Regreso al condado de Montmerle, año del Señor de 848
Al amanecer, Martín de Bilibio emprendió el viaje hacia el este. Tuvo que cambiar su acémila porque el pobre animal caminaba cada vez más lento y, a veces, se detenía sin motivo aparente y se mantenía tercamente sin moverse durante un buen rato para desesperación de su dueño. Pagó algunas monedas además de entregar la mula, pero a cambio consiguió un buen caballo ágil y rápido.
Atravesó las tierras de Asturias sin contratiempo alguno. Durante el verano la bonanza del tiempo beneficiaba el trasiego de gente por los caminos; muchos eran los que aprovechaban para llegar a Oviedo, bien como peregrinos buscando los lugares en los que venerar a las reliquias, bien como mercaderes o comerciantes para llegar a mercados y ferias en los que vender sus productos.
Esta vez tenía la intención de pasar por Pamplona y buscar a Galindo. Tenía que preguntarle por la marca lapidaria priscilianista que había cincelado en la tumba de Teodomiro, además de si sabía algo sobre la que se había borrado de la tumba del Apóstol y que él mismo había visto el día que, junto a Paio y al obispo, accedieron por primera vez al túmulo. Se había hecho desaparecer a base de cincel, desdibujando las líneas que formaban la marca. No sabía si Teodomiro habría tenido conocimiento en algún momento de la existencia de esa marca, pero el hecho de que estuviera ahora labrada en su tumba le creaba muchas dudas.
Sentía una gran pesadumbre por la decisión de su obispo de alejarlo de su lado cuando sabía que su muerte estaba cercana. No entendía por qué no lo había hecho partícipe de su secreto, por qué lo había dejado al margen. Tenía una extraña sensación de haber sido traicionado, apartado o manejado. Todo le parecía ajeno, como si en vez de unos meses hubieran pasado años desde que se alejó del obispo.
Después de semanas de cabalgar en solitario, avistó Pamplona. El sol iniciaba su descenso en el horizonte y se apresuró para llegar a sus puertas antes de que anocheciera. Tuvo que pagar el portazgo a pesar de que adujo su condición de monje, pero el soldado de la guarnición se negó a dejarlo entrar en la ciudad si no lo pagaba. No discutió demasiado, deseaba traspasar el umbral de la muralla, así que pagó lo que le pedía a sabiendas de que era abusivo.
Los trabajos de construcción de distintas obras estaban en plena actividad y el gentío bullía al albur del calor del atardecer veraniego. Se dirigió directamente a la herrería para encontrarse con Zacarías. Cuando torció la calle que desembocaba en la fragua, se extrañó de no escuchar el martilleo del hierro. Al llegar a la explanada vio que no había nadie, el horno estaba apagado y parecía que la actividad llevaba varios días detenida.
Bajó del caballo y preguntó a una mujer que, en ese instante, pasaba a su lado.
—¿Conocéis la razón por la que está cerrada la fragua?
Ella lo miró de arriba abajo con gesto huraño.
—¿Sois forastero?
Martín asintió con un movimiento de cabeza.
—En mal momento llegáis a esta ciudad. No corren buenos tiempos. Venganzas y traiciones llevan a diario a muchos presos y a otros infelices a la hoguera, y los de la herrería hace días que pagaron sus faltas.
—¿Dónde está Zacarías, el herrero?
—Pues no sé si debéis buscarlo en el Cielo o en el Infierno…
Intentó alejarse pero Martín se lo impidió poniendo la montura delante de ella.
—¿Dónde está? —insistió.
—Lo quemaron hace tres días en la plaza. A él y a otros más.
—¿Por qué razón?
—Dicen que eran herejes…
La mujer esquivó el caballo y se alejó tranquila con paso lento, murmurando algo entre dientes.
Martín no reaccionó de inmediato: se quedó absorto mirando a la fragua silenciosa. La noche estaba ocupando cada rincón. Miró a un lado y a otro, algo aturdido. Asió con fuerza las riendas del animal y se dirigió a las obras de la iglesia donde debía de estar trabajando Galindo. Cuando llegó a la puerta de la muralla para salir a la explanada donde se construía el templo, un soldado lo detuvo.
—Si salís ahora, monje, no podréis regresar hasta el amanecer.
—¿Sabéis si queda gente trabajando en aquella iglesia?
El soldado miró con desgana hacia donde señalaba el monje.
