias, pero él siempre se desentendió de ellas porque decía que eran conflictos internos entre mujeres en los que no debía entrometerse.

Nunca había visto a mi padre tan feliz como el día que nació mi hermano Achard. A la mañana siguiente del alumbramiento convocó a todos los grandes caballeros, nobles y jefes de la Iglesia de todo el condado y de los alrededores. Después de fastos y celebraciones por la grata noticia de que por fin tenía un hijo varón y sano, tomó al recién nacido en sus brazos y lo alzó para que todos pudieran verlo, y allí mismo lo declaró futuro conde de Montmerle; todo había sucedido bajo la mirada fría y crispada de mi tío.

Hildegarda se había presentado en la cámara de Munia justo después del alumbramiento para comunicar a la parturienta, con la excusa de liberarla de la incómoda labor de la lactancia, que ya había elegido y preparado a una nodriza que alimentaría al recién nacido. Munia se negó. Había escuchado demasiados chismes de cómo habían muerto mis dos hermanos al poco tiempo de nacer; las malas lenguas del castillo murmuraban que habían sido envenenados, porque nada más ver el mundo las criaturas pasaban al cuidado de una nodriza elegida por Hildegarda que alternaba la alimentación de sus pechos con unos brebajes de hierbas preparados por el hermano Beltrán, el monje encargado de la botica del monasterio de San Pedro. En pocos días, los niños morían de diarreas y vómitos, sin llegar a cumplir ninguno de ellos ni siquiera el mes de vida.

Munia ordenó que su bebé no saliera de su alcoba y confió su cuidado a Orengarda, la mujer que había amamantado a Munia en su nacimiento y que luego la acompañó como criada en su vida de casada; además, se mantuvo firme en la decisión de amamantar ella misma a su hijo. El jaleo que se formó fue de tal envergadura que tuvo que intervenir mi padre en el asunto; rechazó los argumentos de Hildegarda, las razones de su hermano y aceptó la decisión de su esposa.

Con todos estos antecedentes, la marcha de mi padre a tierras tan lejanas y por tanto tiempo auguraba una larga espera envuelta en la complicada relación entre Munia como condesa consorte e Hildegarda, la condesa viuda, siempre amparada por su hijo Geoffroi, deseoso de ocupar el cargo y título de conde de Montmerle.

El séquito que encabezaba mi padre estaba formado por más de doscientos de sus mejores caballeros, vasallos y nobles que le habían rendido homenaje; también lo acompañaban dos monjes del monasterio enviados por el abad, un capellán que cubriría las necesidades espirituales de la comitiva, además de algunos campesinos, trabajadores de las tierras pertenecientes tanto al condado como a las propiedades del monasterio, convencidos de que su presencia se hacía necesaria en lugares tan remotos con el fin de conseguir los beneficios espirituales ofrecidos por el pontífice para todo el que emprendiera la marcha.

Todos mostraban una alegría desbordante, enardecida por una fe desmedida en el futuro triunfo en la lucha a la que iban a enfrentarse. Todos, excepto Munia y yo.

Los meses siguientes a la partida transcurrieron con aparente tranquilidad. Geoffroi se pasaba gran parte de la jornada de caza, acompañado por los hombres que habían quedado para la protección del castillo. Munia no estaba de acuerdo en que los puestos de guardia quedasen abandonados, pero no dijo nada, lo prefería así; apenas veíamos a mi tío durante el día y cuando regresaba estaba lo suficientemente cansado como para no molestarnos con sus continuas impertinencias. Por su parte, Hildegarda perdía vigor con los años; su salud se deterioraba y las piernas empezaban a fallarle, lo que hacía que permaneciera en su cámara la mayor parte del día sin apenas salir de ella; sólo la veíamos durante las misas que se celebraban los domingos en la iglesia del monasterio, en que cruzaba saludos comedidos y algunas palabras sin contenido.

Esta escasez de encuentros, que siempre resultaban, si no desagradables, sí muy incómodos, era posible gracias a que Munia, Orengarda, mi hermano y yo vivíamos en un edificio distinto dentro del castillo. Durante los dos primeros años del matrimonio de mi padre con Munia habíamos compartido con Geoffroi y su madre la cámara situada en la tercera planta de la torre. Allí cada lecho estaba rodeado de pesados cortinajes que caían desde lo alto del dosel hasta el suelo, y a su alrededor, sobre esteras de paja que se sacaban por la noche para recogerse durante el día en dos grandes arcones, dormíamos Orengarda y yo, además de la gente de mayor confianza del conde. A pesar de que el techo de madera tenía una altura considerable, la cámara era demasiado oscura y el aire siempre era espeso. Sólo había una estrecha ventana, tapada la mayor parte del año con piel impregnada de grasa para dejar el paso de la luz pero no los rigores del invierno. Esta situación de estrecha y agobiante convivencia llegó a ser tan insoportable para Munia que gracias a su tenaz insistencia, consiguió que mi padre cediera y construyera otro edificio contiguo a la torre, algo más pequeño y sencillo, con dos plantas y un tejado de madera. La cámara en la que dormían mi padre y Munia se encontraba en el piso superior y en un pequeño cuarto situado frente a su puerta dormíamos Orengarda y yo. En la planta inferior se habilitó una sala con los suelos de madera que era bastante más pequeña que el gran salón de la torre. De esta manera pudimos vivir ajenas a la constante presencia de Hildegarda y de mi tío.

En los dos años siguientes las únicas noticias sobre el estado de mi padre eran las que nos llegaban a través de gentes de diverso orden que nos informaban de que la comitiva avanzaba lentamente, con muchas dificultades derivadas del hambre, el frío, el agotamiento y los ataques de bandoleros y ladrones que acechaban la mejor ocasión para arrebatarles lo poco que llevaban. No eran buenas noticias, pero tampoco eran malas: mi padre seguía vivo, y eso era lo que a Munia le importaba.

Aquella tranquilidad se rompió una semana antes del día de Navidad de 1098, cuando Hildegarda envió a uno de sus criados para comunicar a Munia que acudiera a su presencia. Un silencio turbador se deslizó por la estancia mientras el chico con semblante atolondrado esperaba una respuesta que llevarle a su ama. Munia me miro como si buscase en mí ayuda para evadirse de aquel incómodo compromiso. Yo encogí los hombros sin saber muy bien qué hacer o decir. Al cabo de un rato de muda resistencia, le indicó al criado que acudiría en cuanto pudiera. El chico hizo una leve y forzada reverencia y salió de la estancia como una exhalación.

—¿Vas a ir? —le pregunté cuando nos quedamos a solas.

—Si no lo hago, es capaz de llevarme a la fuerza.

—¿Qué querrá? —pregunté ensimismada, sin apenas abrir los labios.

—No sé, pero hace días que no veo a Geoffroi. Será mejor que vaya a averiguarlo.

Me miró intensamente, como si tomara de mis ojos la energía necesaria para tener la fuerza suficiente de sumergirse en aquel desagradable encuentro. Salió de la cámara en dirección a la torre del castillo.

Ajena a lo que sucedía al otro lado del patio entre Munia e Hildegarda, pasé el tiempo jugueteando con mi hermano, que ya empezaba a chapurrear algunas frases con cierto sentido, a la espera del regreso de Munia. Percibí en el rostro de Orengarda una mueca de preocupación, producto de la inseguridad de no saber el resultado de aquel encuentro, pero con la certeza de que viniendo de Hildegarda no podía ser nada bueno.

Al cabo de un rato, Munia apareció en la habitación. Estaba seria y parecía inquieta.

—¿Qué ha pasado?

Orengarda se adelantó a mi pregunta, acercándose a ella con gesto angustiado. Pero Munia no respondió; miraba sin ver, pensativa, con un leve temblor en el cuerpo que delataba la lasitud de su estado emocional. De repente, miró a Orengarda como si la hubiera descubierto, balbuciendo e insegura de sus palabras.

—Dice que es posible…, que es posible que Achard haya muerto.

Su voz apenas fue un susurro que se perdía en sus labios.

Orengarda intentó hacer hablar a la pobre infeliz, que se movía como si le hubieran robado el alma.

—¿Cómo lo saben?

—Ella lo sabe… esa mujer lo sabe… mi esposo… ¡Dios Santo! ¿Qué va a ser de nosotros ahora?

Yo me hallaba inmóvil y aturdida, ajena a la conversación pero sintiendo la punzada del funesto suceso. Intentaba reaccionar a la noticia. Mi mente se centraba en la presencia de Munia, incluso en su sufrimiento, para evitar caer en el mío propio.

Munia se tambaleó peligrosamente.

—Señora, venid aquí, sentaos. —Orengarda la sujetó por el brazo, consciente de que en cualquier momento podía desplomarse.

Entre las dos y casi a rastras la llevamos hasta la cama. Se dejó caer lentamente, meditando cada movimiento. Bajó la mirada al suelo y vi cómo una lágrima le resbalaba por su nariz para quedar suspendida por un instante y precipitarse sobre su vestido.

El estruendo de los caballos al entrar en el patio del castillo nos arrancó de aquel ensimismamiento. Me asomé a la ventana para ver quién llegaba. Tres hombres bajaron de sus monturas antes incluso de que éstas se detuvieran. Parecían tener mucha prisa. Los caballeros, pertrechados con sus yelmos y sus lorigas, se dirigieron a la torre y desaparecieron, mientras los animales quedaban al cuidado de los mozos de cuadras que habían acudido corriendo e intentaban calmarlos de la agitación de la carrera.

—¿Quién llega? —preguntó Orengarda cuando me volví.

—No les he visto la cara, pero creo que eran Geoffroi y sus hombres.

De nuevo se hizo el silencio entre nosotros; hasta mi hermano en su Cándida ignorancia pareció percibir la tristeza porque dejó sus juegos y se acurrucó en el regazo de su madre.

Al cabo de un rato de vacío, entre la esperanza y la turbación de la incertidumbre, un sonido metálico procedente de la escalera de caracol anunció una visita inminente. De forma instintiva, las tres pusimos los ojos sobre la puerta. Se escucharon dos toques pero, antes de que nadie abriera la boca para contestar, mi tío Geoffroi irrumpió en la estancia, sudoroso y sin el yelmo. Tenía el pelo enmarañado, prueba de que hasta hacía un instante había tenido colocada la cofia de la loriga y su rostro aparecía sonrojado por el sudor y el frío del ambiente. Sus formas hercúleas y elegantes se vislumbraban bajo el manto de hierro y corchetes; nada tenía que ver con mi padre, más orondo y corpulento. Todos decían que mi tío Geoffroi era un gran caballero, firme en la lucha y bueno en el campo de batalla, que también poseía una inteligencia sutil que a mi padre le faltaba. A pesar de sus quehaceres como soldado, había conseguido dedicar tiempo al estudio, por lo que era un hombre cultivado e instruido en diversos conocimientos. Pero eso no le restaba ni un ápice de maldad y astucia artera en sus maneras y forma de tratar a todos, sin excluirme a mí, que en más de una ocasión había recibido una bofetada por cosas nimias, por lo que su sola presencia me infundía un respeto temeroso. La única que recibía de él un trato de máxima consideración, que a veces rozaba una humillante sumisión, era su madre.

Tenía la respiración acelerada, por lo que inspiró varias veces antes de abrir la boca para hablar. Munia se irguió ante su presencia como si quisiera formar una coraza frente a él, mientras yo me retiraba lentamente al rincón más apartado de la estancia, de manera sigilosa, intentando pasar lo más inadvertida posible.

—Traigo malas noticias.

La voz dura y seca de Geoffroi me estremeció. Mis ojos se posaron en Munia, que permanecía firme aunque al límite de sus fuerzas para enfrentarse a la terrible realidad.

—Achard ha muerto.

La pesada losa de aquellas palabras cayó sobre mi conciencia como si la tierra me hubiera tragado de repente. Con la espalda pegada a la pared, me dejé caer lentamente hasta llegar al suelo, en silencio, ignorada en aquel escenario de adultos en el que me encontraba sin quererlo.

—¿Quieres saber lo que le ocurrió?

La voz cavernosa y cínica de mi tío resonaba lejana en mis oídos. Sin mostrar conmiseración alguna, estrujaba el dolor de Munia con hiriente parsimonia. Miré de reojo la escena para ver la expresión complaciente de Geoffroi, que no intentaba disimular.

—¿Cuándo… cómo pasó…? —La voz de Munia se escurría balbuciente por sus labios secos.

—Fue hace veinte días, en una emboscada. Su cuerpo está siendo trasladado hacia aquí. Uno de los hombres trajo la noticia hace tres días…

—¿Por qué nadie me ha dicho nada hasta hoy? —preguntó indignada. Geoffroi permaneció un instante en silencio, sorprendido de que ella no añadiera nada, y luego dijo:

—Quise asegurarme de que la noticia era cierta. He cabalgado durante días —continuó con parsimonia— para dar fe de que su cuerpo viene de camino. Ahora hay que hacer los preparativos para el entierro.

Munia lo miró con desprecio.

—¿He de sentirme agradecida por ello?

El tono áspero y distante de Munia hizo revolverse a mi tío. Desde mi rincón miraba su rostro y me di cuenta de que pretendía explotar aquel doloroso momento que parecía anhelado durante tiempo. Yo sabía que mi tío solía encontrar en el sufrimiento de otro una enorme delectación.

De repente, sus ojos me miraron como si hubieran presentido el fuego de los míos. Durante un instante me observó tan fijamente que me estremecí. Mantuve la mirada un rato hasta que oculté mi cara entre mis rodillas, vencida de nuevo por esos ojos de mirada perversa, capaces de amedrentar al ser más salvaje.

—He de hablar con mi madre —le oí decir, con sutileza—. Hay cosas importantes que arreglar para los funerales y para el futuro.

—Geoffroi, espero que no olvides cuál fue la última voluntad de Achard respecto a su heredero y al condado. Ya conoces el contenido del testamento.

—Y tú deberías saber que la muerte puede cambiarlo todo…

Aquellas palabras se clavaron en mi corazón y levanté la cara para volver a mirarlo.

—Firmaste como testigo ese testamento —le espetó Munia, entre furiosa y derrotada, alterada y aturdida a la vez.

Geoffroi hizo una mueca arqueando las cejas y se acercó un poco más a Munia antes de contestar:

—¿Estás segura de eso? —Movió la cabeza de un lado a otro como si estuviera pensando muy concentrado—; pues yo no recuerdo haber firmado nada y tampoco recuerdo que mi hermano dejase testamento alguno; era su deseo regresar cuanto antes para echarse en tus brazos… —Hizo una pausa hiriente, bajó la mirada lasciva al pecho de Munia para después levantarla lentamente hasta sus ojos—. Ahora tendrás que buscar otros brazos que te arrullen.

—Eres un canalla… —La voz de Munia rasgó el aire mientras sus labios se contraían en una mueca de rabia.

Geoffroi esbozó una sonrisa taimada y salió de la alcoba sin esperar la reacción de Munia, que se encendía como si fuera un volcán a punto de estallar, pero se mantuvo callada, con los puños apretados, los hombros encogidos, el cuello enrojecido por la sangre que le hervía por dentro. Un denso mutismo nos envolvió cuando nos quedamos solas, como si mi tío hubiera dejado tras de sí un siniestro halo de amargura.

Los últimos rayos de un tibio sol de invierno se deslizaban parcos por las rendijas del frailero entornado. Escuché el sollozo ahogado de mi hermano Achard, que, aferrado al regazo de Orengarda, percibía la terrible conmoción sin entender en realidad lo que estaba ocurriendo.

Tenía la garganta tan seca como si hubiera engullido un puñado de tierra. Durante un buen rato, nada ni nadie se movió en la estancia: parecía que la noticia de la muerte de mi padre hubiera detenido el tiempo, los sonidos, la luz, el aire. Mis ojos clavados en el vacío dejaron que los recuerdos se agolparan en caótico desorden en mi mente espesa y cansada. Mi padre nunca fue capaz de manifestar excesivo afecto y siempre se había mostrado distante y frío conmigo Con el tiempo, entendí que lo hacía para evitar mostrar una imagen de debilidad que no podía permitirse.

Los días siguientes transcurrieron lentos a la espera de la llegada del cadáver para poder otorgarle la sepultura que merecía. Pasaba el rato en compañía de mi hermano, que ajeno al luctuoso acontecimiento intentaba seguir con sus juegos espontáneos e ingenuos. Munia se sumió en un profundo silencio, con los ojos ausentes y rígida como el mármol.

El cadáver de mi padre llegó al atardecer de un día triste y gris. Había estado lloviendo durante todo el día, y uno de los soldados dio el aviso de que se acercaba la comitiva. Recibimos en el patio el carro con la caja de madera de nogal en el que se encontraba embalsamado el cuerpo sin vida de mi padre. La carreta tirada por dos mulos y guiada por un soldado pasó por delante de mí salpicando de barro mi capa.

Los funerales se celebraron al día siguiente en la iglesia del monasterio con la asistencia de todos los grandes hombres de la comarca, condes, duques y demás nobles, vasallos y señores de mi padre, obispos de distintas diócesis, abades de los monasterios más cercanos, clérigos y gentes de todas las procedencias que tenían alguna clase de relación con el condado. El templo se quedó pequeño para la multitud de personas que quisieron acercarse a despedir al conde de Montmerle.

La mayoría de la gente sentía una profunda y sincera pena. Munia me dijo que mi padre había sido un hombre justo y recibía en la muerte lo que había dado en vida. Mi hermano estuvo durante toda la ceremonia quieto, mudo y sin moverse en los brazos de Orengarda, empapado de la tristeza reinante a su alrededor, con un tierno gesto de pesadumbre dibujado en su rostro.

Cuando los ritos de la inhumación terminaron y los últimos invitados agasajados por mi tío e Hildegarda se marcharon del castillo, todo quedó envuelto en una gris mansedumbre, pesada, aparentemente sosegada, porque en el fondo aquella irritante espera alteraba el estado de Munia y el mío propio. Nada se sabía del testamento de mi padre, pero por la pesadumbre que mostraba Munia era evidente que Geoffroi iba a obviarlo para hacer su voluntad y no lo que estaba escrito.

Corrían los primeros días de enero de 1099 cuando la calma que había seguido a los funerales de mi padre se rompió definitivamente.

Orengarda vestía con paciencia a Achard; en ese momento, uno de los hombres de Geoffroi, Fulco Netra, un ser altivo y frío al que siempre había procurado evitar, entró sin llamar. Munia se volvió hacia él increpándole antes de que el soldado pudiera abrir la boca.

—¿Es que has olvidado tus modales, Fulco?

Apenas le dedicó una mirada antes de posar sus ojos sobre mí.

—Mabilia, debes venir conmigo a la torre —ordenó con ímpetu.

—¿Para qué se la solicita? —inquirió Munia al ponerse en pie mientras yo daba un paso atrás para intentar, en vano, ocultar mi presencia.

—No es de vuestra incumbencia, señora —contestó con una actitud entre cortés y tajante—. Doña Hildegarda requiere su presencia de inmediato.

—Sí es de mi incumbencia, me corresponde a mí su cuidado. Si Hildegarda quiere algo de Mabilia, deberá comunicármelo antes a mí.

Fulco alzó el mentón y respiró inquieto. A un gesto apenas perceptible, tres hombres entraron en la estancia y se colocaron a su lado empuñando sus espadas. El férreo crujido de sus lorigas me dejó paralizada. Apenas podía respirar, como si estuviera sumergida en una profunda laguna.

—Nos la llevaremos por las buenas… —dijo con calma—, o si es necesario por la fuerza.

Munia, con resistente arrogancia, se puso delante de mí para cubrirme con su cuerpo.

—Señora…, os lo ruego, no me obliguéis, yo sólo cumplo órdenes.

—Orengarda, acompaña a Mabilia.

Yo me aferré a su brazo, suplicando sin decir palabra. Intentó tranquilizarme.

—No te preocupes, pequeña, ve a ver qué quiere esa bruja.

Sus palabras salieron de sus labios sin contemplación alguna. Me arregló el pelo mientras me ofrecía una sonrisa serena. Ante mi actitud cabizbaja me cogió la barbilla para que alzara los ojos y la mirase.

—No consentiré que nadie te haga daño, se lo prometí a tu padre y lo cumpliré, ¿me oyes?, lo cumpliré.

Asentí con poco convencimiento y me dejé llevar por Orengarda. Salimos de la estancia escoltadas por la guardia. La nodriza me agarraba del hombro, tan pegada a ella que teníamos que andar con pasos cortos, lo que provocaba que Fulco, que iba precediendo nuestro paso, se viera obligado en varias ocasiones a volverse con gesto impaciente y a detenerse para no perdernos y que los soldados que llevábamos detrás tuvieran que caminar muy lentamente, más de lo que ellos estaban dispuestos a tolerar; por eso, antes de llegar a la escalinata que ascendía al gran salón de la torre, recibí en la espalda el desconsiderado empujón de uno de ellos instándonos a ir más deprisa. Tuvimos que subir rápidamente los peldaños y al entrar en la sala comprobé que estaba vacía y comprendí, para mayor turbación, que la visita sería en la cámara de Hildegarda, en el tercer piso.

