Condado de Montmerle, verano, año del Señor de 868
El traslado
Galindo de Aritza llevaba tiempo cavando en la tierra y, a pesar del frescor de la madrugada, el sudor le empapaba la espalda; desde la frente, pequeños regueros resbalaban por su cara hasta quedar suspendidos de forma incómoda en la punta de la nariz. Creyó que el ataúd se encontraba a menos profundidad y ya tenía medio cuerpo dentro del agujero. Había empezado con mucha energía, pero tuvo que detenerse varias veces para coger aire y recuperar fuerzas. Se frotó la cara con la tela de la manga para limpiarse el sudor. Con la respiración acelerada miró al cielo estrellado. Todavía le quedaba mucho tiempo. Tenía que sacar el cadáver de la caja y volver a rellenar la sepultura de tierra para que nadie reparase en el cambio. Había tenido que esperar muchos meses para cumplir su promesa. La exhumación sólo podía hacerla de noche, de lo contrario cualquiera podría haberlo visto. Pero el invierno había sido largo y frío, y la primavera trajo insistentes lluvias hasta hacía sólo un mes. La situación entonces mejoró, la tierra estaba blanda pero no empapada, lo que le hubiera supuesto un sobreesfuerzo; además, la suave temperatura lo ayudaba a trabajar con más rapidez. Lo había intentado a mediados de enero, justo un mes después de la muerte de Martín de Bilibio, pero el frío, la niebla y la humedad lo habían hecho desistir. Tenía que esperar, y por fin, aquella noche de principios de mayo se había decidido a cumplir su parte del pacto.
Durante toda la semana había estado elucubrando cómo hacer el traslado. No podía pedir ayuda porque no debía fiarse de nadie. La ubicación de la cripta debía mantenerse oculta a los ojos del resto:
Después de su precipitada salida de la convulsa Pamplona, había permanecido en el monasterio el tiempo necesario hasta que pudo regresar con cierta seguridad a la ciudad. Pero Galindo siempre volvía a visitar a Martín; pasaba temporadas a su lado, sobre todo en invierno, cuando el frío, la nieve y el agua paralizaban la actividad constructiva.
En una de esas visitas ocurrió el fallecimiento del hermano Idacio. Asistió, junto a un compungido Martín, al entierro del anciano en el cementerio de los monjes, en una ladera cercana a la iglesia. Pero Martín de Bilibio le propuso algo que lo comprometió para siempre. El viejo hermano Idacio, en su lecho de muerte, le había pedido a Martín de Bilibio un extraño encargo: quería que su cuerpo quedase sepultado en la cripta junto a los restos de su familia. Martín de Bilibio aceptó, pero no estaba dispuesto a dar a conocer a toda la comunidad la existencia de esa cripta, borrada desde hacía mucho tiempo de la memoria de los vivos. Temía que todos quisieran estar en el interior de la iglesia, en terreno sagrado, y que al final pudieran encontrar lo que con tanto celo había guardado. Cada vez estaba más convencido de que los pergaminos de La Inventio tenían que permanecer ocultos, sin salir a la luz. Por eso, ideó una forma de cumplir el deseo de Idacio sin necesidad de que nadie se enterase de que bajo el suelo de la iglesia había una cripta cuya existencia ignoraban todos.
La aparición de Galindo en aquellos días le pareció premonitoria, porque hacerlo solo le hubiera resultado una tarea muy complicada.
Al día siguiente de que Idacio hubiera quedado sepultado en el cementerio de los monjes, que, poco a poco, se iba llenando de sencillas cruces de madera clavadas en la tierra, Martín habló con Galindo:
—Necesito que me ayudes.
—Decidme en qué, sabéis que podéis contar conmigo —contestó solícito el cantero.
—He de llevar el cuerpo de Idacio, que ahora yace en la tierra del cementerio, hasta el lugar donde quiere permanecer para la eternidad, y no puedo hacerlo solo.
Galindo lo miró boquiabierto. Eso suponía una profanación, no podía estar pensando en sacar el cadáver ya enterrado de su amigo.
—No me mires así —lo recriminó incómodo Martín—, es algo que me pidió Idacio poco antes de morir, se lo prometí y lo cumpliré, aunque con ello condene mi alma al infierno.
—Os ayudaré —murmuró Galindo—, pero ¿adónde pretendéis llevarlo?
Martín de Bilibio lo miró con los ojos brillantes.
—Al lugar al que siempre has querido llegar, al mismo sitio en el que hace años escondí La Inventio.
Desde que Galindo llegó a aquel pequeño cenobio situado en el condado de Montmerle, estaba convencido de que esos pergaminos se encontraban en algún lugar de sus dependencias, pero pensaba que Martín nunca le desvelaría su ubicación. Las ideas del monje sobre la leyenda creada seguían tan firmes como el día que lo conoció en Pamplona, y lo cierto es que la peregrinación al locus Sancti Iacobi aumentaba año tras año como una mancha de aceite que se iba extendiendo lentamente, de manera sutil, por los rincones más remotos y lejanos del universo cristiano.