—No os puedo decir, no estoy al tanto de quién entra y quién sale. Ahora, estas puertas permanecerán cerradas hasta que salga el sol.
Martín se dio la media vuelta para introducirse de nuevo en el marasmo de callejuelas ya envueltas en la penumbra de la noche. Pensó en ir a la catedral para hablar con Froilán, el sacristán, tal vez él le pudiera dar noticia de lo que había sucedido con Zacarías y de dónde podría encontrar a Galindo. Le entristecía un final así para el herrero, pero tampoco le extrañó; con sus ideas tan aireadas era proclive a la denuncia, y estaba demasiado expuesto a la trampa de una traición.
Las calles empezaban a despejarse de gente que se refugiaba en sus casas de los peligros de la oscuridad. Agradeció el frescor del aire, después del día caluroso que había tenido que soportar. Estaba cansado y hambriento, así que apresuró el paso tirando de las riendas del caballo hasta llegar a la catedral. Intentó entrar pero la puerta de acceso estaba cerrada. Golpeó con fuerza varias veces sobre la madera para llamar la atención del presbítero, pero no hubo respuesta. Nadie le abrió. Escuchaba el canto de hombres en el fragor de su borrachera y pensó que tenía que haber un mesón cerca. Se guió por los cantos y llegó a una calle estrecha y oscura en la que había una pequeña fonda, ató el ronzal a una argolla de hierro, abrió la puerta y entró. El aire en el interior era irrespirable, espeso, cargado por el humo de la lumbre en la que hervía una olla. Los olores a vino rancio y a plumas quemadas de gallina se mezclaban con el hedor de sudor y humanidad; era tan pestilente que Martín estuvo a punto de salir, pero cuando iba a darse la vuelta vio al fondo a Galindo, sentado con otros tres hombres. Lo miró un instante para cerciorarse de que era él, porque tenía un aspecto astroso, estaba sucio y parecía desolado. Martín se acercó despacio sin que el cantero se apercibiera de su presencia. Uno de los que estaban con él vio que se aproximaba y lo alertó con un codazo; Galindo se volvió hacia él con gesto tenso, pero cuando se dio cuenta de quién era se levantó, esbozó una leve sonrisa y le tendió su mano para que se acercase.
—Martín, ¿cómo vos por aquí?
A excepción de Galindo, el resto del grupo lo miró con recelo. Se sentó despacio.
—Estoy sólo de paso… —murmuró algo cohibido.
Galindo llamó a una muchacha que servía las mesas con el escote tan abierto que a poco que se movía mostraba sin pudor sus pechos.
—Trae una jarra a este hombre y algo de comer, pero no esa bazofia que da tu dueña, trae algo bueno, ¿me has oído?
Ella ni siquiera lo miró, y continuó su tarea con una mueca en la cara.
—Galindo, me he acercado a la herrería… está cerrada, una mujer me ha dicho…
Comprobó que el rostro de Galindo se ensombrecía.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó.
—Es una traición.
—Ya le advertí…
—Nada tiene que ver con las ideas que mi hermano enarbolaba —interrumpió el cantero en tono seco—, os repito que se trata de una traición, alguien que tenía sed de venganza. Son las luchas entre los Velasco y los Aritza. García de Velasco odia a mi tío. A Zacarías y a otros dos de mis hermanos los ha traicionado la misma Iglesia que mi tío ha defendido contra los sarracenos.
—¿Qué quieres decir?
—Que ha sido el obispo el que permitió que se los declarase como herejes después de días de tormentos y encierro; y él mismo los entregó a García de Velasco para que los ejecutara sin ninguna posibilidad de defensa.
—¿Y tu tío? Es el primo del rey, ¿no pudo hacer nada para impedirlo?
Galindo negaba con la cabeza mientras escuchaba las preguntas que le hacía el monje.
—Mi tío ha hecho todo lo que estaba en su mano, pero él sólo es el presbítero de la catedral, y por encima de él está el obispo.
—¿Y el rey?
—Tal y como están las cosas, si el rey defendiera a unos herejes declarados y confesos cavaría su propia tumba. Las cosas están demasiado tensas como para tomar partido en una cosa así. No le ha quedado más remedio que mantenerse al margen, al igual que a mi tío.
La mujer le trajo una jarra de barro descascarillada con vino y un plato con miel, queso y frutos secos. Los dejó delante de Martín sin ningún cuidado y se marchó contoneándose con cierta provocación. Martín bebió y comió algo para calmar su hambre, pensativo, mientras Galindo hablaba en vasco con los otros hombres que lo acompañaban, explicándoles quién era el que se había sentado a su lado.