Iniciamos el ascenso por las estrechas escaleras interiores, sumidas siempre en la penumbra. Aquella escalinata me producía agobio no sólo por lo reducido de su espacio, por el que apenas podían cruzarse dos personas, sino por el olor peculiar que descendía de la cámara de arriba, un olor a cerrado y humedad que parecía incrustado en mis sentidos desde muy pequeña y que me recordaba el aroma que exhalan los muertos. Cuando llegamos arriba, Orengarda respiraba con serias dificultades debido al esfuerzo. Se detuvo un instante y respiró exhausta; tenía la frente perlada de sudor a pesar del frío que emanaba de aquellas paredes de piedra. Aquellos sofocos, que le sobrevenían cualquiera que fuera la temperatura ambiental, llevaba sintiéndolos hacía ya unos meses. Se trataba de estallidos repentinos de un calor descontrolado que enrojecía sus mejillas y su cuello y le provocaban una desagradable sensación de desazón acompañada de mucha sudoración. Después de un rato se retiraban de la misma forma imprevista en que le habían venido.

Orengarda comprobó que Fulco estaba esperando con una mueca de desagrado; inspiró con fuerza, reteniendo por un instante el aire en sus pulmones, resopló para expulsarlo y le hizo un leve gesto con la cabeza para indicarle que estábamos dispuestas. Los tres hombres se quedaron en el angosto corredor y Fulco nos precedió en la entrada a la cámara. Lo hice empujada por Orengarda, trastabillando y con el corazón acelerado. Desde muy niña aquel sitio me causaba grima. El ambiente estaba muy cargado debido al calor exagerado que despedía un brasero de bronce situado en una esquina. Las paredes, a diferencia del gran salón que lucía viejos y deshilachados tapices, estaban encaladas de forma tosca y, junto a ellas, había tres grandes baúles de madera en cuyo interior se podría esconder una persona corpulenta. Frente a la ventana había dos camas que se elevaban en una plataforma de madera sobre la que estaba dispuesto el jergón de plumas cubierto con unos cobertores de seda de color rojizo y, colgados del dosel, los cortinajes que protegían la intimidad del sueño de sus ocupantes. El suelo de tablones de madera irregulares crujía a cada paso. La mayor parte de la estancia quedaba alumbrada por la luz parpadeante de dos hachones sujetos a unos ganchos de hierro, pero dejaba en una tenue penumbra algunos rincones recordados en mi mente infantil como único lugar de refugio de las iras, críticas o ataques de Geoffroi o de su madre.

Respiré con repulsión el olor a sebo requemado que no conseguía disimular el rancio olor a almizcle que siempre impregnaba el aire de aquel lugar.

Hildegarda estaba sentada en un sitial con respaldo junto a una mesa compuesta de un tablero de madera con remaches metálicos sostenida sobre dos caballetes. Llevaba un brial poco ajustado, de escote plegado al cuello, con una caída doble y cerrado con rosetones de oro; además, tenía sobre las piernas una hermosa capa de marta cibelina para protegerse del frío. Era una mujer extremadamente delgada, de aspecto afilado y apariencia enfermiza, pero con una autoridad y un genio que amedrentaba al caballero más bravo. Su pelo, blanco y ralo, quedaba oculto bajo una toca cerrada y oscura que enmarcaba su rostro blanquecino y endurecía sus facciones. Tenía los ojos grises y pequeños, pero su mirada era cáustica y mordiente. Al entrar, nos dedicó una displicente ojeada que sólo duró un instante.

Junto a la ventana, sellada con pergamino oleoso, Geoffroi se mantenía de pie con los brazos cruzados sobre su pecho. Me sorprendió verlo sin su loriga, tal y como era habitual en él y en el resto de los caballeros del castillo; aquel día iba vestido como si fuera el conde a punto de recibir a un invitado de la nobleza o a un miembro de la alta jerarquía de la Iglesia. Me di cuenta en seguida de que llevaba una de las mejores túnicas de mi padre, un brial de color rojo con arambeles de oro en los bajos que se ajustaba perfectamente a su cuerpo; también reconocí las polainas de seda que le había visto puestas en las grandes ocasiones; completaba su vestuario con unos elegantes escarpines de piel con un remate trasero. Llevaba la barba rasurada y, con su piel curtida, presentaba un aspecto muy saludable. Sus ojos, entornados, me escrutaban con aire de superioridad.

Orengarda me atrajo hacia ella como si quisiera hacerme desaparecer entre los pliegues de su falda. Noté que temblaba y la miré de reojo, inquieta. El sudor descontrolado empapaba su camisa y las gotas brillantes se deslizaban desde su frente bajando por su cuello hasta perderse en su escote; en ese momento, empezó a desprender un desagradable tufo reconocido por mi olfato, que, sin embargo, no hizo que me separase ni un ápice de ella.

Geoffroi se acercó lentamente hasta nosotras. Hizo una reverencia y yo le respondí con un ligero movimiento de cabeza.

—Mabilia, la muerte de tu padre cambia tu situación en el castillo.

Su voz me pareció mucho más fría que de costumbre. Sentí un estremecimiento cuando se puso frente a mí y me colocó una mano sobre el hombro. Mantuve la respiración mientras hablaba.

—Quiero que sepas que a partir de ahora quedarás bajo mi custodia —continuó Geoffroi—. Ello me lleva a preocuparme del destino adecuado para una dama de tu rango; al fin y al cabo, eres la hija de mi hermano y, después de meditarlo mucho, creo que tengo una buena solución para ti, que arreglará convenientemente tu futuro.

Se mantuvo en silencio mientras me escrutaba de cerca con una mirada adusta.

—Según tengo entendido, ya has cumplido los catorce años, ¿no?

Asentí, nerviosa, sin abrir la boca.

—Entonces, ya tienes edad para desposarte.

No me moví, ni siquiera pestañeé. Mantuve los ojos clavados en ese hombre que me infundía un gran desasosiego.

—Te convertirás en mi esposa cuanto antes.

No me hubiera sentido peor si hubiera pronunciado mi sentencia de muerte en ese momento. Una aguda punzada me taladró el estómago y a punto estuve de vomitar. Mis ojos pugnaban por no salirse de sus órbitas. La noticia de la muerte de mi padre no me había causado tanto estupor ni tanta inquietud como la terrible perspectiva de pasar a formar parte de la vida cotidiana de mi tío.

—No quiero casarme —me atreví a decir con un hilo de voz apenas perceptible, más como fruto de los nervios que de un intento de contradecir la voluntad de Geoffroi.

—No te estoy preguntando, Mabilia —Geoffroi se acercó hacia mí con arrogancia—, harás lo que yo diga, y lo harás… lo quieras o no.

Un sentimiento de pesadumbre se deslizó en mis entrañas hasta que la gruesa voz de Hildegarda sonó contundente.

—Mabilia, ¿tienes ya la menstruación?

No me dio tiempo a contestar, porque Orengarda lo hizo por mí mientras me estrujaba aún más contra ella.

—No, señora —contestó, con débil firmeza.

Hildegarda la miró recelosa.

—Pero la tendrá pronto, tiene edad para ello.

—No, señora, todavía posee un cuerpo de niña.

Hildegarda mostró su gesto adusto y desconfiado, y luego clavó los ojos en mi cuerpo.

—Lo siento, Orengarda, pero no opino lo mismo. Su cuerpo ya apunta maneras de mujer…, flaca como lo fue su madre, que Dios la tenga en su gloria, pero suficiente para la labor a la que está destinada.

—Señora, estoy a su cuidado desde que era pequeña y le aseguro que todavía…

—Guarda silencio —la interrumpió con brusquedad—, no necesito tus explicaciones. Será fácil comprobarlo. —Hizo una pausa antes de continuar, puso la vista al frente y alzó la barbilla con autoridad—. Fulco, haz venir al hermano Beltrán, con su consejo podremos saber con certeza si está preparada para quedar preñada.

El horror reflejado en mi rostro contrastó con la leve sonrisa de satisfacción que esbozó Geoffroi. Miré a Orengarda buscando algo a que aferrarme y, en un amargo intento, quiso transmitirme la serenidad que a ella le faltaba. El hermano Beltrán era el boticario del monasterio de San Pedro y cada vez que alguien del castillo o de las tierras de alrededor tenía una dolencia él acudía con su voz felina a administrar mejunjes que sabían a raíces podridas. Muchos deque más que curar atraía a la muerte, porque sus remedios adormecían al enfermo poco a poco, que entraba en un estado de absoluta inmovilidad hasta morir plácidamente, según afirmaba él. Ante las murmuraciones sobre la efectividad de sus medicinas, aquel monje exterminador, como se lo llamaba en muchos rincones del condado, manifestaba, con pleno convencimiento, que aquellos que requerían de su asistencia eran pecadores, que las dolencias eran el castigo de Dios por sus faltas contumaces y que lo único que él aportaba era serenidad y sosiego para aceptar el dolor como castigo de una vida al margen de la fe.

Durante la espera, el silencio fue estremecedor: nadie dijo nada; Geoffroi caminaba de un lado a otro con las manos entrelazadas a la espalda, la cabeza gacha en un ademán caviloso; Hildegarda mantenía la mandíbula alta y los ojos al frente, impasible; Orengarda seguía a mi lado, aferrando mi cuerpo como si fuera a caer por un precipicio. Fue entonces cuando me fijé en el arcón que estaba sobre la mesa, el mismo que Geoffroi había sacado de la habitación de Munia el día que mi padre se marchó y que contenía el testamento con sus últimas voluntades. Allí mismo fui consciente de que Geoffroi no iba a hacer caso de los deseos de mi padre y me pregunté si habría destruido ya el documento. En ese momento, Fulco irrumpió en la estancia, seguido del hermano Beltrán.

Lo miré de reojo con recelo. Su cara me recordaba a la de un cuervo, enjuto, de ojos diminutos y negros como el tizón, la piel blanquecina casi marmórea; las manos eran largas y huesudas, tenía el cuerpo encorvado y esquelético, y la cabeza completamente calva y marcada por manchas oscuras de las que se desprendían escamas blanquecinas que se posaban sobre el cuello y los hombros de su túnica oscura.

—¿Me habéis llamado, señora? —preguntó mientras dirigía una exagerada reverencia a Hildegarda y se inclinaba después, algo más esquivo, ante la presencia de Geoffroi.

—Hermano Beltrán, quiero que examinéis a Mabilia.

El monje se volvió hacia mí con una mirada ladina.

—¿Qué es exactamente lo que queréis que examine en ella, señora?

—Según su aya, aún no ha tenido su primera menstruación, pero ha cumplido los catorce años y no puede tardar mucho en estar preparada para ser una mujer, ¿no lo creéis así?

—Es muy probable, señora. La edad ya lo requiere.

—Y tengo entendido que antes de que se produzca esa primera menstruación, el cuerpo ya presenta algunos síntomas.

El monje desvió la mirada hacia mí por un instante.

—En la mayoría de los casos se evidencian claros síntomas de desarrollo. Crece el vello púbico, los pechos comienzan a despuntar, las caderas se redondean y los muslos se llenan. Todo ello con el único fin de que su cuerpo reciba la semilla necesaria para la maternidad.

—Quiero que comprobéis si presenta alguno de esos síntomas que la capacitan para ser desposada.

—Entiendo —murmuró el monje.

El hermano boticario se volvió hacia mí y me estremecí al sentir sus ojos puestos sobre mi cuerpo. En un movimiento espontáneo encogí los hombros para protegerme de sus ojos de buitre.

—Quítate la ropa.

Su voz ronca resonó hueca en mi cabeza. Mi reacción inmediata fue ocultarme tras el cuerpo de Orengarda, que me ayudó en la tarea.

—Señora —intervino Orengarda con el gesto compungido, dirigiéndose a Hildegarda—, os lo suplico, todavía es una niña… tal vez dentro de unos meses…, os avisaré en cuanto esté preparada…

—Desnúdate, Mabilia —interrumpió la anciana, ignorando la perorata de Orengarda—. El hermano Beltrán tiene que examinarte.

Señora… —Orengarda insistió balbuciente—, os lo ruego… no la hagáis pasar por esto…

—Orengarda, ¿lo hace ella o le digo a Fulco que le quite la ropa?

Sentí la derrota de mi aya. Se volvió hacia mí y me cogió por los hombros para que la mirase a la cara. Me habló muy suave, con la vana intención de calmarme.

—Vamos, pequeña, yo te ayudaré…

La voz se le quebró al ver mi rostro horrorizado, suplicándole que no lo permitiera, clamando con un terrible silencio que me sacase de allí.

—No tenemos todo el día… —murmuró Hildegarda en un tono desagradable.

—¿Tienen que estar presentes ellos? —preguntó Orengarda dirigiéndose a la anciana.

—No eres tú la que decides quién debe o no debe estar, Orengarda; que Mabilia se quite la ropa, acabemos de una vez con esto.

Hildegarda se removió, incómoda, y la nodriza comprendió que si no cumplía con la orden de inmediato las cosas podrían empeorar aún más para mí. Acarició mi rostro y me sonrió.

—Estaré a tu lado —me susurró, acercándose a mi oído.

Empezó por desabrochar los lazos que ajustaban la túnica de color canela que llevaba sobre el recio jubón. Una vez desprendida de esa prenda, Orengarda, tomándose a conciencia su tiempo, se la colgó en un brazo y continuó su desagradable tarea; desató los cordones del jubón de lana que se ajustaba a mi cuerpo. Quedé sólo con la camisa de lino que me cubría sin insinuar forma alguna; la cogió para sacármela por la cabeza pero apreté los brazos a mi cuerpo y la miré con los ojos suplicantes. La nodriza acarició de nuevo mi mejilla con paciencia y volvió a esbozar una leve sonrisa que apenas se notó. Cogió la camisa por el cuello y dejó que se deslizase por mis hombros muy lentamente hasta caer a mis pies, sin dejar de mirarme a los ojos ni un momento, como si quisiera ausentarme de aquel terrible espectáculo a través de su mirada. Me quedé sólo con las medias de lana que me llegaban algo más arriba de la rodilla.

El silencio fue estremecedor. Orengarda no se apartó inmediatamente, como si pretendiera darme tiempo para que pudiera acostumbrarme a la desnudez. Yo estaba encogida, temblando, intentando cubrirme el pubis y el pecho con las manos.

Orengarda sintió la presencia del monje detrás de ella. Sabía que había llegado el momento, respiró hondo, resopló y se apartó para dejarme expuesta a la escabrosa mirada de todos.

Presentí como un cuchillo afilado la mirada de Fulco, que se encontraba a mi espalda, junto a la puerta. Hildegarda se mantenía fría, con la misma actitud que si tuviera delante una mercancía para su examen y aprobación; y Geoffroi se encontraba algo más alejado, junto a la ventana, con los ojos fijos en mi cuerpo, los labios semiabiertos y una mueca estúpida que descolgaba su mandíbula.

El hermano Beltrán se acercó hasta quedar tan cerca de mí que percibí su aliento agrio. No era muy alto, apenas algo más que yo, y me miró con desprecio, como el que mira algo sucio o impúdico. No le sostuve la mirada ni un instante. Clavé los ojos en el suelo con una infinita sensación de humillación.

—Veamos…

Cuando sus manos, frías y huesudas como las de un buitre, cogieron mis brazos para retirarlos de mi cuerpo, me resistí.

—Vamos —replicó, haciendo más fuerza para acabar con mi oposición—, de nada te va a servir oponerte.

Cada una de sus palabras se clavaban en mi estómago como si fuera hierro candente. Me faltaba el aire. Cerré los ojos y aguanté la respiración. Percibí con un terrible temblor sus manos al rozar mi piel.

—Los pechos todavía son planos pero el pezón parece despuntar, caderas son estrechas pero ya marca la curva de la cintura, y… empieza a tener algo de vello púbico. —Respiró inquieto mientras se volvía hacia Hildegarda—. Creo que en muy poco tiempo esta mujer estará perfectamente capacitada para concebir hijos.

—Entonces, no se hable más —intervino de repente Geoffroi—, habrá que hacer los preparativos de la boda para el comienzo de la primavera.

En cuanto el monje se volvió hacia la anciana, Orengarda se colocó frente a mí y me cubrió con la camisa. Me tambaleé mareada y a punto estuve de caer desplomada si no hubiera sido porque ella me agarró con fuerza, me apretó contra su regazo y me susurró acariciando mi pelo:

—Ya pasó, pequeña, ya pasó… tranquila.

—¿Y quién será el afortunado? —oí preguntar al monje.

—Yo —respondió Geoffroi con satisfacción—. Voy a desposar a la hija de mi hermano.

—Pero no podéis… es sobrina directa… el Papa…

—El Papa no impedirá esta boda porque nadie va a comunicarle nada al respecto… —Geoffroi se acercó despacio hacia el monje. Su mensaje no sólo era un comentario, era una amenaza velada que el boticario entendió de inmediato—. Decidle a vuestro amado abad que inicie los preparativos para el casamiento, él sabrá cómo hacer las cosas.

—Le comunicaré al abad la grata noticia y estoy seguro de que todo estará preparado para el día señalado.

La actitud de aquel hombre fue servil y despreciable. Mi tío lo miró con arrogante displicencia, consciente de que sus órdenes eran irrebatibles.

—Dentro de dos meses, Mabilia se convertirá en la condesa de Montmerle —dijo Geoffroi con satisfacción—. ¿Te gusta la idea, Mabilia?

Yo había reaccionado y con la ayuda de mi aya me colocaba con rapidez la ropa para cubrir de nuevo mi cuerpo desnudo. Apenas levanté los ojos a la pregunta de mi tío y me mantuve callada.

—Te han hecho una pregunta, niña —apremió Hildegarda, con voz desagradable.

Miré a Orengarda y ella movió levemente su cabeza afirmando.

—S… si, señor —balbucí, sin llegar a quitar los ojos de mi aya.

—Está bien —resolvió la anciana—; hermano Beltrán, vos mismo habéis sido testigo del consentimiento de la prometida. Ya podéis marcharos y espero que la comunidad sepa actuar en este asunto del matrimonio con la precisa lealtad.

—No temáis nada, señora. Todo estará listo para el día de tan feliz evento —repitió.

Agachó la cabeza mientras volvía a hacer una reverencia exagerada y obediente con las manos cruzadas en su regazo y se despidió, no sin antes de que sus ojos de cuervo me echaran una mirada de soslayo.

Orengarda me cogió con fuerza de la mano y salimos de la cámara. Mascullaba maldiciones que quedaban en el interior de su garganta, imperceptibles a cualquier oído excepto a sus propios sentidos, cargados de tanta rabia contenida que estoy segura de que, si hubiera podido, habría matado con sus propias manos a aquella vieja estúpida y prepotente que había sido la culpable de la terrible humillación a la que se me había sometido.

Caminaba todo lo rápido que le permitía la torpeza de mis pasos. Subimos a trompicones la escalera hasta la cámara de Munia. Llamó a la puerta y escuché un hilo de voz que decía adelante. Cuando entramos, Munia dejaba deslizar de sus brazos a Achard, que corrió sonriente hacia nosotras, ajeno al cúmulo de sentimientos que cargábamos a nuestras espaldas. Los ojos de Munia se clavaron primero en Orengarda y luego en los míos, en los que encontró un vacío angustioso de incertidumbre. En un sonoro silencio, sólo roto por los balbuceos inconexos de Achard, Munia se acercó unos pasos hacia nosotras con un gesto alarmado.

—¿Qué ha pasado?

Munia tuvo que insistir ante la falta de respuesta.

—¿Qué quería esa…?

—Señora…

Sentí que Orengarda temblaba de nuevo.

—Van a desposarla con Geoffroi… Dios Santísimo, Señor Todopoderoso —murmuró ensimismada, persignándose varias veces como si quisiera echar de su conciencia algo pecaminoso—, señora… la han hecho desnudarse para examinar su cuerpo.

Yo me mantenía aferrada a la enorme cintura de Orengarda.

—¿Que han hecho qué?

—La señora Hildegarda me preguntó si la niña había tenido su menstruación… yo… yo les dije que no, que todavía era una niña, y es cierto, señora, ¿verdad, Mabilia? No miento… pero esa… esa mujer mandó llamar al boticario…

—¿El hermano Beltrán ha examinado a Mabilia para saber si podía quedar preñada? —interrumpió Munia.

La miré con gesto de tristeza y vi en sus ojos la indignación y rabia por lo que estaba escuchando. Sus puños apretados acumulaban la tensión.

—Señora… —musitó Orengarda—, quieren casarla al principio de primavera…

—No se lo consentiré —espetó—, no se saldrán con la suya. Con esta absurda boda quedará alterada la voluntad de mi esposo… Ese canalla quiere quedarse con la herencia de mi hijo…, no se lo consentiré —me miró de repente con los ojos brillantes—; no permitiré que ese malnacido te ponga las manos encima, antes tendrá que matarme…

Cogió su capa y salió de la cámara como una exhalación. Fue entonces cuando rompí a llorar, por la rabia, por la vergüenza y por el negro futuro que me esperaba a partir de entonces. Orengarda me consoló como pudo, mientras Achard lloriqueaba por la marcha repentina de su madre. Cuando me calmé, me acerqué a la ventana y abrí el frailero. En la cámara de Munia no se había instalado un pergamino oleoso porque no era necesario ya que la estancia era pequeña y el frío se combatía con el brasero, donde siempre se mantenía candente el rescoldo. En el centro del patio pude ver a Geoffroi hablando con Fulco, abrigado con una capa de piel de armiño que también había pertenecido a mi padre. En aquel momento sentí por primera vez en la vida la punzada de una aversión intensa; odié a aquel hombre con todas mis fuerzas y me asusté al pensar que me gustaría verlo muerto; deseaba que cayera fulminado, que cerrase los ojos y la boca para no abrirlos jamás.