—Si me ayudas —continuó Martín—, tendrás la oportunidad de tallar tu marca lapidaria justo en el lugar donde guardé el secreto y extenderla por donde tú quieras y como tú quieras.
Sus labios esbozaron una sonrisa débil y muy contenida. Había aprendido a esperar su oportunidad y ahora había llegado su momento.
—¿Estáis seguro?
—Necesito tu ayuda, y confío en que no me traicionarás.
—¿Cómo iba a hacerlo? —preguntó extrañado.
—La voluntad a veces es débil, Galindo. Espero que antepongas el interés de muchos al tuyo propio.
—Ya sabéis cuál era mi intención sobre esos pergaminos. No busco notoriedad, ni siquiera sacar a la luz lo que podríamos considerar la verdad de un hecho sacralizado y que a tantos ayuda.
—Esa verdad de la que hablas podría ser mucho más dañina que beneficiosa. Además, recuerda que se trata de la conciencia de un hombre que ya no puede defenderse ante los mortales. Dios lo habrá juzgado; deja que sea la voluntad divina y no la tuya la que consolide o destruya esta leyenda.
—Tenéis mi palabra, Martín.
Martín suspiró ante el túmulo de tierra de Idacio con la cruz de madera en la que se había tallado su nombre y la fecha de su fallecimiento.
—Hay algo más que quiero que hagas, Galindo.
—Vos me diréis.
—Sé que lo que te voy a pedir será algo duro y complicado para ti, pero hay cosas que un hombre sólo puede confiarle a otro, y en mi caso tú eres el elegido.
—Me halaga vuestra elección, y sabéis que haré lo que me pidáis.
—Eres mucho más joven que yo y le pido a Dios Todopoderoso que mi muerte llegue antes de que te corresponda a ti rendirle cuentas. —Le miró un instante, triste—. Cuando ocurra, la comunidad me enterrará en este cementerio, como a todos los demás, pero yo quiero que hagas conmigo lo mismo que vamos a hacer con Idacio.
Galindo no tuvo más remedio que aceptar ese extraño pacto, no sólo porque deseaba señalar con su cincel el camino que llevaba hasta el origen de la leyenda del locus Sancti Iacobi, sino porque se lo debía a Martín de Bilibio.
A los pocos días de aquella conversación, Martín de Bilibio y Galindo habían hecho el macabro traslado, en plena noche, a escondidas de cualquier mirada, tras extraer los restos del anciano Idacio y llevarlos a la cripta. Durante días, Galindo estuvo calibrando dónde tallar su marca lapidaria; permanecía en el templo horas, haciendo mediciones, bajo la atenta mirada de Martín de Bilibio, que apenas entendía a qué se debía tanto estudio. Comprobó que la situación de la marca priscilianista en el presbiterio tenía la posición exacta para ser iluminada, como el resto de las que existían desde hacía siglos a lo largo de todo el camino hasta el límite del finis terrae, el mismo día en el que, según la leyenda, fue enterrado Prisciliano en algún lugar de Galicia, el octavo día antes de las calendas de agosto.
Una mañana, Martín de Bilibio no encontró al cantero en la pequeña hospedería del monasterio, como era habitual. Se dirigió hacia el templo y ya desde fuera escuchó el sonido seco y constante del cincel sobre la piedra.
Al entrar, lo vio en la nave que quedaba a su derecha, junto a la talla de la Virgen que servía de custodia involuntaria del acceso a la cripta. Se acercó despacio hasta él. Cuando el cantero se apercibió de su presencia, dejó de martillear un instante y le sonrió.
—Mañana emprenderé la marcha —dijo con decisión, y continuó su labor sobre la piedra.
—¿Adónde irás? No tienes ninguna prisa, todavía es invierno y el trabajo escasea. Sabes que tu compañía me es muy grata.
Galindo se había detenido al escuchar las palabras del monje. Bajó los ojos sonriendo y movió la cabeza de un lado a otro. Con el cincel en una mano y con la maza en la otra las alzó como si las mostrase.
—Hay mucho trabajo que hacer, Martín, y queda muy poco tiempo. He de sacar el alma a las piedras.
El monje lo miró en silencio durante un rato, mientras Galindo regresaba a su quehacer. Se acercó para mirar por encima del hombro del cantero.
—¿Por qué esa marca?
De nuevo se detuvo y se volvió hacia Martín.
—La espada se quiebra para evitar la batalla entre las dos leyendas. Sólo la fuerza de la fe será la que consolide una y destruya la otra, sólo el tiempo dejará en el olvido una y sacará a la luz la otra.