Martín se sentía muy incómodo en aquel lugar. Los hombres tomaban a las dos mujeres que servían y las tocaban sin ningún miramiento; ellas les reían las gracias y cuando pasaban por su lado se dejaban manosear. Además, las letras de los cantos, a pesar de que entendía muy poco porque eran en vasco, iban acompañadas de gestos obscenos y ordinarios que alteraban el ánimo del monje.
—Galindo, he de hablar contigo de algo importante.
El cantero lo miró receloso.
—Es sobre la tumba del obispo Teodomiro —le murmuró Martín sin dejar de mirarlo a los ojos—; vengo de verla.
—¿Habéis estado en el locus Sancti Iacobi?
Martín asintió serio.
—Y en el finis terrae, y en Muxía, algunos te conocen por esas tierras.
Galindo se quedó pensativo un rato.
—Esas costas tienen algo de especial. Me gusta lo que veo y lo que siento allí. Si las cosas no se serenan aquí es posible que regrese a Galicia.
—¿Cuál es la situación ahora? —preguntó Martín.
—Las tensiones en la ciudad son muchas. Los Velasco se quieren hacer con el poder, pretenden derrocar al rey con el fin de pactar con los francos. Las gentes están divididas, unos quieren seguir siendo un reino gobernado por Íñigo Aritza, pero otros no ven mal la unión con los francos; piensan que ésa es la única forma de afrontar la amenaza contra los sarracenos y de salvar a la ciudad de caer de nuevo en manos de los infieles. A pesar de los lazos entre los Aritza y la familia muladí de los Banu Qasi, la seguridad de la zona sigue siendo muy frágil, y la ciudadanía tiene miedo; de eso se aprovechan los Velasco.
De repente calló y miró hacia la puerta. Un muchacho de unos quince años había irrumpido en la taberna y, ávido, buscaba con la mirada entre los rostros amparados en la espesa penumbra. En cuanto vio a Galindo, se acercó a él con celeridad, se colocó junto a su oído y le habló. Martín intuyó que aquel muchacho no traía buenos augurios, porque se silenciaron incluso los cantos, como ahogados en un mal presagio, mientras todos permanecían expectantes, con el gesto preocupado.
Galindo escuchó atento lo que el chico decía, luego asintió y le ordenó que se fuera. Miró a todos los que estaban frente a él uno a uno.
—Vienen a por nosotros —sentenció con voz grave—. Están reunidos en la sede episcopal; hace un rato los soldados del obispo han entrado en la catedral y se han llevado al pobre Froilán.
—Yo he llamado a la puerta de la catedral y nadie me ha abierto —añadió Martín interrumpiendo las palabras de Galindo.
—¿Hace cuánto tiempo? —preguntó el cantero al levantarse.
—Un poco antes de encontrar este lugar.
El rostro de Galindo se ensombreció. Miró a un lado y a otro, indeciso.
—Debes esconderte —dijo uno de ellos en tono comedido.
—No tengo dónde esconderme —murmuró Galindo.
—Debes salir de la ciudad —añadió el mayor de ellos con gesto sereno—, ya te lo dije, es la única manera de escapar, al menos hasta que las cosas se calmen. —Miró a todos y cada uno de los que había a su alrededor—. Creo que todos deberíamos salir; en este momento, ya nadie está seguro aquí.
Después de un extraño silencio, de miradas cargadas de la fragilidad del miedo y la incertidumbre, hubo una especie de desbandada ralentizada por un temor que parecía paralizarlos.
Galindo miró a Martín.
—Lo siento, Martín, pero tendremos que posponer nuestra conversación para un momento mejor.
El monje se puso de pie.
—Déjame ayudarte. Tengo un caballo fuera.
—Mi presencia puede acarrearos muchos problemas.
—No te preocupes por mí. Además, he de hablarte de algo. No puedo dejar que te esfumes, te aseguro que son más importantes mis dudas que el temor a ser detenido por ir a tu lado. Vamos, te ayudaré.
Galindo y Martín salieron al exterior detrás de todos los que estaban alrededor de la mesa con él. Los demás se quedaron taciturnos, con la mirada esquiva, y guardaron un silencio como de apoyo a la huida, pero no querían o no podían hacer nada por los que estaban en peligro.