La noche se presentaba muy fría y amenazaba nieve. Un viento gélido recorría de vez en cuando en ráfagas voraces cada rincón de aquel patio cerrado; sin embargo, el frío reconfortaba mi piel de la calentura provocada por las lágrimas. La escalinata de la torre quedaba justo frente a mi ventana; la luz parpadeante de dos antorchas colgadas en la pared de unos enganches de hierro iluminaba la entrada al gran salón. En ese momento vi a Munia salir por la puerta y precipitarse escaleras abajo para cruzar el patio encogida sobre sí misma. Geoffroi y Fulco observaron su paso sin decirle nada. Al cabo de un instante, Munia entró y cerró la puerta, se apoyó sobre ella y respiró profundamente, como si viniera huyendo del diablo y allí pudiera sentirse algo más segura. Orengarda y yo nos miramos extrañadas. Estaba tan pálida que parecía un cadáver. Se quedó quieta, con la respiración acelerada y los ojos cerrados. Movía la cabeza a un lado y a otro como si estuviera negando. Orengarda se acercó hasta ella.

—Señora, ¿qué os ocurre? ¿Estáis bien?

—No —contestó tajante—. No puedo estar bien, Orengarda, no puedo estar bien porque esa mujer quiere arrebatármelo todo.

Sus ojos estaban brillantes, a punto de derramar la rabia en forma de llanto que le reventaba por dentro.

—Quiere… quiere que tome los hábitos…

—No estáis obligada a hacerlo, señora —le contestó Orengarda con mezcla de dulzura y firmeza—, vos sois la condesa… sois la madre del conde de Montmerle… nadie os puede obligar a tomar los hábitos. Debéis haceros cargo de todo hasta que vuestro hijo sea mayor…

Las dos se miraron por un instante y Orengarda enmudeció de repente, como si hubiera leído algo en los ojos de Munia.

Yo permanecía en medio de la estancia, inmóvil, sintiendo el frío gélido que entraba por la ventana descubierta de los fraileros.

—¿Qué va a ser de nosotros? —murmuró la nodriza entre dientes, cogiendo a Achard en sus brazos con gesto ausente.

—No lo sé.

Las dos mujeres estaban desoladas, con el gesto desencajado, y yo me preguntaba qué era lo que me esperaba a partir de aquel momento. Nunca me había planteado cuál iba a ser mi futuro, qué sería de mí cuando llegase a esa edad en las que las mujeres teníamos que o bien entregarnos a un hombre, cosa que me asustaba muchísimo de acuerdo con rumores de lo más variopintos que había escuchado de boca de criadas o sirvientes que hablaban entre ellos sobre sus propias experiencias, o bien optar por entrar en un convento para entregar la vida y el cuerpo a Dios. Ni lo uno ni lo otro me convencía, así que no me lo planteaba, convencida de que el día que tuviera que hacer la elección estaba muy lejos todavía. Nunca pensé que no intervendría en la toma de esa decisión y, a la vista de lo que me deparaba el futuro con Geoffroi, creí que sería mucho mejor entrar en un convento y evadirme del mundo. Sentí, por eso, cierta envidia de la posibilidad que se le había planteado a Munia y deseé que a mí también me lo propusieran. Con total seguridad, si lo hicieran en aquel instante aceptaría la propuesta de inmediato.

Orengarda se llevó de la alcoba a mi hermano, que lloraba inquieto, contagiado por la tensión del ambiente. Munia y yo nos quedamos solas y en silencio, y así estuvimos un buen rato, ella completamente ida, abstraída en unos pensamientos tan profundos que me dio miedo hacer cualquier ruido e interrumpir su cavilación. Yo la miraba silenciosa, intentando atisbar en su rostro qué iba a ser de mí, qué podría hacer ella por salvar mi situación, comprendiendo que era una tarea imposible teniendo en cuenta que ni siquiera podía salvar su propio destino. Me sentí muy sola, tremendamente sola y abatida; me volví hacia la ventana que permanecía abierta y por la que entraba un aire gélido que dejaba el ambiente tan frío como nuestros corazones. Antes de cerrar los fraileros vi salir de la torre a Geoffroi flanqueado por tres hombres que, con paso firme y rápido, se dirigían hacia nosotras.

—Creo que viene Geoffroi —murmuré temblorosa.

Me volví y vi a Munia que se acercaba a la cama. Llevaba algo en la mano que no me dio tiempo a ver, y con un gesto rápido lo metió bajo el colchón y luego colocó y alisó el cubrecama con la mano. Estaba nerviosa, me miró con gesto asustado y se llevó la mano a la boca para indicarme que no dijera nada y que me mantuviera en silencio. Se acercó a mí y tomó aire.

En ese momento, Geoffroi irrumpió en la cámara dando un portazo tan violento que la puerta se estampó contra la pared provocando un estruendo. Munia no se inmutó. Estaba de espaldas, rígida como un muerto y aleteando la nariz para respirar el aire que parecía faltarle. Me di cuenta de que estaba temblando.

—¿Dónde está?

Geoffroi se quedó en el umbral de la puerta con una mirada iracunda. Se acercó resoplando hacia Munia, que comenzó a volverse hacia él, lentamente.

—¿Dónde está? —repitió, ya frente a ella.

—¿Dónde está qué?

—Lo sabes, Munia, no me irrites más de lo que estoy…

—No sé de qué me hablas —respondió.

Geoffroi cogió con violencia del brazo a Munia y la zarandeó, atrayéndola hacia él.

Te he dicho que dónde está el testamento que has robado.

—Yo no he robado nada —contestó Munia mientras intentaba zafarse de Geoffroi sin conseguirlo.

—No acabes con mi paciencia, Munia, ahora no está mi hermano para defenderte.

—Eso ya lo he comprobado, Geoffroi —agregó ella, desafiante—. Te has dado mucha prisa en ocupar su puesto.

—Llevo esperando toda la vida. Mucho antes de que tú aparecieras en su vida y lo fastidiases todo con el parto de tu bastardo…

—No es un bastardo, es el hijo de…

Con la mano que tenía libre, él le pegó en la mejilla con tanta fuerza que ladeó su cara, pero no la derribó porque la sujetaba por el brazo. Munia se retorció de dolor. Lo miró con los ojos brillantes, ahogando el llanto de la desesperación, la rabia y la impotencia.

—Tu hijo es un bastardo, fruto de tus devaneos con ese escudero… ¿cómo es su nombre? ¿Mahaut?

—Eso no es cierto y tú lo sabes. Nunca he tenido nada con ese muchacho, era el escudero de Achard, nada más.

Percibí en el gesto de Munia el horror de una traición terrible.

—Las voces vuelan en el condado y las voluntades se compran con facilidad.

—¿Qué quieres decir? —balbució Munia.

Geoffroi esbozó una mueca de satisfacción.

—Un escudero necesita de un caballero. Mahaut fue un buen sirviente para mi hermano, pero ahora él no está y me ha pedido que sea yo quien lo sustituya en la tarea de formarlo como un buen caballero. —Su sonrisa cáustica resultaba hiriente—. No me he podido negar.

Mahaut era un muchacho de unos diecinueve años, sobrino del obispo de Langres, al que su madre, Matilde de Beaugency, hermana del obispo y condesa viuda de Langres, había enviado al castillo para que mi padre lo tomase como su escudero y se convirtiera a su lado en un buen caballero. Después de cuatro años de enseñanza, poco había aprendido. Era torpe, arrogante, presumido y mi padre siempre estaba echando pestes de su actitud. No podía echarlo porque ello supondría un agravio al obispo y a su madre, así que soportaba estoicamente tener a un auténtico mentecato entre sus escuderos, yo desconocía los amoríos o deseos que pudiera haber tenido Mahaut, pero estaba convencida de que Munia adoraba a mi padre. Por lo que decía mi tío, el escudero díscolo había encontrado en Geoffroi el ejemplo perfecto al que seguir y ya había dado sus primeros pasos de liviandad moral siguiendo el halo de su señor.

Geoffroi se acercó a Munia hasta casi rozarle la cara, mientras que ella a duras penas intentaba mantener una actitud desafiante y firme.

—Tan sólo le he preguntado por sus devaneos de adolescente… —le susurró con voz ladina—. Mahaut ha confesado que en varias ocasiones yació contigo a espaldas de mi hermano con el único fin por tu parte de quedar preñada para engañar al estúpido de mi hermano haciéndole creer que ése era su hijo.

—¡Eso es mentira! —gritó de nuevo Munia, al tiempo que se revolvía para zafarse de la sujeción de Geoffroi, que la mantenía aferrada con su mano para amedrentarla.

—A nadie le importa lo que tú digas. Mahaut se convertirá en poco tiempo en un valiente caballero, después de haber firmado una declaración en la que admitirá haber yacido contigo y aceptará como hijo al pequeño Achard. Así que devuélveme ese testamento o te aseguro que lo lamentaréis, tú y tu bastardo.

Vi cómo Munia temblaba y negaba con la cabeza sin decir nada, con los ojos clavados en el rostro de Geoffroi, horrorizada pero intentando mantener una actitud de firmeza. Oí su voz, apenas un suspiro en sus labios, ahogada por el llanto de rabia contenida.

—Eres un canalla.

—¿Dónde has puesto el testamento?

—No sé de qué me hablas —murmuró mientras le sostenía la mirada.

Yo estaba segura de que mi tío no cejaría hasta sacarle la información que le estaba exigiendo. Temía tanto sus ataques de ira que cada vez que percibía el inicio de uno me escondía donde no pudiera cruzarme con él.

Me pareció que una vaga penumbra embargaba mi visión. Pensé que iba a volver a golpearla y mantuve la respiración, pero la soltó y se colocó las mangas moviendo los hombros como si quisiera recuperar la calma perdida.

—Está bien —sentenció—. Tú lo has querido. Si mañana no me entregas ese testamento no volverás a ver a tu hijo.

—No serás capaz —replicó Munia.

Él se acercó tanto que a punto estuvo de rozar sus labios si ella no hubiera echado la cabeza hacia atrás.

—No tienes ni idea de lo que puedo llegar a ser capaz, Munia. No tienes ni idea.

Se dio la vuelta para marcharse, pero se volvió hacia ella desde el quicio de la puerta.

—Mañana, al amanecer. Quiero en mi mano ese documento, de lo contrario no te servirá de nada, porque no tendrás a tu hijo para hacerlo efectivo.

—¿Serías capaz de matarlo? —espetó con la voz quebrada en su garganta.

Él sonrió con malicia, consciente de que la había vencido.

—Estoy seguro de que eres mucho más inteligente de lo que yo pueda llegar a pensar, Munia. Mañana al amanecer.

Salió, seguido de los hombres que habían estado flanqueando la puerta. Ninguna de las dos nos movimos mientras escuchábamos el ruido de los pasos alejarse hasta que el silencio se adueñó de cada rincón de la estancia. La puerta frente a la cámara se entreabrió y vi cómo Orengarda se asomaba, temerosa. Detrás de ella venía mi hermano, algo más tranquilo, mordisqueando un trozo de queso blanco. Miró prudente a un lado y a otro del estrecho corredor que separaba los cuartos para comprobar que ya no había nadie y entró en la cámara para dirigirse a Munia. Achard le echó sus bracitos en cuanto vio a su madre y ella lo recibió como si no lo hubiera visto en años. Lo abrazó fuerte, tanto que el niño se quejó y se revolvió. Me acerqué para intentar consolarla.

—Lo he oído todo —dijo Orengarda, preocupada—, ¡Dios Santo Todopoderoso! ¿Cómo se puede ser tan cruel, tan malvado?

—Lo matará… —murmuró Munia, que abrazaba a Achard con la mirada perdida en el vacío—. Lo matará, Orengarda. Quiere matar a mi hijo.

El llanto empezó a fluir de sus ojos al tiempo que se derrumbaba en angustiosos espasmos de impotencia. Le arrebaté con sumo cuidado a mi hermano de sus brazos y Orengarda se encargó de llevarla casi a rastras hasta la cama, donde se desplomó como si el mundo se abriera bajo sus pies.

—No será capaz, señora, tened confianza.

Los gemidos de Munia, ahogados por los gritos de Achard intentando atraer su atención, se fueron diluyendo poco a poco hasta convertirse en un lamento sordo, derrotado.

Después de un buen rato, Achard, agotado, se quedó dormido en mis brazos. Se lo entregué a Orengarda, que se lo llevó para acostarlo en su cama, pero regresó de inmediato y se sentó de nuevo junto a Munia. Yo estaba frente a ellas, apoyada en uno de los baúles en los que se guardaba la ropa, observando el drama que se presentaba ante mis ojos. Sabía que Munia había robado el testamento cuando fue a ver a Hildegarda y que lo tenía escondido debajo del jergón. Pero las cosas se habían complicado mucho más para todos. Acusaban a Munia de adulterio y de que el hijo de mi padre no era de mi padre. Pensé en lo injusto que resultaba que la palabra de un simple escudero en busca de mejor patrón valiera más que la de una mujer que ostentaba el título, al menos hasta el momento, de condesa viuda de Montmerle. Fui consciente de que los poderosos tenían en su mano la vida de otros, de los débiles, o de los que no se pueden defender; supe entonces que ellos pueden cambiar el destino a su antojo si con ello afianzan el suyo propio, y comprendí lo fácil que resultaba manipular la realidad y la verdad a favor siempre del más fuerte.

Munia me miró, pensativa; luego se dirigió a la nodriza y le habló con voz débil y tenue apenas perceptible.

—Orengarda, tienes que sacar a los niños de aquí, debes llevarlos a la casa de mi padre, allí estarán seguros.

—Pero ¿cómo? No me dejarán salir con ellos.

—No vamos a pedir permiso a nadie. Redactaré una carta para que se la des a mi padre. Es su nieto, no le quedará más remedio que ayudarnos. Tenéis que partir esta misma noche. No hay tiempo que perder. Ve a preparar ropa de abrigo y algo para comer.

—¿Cómo vamos a salir sin ser vistos, señora? Es… es casi imposible…

—Ya me ocupo yo de eso —la interrumpió con una extraña apariencia de serenidad.

Me pareció que Munia había sacado fuerzas de su propia derrota. No estaba dispuesta a dejarse amedrentar y eso me animó. De repente, me miró con el destello en sus ojos de una profunda inquietud, de algo que no decía con palabras pero que se reflejaba en su rostro.

—Vamos, Orengarda, ve y prepara todo para la partida, con un buen caballo puedes estar en la fortaleza al amanecer.

—Señora…, está nevando, hace mucho frío y…

—¡Tienes que llevar a mi hijo a la casa de mi padre! —la interrumpió, con un chillido ahogado en la garganta, nerviosa y fuera de sí, pero en seguida calmó su gesto y bajó los ojos al suelo—. Lo… lo siento, estoy muy alterada… lo siento.

—No temáis, señora —dijo Orengarda, conciliadora—, lo prepararé todo.

En silencio, se levantó y me miró.

—Mabilia, ven conmigo…

—No… —dijo Munia sin dejar de mirarme—, deja que se quede, he de decirle algo.

Sin más, la nodriza se marchó dejándonos solas, la una frente a la otra en un silencio oscuro de inquietud y angustia.

—Mabilia, tengo que pedirte que hagas una cosa por mí, pero sobre todo a favor de tu hermano.

Me hizo un gesto con la mano para que me acercase a ella. Me levanté y fui a sentarme a su lado. Me miraba con fijeza, como si no supiera qué palabras utilizar y estuviera buscando en mis ojos alguna respuesta a sus dudas. Balbuciente, bajó los ojos enrojecidos por el llanto hacia sus manos.

—Mabilia, yo no soy tu madre, aquí no puedo protegerte. Con el rumbo que están tomando las cosas dejarás de estar bajo mi custodia.

—Pero eso no era lo que mi padre quería —protesté.

—Lo sé, lo sé, pero las cosas han cambiado.

Bajó la mirada con un gesto que percibí entre la pena y la contrariedad de no haber sido capaz de impedir la partida de mi padre del castillo en un viaje que, seguía pensando, había sido una locura.

—Yo no quiero casarme con Geoffroi —murmuré, suplicante.

—Lo sé, pequeña, lo sé; por eso quiero que Orengarda también te saque de aquí. Si consigo convencer a mi padre de que Geoffroi es un canalla que quiere arrebatárnoslo todo a Achard y a mí, tal vez pueda ayudarte a ti también.

Enmudeció y me miró fijamente, al tiempo que esbozaba una leve sonrisa.

—No te puedo prometer nada, pero te aseguro que intentaré ayudarte.

Yo asentí conforme. Ella era la única esperanza que me quedaba.

—¿Y qué haremos en la fortaleza de Coucy?

—Esperar mis noticias.

Se levantó despacio y sacó el pergamino que había escondido bajo el colchón.

Mabilia, quiero que guardes esto.

—¿Es el testamento de mi padre?

—Sí. Lo cogí de la mesa de Hildegarda sin que esa vieja se diera cuenta. No es suyo, esto no le pertenece ni a ella ni a Geoffroi.

—Pero ¿qué quieres que haga con él?

—Por ahora, lo más importante es sacarlo de aquí. Debemos evitar que Geoffroi lo destruya. Si lo hace, lo habremos perdido todo. Si conseguimos poner fuera de su alcance a tu hermano y el testamento, lo único que le quedará será matarme.

—No digas eso, Munia, por favor… —murmuré, entristecida.

Munia intentó quitar gravedad a sus palabras.

—No temas. No acabarán conmigo tan fácilmente. Con Achard en la fortaleza de mi padre, no se atreverá a hacerme nada. No querrá conflictos con uno de los vasallos más importantes del condado. ¿Tienes algún sitio entre tus ropas donde esconderlo?

Me levanté y me cogí la parte baja de la camisa para mostrarle una faltriquera que llevaba cosida en su interior.

—Ése es un buen sitio —declaró Munia con una sonrisa. Cogió el pergamino y lo introdujo en el bolsillo—. No le digas a nadie que lo llevas.

—¿Ni siquiera a Orengarda?

—Ni siquiera a ella, cuanta menos gente sepa dónde está, mejor.

Me miró con una gravedad que me estremeció.

—Este documento es lo único que me queda para defender los derechos de tu hermano. No lo olvides nunca, Mabilia.

La solemnidad de sus palabras me sobrecogió.

—¿Qué quieres que haga con él?

—Guárdalo. Si las cosas se complican, entrégaselo a mi padre, él sabrá qué hacer. Y ahora, ve a buscar a Ernaud. Dile que venga inmediatamente, pero procurad que no os vean juntos. Necesitamos de su ayuda, pero no quisiera implicarlo demasiado en este asunto.

Cogí la capa y salí al patio para buscar a Ernaud. El viento helado salpicó mi rostro con los primeros copos de nieve que ya empezaban a caer.

Me dirigí al establo porque estaba segura de encontrarlo allí, disponiendo paja limpia para los animales antes de la noche. Normalmente participaba en las distintas obras que se realizaban en el castillo o en el monasterio, pero los días más crudos del invierno la actividad se detenía y Ernaud se dedicaba al mantenimiento de los establos.

Pasé por delante de la torre y torcí a la derecha; al fondo, junto a la muralla norte, se encontraban las cuadras. El portón estaba abierto de par en par y algunos sirvientes cargaban en un carro los últimos montones de los desechos de los animales. Quedaba muy poco para acabar la larga jornada y en cuanto el mayoral les diera el alto, podrían marcharse a sus casas, cenarían un caldo caliente con alguna verdura y se echarían a dormir sobre jergones de paja hasta el amanecer; antes de que las primeras luces alumbrasen el horizonte y acabaran con la oscuridad de la noche, el mayoral tocaría a su puerta, se levantarían y tomarían vino aguado caliente y pan negro para regresar de inmediato a la tarea diaria. Siempre era igual, más horas de trabajo en los meses de verano que en los de invierno, con la única excepción de los domingos y los días de Navidad, Pascua y las fiestas religiosas marcadas por la Iglesia, en los que las celebraciones en la capilla del monasterio eran el único acontecimiento reseñable que cambiaba el devenir diario de la mayoría de los que habitábamos en el castillo y de las aldeas de alrededor cuya actividad dependía de la fortaleza.

Me acerqué despacio. Hablaban entre ellos de cosas que no quise escuchar porque eran las obscenidades habituales de los hombres, y me colé en el interior de la cuadra sin que llegasen a reparar en mi presencia. El establo era una nave de paredes de madera y techos a doble vertiente, con una hilera de columnas a un lado y a otro que de no haber estado atestada de animales podría parecer una iglesia. El intenso olor a orina y el sudor grasiento que desprendía la piel de los animales se mezclaba con el calor de sus cuerpos, dando una extraña calidez al ambiente en contraste con el frío gélido del exterior.