Martín se subió al caballo y le tendió la mano a Galindo, que de un salto se colocó a la grupa.
—¿Por dónde salimos? —preguntó Martín, tirando de las riendas para contener al animal—. Es complicado salir de la ciudad a estas horas de la noche.
—Iremos hacia la puerta del sur. Tengo amigos allí que nos permitirán el paso sin preguntar.
Con un trote lento callejearon por las solitarias calles de Pamplona hasta que dieron con la muralla. Con las indicaciones de Galindo, llegaron a una de las puertas que, como todas las demás, ya estaban cerradas.
Permanecían envueltos en la oscuridad de las calles, mientras la guarnición quedaba iluminada por dos antorchas que ardían a cada lado de la puerta.
—Alto —gritó uno de los soldados en cuanto se apercibió de su presencia—, ¿quién va?
—García, abre la puerta —contestó Galindo con voz queda—, he de salir de inmediato.
El soldado no reaccionó al momento. Se acercó al caballo y miró a Galindo, aturdido.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Me buscan…
—Dios Santo —murmuró el hombre, como si las palabras del cantero lo hubieran derrotado—. ¿A por quién van esta vez?
—No estoy muy seguro, sólo sé que se han llevado a Froilán de la catedral.
—¿A él también? Dios Santo… —repitió el soldado inquieto.
—Abre la puerta, tenemos que salir cuanto antes. Me alejaré todo lo que pueda al amparo de la noche.
—¿Y adónde irás?
—No lo sé.
A Martín aquello le pareció una amarga despedida entre dos conocidos.
—Cuídate.
—Hazlo tú también, García, te enviaré noticias en cuanto pueda.
El soldado y Galindo se cogieron las manos durante un rato intenso.
—Abrid la puerta —gritó el soldado sin dejar de mirar a Galindo.
La puerta de la muralla se abrió y Martín azuzó al caballo. A su espalda, el portón volvió a cerrarse y les ciñó una oscuridad casi absoluta.
—Conocías bien a ese soldado —comentó Martín.
—Es el único hermano que me queda.
Martín comprendió entonces aquella despedida.
—¿Tienes algún sitio adónde ir?
—No, pero me quedaré en la primera población que crucemos. Encontraré la forma de salir adelante.
Martín se volvió un poco hacia él, sonriendo.
—Iremos hacia los Pirineos —apuntó el monje—, será mejor que te alejes todo lo posible de estas tierras o me temo que acabarás como el resto de tus hermanos. Si quieres, te puedo dar cobijo en el lugar al que me dirijo.
—Habéis sido como una bendición esta noche.
Durante horas se sumieron en un silencio atento al camino que seguían hacia el este, guiándose por las estrellas que, junto a la luna casi llena, les proporcionaban una tenue claridad a su paso.
Al amanecer ya estaban en pleno ascenso. Era conveniente alejarse para evitar ser alcanzados por una posible expedición que hubiera salido en busca del cantero. Gracias a la fuerza y a la agilidad del caballo, a media mañana consiguieron llegar hasta la llanada de Roncesvalles. No se habían cruzado con nadie en el camino. Agotados, decidieron detenerse a descansar. A la sombra de unos árboles, algo alejados del camino, se bajaron por fin del caballo. Les costó mantenerse en pie por la postura forzada durante tanto tiempo a lomos de la montura.
—Buscaré algo de comer —dijo Galindo.
Martín no dijo nada. Se encontraba exhausto. Llevaba casi día y medio montado sobre su caballo y le dolía todo el cuerpo. Ni siquiera el hambre que sentía pudo evitar que cayera en un sueño profundo en cuanto colocó la cabeza sobre la hierba.
Abrió los ojos, acuciado por un agradable olor a leña y carne dorada al fuego. Se incorporó aturdido y vio, algo más alejado, a Galindo sentado frente a una hoguera que había hecho, con un conejo insertado en un palo que se tostaba al calor de la lumbre. El mediodía ya había pasado, por lo que calculó que había dormido un buen rato. Se levantó y se acercó hasta el cantero.
—Tiene buena pinta —dijo el monje, y se sentó frente a él.
—Se resistió, pero al final ha caído. No soy buen cazador.
Ambos callaron con la mirada puesta en el fuego, envueltos en sus propias preocupaciones.
—Cómo pueden cambiar las cosas; hasta hace unos días mis hermanos y yo éramos bien considerados en la ciudad, se nos respetaba por nuestro trabajo y, de repente, parecemos apestados, nadie defendió a mis hermanos… nadie. Fue terrible.
Martín lo miró de reojo sin decirle nada. En su rostro se reflejaba el agotamiento acumulado de días de incertidumbre y miedo. En el fondo, y después de todo lo que le había ocurrido, sintió una cierta empatia por aquel hombre que luchaba por mantener un extraño equilibrio entre la derrota y el desafío, entre la esperanza y la desesperación; exactamente igual que le ocurría a él.
Cuando el conejo estuvo hecho, Galindo lo cogió, y, con maestría, lo partió y le tendió un pedazo a Martín.
—Dijisteis que habíais ido hasta Galicia, incluso que habíais llegado hasta el finis terrae y Muxía.
—Vi el epitafio sobre la lápida del obispo. Según tengo entendido te ofreciste tú mismo a labrarla.
—Así es, llegué justo en el momento oportuno y el nuevo obispo me permitió hacerlo.
Martín masticaba con los ojos puestos en Galindo.
—Vi esa marca priscilianista en la lápida de Teodomiro.
El cantero se metió un trozo de carne en la boca y masticó despacio sin dejar de observar a Martín.
—Si lo que queréis saber es si la hice yo, andáis acertado: yo la tallé.
—¿Por qué? ¿Qué sentido tiene esa marca lapidaria en la tumba de mi señor? ¿Cómo te has atrevido a hacerla en el lugar bajo el que descansan sus restos?
—No os alteréis, Martín. No quisiera enturbiar nuestro encuentro para mí tan grato y oportuno con esta conversación.
Martín de Bilibio frunció el ceño y se movió incómodo.
—No me tomes por estúpido, Galindo, te lo advierto.
—Si es eso lo que pensáis de mí, os aseguro que os estáis equivocando. Aunque no lo creáis, os tengo en gran estima.
—Entonces, dime por qué razón cincelaste esa marca hereje en la lápida de Teodomiro.
—El obispo Teodomiro guardará eternamente su secreto.
—¿Qué quieres decir?
—Ya os dijimos que, según la tradición —hizo una pausa y miró esquivo al monje— o, si lo preferís, de acuerdo con la leyenda, esa marca se encontraba en la sepultura donde descansaban los restos de Prisciliano y dos de sus seguidores. La primera vez que hablé con vos supe que la marca estaba en la tumba a la que os había llevado Paio el eremita.
—¿Por qué estás tan seguro de eso?
Esbozó una sutil sonrisa apenas dibujada en sus labios.
—He de reconocer que hacéis grandes esfuerzos por disimular, pero vuestro rostro es claro como el agua de un manantial. Cuando os mostré la marca lapidaria en la girola de la iglesia de extramuros, vuestros ojos os delataron a pesar de que vuestra boca permaneció callada. Supe que habíais visto antes esa marca y que no podía ser en otro sitio que en la tumba atribuida al Apóstol. El mismo día que abandonasteis Pamplona, partí hacia el oeste en dirección a Galicia. Llegué en el momento oportuno. Buscaban un cantero para hacer el epitafio y me ofrecí; de esa forma pude estar durante varios días muy cerca del túmulo del Apóstol. Cuando terminé tuve un encuentro con un hombre al que seguro conocéis…
—Eterio —susurró Martín.
Galindo afirmó con un gesto. Su rostro se ensombreció. Tenía en sus manos la pieza de carne, la miró un rato jugando con ella, y luego la echó sobre la lumbre como si de repente se le hubiera quitado el hambre.
—Ese presbítero me dijo algo que me extrañó. Me habló de que los restos del hereje a partir de ahora y para la eternidad dormirían a la sombra de Teodomiro con el fin de que el difunto obispo cumpliera la penitencia impuesta. No os puedo decir por qué, pero sospeché algo raro en sus palabras, así que decidí hacer una visita al abad del monasterio que hay al lado del locus Sancti Iacobi.
—¿Hablaste con el abad Ildefredo?
—Ildefredo nació en Pamplona. Mi padre y él se criaron juntos hasta que Ildefredo decidió otorgar su vida a Dios. Siempre que he viajado a la Costa de la Muerte me ha proporcionado cobijo y apoyo. Es un buen hombre.
—Pero si me dijo que ni siquiera conocía tu nombre.