Lo vi al fondo, frente a un montón de paja limpia que tomaba con un rastrillo para extenderla por el establo. Llevaba sólo la camisa y las calzas, y estaba sudoroso. Su pelo estaba cubierto de briznas de paja y polvo. Cuando me vio, detuvo su trabajo, se apoyó sobre el mango del rastrillo con la respiración acelerada por el esfuerzo y me dedicó una sonrisa, dando clara muestra de que se alegraba de verme.

—Hola, Mabilia, ¿cómo estás?

Apenas nos habíamos visto desde la muerte de mi padre.

Encogí los hombros y miré a un lado y a otro sin saber muy bien qué decirle.

—La señora te llama.

Hizo un gesto de contrariedad.

—¿Quién, la vieja?

Esbocé una sonrisa divertida, para luego volver a ponerme seria.

—No. Es Munia, te necesita, pero no debes decirle a nadie que vas a verla y procura que nadie te vea.

Él se quedó mirándome pensativo, como si dudase de lo que le decía.

—¿Y qué quiere?

—No lo sé, sólo me ha dicho que vayas.

—He de terminar esta tarea, dile que iré después…

—No, tienes que ir ahora —bajé la voz todo lo que pude—. Es algo urgente.

Él se me quedó mirando perplejo, con la boca semiabierta. De pronto, la cerró, bajó la vista y suspiró inquieto, dejando el rastrillo clavado en la paja.

—Está bien, iré a ver qué quiere.

—Espera a que yo me vaya, no tienen que vernos juntos.

—¡Te quieres poner de acuerdo!, ¿voy o no voy?

—Espera a que salga.

Me cubrí con la capucha al percibir la mirada que me observaba. Le sonreí tímida, alcé mi mano indicando mi partida y me di la vuelta para salir, pero cuando sólo había dado dos pasos escuché su voz.

—Mabilia…

Me volví de inmediato.

—¿Qué?

—Siento mucho lo de tu padre… —me dijo apesadumbrado—, siempre fue muy cortés conmigo. Se echa mucho de menos su presencia.

—Gracias…

Después de mi susurro de agradecimiento y de esbozar una sonrisa que me pareció estúpida, salí de aquel lugar con una agradable opresión en el pecho que nunca antes había sentido.

En el exterior, el viento gélido había amainado y gruesos copos de nieve caían silenciosos formando una oscilante cortina blanca ante mis ojos. Me deslicé sigilosa por el patio con el capuz calado hasta los ojos. Caminé deprisa sin cruzarme con nadie. La jornada había acabado en el castillo para la mayoría y el sereno silencio de la noche ya se apoderaba de todos los rincones.

Entré en la cámara de Munia y me desprendí de la capa. Nada más entrar, me dijo que me acercase.

—Acércate, Mabilia, quiero que lleves esto contigo.

Me entregó una bolsita de piel anudada con un cordón.

—Son unas monedas de oro, hace tiempo que las tengo escondidas, me las dio mi madre cuando me casé con tu padre… por si acaso, me dijo.

—¿Qué hago con esto?

—Puede que os haga falta a tu hermano y a ti. Guárdalo y, te lo suplico, no lo enseñes a nadie o te lo robarán.

Pero si vamos a la fortaleza de Coucy, tu padre nos acogerá y esto no será necesario. Quédatelo tú, tal vez a ti…

—Aquí ya nada es seguro, no hay garantías de protección para mí y mis bienes. Así que prefiero que lo lleves tú antes de que esa bruja lo encuentre y se lo quede.

Yo miraba la bolsa con cierta desconfianza. Nunca había tenido nada mío y mucho menos tantas monedas de oro. Me dio la sensación de que con ese dinero podría comprar cualquier cosa en el mundo, pero también pensé que cualquier desaprensivo en su ansia de robarlo podría llegar a matarme. Me estremecí como si aquella bolsa me quemase en las manos. Levanté los ojos para mirar a Munia. Tenía el rostro apagado y había perdido su belleza, como si la muerte de mi padre y lo sucedido después con Achard la hubieran avejentado y vuelto frágil, de aspecto quebradizo.

—Mabilia, debes saber que con esto puedes llegar a comprar voluntades. Pero, sobre todo, cuida de tu hermano, ¿lo harás?

—Claro —afirmé con decisión.

Nos interrumpieron varios golpes sobre la puerta.

—Guarda eso —me indicó, antes de contestar—, que nadie te lo vea.

Lo metí en la faltriquera, donde ya tenía el testamento y, sólo entonces, Munia alzó la voz dando paso al que llamaba.

Ernaud asomó la cabeza por la puerta.

—Señora, ¿me habéis hecho llamar?

—Sí, pasa, por favor.

Esperó paciente hasta que Ernaud entró y cerró la puerta con cuidado, como si no quisiera hacer ruido; luego se volvió hacia nosotras y se dispuso a escuchar.

—Ernaud, quiero que prepares un caballo.

El chico la miró desconcertado.

—¿Ahora?

—Para esta medianoche. Nadie debe verte.

—No… no entiendo.

—Verás, Mabilia y el pequeño Achard deben salir del castillo inmediatamente porque corren un grave peligro.

Bajó la voz tanto que apenas la escuché yo. Vi que él me miraba con curiosidad, como si no comprendiera el peligro que decía correr. Luego volvió sus ojos a Munia.

—Pero el rastrillo ya está cerrado y es imposible salir sin ser visto por los soldados de guardia.

—Es que no saldrán por la poterna de entrada.

Ernaud arqueó las cejas, extrañado.

—¿Por dónde entonces? No hay otra forma de entrar o salir del castillo que por el puente levadizo.

—Todavía no han levantado el muro de la torre sur, ¿verdad?

Ernaud dudó un instante.

—No, señora. Como ha estado nevando, los hombres llevan días sin colocar ni una piedra.

—Pues entonces podrán salir por el hueco abierto por las obras.

Desde hacía años, el castillo estaba en constante remodelación y ampliación. En mis recuerdos siempre existía alguna zona en obras. De ser un castillo de una sola torre, rodeado por un simple vallado de estacas y por un foso de apenas un cuerpo de profundidad y algo más de ancho, se había pasado a la sustitución paulatina de la empalizada por una muralla de piedra que, poco a poco, iba rodeando todo el recinto y al reemplazo del rastrillo de madera por uno de vigorosas barras de hierro con un sofisticado sistema de bajada y subida; asimismo, se había iniciado la construcción de cinco torres vigías, dos al norte, una al este, otra al oeste y la última al sur. Ésta era la que se estaba levantando desde hacía meses y cuya construcción se había ralentizado por la llegada de las lluvias de otoño y los rigores del invierno. Era por esas obras por donde Munia pretendía que saliéramos.

—Señora —dijo Ernaud—, es posible salir por allí, pero está el foso. El caballo no puede saltarlo.

—No habrá que saltarlo. Harás un puente con los tablones que hay en la obra.

—Pero luego hay una pendiente muy pronunciada, es peligroso.

Lo sé, pero no hay otra solución. Debéis salir sin ser vistos y es la única forma de hacerlo.

—Si vos queréis, mañana puedo sacar un caballo por la puerta con la excusa de ejercitar sus músculos, lo hago a menudo, nadie sospecharía nada; después, podrán salir ellos…

—Ya te he dicho que no hay tiempo —interrumpió Munia—, mañana sería demasiado tarde para todos. Prepara el caballo que perteneció a mi esposo, el negro, y lo llevas a la torre justo a medianoche. Ernaud, te pido que seas muy prudente, esto es muy grave.

—Sí, señora, no temáis. Estaré con el caballo negro al pie de la torre sur a medianoche. Y no os preocupéis, nadie me verá.

Me dedicó una esquiva mirada, dándome a entender que no entendía nada de lo que pasaba. Luego se deslizó hacia la puerta sin llegar a darse la vuelta, y con una reverencia se escabulló de la cámara.

—¿No será muy peligroso saltar el foso de noche y con el caballo?

—Más peligroso será quedaros. Ve a tu cámara y prepáralo todo para marchar. Abrígate, la noche será muy fría. Si todo va bien, llegaréis a la fortaleza de mi padre al amanecer.

—¿Cómo nos vamos a orientar de noche? —insistí preocupada— Ni siquiera la luna nos indicará el camino, el cielo está cubierto de nubes negras.

Munia esbozó una sonrisa, intentando espantar mis recelos.

—Orengarda te conduciría con los ojos cerrados, se sabe perfectamente el camino. Ten confianza, Mabilia, todo saldrá bien.

Sus palabras estaban vacías de cualquier convencimiento, pero las dijo con toda la firmeza de que fue capaz.

Cuando salimos al patio, el viento arreciaba con ráfagas furiosas, por lo que los copos de nieve, que continuaban cayendo con profusión, se convirtieron en pequeñas motas blanquecinas que se estampaban contra mi rostro metiéndose por los oídos, la boca, los ojos y el cuello. Las rachas del aire provocaban ruidos que amparaban nuestra huida y, rompiendo el silencio de la noche, se podían escuchar golpes de fraileros mal cerrados, las hojas secas arrastradas por el suelo o el aullido de un perro asustado y muerto de frío escondido en algún rincón del patio.

Orengarda llevaba a Achard en sus brazos, tan envuelto en lana y piel que apenas se le veían los ojillos y la nariz. Con mucho sigilo, caminamos en la oscuridad, tan sólo iluminada por las antorchas que flanqueaban las entradas a la torre y nuestro edificio, y cuyas llamas vacilaban con las arremetidas del aire en constante lucha por mantenerse encendidas. Bordeamos la muralla hasta llegar a los montones de piedras de río destinadas a la construcción de los muros de la torre. En seguida, vimos la figura imponente del caballo negro de mi padre, ensillado y sujeto de las bridas por Ernaud.

—He colocado unos tablones de madera para salvar el foso —dijo en voz muy baja cuando llegamos frente a él—. Señora, he pensado que sería mejor que las acompañase: no deben ir solas por el bosque, el camino está lleno de peligros.

Munia le sonrió y le tocó el hombro, agradecida.

—Te lo agradezco, Ernaud, pero no quiero exponerte más de lo necesario. Si vas con ellas caería sobre ti toda la ira de Geoffroi. Además, con esta noche de perros no creo que ningún proscrito o ladrón del rango que sea asome la nariz fuera de su madriguera.

—Señora, yo sólo sirvo a un señor, y el mío, Achard de Montmerle, ha muerto. Quiero que sepáis que su pérdida ha sido muy dolorosa para mí y soy consciente de que dicha pérdida tan sólo podrá ser reparada con su heredero; y yo, señora, sólo reconozco como tal a vuestro hijo Achard; él es el verdadero conde de Montmerle, al que otorgo desde este momento mi absoluta lealtad y al que deseo proteger con mi vida si ello fuera necesario.

Nos quedamos en un silencio extraño, hostigados por la cellisca hacía oscilar nuestros cuerpos y agitaba nuestras capas en bruscos zarandeos.

Munia lo tomó de los hombros en la penumbra y vi que le besaba la frente como si fuera un hijo amado, y cómo en un susurro apenas perceptible musitaba unas palabras.

—¡Dios te bendiga, Ernaud! Nadie mejor que tú conoce este caballo, estoy segura de que los guiarás hasta su destino.

—¿Cuál es su destino, señora?

—La fortaleza de Coucy. Es el único lugar en el que mi hijo estará a salvo de la ambición de Geoffroi.

—Entonces, vamos —dijo Ernaud, y arreó al animal—, tenemos mucho camino y la noche está muy cerrada.

—Espera, ¿llevas alguna arma?

Alzó su mano para mostrar a Munia un cuchillo de dimensiones considerables que se colocó en su cinturón.

—Está bien, marchaos ya.

Ernaud se volvió hacia mí.

—Cruzaré yo primero guiando al caballo. Tú procura que Orengarda no resbale y ruede por la pendiente. Nos encontraremos en el bosque.

Yo sólo asentí con la cabeza.

Salimos a saltos por el hueco abierto que quedaba en la muralla donde se estaba elevando la torre como un tajo sangrante en la piel del castillo. Orengarda tuvo muchas dificultades para caminar entre los montones de piedras porque llevaba al niño en brazos y perdía el equilibrio con facilidad. Hubo un momento en el que estuvo a punto de caer de no haber sido porque la sujeté con fuerza.

—Déjamelo a mí.

Ella me lo cedió sin decir nada y Munia me cogió del brazo para guiarme y asegurar mi paso. A pesar de que teníamos mucho cuidado en no hacer ruido, nuestros pies resbalaban entre las piedras y éstas se removían bajo el peso, provocando un pequeño estruendo sólo encubierto por el ulular del viento.

Cuando salimos al otro lado de la muralla, pude ver a mis pies el fondo oscuro del foso gracias a una pequeña candela que había preparado Ernaud y que apenas alumbraba un palmo a nuestro alrededor.

El caballo relinchó y Ernaud lo calmó con caricias en la testuz y con palabras suaves susurradas a su oído. No sé qué le dijo, pero el animal se serenó de inmediato. Después, le entregó a Munia la candela y cogió la rienda del caballo.

—Intentad mantenerla en alto para que pueda ver por dónde piso.

—Ten cuidado —murmuró, y cogió la lumbre.

Observé cómo Ernaud ponía los pies sobre varios tablones que se suspendían sobre el foso. A su peso, uno de ellos se movió, pero él lo juntó con su propio pie y continuó caminando muy despacio, guiando al caballo. Consiguió dar los cuatro pasos que lo separaban del otro lado del foso, donde comenzaba un talud natural que descendía hasta el bosque, por el que se perdió guiando la montura.

—Orengarda, pasa tú primero —le indicó Munia.

La nodriza miraba aquellas tablas como si fueran brasas candentes que tuviera que atravesar. Munia la sujetó con la mano mientras daba los primeros pasos, cortos e indecisos, por encima de la madera.

—Pasa deprisa, no tengas miedo. Yo te sujeto.

Orengarda dio dos pasos con la mano aferrada a la sujeción de Munia, después la soltó y se quedó quieta con los brazos extendidos para mantener el equilibrio. Vacilante, dio otros dos pasos más hasta que llegó a tierra firme. Se volvió con el rostro transido por el susto y la mano en el pecho, como si quisiera evitar que el corazón se saliera de su lugar.

—Es tu turno, Mabilia —me indicó Munia.

La miré en silencio mientras daba un beso en la frente de Achard, que permanecía inmóvil y somnoliento.

—Cuídalo, Mabilia, es tu hermano. De la defensa de sus derechos también dependerá tu futuro.

Esbocé una sonrisa.

—Gracias, Munia, gracias por todo lo que has hecho por mí.

Ella me devolvió la sonrisa y asintió levemente con la cabeza. Me cogió la cara con las dos manos y me besó en la frente.

—Cuídate, pequeña, y no dejes que nadie maneje tu vida.

—Vamos, señora, tenemos que marcharnos.

Orengarda habló desde el otro lado del foso con una voz quebrada y en tono muy bajo.

Abracé a Achard con fuerza y me dispuse a cruzar por encima de las tablas. Sentí que Munia me agarraba por detrás de la cintura.

—Yo te sujetaré.

Mi caminar era más complicado porque al llevar a Achard apenas veía dónde pisaban mis pies, así que medí cada uno de mis pasos equilibrándome con la sujeción de Munia a mi espalda, hasta que Orengarda me alcanzó al otro lado.

Me volví hacia Munia, que mantenía la candela en alto. Pude ver entonces que su rostro estaba tenso y constreñido para evitar el llanto. Sentí un estremecimiento al mirarla. Desde que mi padre se había ido me había sentido como una extraña en mi propia casa, y la única que había hecho mi vida algo más agradable había sido aquella mujer que quedó atrapada en ese lugar ahora tan hostil.

Orengarda me instó para que iniciara el descenso del talud. Ernaud y el caballo habían desaparecido en la profundidad del oscuro terraplén que se abría a mis pies, pero podía ver las huellas sobre la nieve acumulada en el suelo gracias al tenue resplandor titilante que refulgía de la candela de Munia.

Comencé a bajar después de Orengarda, que medía cuidadosamente cada paso que daba, mientras yo agarraba con fuerza el cuerpecito de mi hermano. Hubo un momento en el que, debido a que el desnivel era muy pronunciado, me senté sobre la nieve y me deslicé hasta llegar a un terreno más llano justo antes de introducirnos en la frondosidad del bosque. Allí, en una oscuridad persistente en la que sólo se percibían las sombras en movimiento, nos esperaba Ernaud con una pequeña candela encendida. Ayudó a subir a Orengarda al caballo y, una vez sentada y colocada, me tendió sus brazos para que le pasara a Achard, ajeno a lo que ocurría a su alrededor.

—Sube tú también —me dijo Ernaud cuando Achard quedó en el regazo de la nodriza—. Yo guiaré al caballo.

Le hice caso. Iba a necesitar todos sus sentidos para orientarse en aquella oscuridad. Me instalé detrás de Orengarda y el animal inició su paso lento. Anduvimos casi a ciegas, con un paso sigiloso y medido. Cuando nos habíamos alejado lo suficiente del castillo, Ernaud encendió una antorcha que iluminaba algo más que la exigua llama de la candela de aceite. Lo miré desde lo alto del caballo. Llevaba una capa de lana recia que le llegaba hasta la rodilla y había cubierto sus pantorrillas con piel de cordero anudada con cordones de cuero. Llevaba la cabeza cubierta con la capucha y la luz resplandecía a su alrededor.

La mayor parte del camino la hicimos en silencio. El viento y la nieve amainaron al cabo de un rato, lo que hizo algo más agradable el viaje a pesar del frío del ambiente. Sabía que el señorío de Coucy se encontraba hacia el sur, cerca de Mâcon, a medio día de distancia a pie o cabalgando al paso.

No nos detuvimos en ningún momento y, a veces, pegando mi rostro a la cálida espalda de Orengarda, dormité entre sueños al compás del balanceo de la montura.

El caballo se detuvo de repente y vi cómo Ernaud apagaba la antorcha.

—¿Qué ocurre? —pregunté en un susurro.

—La fortaleza de Coucy está allí.

Tenía los ojos puestos en el horizonte, que ya empezaba a clarear tiñendo las sombras de tonos grises.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Orengarda—. Pronto estaremos a salvo.

Ante nosotros se abría una extensa llanura sobre la que se elevaba un cerro en el que se mostraba, como dibujada en el horizonte, la silueta oscurecida de una fortaleza. Miré al cielo cubierto de nubes que se abrían en brechas desiguales y reflejaban los sutiles colores anaranjados de un sol que iniciaba su ascenso.

Reanudamos la marcha, con la sensación de tener un destino cierto y visible. Pensé en que pronto podría caldear mi cuerpo entumecido por el frío y el viaje nocturno frente a la gratitud de un fuego y comer algo caliente que calmase el rugido de mi estómago vacío.

En seguida vimos las teas que iluminaban la puerta de acceso y las figuras de varios hombres que se removieron en cuanto atisbaron nuestra presencia.

Nos detuvo una voz potente que retumbó en el silencio.

—Alto, ¿quién va?

—Venimos a ver al señor de Coucy —gritó Ernaud.

—¿Para qué queréis verle?

—Entrégales la carta de mi señora —le dijo Orengarda a Ernaud, sacándose de entre sus ropas un pergamino doblado.

Ernaud lo cogió y lo alzó en la mano dirigiéndose hacia los soldados de la guardia.

—Traigo una carta para él de su hija Munia desde el castillo de Montmerle. Conmigo viene su hijo Achard, el nieto del señor de Coucy.

Tres soldados se acercaron a caballo hasta nosotros con el yelmo ceñido a la cabeza y con la espada alzada. Uno de ellos se aproximó receloso a Ernaud. Cogió la carta que mantenía sujeta y una vez que la tuvieron, los tres picaron los traseros de sus cabalgaduras y, al galope, se retiraron hacia la fortaleza.

En ese momento, Achard se despertó y se removió, inquieto. Seguramente el hambre empezaba a hacer mella también en él, porque las protestas se fueron haciendo cada vez más ruidosas y, como apenas podía moverse envuelto en tantas mantas, rompió a llorar. Orengarda intentaba calmarlo. Yo me bajé de un salto del caballo y le dije que me lo entregase. Mientras, Ernaud miraba hacia los soldados a la espera de que decidiesen dejarnos acceder a la fortaleza.

Vimos cómo cuatro hombres montados a caballo, dos de los cuales portaban antorchas encendidas, se acercaban hasta nosotros. Nos rodearon sin decir nada. Achard lloraba desconsolado en mis brazos.

—¿Y cuál es el motivo de vuestra visita a horas tan intempestivas? ¿No habéis podido esperar a que amaneciera? No es normal viajar en plena noche, nevando y con un niño tan pequeño.

Las dudas de aquel hombre eran evidentes.

—El nieto del señor de Coucy está en peligro —replicó impaciente Ernaud—. Quieren matarlo.

—¿Qué clase de peligro?

—Las explicaciones se las daremos al señor de Coucy —intervino Orengarda—, haced el favor de llevarnos a su presencia si no queréis meteros en un buen lío.

—¿Y tú quién eres? —preguntó con altivez el soldado.

—Soy tu madre, estúpido.

El silencio cortante, sólo roto por el relinchar de los caballos y el llanto de Achard, dio paso a la voz balbuciente del soldado:

—Madre… pero… ¿qué hacéis vos aquí?

—Llevadnos dentro y te lo explicaré todo —respondió ella.