—Ildefredo es reservado y, sobre todo, muy temeroso. Le asusta cometer errores y el pobre tiene mucho que callar. —Hizo una pausa antes de continuar—. No debería decíroslo, pero ya nada importa. Ildefredo es como yo, bueno… —balbució indeciso— quiero decir que piensa igual que yo.
La expresión asombrada de Martín se mezclaba con la ironía de sus ojos.
—¿Estás queriendo decir que el abad del monasterio que está al cuidado del locus Sancti Iacobi es un… priscilianista?
—A vos os puede extrañar, pero no olvidéis que ese movimiento persigue un cristianismo más puro y más cercano al predicamento del propio Cristo, no es una herejía.
—Dios Santo —murmuró Martín, y soltó sobre el fuego el trozo de carne que aún tenía en la mano—. Esto es una locura.
—Le comenté a Ildefredo las palabras de Eterio —continuó Galindo—; he de deciros que el abad nunca lo ha tenido en mucha estima. Me contó que, el día antes de ser enterrado el obispo junto al altar del apóstol, Eterio le dio una extraña orden.
—¿Qué clase de orden?
—La noche anterior a los funerales del obispo, se cerró el templo para organizar los preparativos. Durante esas horas nadie pudo acceder a la iglesia, salvo tres monjes además de Eterio y el abad; los monjes abrieron la sepultura atribuida al apóstol, trasladaron todos los restos que allí se encontraban a la que estaba preparada para recibir a Teodomiro y después rellenaron el hueco vacío con otros restos de un antiguo osario que hay en uno de los aledaños del monasterio. Sólo os puedo decir que los monjes obedecieron la orden, además de hacer la promesa de no contar nunca a nadie lo que habían hecho bajo la amenaza de excomunión.
Martín de Bilibio miraba fijamente a Galindo. Durante un rato nada se movió, todo quedó estático, detenido por un extraño halo de oscuro estupor.
—Pero ¿qué estás diciendo? —El murmullo de las palabras de Martín se perdió en sus labios.
Galindo cogió la calabaza de Martín y bebió un trago de vino agrio que escupió de inmediato.
—A sabiendas de lo que había ocurrido —agregó Galindo—, le propuse algo a Ildefredo —hizo una pausa con gesto circunspecto—. Con su connivencia y la de los monjes de la guardia, restituí la marca a su lugar. Borré la del locus Sancti Iacobi y la tallé en el lugar donde se encuentran los restos que consideramos los mártires de Tréveris, junto con los restos del pobre obispo Teodomiro, al que se lo condenó a compartir sepultura con los que él consideraba herejes, sacralizados gracias a su connivencia y pleno consentimiento.
—Es una crueldad… —añadió Martín, secamente.
—Estoy de acuerdo, es una penitencia para toda la eternidad.
—Todo esto es absurdo… se nos ha ido de las manos, se está convirtiendo en algo que no se pretendía, es necesario detener esta locura.
Galindo sonrió taciturno, moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Mi querido Martín, es demasiado tarde para pensar en eso; la Iglesia no permitirá echar abajo la leyenda del hallazgo milagroso de unas reliquias que convienen muy bien a sus intereses. Vos sabéis que es cierto lo que digo.
Los dos se miraron un instante. Martín encogió los hombros con una mueca en su rostro.
—Entonces, ¿qué restos se veneran ahora en el locus Sancti Iacobi?
—Nadie lo sabrá nunca. Lo más probable es que sean los de algunos de los infelices que cayeron en manos de las razias de los sarracenos.
Martín de Bilibio mantenía una actitud expectante, reticente, cargada de ridículos presagios que se acumulaban en su pensamiento.
—Pero ¿cómo estáis tan seguros de que esos restos son de ese Prisciliano y de dos de sus seguidores? ¿Qué pruebas tenéis?
Galindo esperó un rato antes de contestarle.
—Las mismas que habéis tenido vos en atribuírselas a Santiago: la tradición, el mito… las marcas lapidarias. Las piedras nos llevaron hasta esa lápida que un día descubrió milagrosamente el obispo Teodomiro.
—Eso no prueba nada, cualquiera podría haber tallado esa marca en un lugar equivocado.
—Soy cantero y confío plenamente en el alma de las piedras. Es lo único que nos queda.
Martín no salía de su asombro. Aturdido, quedó sumido en sus pensamientos, con los ojos clavados en la llama parpadeante del fuego que poco a poco se iba consumiendo, al igual que su propia conciencia.