Sin más que decir, con el soldado que nos había hablado algo aturdido por un encuentro no esperado, nos escoltaron hasta el interior de la fortaleza. El soldado vigilaba a su madre de reojo, pero Orengarda no lo miraba; su rostro reflejaba una serena preocupación, como si el reencuentro con su hijo le importase mucho menos que el problema que nos había arrastrado hasta allí en plenanoche.

El día brindaba ya los colores claros de una mañana que se prometía soleada, pues las negras nubes que habían descargado la nieve durante la noche se dispersaban veloces, diluyéndose en jirones blanquecinos.

Antes de ascender la pendiente del cerro sobre el que se erguía la fortaleza, me di cuenta de que nada tenía que ver con el castillo de Montmerle. Tan sólo se veía una torre de madera y piedra de tres alturas con pequeñas ventanas en uno de sus lados, rodeada de un muro de empalizada y tierra apisonada que la cerraba y que a su vez estaba rodeada de un foso lleno de agua.

Atravesamos el puente levadizo, muy tosco en comparación con el que daba acceso al castillo de mi padre, y entramos en un patio pequeño, con el brocal de un pozo a un lado, un abrevadero y, además de la torre en el centro, distintas cabañas de madera y barro de donde entraban y salían algunas criadas que llevaban leña, paja o cubos de agua de un lugar a otro, mientras que unos pocos soldados preparaban sus armas para cambiar el turno de guardia.

Mis sentidos se despertaron súbitamente cuando percibí el agradable aroma a pan cocido. Achard seguía inquieto, llorando a ratos, callando otros, entretenido con cualquier cosa que le llamara la atención a su alrededor. Dos criados que no tendrían más de diez años se acercaron corriendo para sujetar las riendas de los caballos de los soldados que ya desmontaban. Ernaud continuó sujetando las bridas del que todavía montaba Orengarda. El soldado que había resultado ser su hijo se acercó hasta ella y la ayudó solícito a descender de la montura. Nunca hubiera pensado que Orengarda tuviera hijos, pero era lógico que así fuera porque ella amamantó a Munia; por lo tanto, calculé que aquel soldado debía de tener la misma edad que ella. Orengarda descendió con dificultad, quejándose de que tenía los músculos entumecidos.

—¿Qué ha ocurrido, madre? ¿Por qué habéis tenido que salir del castillo en plena noche?

—Ya te lo explicaré, Guillen —contestó ella mientras se colocaba la capa—. Ahora, llévanos a la presencia del señor. Es un asunto urgente.

Ernaud, sin llegar a soltar las riendas del caballo, se alejó en compañía de los dos criados que guiaban al resto de los animales al abrevadero.

Nos dirigimos a las escalinatas que ascendían a la primera planta de la torre. A un lado había una puerta de la que salían varios soldados colocándose las lorigas. Nos miraron con recelo y continuaron su camino.

Subimos las escaleras siguiendo al hijo de Orengarda y entramos en una sala amplia, con una mesa larga y recia rodeada de una bancada.

—Esperad aquí, voy a avisar al señor de Coucy.

Guillen desapareció por una tosca escalera de tablones que ascendía al piso superior. Escuché pasos sobre nuestras cabezas. Al fondo, una chimenea de piedra albergaba en su regazo un enorme fuego que caldeaba toda la estancia; me acerqué con mi hermano en brazos hacia ella para recuperar el calor perdido durante las horas del viaje. Al calor de la lumbre, despojamos al niño de parte de sus envoltorios de lana y piel. Después lo hicimos nosotras, agradeciendo poder desprendernos del frío relente incrustado en la ropa y que a mí ya me estaba haciendo tiritar desde hacía un rato.

A la izquierda estaban las únicas dos ventanas que tenía la estancia, dos pequeños huecos abiertos en la pared de madera, y a mi derecha colgaban desde el techo recios cortinajes de color oscuro que ocultaban el resto de la cámara. El crujido del suelo de madera quedaba algo amortiguado por la paja limpia que se había esparcido en cada rincón. Tres hachones de junco, cuya llama parpadeaba refulgente, ardían sujetos a los ganchos de la pared. El fuerte olor del sebo fundido se mezclaba con el aroma a quemado de los carrizos y un penetrante tufo a sudor. Las ventanas estaban cerradas con pieles engrasadas, lo que aumentaba la sensación cargada del ambiente.

Miré a Orengarda y le pregunté en voz baja:

—¿Es tu hijo de verdad?

—Sí, es el mayor de tres chicos. Los otros murieron demasiado pronto.

—¿Desde cuándo no lo ves?

—Lo dejé siendo un adolescente atolondrado y ahora, míralo, soldado de la fortaleza. Ciertamente, no esperaba tanto de él.

Hablaba con desapego, como si le importase muy poco. Ni siquiera se habían abrazado, o besado, ni tampoco se habían mostrado afecto filial alguno. Pensé en mi padre, y también en la madre a la que nunca llegué a conocer. Pensé en cómo me hubiera tratado ella si hubiera podido crecer a su lado.

Al otro lado de las cortinas se oyó una tos con un desagradable carraspeo, prueba de que allí había gente durmiendo. De nuevo se escucharon pasos en el piso de arriba y de inmediato vi que alguien descendía por los escalones, primero sus pies, sus piernas y por último comprobé que era Guillen; tras él iba otro hombre que bajaba más despacio. Cuando pude distinguir su cara, vi que se nos quedaba mirando con sorpresa, como si además de no entender el motivo de nuestra visita no estuviera muy contento de recibirnos.

—¿Qué hacen aquí?

El hombre de aspecto fornido, cubierto con un lujoso brial de color rojo forrado de piel de ardilla, medias de lino de rayas y un buen calzado de piel ajustado al tobillo, hablaba con autoridad al hijo de Orengarda, sin dejar de mirarnos. Guillen, que parecía amedrentado ante su presencia, le cuchicheó algo que no acerté a entender.

Orengarda se puso en pie tras haber dejado en el suelo, sentado junto al fuego, a Achard. Noté en ella un gesto de desagrado.

—Soy yo, Garim, no sé si me recuerdas, la nodriza de…

—Te recuerdo perfectamente —interrumpió él, con gesto agrio—. ¿Qué hacéis aquí?

—Me envía Munia. Necesito ver al señor de Coucy. Es urgente.

Noté la tensión entre ambos.

—El señor descansa en estos momentos.

—He de verlo; su hija y su nieto están en peligro… en grave peligro.

—¿Qué clase de peligro?

—Necesitan protección. Ya sabrás de la muerte del conde de Montmerle.

—Lo sé. Mi señor envió una delegación a los funerales, últimamente no goza de buena salud.

—Siento profundamente esas noticias —agregó Orengarda—, pero tengo que verlo. Geoffroi, el hermano del difunto conde, pretende quedarse con lo que le corresponde a Achard, el único hijo varón que alumbró mi señora Munia. Este niño es el nieto del señor de Coucy y el nuevo conde de Montmerle. Necesita protección porque su vida corre peligro.

Aquel hombre mantuvo un rato de silencio arrogante, sin disimular su reticencia en nuestra presencia. Se acercó despacio hasta nosotros. Miró al niño con un ofensivo desprecio y luego me dedicó un ligero vistazo, como si mi persona no mereciera atención alguna.

—¿Vienes a traer conflictos? —espetó de repente.

—Es el nieto del señor…

—¿Y ella? —interrumpió, refiriéndose a mí sin ni siquiera mirarme.

—Es la hija del conde Achard y de su primera esposa. Munia la ha criado como si fuera su propia hija.

—¿También ella está en peligro?

La pregunta fue formulada con un tono tan displicente que sentí una punzada en el estómago. Había creído que en aquel lugar estaría segura de las intenciones de Geoffroi, pero por primera vez me di cuenta de que seguía siendo igual de vulnerable que en el castillo.

—Su tío Geoffroi pretende desposarla.

—Ése no es un problema que merezca protección.

—Son tío y sobrina —espetó Orengarda con gesto agrio—, ¿es que has olvidado las reglas de la Iglesia?

—No es asunto de nuestra incumbencia con quién se case Geoffroi de Montmerle.

—Solicito la protección del señor de Coucy.

—¿Tú, una simple nodriza que ha huido en plena noche llevándose consigo a los hijos del conde? Sigues siendo muy osada, Orengarda.

—Vengo por orden de mi señora; Guillen tiene la carta que ella misma escribió para su padre.

—Ah, sí, la carta —añadió con gesto irónico—, en ella Munia dice que recibamos a su hijo Achard, nada dice de ti o de… —esta vez sí que me miró con indolencia— ella.

—Quiero ver al señor de Coucy —insistió Orengarda.

Era evidente que entre ellos no había una relación pacífica, existían demasiadas espadas en alto para hablar con tranquilidad.

—Munia ya no pertenece a esta casa. Se debe al linaje de su esposo. El señor de Coucy es vasallo del conde de Montmerle, ¿qué pretendes, vieja estúpida, enfrentar a mi señor contra el conde?

—El conde de Montmerle ha muerto —replicó la nodriza, alzando la voz.

—Pues lo que debe hacer doña Munia es asumir su viudedad con dignidad. Podrá contraer nuevo matrimonio y, si ése no es su deseo, puede optar por entrar en un convento. Su vida no corre ningún peligro por enviudar, muchas son las mujeres que quedan solas y no salen corriendo a pedir ayuda.

—¿Qué es lo que ocurre?

Nos volvimos hacia los cortinajes por los que acababa de aparecer un hombre con aspecto algo desaliñado, flanqueado por dos sirvientas que intentaban abrocharle una pesada túnica de color rojo con incrustaciones de oro y brocados en las mangas. Se lo veía molesto y ceñudo.

—¿Qué es todo este jaleo, Garim? Sabes que duermo mal y, cuando consigo conciliar el sueño, una absurda discusión me arranca del descanso.

Comprendí que aquel anciano recién espabilado era el señor de Coucy, el padre de Munia y dueño del señorío en el que nos encontrábamos. Parecía un hombre muy avejentado; iba encorvado, y su paso era vacilante como si fuera a desplomarse a cada movimiento. Garim se acercó hacia él solícito, mostrando un gesto servil.

—Señor, siento mucho haberos molestado, pero ha llegado Orengarda, la nodriza, viene con el hijo de doña Munia.

—¿Es cierto que este niño es mi nieto? —interrumpió el anciano con cierto desprecio hacia el hombre, al que apartó con la mano de su camino para dirigirse hacia donde estaba mi hermano Achard.

—Sí, señor —contestó Orengarda con un gesto de satisfacción y cogiendo al niño en brazos para mostrárselo—. Se llama Achard, como su padre, tiene dos años. Como veréis, señor, es un niño hermoso y sano.

El señor de Coucy miraba obnubilado a su recién descubierto nieto. Garim, al ver la escena, hizo un mohín reprobatorio.

—¿Qué le ha pasado a mi hija, por qué no ha venido ella misma a presentarme a mi nieto?

—Señor, su esposo, el conde de Montmerle, ha muerto en Tierra Santa…

—Cuánto lo lamento, era un buen hombre; que Dios Todopoderoso lo tenga en su gloria.

Orengarda se extrañó de la reacción del anciano; por su consternación parecía ignorar la noticia.

—¿No lo sabíais, señor? —le preguntó Orengarda, sorprendida—, ¿no sabíais que vuestro yerno había muerto?

—No, Orengarda, desconocía la fatal noticia.

Orengarda, inquieta, miró a Garim y éste le sostuvo la mirada altiva y desafiante.

—Veréis, señor, el hermano del conde, Geoffroi de Montmerle, pretende arrebatar la herencia que sólo pertenece a vuestro nieto. Para ello, mi señora está segura de que hará todo lo que sea necesario para eliminar al niño, por eso me envía para que vos le otorguéis protección, ya que teme por su vida.

El anciano se quedó con los ojos fijos sobre Achard, absorto, dibujando poco a poco una leve sonrisa en los labios, entre la sorpresa y la incredulidad e intentando disimular la ternura senil que le causaba encontrarse por primera vez con su pequeño nieto, del que no tenía noticia de su existencia. Y ahora lo tenía frente a él, tímido, vivo y presente.

Entonces reparó en mi presencia.

—¿Y ella?

Instintivamente, me puse tensa, como si alguien fuera a atacarme y tuviera que prepararme para recibir el golpe.

—Es Mabilia —se apresuró a contestar Orengarda—, la hija de la primera esposa del conde. No os acordaréis porque era muy pequeña cuando se celebraron los esponsales entre Munia y su padre.

El señor de Coucy se volvió hacia Orengarda con gesto contrariado. A pesar de que llevaba caros ropajes, mostraba un aspecto astroso y abandonado, el pelo blanco y ralo todavía estaba alborotado, y en su rostro asomaba una barba hirsuta y descuidada. Sus ojos grises eran tan claros que parecían nácar lechoso incrustado en los pliegues de su piel blanca.

El momento de silencio fue aprovechado por Garim para intervenir:

—Se han escapado del castillo, señor.

—¿Y qué han hecho para que tengan que escapar de su propia casa?

—Señor —intervino Orengarda con la intención de no darle la oportunidad de hablar a Garim—, el hermano del difunto conde quiere arrancar…

—Eso ya me lo has dicho, Orengarda. Pero si habéis escapado del castillo y venís a refugiaros aquí se plantea un conflicto de gran envergadura que yo no estoy dispuesto a afrontar; soy vasallo del conde, le debo lealtad, no puedo daros cobijo. Este niño pertenece al linaje de los Montmerle, y esta joven, ¿qué hace aquí?

—Es la prometida del hermano del conde, Geoffroi de Montmerle —contestó Garim, artero.

Sólo entonces, se volvió hacia él para mirarlo con gesto sorprendido; después, retornó su mirada hacia Orengarda.

—¿Habéis salido huyendo del castillo con la prometida de Geoffroi?

Vi cómo Orengarda bajaba los ojos al suelo con un gesto derrotado.

—Sí, señor, así me lo pidió vuestra hija Munia.

—¿Y mi hija, por qué no ha venido ella?

—Creyó conveniente enviar a los niños aquí para protegerlos.

Garim se acercó al anciano y volvió a interrumpir, impaciente:

—Señor, si me permitís, Munia y estos niños están bajo la protección del condado de Montmerle; si los escondemos aquí y les otorgamos la protección que nos solicita esta mujer, crearemos un grave enfrentamiento de consecuencias imprevisibles para nosotros. Esta niña es la prometida de Geoffroi, y esta mujer la ha arrancado de su custodia trayéndola aquí para intentar eludir el compromiso contraído.

—¿Qué creéis que debemos hacer, Garim? —preguntó el anciano con la mirada ausente.

—Creo que deberíais dar aviso al castillo de Montmerle. Debéis adelantaros, señor, antes de que aparezcamos como culpables de esta absurda fuga.

Orengarda insistió en convencer al anciano de que debía otorgarnos la protección solicitada.

Señor, si el niño regresa al castillo, su tío lo matará.

El señor de Coucy se volvió hacia ella con gesto arisco.

—¿Quién te crees que eres para verter semejante acusación contra caballero, un noble al que debes servir?

Orengarda calló y bajó la mirada al suelo.

—¿Ordeno la salida de los hombres hacia el castillo de Montmerle, señor? —preguntó Garim, con gesto de satisfacción.

—Sí. Y considerad a mi nieto y a la hija del conde como nuestros invitados; que coman y descansen, parecen agotados.

Sus ojos recios de antiguo guerrero se enternecieron de nuevo al ver que mi hermano Achard le acercaba una mano como si quisiera tocar su rostro y le decía con lengua de trapo algo que nadie entendió, pero que a él le debió de sonar a gloria por la cara que puso.

—Así que tú eres mi nieto.

Vi a Garim hablar con el hijo de Orengarda, que de inmediato salió de la torre. Después, aquel hombre de caros ropajes que parecía manejar la vida del señor de Coucy en la sombra regresó junto al anciano, que jugueteaba con su recién conocido nieto.

—Señor, os lo suplico… —Escuché la voz de Orengarda ahogada en su garganta, en un intento inútil de hacer comprender algo imposible para la mente de un guerrero vasallo, sometido a la lealtad absoluta de su señor—. Las cosas en el castillo han cambiado mucho en pocos meses. Vuestra hija está en peligro.

Tal y como me esperaba, el señor de Coucy suspiró molesto.

—Yo no puedo poner en peligro la paz de la fortaleza por un niño. Tú, mujer, no tienes ni idea del significado de la lealtad. Estoy seguro que todo es un malentendido de mi querida hija. Hablaré con Geoffroi y arreglaremos esto entre caballeros. No hay nada que temer, mi nieto se criará como le corresponde a su linaje. Si le diera cobijo como sugerís, lo estaría tratando como un fugitivo huido de su castillo.

—¡No es un fugitivo —replicó Orengarda, mostrando claramente su enfado—, se trata de vuestro nieto!

—No me repliques, mujer, o mandaré que te azoten hasta que no te quede ni una tira de piel sana.

Orengarda sabía que estaba jugando con fuego y se calló. No podía luchar contra el destino. Comprendí entonces que, en su estado de desesperación, Munia no había contado con que su padre pudiera rechazar la protección a su nieto si con ello ponía en peligro su propia seguridad. Tampoco conocía el deterioro mental que sufría su padre, con lagunas en su lucidez, despistado o confundido, circunstancia que estaba aprovechando Garim, su hombre de confianza. Según me había contado Munia, su padre había sido un luchador aguerrido y fuerte que había intervenido en mil batallas y que se había pasado media vida combatiendo. Nunca habíamos recibido su visita en el castillo porque a los pocos meses del matrimonio de Munia con mi padre, Sigfredo de Coucy se había embarcado en un largo viaje hacia Oriente que lo mantuvo alejado de la fortaleza más de seis años. Munia no tuvo noticias suyas durante todo ese tiempo, tan sólo que había regresado con vida.

El señor de Coucy ordenó que nos acomodasen en una estancia construida junto a la torre. Dos criadas, a las que Orengarda no conocía, nos sirvieron leche caliente, miel con pan blanco recién hecho, unas manzanas y una jarra de cerveza demasiado agria para mí.

—¿Voy a tener que volver al castillo? —pregunté a Orengarda en cuanto las criadas salieron.

—Me temo que sí, pequeña. No hay más remedio.

—No quiero regresar. Me escaparé con mi hermano.

Apenas reconocí mi voz saliendo entre mis labios. Quería huir de mi destino, no quería someterme, no quería casarme con mi tío y soportar sus malos modos el resto de mis días, y a pesar de ello me di cuenta de que me faltaba el valor suficiente para reconocer mi rebeldía. Siempre había sido dócil y sumisa, pero algo en mi interior clamaba por salir, bullía en mi cabeza confundiendo mis pensamientos.

Orengarda me miraba con una mezcla de ternura y tristeza.

—¿Adónde irías tú con un niño que apenas camina?

Abrí los labios para contestar, pero los volví a cerrar. No sabía qué decir ni lo que debía hacer: quedarme y esperar el negro futuro que me deparaba mi regreso al castillo o huir de una vez y enfrentarme por primera vez en mi vida a un destino incierto pero elegido por mí. Me asustaban mis propios pensamientos, mis cavilaciones. Era como si algo se hubiera despertado dentro de mí y bramara por salir.

Pensé en el testamento que llevaba conmigo. Tenía que esconderlo en un lugar seguro.

—Come, Mabilia —me dijo Orengarda al verme con el pan untado de miel en mi mano sin que me lo llevara a la boca—. Necesitamos descansar. Luego pensaremos con más claridad.

—Pero si regreso, me tendré que casar con mi tío —repliqué, ensimismada.

Orengarda habló con la boca llena:

—El matrimonio es el destino de las mujeres. Si sabes hacer bien las cosas, puedes tener mucho poder sobre la casa. Al fin y al cabo, te convertirías en la condesa de Montmerle.

Las palabras de Orengarda me supieron a una amarga derrota, a una capitulación que yo no estaba dispuesta a aceptar.

—No me corresponde a mí ser la condesa de Montmerle…

Orengarda no dijo nada, bajó los ojos y acunó a mi hermano que, después de alimentarse, se quedó dormido.

Me tumbé sobre el jergón, pero no cerré los ojos. De pronto, el agotamiento que sentía había desaparecido. Mi cabeza daba mil vueltas a lo que debía o no debía hacer, y pensé en Ernaud. Esperé un rato hasta que escuché los ronquidos de la nodriza. Me incorpore y comprobé que dormía profundamente junto a mi hermano. Con mucho sigilo, me levanté y salí al patio. A pesar de que el día había amanecido despejado, corría un viento gélido que de vez en cuando barría con fuerza la suciedad del suelo formando torbellinos de vareda que se arremolinaban en los rincones para luego ir disipándose. La actividad en aquellos momentos era enorme; mujeres y hombres de todas las edades se afanaban en poner en marcha las tareas de la fortaleza; los criados iban y venían con viandas para la cocina o en dirección a la torre; otros se apresuraban a cambiar la paja de los establos, cepillaban los caballos, daban de comer a los animales, partían leña y la amontonaban, mientras que otros la llevaban a la torre para alimentar las chimeneas; había dos hombres fabricando velas de sebo, un herrero que encendía la fragua, un hombre joven y sonriente recibía a las mujeres que llevaban sacos de harina para amasar el pan y cocerlo en un horno que había junto a la cocina y de donde continuaba saliendo un agradable olor a hogaza recién hecha. Parecía una pequeña aldea rodeada de una empalizada con todo lo imprescindible para poder sobrevivir durante largo tiempo a un posible asedio. Los campesinos procedentes de los campos de alrededor entraban con sus carros o montados en sus muías cargados con productos de su cosecha, frutas, hortalizas, barriles de leche y cerveza. El arco de la entrada —el único que había de piedra y que soportaba el puente por el que salvaban el foso y el rastrillo ahora elevado— estaba tan concurrido que no se distinguía muy bien quiénes entraban y quiénes salían. Pensé que podría resultar fácil salir sin que nadie se fijase en mí.

Busqué a Ernaud en las cuadras y allí lo encontré, dormido sobre la paja junto al caballo de mi padre. Me acerqué y toqué su hombro con cuidado. Su sueño era tan profundo que ni siquiera se movió. Volví a tocar su hombro con algo más de fuerza y se incorporó de repente, tan rápido que me asustó y me eché hacia atrás.

—¿Qué… qué quiere… qué…?

Los ojos de Ernaud estaban abiertos, pero su mente todavía permanecía sumida en la profunda somnolencia de la que yo lo había arrancado. Decía palabras inconexas, sin sentido, y parecía no saber dónde estaba ni qué hacía allí. Yo lo observaba desde la distancia, apurada por haberlo despertado tan bruscamente. Sus ojos repararon en mí y se quedó mudo, mirándome.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Lo siento, siento haberte despertado, pero he de hablar contigo.

Bostezó con pereza, abriendo la boca sin ningún reparo a mi presencia. Dejó caer los brazos después de estirarse y volvió su atención a mí.

—¿Qué ha pasado?

Me acerqué a él y me senté a su lado, derrotada.

—El señor de Coucy ha dado aviso al castillo de que estamos aquí.

—Es lo normal. Ahora Geoffroi tendrá que escuchar su voz, su nieto es el heredero de tu padre, sólo él es el conde de Montmerle. Ya verás cómo le hace entrar en razón.

Se calló cuando vio como movía la cabeza negando sus palabras y permanecía en silencio, con la mirada perdida en el vacío de aquel lugar oscuro y cargado de un fuerte olor a orines.

—No, Ernaud, el señor de Coucy no va a proteger a mi hermano y mucho menos a mí. Es vasallo del condado.

—Por eso mismo —replicó convencido—. Debe lealtad al conde.

—No lo veo yo tan claro, es un hombre muy anciano y la verdad es que no está muy lúcido.

—A pesar de todo, sigue siendo un caballero, y los caballeros lo son hasta la muerte. Y si un hombre ha prestado su lealtad a otro, se la debe pase lo que pase, a no ser que quiera caer en la traición.

—Pero, por lo visto, para todo el mundo el conde es Geoffroi; mi padre lleva mucho tiempo fuera y mi tío se ha encargado durante estos años de aparecer como el conde de Montmerle. Nadie reconoce a mi hermano como heredero de mi padre.

—Yo sí.

Lo dijo con tanta seriedad que me enterneció. Lo miré y le dirigí una sonrisa cansada.

—Lo sé, Ernaud, pero hasta Orengarda se ha rendido.

—Entonces, ¿tendrás que regresar al castillo?, ¿y tendrás que casarte con tu tío?

—Eso parece.

Se escuchaban las voces de la gente, los relinchos de los caballos que se movían a nuestro alrededor, los hachazos sobre la madera de los que cortaban la leña. La vida continuaba a pesar de todo. A nadie le importaban ni mi hermano y sus derechos ni, por supuesto, mi futuro.

—Yo no regresaré al castillo —dijo Ernaud de repente con decisión.

—¿Y adónde irás?

—Sé de un sitio donde no me encontrarán. Tú te casarás con tu tío a pesar de todo, pero si yo regreso me matará en cuanto llegue por haberos ayudado a escapar.

Me quedé pensativa. ¿Cómo iba a reaccionar Geoffroi a nuestro regreso? Volví a pensar en el testamento de mi padre, tenía que esconderlo en algún lugar seguro, era la única posibilidad que le que daba a mi hermano y, como me había dicho Munia, de su futuro también dependía el mío propio. Sólo con aquel documento mi hermano podría defender su derecho, sólo con él podría demostrar la usurpación de mi tío y probar ante todos la traición a mi padre para quedarse con el condado.

Me di cuenta de que tenía que huir y esconder el testamento hasta saber en quién podía confiar.

—¿Podría acompañarte? —pregunté de repente, apenas sin pensar.

—¿Adónde?

—A ese lugar al que te vas a ir para que nadie te encuentre.

Lo noté desconcertado por mi propuesta. Estaba claro que no lo esperaba de mí.

—No puedes… —balbució indeciso.

—¿Por qué?

—Pues… porque en ese lugar sólo pueden entrar hombres.

—Ah…, ya…, comprendo.

Me levanté sin poder disimular mi decepción.

—¿Cuándo te irás? —le pregunté.

Encogió los hombros antes de contestar.

—No sé, en cuanto pueda. Tengo que pensar.

Sentí que se me hacía un nudo en la garganta e hice un esfuerzo para evitar que el llanto asomara a mis ojos.

—Bien, pues entonces te dejo. Si no te veo, te deseo que tengas mucha suerte.

Me dedicó una larga mirada, tan fija y tan escrutadora que me estremecí.

—También te la deseo a ti, Mabilia.

Salí del establo, confusa. El agotamiento que arrastraba de estar toda la noche en vela empezaba a hacer mella en mi cabeza. Me pesaban los párpados y sentía una presión interior que me impedía pensar con claridad. Entré en la pequeña estancia donde aún dormían Orengarda y mi hermano. Me senté junto a Achard y lo miré durante un rato largo. Sin darme cuenta, empecé a llorar. Una y otra vez me preguntaba qué iba a ser de nosotros.

Al final, me recosté junto a mi hermano, acaricié su mano pequeña y suave, y me quedé completamente dormida.

Un alboroto de voces y cascos de caballos me arrancó de mi profundo sueño. Abrí los ojos y vi vacío el lecho de Achard. Me incorporé y miré a mi alrededor para comprobar que estaba sola. Me di cuenta de que estaba empezando a anochecer. Me levanté, salí al exterior y vi que la gente estaba muy alterada. Había muchos caballos que se movían y relinchaban inquietos y sudorosos, como si acabasen de llegar de un largo y apretado galope. Los criados iban y venían todavía desconcertados, unos intentando calmar a los animales mientras otros se dirigían a la cocina portando cestas llenas de frutas, verduras, conejos ya despellejados y otras viandas.

Una criada pasó delante de mí con tres gallinas muertas que colgaban de su mano.

—¿Qué ocurre? —le pregunté.

—Ha llegado el conde de Montmerle.

La mujer se alejó con las cabezas de las gallinas balanceándose al son de sus pasos. Geoffroi debía de haber cabalgado al galope para presentarse tan pronto. Entonces pensé en Achard. ¿Dónde estaban mi hermano y Orengarda? Miré a mi alrededor, aturdida. Junto a la escalinata que subía a la torre vi a Orengarda con Achard en brazos hablando con su hijo. Corrí hacia ellos.

—Orengarda, ¿qué ocurre? —volví a preguntar, ingenua.

—Está aquí, Mabilia, tu tío Geoffroi ha llegado.

El hijo de Orengarda le dijo algo al oído y se alejó para subir por las escaleras que accedían al salón de la torre.

—Orengarda, ¿qué va a pasar?

Mi hermano me echaba los brazos para que lo cogiera, pero en ese momento el hijo de la nodriza se asomó y nos hizo una seña para que subiéramos.

—Ahora nos enteraremos de lo que va a pasar, pequeña. Sígueme.

Subimos la escalinata como si fuéramos a la horca, lentas, pausadas, con el gesto serio y tenso. Cuando accedimos al salón, el hijo de Orengarda nos indicó que nos situásemos a un lado. Me costaba respirar, no sé si porque estaba muy nerviosa o por el aire cargado. El fuego ardía en la chimenea en la que nos habíamos calentado por la mañana y su calor se mezclaba con el fuerte sudor que desprendía la docena de hombres que acababan de llegar de viaje. Todos estaban de pie, alrededor de la mesa. El señor de Coucy se había situado en la cabecera del tablero y junto a él Garim, como si fuera su sombra. A ambos lados, soldados vestidos soldados vestidos con sus lorigas. En seguida vi a Geoffroi situado a la derecha del señor de Coucy, acalorado y tenso.

Hablaban entre ellos con gesto serio, pero interrumpieron la conversación tan pronto como Garim les advirtió de nuestra presencia.

—Aquí los tenéis, mi querido Geoffroi, sanos y salvos. Vuestro sobrino y vuestra futura esposa; he de felicitaros por la elección.

Geoffroi me dedicó la mirada más ladina, malvada y posesiva que jamás había recibido. Se acercó a nosotros lentamente, mientras los hombres se apartaron para dejarle paso. Yo no podía moverme, a pesar de que deseaba salir corriendo. Cuando llegó frente a mí, bajé la mirada al suelo, temerosa de sus ojos. Sentía su atención clavada sobre mí, su respiración acelerada, el cálido sudor que desprendía su cuerpo. El golpe me cogió tan desprevenida que caí al suelo con violencia. Oí el grito ahogado de Orengarda, incluso escuché un leve llanto de mi hermano. Me quedé en el suelo, con la mejilla ardiendo como si en vez de una bofetada me hubiera puesto un hierro candente sobre la piel. La cabeza me daba vueltas y estaba aturdida. Sentí el sabor dulzón de la sangre en la boca. No me atrevía a moverme, ni siquiera quise mirar para ver dónde estaba Geoffroi.

—¡Levántate!

La voz dura y autoritaria de Geoffroi me hizo reaccionar, amedrentada por un miedo cerval a su reacción. Me levanté sin alzar la vista, con los hombros encogidos y conteniendo a duras penas el llanto por el dolor que sentía en la cara y en lo más profundo de mis entrañas. Mis ojos veían las calzas de hierro que cubrían los pies de Geoffroi y que le subían hasta las rodillas. Lo tenía frente a mí. Mantuve la respiración hasta que vi cómo se dirigía a Orengarda. Alcé la vista, asustada, y mis ojos se cruzaron con los ojos de terror de la nodriza. En un gesto rápido, echó a mi hermano a mis brazos. Él protestó un instante, pero lo mantuve apretado contra mí y se calló.

—¿Cómo te has atrevido, vieja estúpida?

La voz de Geoffroi salía de su garganta como si la escupiera, despedida con tanta violencia que producía escalofríos. Los demás hombres permanecían en silencio.

A Orengarda le temblaba todo el cuerpo, tenía la cara enrojecida y sudaba de forma exagerada.

—Señor…, yo… sólo cumplía órdenes de mi señora.

Balbució con torpeza sus palabras, ahogando la voz en el miedo, palideció al ver a Geoffroi agarrar el mango de su espada enfundada a su cintura. Con el ruido seco y metálico de la hoja al rozar el cuero, advertí el terror de la muerte reflejado en los ojos de la nodriza.

—Señor… os lo suplico…

Tapé la cabeza de Achard con mi mano pero yo no pude cerrar los ojos; tampoco pude volver la cara para no mirar, quería hacerlo, que ría cerrar los ojos, no quería ver lo que mi tío iba a hacer delante de mí, pero no podía dejar de mirar, como si una fuerza me obligase a presenciar la bárbara crueldad de la que era capaz Geoffroi, el hombre que pretendía hacerme su esposa y, lo que era aún peor, la madre de sus hijos.

Todo fue muy rápido, demasiado para mi mente confusa; un movimiento enérgico del brazo de Geoffroi, un ligero quejido de Orengarda y el silencio más sepulcral que jamás había escuchado, como si todo el universo hubiera enmudecido. Mi vieja aya mantenía la boca abierta, con la expresión estática y los ojos fijos en el rostro de Geoffroi; sus manos sujetaban la espada cuyo filo permanecía en su mayor parte hundido en su vientre, atravesándola de lado a lado y saliendo por su espalda; la sangre empezó a empapar sus ropas. No sé cuánto tiempo pasó hasta el siguiente movimiento de Geoffroi, una sacudida brusca con la que extrajo la espada del cuerpo; sólo entonces, Orengarda se desplomó sin vida en el suelo. Nadie se movió, ni siquiera su hijo, que se encontraba a su lado y miraba a su madre ausente, como si no se atreviera a asumir lo que estaba presenciando.

Geoffroi limpió el filo de la espada en mi vestido. Yo no me moví, pero abracé a Achard con fuerza contra mi regazo.

La voz conciliadora del señor de Coucy rompió el tremendo silencio que había dejado la muerte:

—Mi señor, os ruego que calméis vuestra ira; acercaos, tenemos que hablar de asuntos que nos incumben a ambos.

Geoffroi se aproximó hacia mí hasta casi rozar mi rostro, ignorando la presencia de Achard.

—Ya me ocuparé de ti, zorra.

Cerré los ojos para no verlo, hasta que sentí que se alejaba de mí; entonces los abrí para comprobarlo.

—Sacadla de aquí —ordenó el señor de Coucy, refiriéndose al cuerpo inmóvil de Orengarda, que ya debía de estar muerta, porque el charco de sangre había empapado todo a su alrededor, tiñendo de una sombra oscura la madera, la paja y el barro esparcidos por el suelo.

Entre dos hombres la cogieron de los tobillos y tiraron de ella, arrastrándola como si fuera un animal y dejando un reguero a su paso. Antes de salir por la puerta, el hijo de Orengarda me dirigió una fugaz mirada y me pareció ver en su rostro una mueca de contención, como si no quisiera o fuera incapaz de expresar lo que realmente sentía.

Se oía el sonido sordo de la cabeza al golpear en la piedra de las escalinatas mientras el cuerpo de mi vieja aya era arrastrado por los soldados.

—Deseo marcharme de inmediato con mi sobrino y mi prometida.

—¿No preferís comer algo y pasar la noche aquí? Vos y vuestros hombres seréis mis invitados de honor.

—No es un encuentro agradable, Sigfredo.

—No es culpa mía que mi hija haya tomado una decisión tan estúpida. Es posible que el dolor por la pérdida de vuestro hermano haya trastornado de tal forma que no fuera consciente de lo que hacía.

Geoffroi miraba al anciano con arrogancia.

—Es posible —contestó secamente.

—¿Qué será de mi hija ahora que está viuda?

Mi tío suspiró impaciente.

—Le propuse matrimonio, pero se negó. Prefiere el convento.

No podía creer lo que estaba oyendo. Él sabía que eso era mentira. Munia no quería el convento.

—Es una sabia decisión —respondió el anciano Coucy con gesto complacido—. Decidle que le deseo lo mejor.

—Así lo haré.

—¿Y mi nieto? ¿Qué va a pasar con mi nieto ahora que su padre ha muerto y su madre va a entregar su vida a Dios?

Geoffroi se volvió para echarnos una mirada airada.

—Achard se quedará bajo mi protección. Haré de él un buen caballero, digno del linaje al que pertenece. Comprendo vuestra preocupación por vuestra hija y vuestro nieto, pero tengo prisa por regresar; la muerte de mi hermano ha precipitado los acontecimientos y hay muchas cosas de las que ocuparse. Os rogaría que terminásemos con este desagradable incidente lo antes posible.

—Señor, es mi deseo otorgar mi lealtad al nuevo conde de Montmerle y por eso os ruego que aceptéis mi hospitalidad.

Geoffroi miró a un lado y a otro a sus hombres, impaciente. Estaba claro que aquel deseo de prestarle lealtad había minado sus ansias por salir corriendo. En aquellos momentos de cambio cualquier muestra de fidelidad de sus vasallos podía resultarle beneficiosa.

—Está bien —dijo al fin, resuelto—. Acepto vuestra hospitalidad. Partiremos mañana al amanecer.

—Me agrada escuchar vuestras palabras, mi señor. Y ahora, si me permitís, me gustaría haceros una propuesta que puede ser de vuestro interés.

Geoffroi se puso de nuevo en guardia después de haberse relajado.

—¿Una propuesta… sobre qué asunto?

Su pregunta fue distante y cargada de soberbia prepotencia.

—Lo primero de todo, y como ya os he dicho, quiero mostraros milealtad como vuestro vasallo, reconociéndoos como el nuevo conde de Montmerle después de la lamentable pérdida de vuestro hermano Achard.

Geoffroi hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza, sin abrir la boca, a la espera de la propuesta de aquel anciano. Unas criadas se movían sigilosas entre los hombres, sirviendo vino en las copas que mantenían en sus manos, mientras Sigfredo de Coucy hablaba pausado, con una serenidad apabullante y vergonzante después de lo que acababa de suceder en aquella estancia.

—Veréis, mi señor, soy viejo, estoy cansado y soy consciente de que la vida me va a regalar muy pocos amaneceres. Estoy solo desde que mi esposa murió hace ya demasiados años. Dios no me quiso dar nada más que una hija. La soledad es mucho más dura en la vejez, tanto que a veces le pido a Dios que me lleve ya de este mundo; no lo niego, mi señor, desde que regresé de mis últimas andadas en Oriente he deseado la muerte en muchas ocasiones: apenas duermo, todo lo que como me sienta mal, la cabeza no me funciona con la rapidez a la que me tenía acostumbrado y a veces se me olvida hasta mi nombre.

Geoffroi lo miró sin ocultar su desagrado.

—¿Por qué me contáis todo eso?

—Mi señor, hoy he conocido a mi nieto. Ese niño puede cambiar la vida de este pobre anciano.

—Ya os he dicho que el niño está bajo mi protección…

—No os precipitéis. Tan sólo pretendo buscar una salida airosa a mi único nieto después de la pérdida de su padre.

—Mi sobrino tiene su futuro bien resuelto; bajo mi custodia se convertirá en un caballero. Era el deseo de mi difunto hermano que fuera yo quien atendiera a su viuda y a su hijo. Podéis comprobarlo si gustáis leyendo su testamento que se encuentra custodiado en la abadía de San Pedro, rubricado por él mismo antes de partir y refrendado por el abad, el obispo y yo mismo como testigos.

Estuve a punto de gritar que mentía, pero la prudencia me obligó a mantenerme callada. Estaba claro que mi tío tenía el convencimiento de que el viejo señor de Coucy no se atrevería a hacer tal comprobación, y sacar allí mismo el testamento hubiera sido mi peor error; Geoffroi lo habría destruido de inmediato y, vista la humillante pleitesía que le estaba brindando el señor de Coucy, poca ayuda podría esperar de él. Por eso me callé, aunque moví la cara de un lado a otro como si quisiera con ello negarme a mí misma la evidencia de la más rotunda traición.

—No es mi intención intervenir en los asuntos que sólo incumben al condado —replicó Sigfredo de Coucy en un tono de evidente disculpa—, pero había pensado que tal vez el pequeño Achard podría quedar bajo mi linaje y heredar mis tierras, mis propiedades y mi título.

Geoffroi no dijo nada, mantuvo la atención centrada en el anciano.

—Cuando yo muera —continuó el anciano—, Achard sería el nuevo señor de Coucy, caballero y vasallo del condado de Montmerle como lo soy yo.

—Es algo lógico lo que pedís. Pero si el niño se queda en la fortaleza de Coucy bajo vuestra custodia, deberéis compensar al condado de…

—Ya había pensado en ello —interrumpió el anciano, que hizo un gesto con la mano para indicar la presencia de Garim—; éste es mi escribano; él pondrá por escrito, si vos lo tenéis a bien, que me quedo con la custodia de mi nieto para hacerlo heredero de todos mis bienes y títulos, con el compromiso de que rendirá vasallaje al conde de Montmerle en cuanto tenga edad para ello y haya sido nombrado caballero, además de entregar al condado, en el momento de la firma, todas las tierras de mi propiedad que lindan con Nievre. No sé si con esto satisfago vuestra confianza.

Me di cuenta de que Garim tenía el rostro desencajado y pálido, y parecía nervioso.

—Es una propuesta coherente —dijo Geoffroi—, pero deberéis hacer constar en ese documento que, con esta cesión, Achard perderá cualquier derecho que pudiera pretender en un futuro sobre el condado de Montmerle.

Apreté contra mí a Achard con tanta fuerza que se quejó, molesto. Para aumentar mi desgracia, aquellos dos hombres pretendían arrancar de mi lado a mi hermano. Estaba segura de que no soportaría la soledad del castillo sin él, sin Orengarda y sin Munia. La única esperanza que me quedaba era el testamento que guardaba entre mis ropas; si pudiera presentarlo a alguien que exigiera su cumplimiento, las cosas cambiarían mucho. De nuevo pensé que tenía que mantenerlo escondido, pero si regresaba al castillo con Geoffroi tendría muy pocas posibilidades de conseguirlo y lo más probable es que tarde o temprano lo encontrase. Fue en ese momento cuando decidí que no regresaría. Ernaud se había fugado a un lugar donde nadie lo encontraría, un lugar donde sólo podían entrar hombres; yo también huiría a algún sitio donde ocultarme de la amenaza de mi tío.

—Considero justo lo que me pedís —contestó el anciano a las exigencias de Geoffroi—. Todo se hará tal y como deseáis, y se hará por escrito.

Estaba segura de que Sigfredo de Coucy era consciente de que aquel hombre, al que consideraba su señor, había usurpado a su nieto lo que le correspondía por linaje, pero la repentina e inesperada aparición de mi hermano parecía haberle arreglado sus propios asuntos, y le importaban muy poco los tejemanejes que hubiera utilizado Geoffroi para hacerse con el título de conde de Montmerle.

Geoffroi sentenció el asunto, mostrando por primera vez una sonrisa relajada y satisfecha.

—Hecho entonces. Preparad el documento y mañana partiré con mis hombres y mi prometida; el pequeño Achard quedará bajo vuestra custodia y espero que en el futuro sea el mejor vasallo del condado de Montmerle.

—Igual que lo he sido yo, señor, desde hace muchos años.

Era completamente de noche cuando a mi hermano y a mí nos hicieron salir de la torre para llevarnos a la estancia donde habíamos dormido durante el día junto a la pobre Orengarda. Ni siquiera sabía qué habría sido de su cuerpo, aunque me quedaba la esperanza de que su hijo se encargaría de darle cristiana sepultura.

Me desplomé en el suelo de aquella habitación estrecha, sin ventanas, con un techo de ramas y barro y paredes de madera por cuyas rendijas pasaba un frío gélido que apenas quedaba mitigado por un pequeño hogar situado en el centro, cuyos humos se escapaban por un agujero que había en el techo. El suelo estaba cubierto de paja que no se había cambiado hacía días.

Pensé que debía de ser el hogar de algún criado. No tenía nada más que un jergón, unas cuantas mantas de lana que casi se transparentaban por el uso, un banco corrido de piedra adosado a la pared y una repisa con varios utensilios de cocina.

Una criada que debía de tener pocos años más que yo nos trajo un caldo caliente con verduras, pescado en salazón y un buen trozo de pan con miel y almendras, además de un cuenco lleno de leche que Achard se bebió de un trago; después, mordisqueó durante un rato un trozo de pan untado con miel y se quedó dormido sobre mi regazo mientras le acariciaba su pelo suave y rubio.

Come algo —me dijo la criada, que se había sentado frente a mí como si me estuviera observando—, está muy bueno, lo hago yo.

—No tengo hambre.

—Come —insistió—, te hará bien.

La miré; en sus labios se dibujaba una agradable sonrisa. Cogí el tazón lleno de caldo que todavía humeaba y bebí con desgana. Lo apuré con dificultad porque apenas podía tragar; me sentía débil, hastiada y sobre todo muy confusa. Además, me dolía la cabeza por el golpe que había recibido de Geoffroi. Pero tampoco quería dormir. Tenía que pensar qué hacer. Si decidía huir debería hacerlo esa misma noche. No podía ir al castillo con Geoffroi porque entonces no tendría ninguna escapatoria; estaba segura de que me encerraría o tal vez me hiciera lo mismo que a Orengarda. Temía a la muerte pero también temía la reacción de Geoffroi cuando nos encontrásemos lejos de la vista de su vasallo, el señor de Coucy; estaba segura de que no me había hecho más daño porque él estaba delante.

—¿En qué piensas?

Las palabras de aquella chica me sacaron de mi ensimismamiento.

—En nada.

—¿Quieres huir como tu criado?

La miré sorprendida.

—¿Quién es mi criado?

—Ernaud, el chico que cuida de tu caballo. Es muy guapo.

Sus palabras provocaron en mí un extraño recelo.

—¿Se ha ido ya?

Las dos hablábamos en voz muy baja con el temor de ser escuchadas. Ella afirmó con un enérgico movimiento de cabeza.

—¿Sabes cómo puedo salir de aquí?

—Por el mismo sitio que él, cruzando la poterna de las basuras; te espera en el camino.

Me quedé tan sorprendida que en un principio no reaccione, y mi prolongado silencio hizo que ella borrara su sonrisa y se pusiera seria.

—¿Es que no quieres huir?

—Sí… claro. Es que pensé que Ernaud no quería que fuese con él…

—Ya ves que ha cambiado de opinión. Cuando todos duerman podrás irte.

—¿Y mi hermano?

—Él será el nuevo señor de Coucy. No le va a pasar nada, aquí será tratado como un noble. No temas por él.

—Ya…, pero como no está Orengarda…, dejarle solo…

—Debes temer por ti. Tu hermano estará bien cuidado, de eso me encargaré yo misma.

—¿Tú?

—Tengo dieciocho años —replicó, airada—, y hace un mes he parido a mi primer hijo, sabré ocuparme del pequeño Achard. No te preocupes por tu hermano, ha nacido varón y ya tendrías que saber que esa condición lo ampara de muchos males.

No hacía falta que me lo dijera, lo había probado en mis propias carnes.

En ese instante asomó la cabeza el hijo de Orengarda. Miró a aquella chica que me hablaba como si todo estuviera dispuesto antes de que yo lo hubiera pensado.

—¿Está preparada? —le preguntó el soldado refiriéndose a mí.

—En seguida salimos —le contestó la chica, que se levantó para coger mi capa y tendérmela.

El soldado desapareció de mi vista. Con un gesto de incredulidad cogí despacio la capa.

—¿Él va a ayudarme?

—Sí. Puedes confiar en Guillen, es un buen hombre y el padre de mi hijo. —Hizo una mueca al notar mi sorpresa—. Guillen y la pobre Orengarda lo habían planeado todo para sacaros a ti y al niño de la fortaleza antes de que llegase esa bestia que te quiere por mujer…, pero las cosas han cambiado.

Cuando me coloqué la capa, la chica se asomó a la puerta un instante para luego regresar a mi lado. Miré la placidez del sueño de mi hermano.

—¿De verdad lo cuidarás?

—Como si fuera mío. Te lo prometo. Ahora tienes que salir. Guillen te espera. Él te sacará de la fortaleza y te llevará hasta donde espera Ernaud.

—¿Y después?

Encogió los hombros con una mueca de conformidad.

—Tendrás que buscarte la vida. Cuando salgas de la fortaleza serás una fugitiva; estoy segura de que el conde te buscará hasta debajo de las piedras. Resulta muy peligroso contradecir la voluntad de los nobles. Serás perseguida toda tu vida, pero Orengarda sabía que tú preferías eso a dejar tu destino en manos de ese tío tuyo.

Salí de la estancia conteniendo el llanto después de besar a Achard en la frente. La chica se quedó con él. Me dijo que ella ocuparía mi puesto en el lecho por si acaso alguno de los hombres de Geoffroi pasaba por allí para comprobar que todo estaba en orden.

El hijo de Orengarda me esperaba, oculto en la sombra. Me chistó para llamar mi atención y me indicó que lo siguiera en silencio. La noche se presentaba de nuevo fría y ventosa, pero el cielo estaba despejado y la luna llena brillaba en el firmamento. Fuimos bordeando la empalizada con mucho sigilo. La calma reinaba de nuevo en el patio porque la mayoría de la gente que vivía en la fortaleza dormía o descansaba después del duro día de trabajo. El rumor del viento y la penumbra ocultaban nuestros pasos. Llegamos a la parte de atrás de la cocina y nos detuvimos. Había un portón pequeño por donde se debía de arrojar la basura, pues el olor a podrido era insoportable. Guillen empujó la compuerta y se abrió. Me hizo un gesto para que saliera. Al atravesar la empalizada me di cuenta de que pisaba toda la inmundicia que aquel día se había generado en la fortaleza. Sentí hundirse mis pies en un fango blando y resbaladizo, y en el fondo agradecí no ver lo que pisaba. Guillen me sujetó por el brazo al ver mi paso vacilante.

—Ten cuidado.

Escuchando el desagradable chapoteo provocado a cada paso manteniendo la respiración para evitar vomitar, fuimos descendiendo por la misma pendiente por la que poco a poco iba resbalando la porquería hasta ser tragada por la tierra o servir de alimento de aves y otros animales. Agradecí llegar a tierra firme. Guillen escrutó la oscuridad durante un rato hasta que vio algo y me indicó que lo siguiera.

—Guillen, aquí.

En la noche, la voz susurrada de Ernaud se confundía con el viento. Guillen se detuvo desconcertado, intentando atisbar de dónde procedía la llamada, hasta que fui yo la que descubrí una figura que se movía entre los árboles.

—Allí —le indiqué.

Sin decir nada, nos dirigimos hasta donde se encontraba Ernaud.

—Tened mucho cuidado —dijo Guillen, dispuesto a marcharse de inmediato.

—Guillen —le dije antes de que emprendiera el regreso a la fortaleza—, ¿qué has hecho con ella?

Él me miró, y a pesar de la oscuridad pude percibir en sus ojos el brillo de una emoción contenida.

—Recibirá la sepultura que se merece.

—Gracias —susurré—. Gracias.

Él no dijo nada, sólo volvió a repetir que tuviéramos cuidado. Se alejó con paso rápido hacia la fortaleza.

Ernaud y yo nos miramos.

—¿No decías…?

—Tenemos que irnos, Mabilia, no es tiempo de hablar. Debemos dejarnos lo máximo posible antes de que amanezca.

Caminábamos deprisa, siguiendo un pequeño sendero que Ernaud parecía conocer muy bien. No abrimos la boca en mucho tiempo, centrados en el terreno que pisábamos, amparados por la noche pero con el temor de las sombras silentes que se movían a nuestro alrededor por efecto del viento como amenazas constantes. Escuchaba la respiración acelerada de Ernaud al son de su paso, el crujido de la tierra bajo nuestros pies, el rumor del aire al mover las ramas de los árboles y el roce de nuestras capas agitadas por el viento. El ambiente era tan húmedo que sentía pequeñas gotitas estrellarse contra mi cara. A pesar de todo, no tenía frío porque nos movíamos muy deprisa y mi cuerpo desprendía el calor provocado por el esfuerzo.

No sé el tiempo que anduvimos, pero cuando el horizonte ya empezaba a clarear anunciando el amanecer, Ernaud se detuvo en un cruce de caminos.

—¿Adónde vamos?

Era la primera vez que yo abría la boca desde que habíamos despedido a Guillen.

—Ya te lo dije, a un sitio donde no nos encontrarán nunca.

En ese momento, echó a andar por una vereda apenas abierta en el bosque y dejamos el camino que habíamos llevado hasta entonces. Me apresuré a ir tras él.

—Pero si me dijiste que en ese sitio no admitían a mujeres.

—Y es cierto.

—Entonces, ¿qué piensas hacer conmigo?

—Tendrás que cortarte el pelo y hacerte pasar por chico.

Me detuve en seco, pero él continuó caminando.

—¿Que tendré que hacer qué?

Tuve que echarme a andar al comprobar que Ernaud no tenía intención de pararse y todavía estaba demasiado oscuro como para quedarme sola en medio del bosque.

—Yo no quiero cortarme el pelo y parecer un chico —repliqué aturdida.

Ernaud volvió a mirarme con una mueca.

—Tu tío busca a una chica rubia con el pelo por la cintura. ¿Cuanto tiempo crees que tardarán en dar contigo? No podrás sobrevivir con tu aspecto. Al menos hasta que salgas de los límites del condado. En estos momentos, seguramente, ya se habrán dado cuenta de que no estás. Geoffroi enviará advertencias a todos los rincones del territorio para buscarte, no dudo de que ofrecerá una generosa recompensa para quien te encuentre. No puedes esconderte en ningún sitio a no ser que dejes de ser Mabilia y te conviertas en… —Hizo una pausa, me miró un instante y de inmediato volvió su atención hacia el angosto camino—. Piensa en un nombre que te guste.

Durante un rato continuamos en silencio. Mi cabeza pensaba en las palabras de Ernaud. Era cierto que Geoffroi enviaría aviso para que nadie en el condado me escondiera y pondría a todos sus hombres a buscarme, aunque sólo fuera para poder darse el gusto de matarme con sus propias manos. Me imaginaba su rabia al saber que me había escurrido de sus manos por segunda vez y en sus propias narices. De manera espontánea, sonreí para mis adentros. Aunque me asustaba su reacción, también pensaba en su cara descompuesta al comprobar que había huido. Pensé que no le haría nada a Achard; no le convenía tener un enfrentamiento con el señor de Coucy que, al fin y al cabo, le había resuelto un problema al haber quitado de en medio a mi hermano. Las reticencias de muchos de los fieles a mi padre al nombramiento de Geoffroi como conde iban a dificultar sus objetivos, pero, con la propuesta de Coucy, mi hermano desaparecía de su vida con un futuro acorde con su linaje, alejado del castillo. Además, tenía el presentimiento de que Hildegarda habría intentado acabar con la vida de Achard en el caso de que hubiera regresado al castillo.

—Dime adónde vamos… —insistí.

—Es… algo parecido a un monasterio.

—¿Un monasterio?

—Más o menos.

—No lo entiendo, ¿cómo que más o menos? ¿Es o no es un monasterio?

—Por ahora sólo pretende ser una nueva fundación, un grupo de monjes procedentes de Molesme que desean cumplir mejor la observancia de las reglas de san Benito. Mi padre dice que son unos rebeldes, unos locos disconformes que pronto se arrepentirán de haber dejado las comodidades del claustro.

—¿Y cómo conoces tú ese lugar?

—Lo llaman Novum Monasterium, y se encuentra en un paraje llamado Citeaux.

—¿Y crees que nos admitirán entre ellos?

—Espero que sí. Por lo visto, no cuentan con muchos adeptos. Es un lugar boscoso, húmedo y sombrío. Viven en pequeñas construcciones de madera y sólo tienen un oratorio de piedra donde hacen sus liturgias. No aceptan ninguna donación, ni joyas, ni dinero, ni propiedades, ni siquiera cobran diezmos, aunque tampoco los tienen que pagar, están exentos de todo. Viven sólo del trabajo de sus manos y de lo que sacan de la tierra. Cualquiera que llame a su puerta dispuesto a trabajar como ellos es aceptado.

—Pero yo no quiero quedarme en un monasterio. Puedo hacerme pasar por un chico un rato, pero no soy un hombre. No puedo vivir entre hombres sin que nadie se dé cuenta.

—Nadie se dará cuenta si somos cautos, y yo tampoco pretendo quedarme en un lugar como ése. Pero tenemos que escondernos durante un tiempo, hasta que finalice la búsqueda.

—Mi tío Geoffroi no se dará por vencido fácilmente.

—Lo sé, ya veremos cómo van las cosas, pero podemos pasar lo que queda del invierno en ese lugar. Con la primavera podríamos ir hacia el sur y atravesar los Pirineos y unirnos a los muchos peregrinos que se dirigen a Compostela. Dicen que en aquellos reinos por donde pasa la ruta hacia Oviedo y Galicia nadie pregunta ni quién eres ni de dónde procedes.

Pensé que no era mala idea, aunque el hecho de tener que meterme en un mundo de hombres seguía provocándome pavor.

—¿Falta mucho?, me duelen las piernas y estoy muy cansada.

—Aguanta un poco, no podemos detenernos.

Cuando el sol apenas había caldeado el frío relente de la mañana, avistamos el lugar al que nos dirigíamos. Ernaud se detuvo y se volvió hacia mí.

—Debe de ser allí.

Nos quedamos mirando en silencio. Era un sitio oscuro, tragado por la espesura del bosque; se trataba de varias construcciones de madera dispuestas en torno a una diminuta iglesia en cuyo interior no debían de caber más de una veintena de fíeles. Junto al oratorio había una docena de monjes que trabajaban la tierra vestidos con los hábitos negros de Cluny y el escapulario claro sujeto a la cintura con un cinturón de piel. Había otro monje cortando leña junto a un cobertizo y uno más colocaba la ya cortada en montones perfectamente medidos. Del techo de la cabaña más alejada salía una columna de humo que ascendía en vertical vacilando a merced de un viento ligero. Desde lejos daba la sensación de que todo estaba por hacer. Sólo se escuchaban los golpes del hacha sobre los troncos de madera y el ruido de éstos al caer.

De pronto, esa quietud se rompió por el rebato de una campana. Su tañido constante y cansino llamaba al rezo; en seguida, varios monjes salieron de una de las cabañas para dirigirse al oratorio y lo mismo hicieron los que trabajaban la tierra, abandonando sus aperos para acudir al oficio.

—Estarán rezando un buen rato —dijo Ernaud.

Se descolgó la bolsa que había llevado cruzada en su hombro y empezó a hurgar en su interior. Sacó el cuchillo que le había mostrado a Munia la noche de nuestra huida del castillo y una saya parecida que él llevaba puesta.

—Ha llegado el momento de la transformación.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—¿No pensarás presentarte con esa ropa? Además, tengo que cortarte el pelo.

Lo miré desconcertada. Agarré mis trenzas dispuesta a protegerlas de la intención de Ernaud, negando con la cabeza.

—¡Es sólo pelo! ¡Ya crecerá!

Tenía razón, pero me mantuve aferrada a mi melena como si me fuera imposible aceptar el corte mientras Ernaud me miraba impaciente, empuñando el cuchillo.

—No tenemos todo el día, Mabilia, debemos ocultarnos cuanto antes. Además, estoy hambriento, cansado y helado de frío. ¿Tú no?

La idea de encontrar un sitio seguro donde calentarme y dormir después de dos días de terrible tensión hizo que mis manos resbalasen por mi pelo hasta dejarlo libre. Ernaud no se lo pensó, cogió una de las trenzas y la cortó. En varias ocasiones me quejé por los tirones, pero más me dolía todo lo que estaba ocurriendo. Me aterraba meterme en un mundo de hombres.

Cuando terminó, se puso frente a mí y me miró con una risa picara.

—Bueno, ¿qué? —le espeté, molesta.

—Ponte esto —dijo, al echarme la saya.

Se volvió de espaldas a mí y comenzó a cavar en la tierra con el cuchillo. Me quité mi hermoso brial, pero mantuve la camisa a la que iba cosida la faltriquera en la que escondía el testamento de mi hermano y las monedas de oro que me había dado Munia. Me vestí con toda la rapidez de que fui capaz por el frío que me hacía tiritar, por el temor a que Ernaud se volviera y me viera sin la ropa y también para ocultar los dos tesoros que llevaba conmigo. Até los toscos broches y ajusté el cinto de piel a mi cintura.

—¿Qué vas a hacer con mi traje?

—Lo enterraremos aquí —contestó, sin dejar de cavar la tierra.

Cogió mi brial y los restos de mis trenzas y los lanzó al suelo. Luego lo cubrió con la misma tierra que había movido.

—Ahora, vamos. Procura mantenerte callada, hablaré yo. ¿Has elegido un nombre para tu nueva condición?

—Sí.

—Entonces, adelante.

Me dejé llevar por el paso de Ernaud, con la mirada puesta en aquel lugar que se iba a convertir en mi morada durante un tiempo, pensé en lo que había cambiado mi vida desde que llegó la noticia de la muerte de mi padre. El orden apacible se había desmoronado de repente. No quedaba nada de mi pasado: ni la gente que me rodeaba, ni mi hogar, ni mi ropa, ni mi pelo, ni siquiera mi nombre. Me estremecí al pensar que iba a hacerme pasar por un hombre en un monasterio; si me descubrían podrían llevarme a la hoguera. El corazón se me aceleró y me detuve en seco.

—No puedo.

Ernaud se volvió hacia mí, sorprendido.

—¿Qué te ocurre ahora?

Lo miré, a punto de echarme a llorar.

—No puedo, Ernaud, no puedo hacerme pasar por un chico, es… es en un mundo de hombres, eso es un pecado muy grave.

—Deja que sea Dios el que lo juzgue.

—Si me descubren me llevarán a la hoguera.

Ernaud bajó los ojos al suelo, colocó sus manos sobre la cadera y movió la cabeza de un lado a otro conteniendo su evidente impaciencia.

—Mabilia, tienes dos opciones: si entras en ese lugar y te mantienes firme unos meses es posible que salves la vida; si no quieres, puedes marcharte.

—Pero podría presentarme como lo que soy, solicitar de los monjes protección por un tiempo.

—Es muy arriesgado. Si lo rechazan tendremos que marcharnos y habremos dado señas de por dónde andamos; además, en caso de que el abad te aceptase, cualquiera de los monjes podría delatarnos.

¿Crees que te van a amparar si les cuentas quién eres y de quién huyes? Ya has visto cómo te ha tratado el señor de Coucy; no eres nadie, Mabilia, y, sin embargo, puedes traerles muchos problemas si te encubren, ellos y cualquiera en todo el condado, incluso en todo el reino. Es lo mejor que puedo ofrecerte; buscan a una chica rubia con largas trenzas. Ellos son monjes, su vida se ciñe al silencio y al trabajo. Nadie se dará cuenta de lo que eres. Nadie se dará cuenta ni siquiera de que existimos.

—Tengo miedo.

Mi voz tembló balbuciente. Se acercó a mí y me puso la mano sobre el hombro.

—No dejaré que nadie te haga daño.

—Eres lo único que me queda.

—Estaré contigo, yo te ayudaré. Todo resultará mucho más fácil de lo que piensas.

Nos miramos un instante a los ojos, asentí y reemprendimos la marcha de nuevo.

Cuando todavía estábamos algo alejados, oímos el murmullo de un canto que me pareció celestial procedente del interior del oratorio.

—¿Qué es eso?

—Los monjes rezan cantando.

—Nunca escuché cantar así a los monjes de San Pedro.

Ernaud se giró hacia mí sonriendo.

—Ésos sólo saben comer y dormir, son una panda de holgazanes al servicio de la vieja.

El sonido cadencioso de aquellas voces resultaba embriagador en aquel paraje absorbido por el rocío y la espesura del bosque. Parecía que nos acercábamos a un sitio mágico, detenido en el tiempo.

—Suena muy hermoso.

—Esperaremos aquí.

Ernaud se detuvo a la entrada de la cabaña que estaba más alejada del oratorio y de la que salía una columna de humo. Debía de ser la cocina, porque a su alrededor desprendía un intenso aroma a potaje; mi estómago se retorció de hambre al percibirlo. Junto a la puerta, en una cesta de mimbre, había unas castañas. Tenía más hambre de la que podía soportar. Cogí un puñado y empecé a pelarlas con la boca.

—¿Qué haces? —me espetó Ernaud al verme.

—Tengo hambre.

—¿Quién tiene hambre?

Un monje se asomó a la puerta desde el interior. Su voz era potente pero a la vez afable. Debía de tener unos veintitantos años, era alto y muy delgado y sus mandíbulas se veían prominentes, como si la piel se aferrase a ellas para no caer desplomada. Llevaba un hábito raído, de color negro, y sobre él un escapulario blanco que le llegaba hasta las rodillas. A pesar del frío gélido y la humedad, calzaba unas sencillas sandalias que dejaban desnudos sus pies.

Sobresaltada por la voz, arrojé al suelo el puñado de castañas que tenía en mis manos y las coloqué detrás. Manteniendo la respiración y con el corazón acelerado, esperé la reprimenda de aquel monje.

—¿Quiénes sois? —preguntó de nuevo al comprobar que no respondíamos a su pregunta.

—S… somos… tenemos… hambre.

Ernaud balbucía nervioso. Toda la seguridad que había demostrado antes de llegar se había desmoronado ante aquel primer encuendo. Me sentí desolada y nerviosa.

El monje nos miró taciturno.

—Pues a mal sitio habéis venido para saciarla. Todos los que aquí moramos tenemos la misma sensación, aunque intentamos llevarla lo mejor posible con la ayuda de Dios. —Miró las castañas esparcidas por el suelo y sonrió lacónico—. Os lo ruego, coged esas castañas sin miedo, no estamos para desparramar ni uno solo de los frutos que Dios nos brinda, y entrad al interior de mi humilde cocina, hace mucho frío y este sol liviano de invierno apenas calienta.

Recogí las castañas del suelo.

—No es nuestra intención molestar —le dije mientras las devolvía a la cesta.

—Os lo suplico, parecéis cansados. Cierto es que poco tengo que ofreceros para paliar vuestra hambre, pero estoy seguro de que un buen caldo caliente os reconfortará.

Accedimos y entramos en la cabaña. El sitio era oscuro y algo agobiante, pero agradecí el calor del ambiente. El suelo que pisábamos era la tierra limpia de rastrojos y hierbas. La leña ardía con fuerza en un hogar situado en el centro, la única fuente de iluminación de la estancia; el humo ascendía hasta escapar por una abertura que había en el techo. Sobre la lumbre había un gran trípode de hierro del que pendía colgado de una enorme cadena un puchero que exhalaba el vaho de lo que hervía en su interior. A un lado había una mesa repleta de restos de hortalizas y otros productos, además de un estante en el que se apilaban en un difícil equilibrio vasos, escudillas y platos de diversos tamaños y formas. También había una artesa para amasar el pan y unas cuantas piezas ahumadas de cerdo colgaban de unos ganchos. Tres barriles no muy grandes apilados, un prensador de quesos y unas cestas con trozos de pan de centeno completaban el mobiliario de aquella cocina.

Solícito, cogió una esterilla y la extendió junto al fuego.

—Debéis perdonarme, pero no esperaba visitas. Tomad asiento, os daré algo para calmar vuestro apetito.

Se acercó a la estantería para coger dos escudillas y dos vasos de barro. Llenó una de ellas y me la tendió solícito, pero al cogerla se derramó un poco de caldo y me quemó la mano; la aparté de forma instintiva y el movimiento brusco hizo que gran parte del contenido se vertiera al suelo.

—¡Lo siento! —exclamé de inmediato, avergonzada—, lo siento, lo siento… he sido muy torpe.

—Ah, no te preocupes, muchacho —agregó el monje, sonriendo para quitarle importancia al asunto—, te serviré otro.

Ernaud y yo nos miramos sorprendidos sin llegar a decir nada, mientras el monje volvía a llenar mi escudilla. Me había tratado como a un muchacho. A pesar de mis reticencias comprobé que, al menos, la primera impresión sobre mi aspecto parecía funcionar.

El monje hablaba con una amplia sonrisa en los labios.

—Ha sido culpa mía, quema mucho.

Nos entregó, esta vez con mucho cuidado, las escudillas con un caldo claro, de aroma penetrante que no invitaba ni siquiera a olerlo; en su interior me pareció ver algún trozo de verdura y alguna legumbre. Después nos sirvió una jarra con dos dedos escasos de leche algo rancia, y nos entregó un pan negro untado con una pizca de miel que estaba tan duro que en vez de morderlo tuve que roerlo. Estaba convencida de que en los monasterios se comía muy bien, al menos dos veces al día, y que en su dieta había variedad de hortalizas, frutas y legumbres, además de huevos, salazones, pescados en los días de ayuno y carne sólo para los enfermos. Los almacenes del monasterio de San Pedro siempre se llenaban con toda clase de productos del campo, nunca les faltaba trigo o cebada, centeno o mijo, ni tampoco barriles de buen vino o de cerveza que hacían ellos mismos y que habían enseñado a hacer a un hombre del castillo llamado Tomás, que surtía del líquido dorado a todos los que habitábamos en el. De hecho, muchos de los monjes lucían una enorme barriga. Fue por todas estas razones por las que la escasez que se veía en aquella cocina me dejó desconcertada.

—Y decidme, ¿venís desde muy lejos?

—Sí. Venimos del norte, de un lugar llamado Arrás.

No he oído hablar de ese sitio —agregó el monje con un gesto amable—, pero eso no es extraño porque llevo toda mi vida entre las paredes de un claustro. Mi madre me dejó cuando todavía era niño a las puertas del monasterio de Molesme, no muy lejos de aquí, y la primera vez que salí de sus muros fue hace unos meses para seguir a nuestro amado abad Roberto a este lugar perdido de la mano de Dios con el fin de levantar un nuevo proyecto de fe y de oración.

Fue la primera vez que se le borró la sonrisa de los labios; suspiró como si algo en su interior le pesara, dejó la mirada perdida y esbozó una mueca que me pareció algo estúpida.

Observé con atención a aquel hombre de aspecto tan delgado y demacrado que parecía que se iba a desmoronar sobre sus propios huesos. Llevaba la tonsura muy pronunciada y el poco pelo que le quedaba era negro y tieso.

—Pero qué falta de respeto hacia vosotros, todavía no os he dicho mi nombre, soy el hermano Vernone, el cocinero de esta humilde comunidad y el que intenta que cada día todos los hermanos tengan algo caliente que llevarse a la boca, cosa harto difícil en estos parajes. Y decidme, ¿cuál es vuestro nombre?

—El mío, Ernaud.

—El mío, Achard —añadí en seguida con resolución.

Ernaud clavó sus ojos sobre mí con un gesto de reproche.

—¿Y qué os trae por estos parajes? ¿No seréis de los que se van a cruzar los Pirineos para acudir a Galicia a visitar la tumba del Apóstol?

—No, en principio no pensábamos en eso —contestó Ernaud, vacilante—, tal vez más adelante.

—A mí no me importaría hacer esa peregrinación —dijo el monje con cierto entusiasmo—. Se habla de grandes maravillas realizadas por esas reliquias.

—Ya, algo he oído —musitó Ernaud—, pero a nosotros nos gustaría quedarnos. Hemos sabido del espíritu que mueve a esta comunidad y queremos formar parte del proyecto del hermano Roberto.

El monje se quedó mirándonos a uno y a otro entre la perplejidad y el regocijo.

—¿De veras pretendéis quedaros entre nosotros, aquí, en Citeaux, en este lugar frío, húmedo, sombrío y de naturaleza salvaje e indomable?

Ernaud asentía a cada palabra y, cuando terminó de hablar, sus ojos se volvieron a mí a la espera de que también ratifícase con mi asentimiento. Yo me quedé quieta hasta que Ernaud arqueó las cejas haciéndome evidente su impaciencia y asentí a mi vez, también con un efusivo movimiento de cabeza.

—Qué noticia más grata —dijo risueño—. Necesitamos vocaciones, necesitamos manos, hombres jóvenes con ganas de consagrar su vida a la oración, a la verdadera pobreza, siguiendo la regla de nuestro venerado santo Benito.

—Queremos hablar con el abad, si es posible.

—El hermano Alberico os atenderá complacido. Andamos escasos de hombres que quieran unirse a nosotros; sin embargo, cada vez son más los que se acercan hasta aquí para ofrecer bienes, dinero, tierras, haciendas y rentas; hombres y mujeres notables, enviados de reyes y obispos. El abad Roberto fue el impulsor de todo esto, pero tuvo que marcharse, sus huesos no soportaban la dureza de esta tierra pantanosa y húmeda. Llevó al extremo la idea de pobreza, se negaba a aceptar nada de lo que le ofrecían, no quería depender de la riqueza que con el tiempo lleva al ruido y a la perdición del alma. Él siempre predica que la pobreza no admite donaciones de nobles, ni patrimonios que perturben el espíritu. Y algo de razón tiene, no digo yo que no, pero para rezar hay que comer y aquí la tierra se niega a darnos algo que llevarnos al estómago. Así que Alberico, el nuevo abad, decidió hace poco trasladar las obras de un futuro monasterio que se iniciará en breve a muy poca distancia de aquí, en una zona mas soleada, donde se pueda roturar la tierra y obtener los frutos Dios nos ofrece a través del trabajo y de la naturaleza.

Un ruido lejano lo hizo callar. Miró hacia la entrada y se acercó a ella.

—Ya salen. Esperad aquí, le daré la noticia de vuestra llegada al abad, estoy seguro de que se va a alegrar de contar con dos nuevos discípulos.

Se marchó y nos quedamos solos mirando cómo se alejaba a través de la abertura. Cuando estuvo lo suficientemente lejos, Ernaud se volvió hacia mí con gesto de enfado.

—¿Cómo se te ocurre decir que tu nombre es Achard?

—Me dijiste que eligiera y lo he hecho.

—Está bien…, debemos mantener la calma. Las cosas van bien por ahora. A él has conseguido engañarlo.

No estaba acostumbrada a mentir y presentí que me iba a costar mucho mantener la farsa con la suficiente serenidad para no ser descubierta, en cuyo caso arrastraría conmigo a Ernaud. Entendía su nerviosismo por mi forma de actuar: de ella dependíamos los dos.

Vimos cómo se acercaba Vernone con la cabeza agachada, la mirada clavada en el suelo y las manos metidas en las bocamangas.

—El abad os recibirá ahora. Acompañadme, os lo ruego.

Salimos de la cabaña y vimos a los hermanos retornar a sus tareas. Todos iban cabizbajos, pero me di cuenta de que varios de ellos nos miraban de reojo. Ninguno hablaba, el silencio era sepulcral. Tan sólo se rompió cuando el leñador incrustó su hacha sobre un tronco preparado y comenzó a trocearlo con un sonido constante y seco.

Vernone nos guió hasta otra de las casas de madera, junto al oratorio.

—Es nuestra sala capitular. Podéis entrar, os espera.

Hizo una pequeña reverencia y se marchó. La sala capitular era una estancia cuadrada, algo más grande que la cocina pero con un aspecto más limpio y despejado. Tenía dos ventanas cubiertas con piel engrasada frente a la entrada y un banco corrido de madera en todo su perímetro. El suelo era de tierra, pero estaba recién barrido porque todavía se notaba el rastro de las ramas de la escoba, como si la arena hubiera sido peinada.

Entre las dos ventanas y justo frente a la entrada se encontraba sentado un monje. No se le veía la cara, escondida en el interior de la capucha de la cogulla; tampoco se le veían las manos, introducidas en las enormes bocamangas. No se movió cuando entramos. Parecía dormido. Estuvimos a la espera durante un rato, hasta que Ernaud carraspeó levemente. El monje se sacudió con un ligero espasmo, como si su espíritu ausente hubiera retornado a su cuerpo. Poco a poco fue levantando la cabeza hasta que pude verle los ojos. La capucha de la cogulla se deslizó hacia atrás dejando al descubierto su tonsura.

—Que Dios Todopoderoso os bendiga, muchachos —dijo con la voz cascada y débil—, y sed bienvenidos a esta humilde casa.

—Estamos agradecidos, señor.

—Me ha dicho Vernone que queréis quedaros entre nosotros.

—Sí, señor —contestó Ernaud, prudente.

Nos examinó durante un rato.

—Sois muy jóvenes.

—La juventud no ha sido nunca un impedimento para servir con humildad a Nuestro Señor Jesucristo.

—Amén.

El anciano hizo un ligero asentimiento y entornó los ojos. Mantuvo una larga pausa mientras nos miraba ausente.

El abad Alberico era un anciano consumido por los años y los ayunos. Tenía unos ojos menudos, claros y profundos, y cejas espesas, blancas y desgreñadas. El pelo canoso bordeaba su tonsura justo hasta encima de las orejas y un pequeño puñado de pelo coronaba el centro de su frente. Sus labios eran finos y algo amoratados, seguramente por el frío que hacía en la estancia, tanto como fuera de ella. Tenía una expresión afable y profundamente serena. Me resultó el hombre más sosegado que había visto nunca.

—Y decidme, ¿por qué habéis elegido este humilde lugar para quedaros?

—Creemos en vuestro proyecto —contestó Ernaud.

Habéis de saber que aquí la vida es muy dura… incluso para jóvenes como vosotros.

—Lo sabemos, señor; a pesar de ello, queremos quedarnos.

—Vernone dice que os llamáis Ernaud y Achard. ¿Qué edad tenéis?

—Yo tengo dieciocho y él cumplirá los quince en primavera.

El abad nos miró a uno y a otro. Después, se me quedó mirando tan fijamente que me estremecí.

—¿Tú eres Achard?

Afirmé con la cabeza. Estaba nerviosa porque pensé que podía haberse dado cuenta del engaño. Miré de reojo a Ernaud, que parecía firme y tranquilo.

El abad nos habló despacio, sereno, con una voz tibia que parecía salir de lo más profundo de su ser:

—Nos instalamos en este lugar pretendiendo huir del ruido y buscar el silencio necesario para aplicar a nuestro quehacer diario, de la manera más justa y rígida, los preceptos de nuestro padre san Benito. Con humildad y hasta donde la fragilidad humana lo permite, intentamos imitar a Nuestro Salvador. Eso conlleva la necesidad de castigar el cuerpo con el ayuno y la abstinencia, trabajar la tierra con nuestras manos para purificar y reforzar el espíritu. Como habréis podido comprobar, este entorno hostil al acomodo y al lujo nos facilita el alejamiento de todo aquello que causa blandura del corazón en los hombres, arrojados con demasiada facilidad a los brazos de la riqueza, a la fastuosidad de las grandes iglesias, de las grandes obras humanas cargadas de ornamentos y oro que deslumbra los ojos de los fieles pero los aleja de la mirada de Dios. Todos los que estamos aquí somos humildes servidores de Cristo que no queremos perder nuestra alma ni la visión divina de nuestro espíritu. —Hizo una pausa y entornó los ojos antes de continuar—: Si sois capaces de soportar el trabajo duro, el ayuno obligado, la abstinencia absoluta, la oración y sobre todo la obediencia y humildad debida, podéis quedaros entre nosotros.

Ernaud esbozó una sonrisa, hizo una leve reverencia y susurró un gracias. Yo lo imité en cada movimiento. El abad sonrió y nos observó complacido.

—El hermano Thierry os enseñará qué lugar debéis ocupar en el refectorio, en el dormitorio y en la iglesia; también os indicará cuál será vuestro cometido en la comunidad. ¿Conocéis algo sobre nuestra liturgia?

Nos miramos un instante y negamos los dos con la cabeza.

—Bien, pues entonces será el hermano Golfiero el que con su infinita paciencia os enseñará todo lo que debéis conocer para atender los cantos, la oración y las reglas del capítulo; deberéis aprender las horas, las misas, los cantos, los libros que debéis y los que no debéis estudiar. Espero que pronto os adaptéis a la vida del resto de la comunidad; si no es así, sería conveniente para todos que, cuanto antes, regresarais al mundo del que os evadís ahora, y no olvidéis que es fundamental para los que empezáis esta magna aventura la obediencia, la humildad, la sumisión, la contención del orgullo y de la arrogancia; mordeos los labios antes de replicar a un hermano superior a vosotros y aprended la virtud del silencio. Un buen monje no habla, sólo trabaja y ora; un buen monje obedece sin preguntar; un buen monje renuncia a cualquier bien que posea. Nada os compromete a quedaros todavía, mientras no hagáis los votos podéis marcharos cuando lo estiméis oportuno sin necesidad de dar explicación alguna.

Se quedó mirándonos fijamente, escrutando nuestros pensaremos. Me sentí tan observada que desvié los ojos por el temor de aquel hombre tan espiritual y profundo pudiera darse cuenta de que ocultaba algo.

De pronto, sonrió satisfecho sacando las manos de sus bocamangas y mostrándolas por primera vez, con las palmas hacia arriba dirigidas hacia nosotros como un signo de saludo.

—Sed bienvenidos a esta humilde casa.

Salimos para buscar al hermano Thierry, que según nos indicó el abad, encontraríamos en el dormitorio.

—Ernaud —le dije en voz muy baja mientras caminábamos y sin apenas mover los labios—, tengo una cosa importante que decirte.

No me quedaba más remedio que decirle lo que escondía. Me miró, esperando mis palabras.

—Tengo el testamento de mi padre.

—¿Tienes el testamento de tu padre…? —repitió con incredulidad.

Afirmé con la cabeza.

—Y una bolsa con monedas de oro que me dio Munia.

Un monje que estaba cerca y vio que hablábamos —porque escucharnos hubiera sido imposible— nos chistó para que callásemos. Ernaud me cogió del brazo y me arrastró hasta quedar detrás de una de las cabañas fuera del alcance de cualquier mirada.

—¿Lo tienes de verdad?

Afirmé de nuevo con seguridad.

—Entonces… es posible vencer a Geoffroi; si ese testamento llega a manos del duque de Borgoña nadie podría negar a tu hermano Achard el título de conde de Montmerle y tu tío sería castigado.

—¿Qué hago con él?

—¿Dónde lo tienes?

—En una faltriquera bajo mi ropa.

Ernaud se quedó pensativo un rato, con una mano en la barbilla y la otra en la cintura, con los ojos brillantes de entusiasmo.

—Es fantástico… —murmuró con una sonrisa abstraída—, pense que Geoffroi lo había destruido. Esto puede cambiar mucho las cosas…

—¿Me quieres decir qué hacemos con él? —lo interrumpí, impaciente, temiendo que en cualquier momento pudiera vernos alguien.

—Déjame pensarlo. Primero veremos cómo hacen las cosas aquí; parece que todo es muy provisional, demasiado transitorio. Ya pensaré algo, confía en mí, ¿de acuerdo? En cuanto encuentre un lugar seguro, lo esconderemos.

El lugar seguro lo halló cuando el hermano Thierry nos enseñaba la iglesia; era un oratorio que parecía construido hacía mucho tiempo, en piedra y con la techumbre de madera, de una sola nave coronada por un ábside cuadrado. La mesa del altar era una gruesa losa de piedra dispuesta sobre cuatro recias columnas. Tenía dos ventanas en la cabecera, cubiertas con alabastro, que dejaban pasar la luz muy tamizada, y otras cuatro, dos a cada lado, cerradas con celosías de trazos muy tupidos. El suelo, como el resto de las construcciones, era la tierra desnuda, limpia y perfectamente rastrillada. Adosadas a la pared había bancadas de piedra corrida. Sólo había una vela de sebo encendida sobre el altar, pero el ambiente mantenía el olor acre a grasa quemada de las velas apagadas al terminar el oficio.

Mientras el hermano Thierry nos hablaba casi en susurros de cómo teníamos que entrar, cómo teníamos que salir, dónde nos teníamos que sentar y cuándo debíamos levantarnos, Ernaud me hizo una seña para que me fijase en un hueco que quedaba bajo el altar, seguramente utilizado para guardar las reliquias de algún santo venerado en otro tiempo. Me hizo un gesto de afirmación casi imperceptible cuando Thierry estaba de espaldas, al que yo le respondí con otro similar igual de sutil.

Esa misma noche, aprovechando la oscuridad y cuando el monje encargado de apagar todas las velas de la iglesia con excepción de la del altar terminó su tarea, nos colamos en su interior y dejamos el testamento y la bolsa de las monedas en el hueco debajo del ara.

—Aquí estará seguro —dijo Ernaud con firmeza—, no quieren reliquias que atraigan peregrinos y rompan este aislamiento en el que pretenden vivir. Con ese documento llegará el día en el que se harán efectivos los derechos del verdadero conde de Montmerle…

Quise creerlo, tenía que creerlo.