Galindo partió esa misma mañana rumbo a los Pirineos para recorrer el camino mágico de las Estrellas y dejar el rastro de la marca lapidaria, una espada quebrada con la punta hacia el cielo. Curiosamente, su ruta lapidaria coincidía con la que llevó el cuerpo de Prisciliano desde Tréveris hasta algún lugar de Galicia, cercano al finis terrae. La nueva señal la tallaba en el sillar que estaba por encima de la marca priscilianista, de tal forma que durante el ocaso del octavo día anterior a las calendas de agosto, un rayo de sol iluminaba en primer lugar la verdad, la marca del mártir Prisciliano, y después, dejándola en la sombra, la luz ascendía a la leyenda jacobina, la espada quebrada con la punta hacia el cielo, con lo que sacralizaba la una y enaltecía la otra. Así eran las cosas, y así se lo fue enseñando a aquellos canteros que hacían méritos suficientes para merecer el conocimiento.
Martín de Bilibio promovió que se le diera a la iglesia monástica la advocación de Santiago Apóstol, aduciendo la cantidad cada vez mayor de peregrinos que pasaban camino a los Pirineos para llegar hasta el finis terrae. La idea convenció a todos, a pesar de que se mantuvo el nombre del monasterio como de San Pedro.
Mientras cavaba en la tierra al rescate de los restos de Martín de Bilibio, Galindo recordaba aquella conversación mantenida hacía más de quince años. Por fin, el hierro de la pala topó con la madera del ataúd. Apartó con ansia la tierra hasta que la tapa quedó al descubierto. Arrancó los dos clavos que la cerraban y la abrió. Pensó que iba a apestar, pero el olor de la tierra removida era más intenso que el del cadáver. Apenas podía ver lo que había en el interior del féretro, porque su única iluminación era la luz cenital del plenilunio, pero atisbo el rostro de Martín; sus facciones parecían un pergamino seco con huecos profundos y vacíos. Apartó del todo la tapa para sacar el cuerpo del féretro. No sabía muy bien cómo cogerlo; sentía un profundo rubor al tratar así a un muerto, porque, a pesar de que estaba cumpliendo su voluntad, la aparente profanación lo ponía nervioso. Las manos de Martín estaban entrelazadas sobre el pecho. Le habían cubierto con un sencillo hábito, sin escapulario y atado a la cintura con una cuerda. Superando su reparo, por fin lo sacó de la sepultura.
Volvió a cerrar la caja de madera y, en cuanto salió del agujero, empezó a arrojar la tierra para dejarlo todo como estaba. A pesar de que era difícil que pudieran verlo, porque el cementerio de los monjes se encontraba lo suficientemente alejado del edificio en el que la comunidad dormía, de vez en cuando echaba un vistazo rápido a su alrededor; si lo descubrían, sería acusado de profanar la sepultura de uno de los monjes y lo tendría muy complicado para explicar la verdadera razón de tan extraña exhumación. Sabía que se estaba arriesgando demasiado.
Cuando terminó, tomó el cadáver de Martín y se lo cargó al hombro. Le sorprendió lo poco que pesaba, pero, sin embargo, al mover el cuerpo, emanó un hedor pútrido que a punto estuvo de provocarle el vómito.
Salió del cementerio y se encaminó hacia la iglesia ya conocida como de Santiago. Llevaba la llave que hacía tiempo le había proporcionado el propio Martín para que no tuviera problemas para entrar. Una vez en el interior, depositó el cuerpo en el suelo de la nave de la derecha junto a la entrada, donde se encontraba el acceso a la cripta; luego se acercó al altar para coger la candela de sebo siempre prendida. Empezó a retirar las losas que ocultaban la entrada a la cripta, unas losas que años atrás él mismo había desbastado, tallado y colocado por encargo del abad, después de la acertada sugerencia de Martín de Bilibio, que entendía que era conveniente enlosar el suelo del oratorio una vez confirmada la advocación al apóstol Santiago. Gracias a una generosa donación de Galindo, se llevó a cabo la obra, y el portón de madera que daba acceso a la cripta quedó oculto bajo las losas de piedra que servían de suelo sobre el que pisaban los fieles, ignorantes de lo que se abría bajo sus pies.
El esfuerzo fue grande porque las losas eran muy pesadas para ser movidas por un solo hombre; sus riñones se resentían y sus manos apenas respondían para sujetarlas y retirarlas muy poco a poco.
Cuando por fin consiguió dejar expedita la entrada, giró el mecanismo de cierre, tiró de las dos argollas con las pocas fuerzas que le quedaban y abrió el portón. Se echó de nuevo el cuerpo al hombro, esta vez manteniendo la respiración para evitar los fuertes efluvios que emanaban de su interior, cogió la candela y descendió las escaleras. Ya en el interior de la cripta vio la lápida de Martín preparada desde hacía mucho tiempo, cuyo epitafio había tallado él con el acuerdo de Martín.
Aquí duerme el sueño eterno Martín de Bilibio, llamado el escribiente, el mismo que custodió y ocultó La Inventio. No tengan parte con Cristo todos los que quisieran leer lo que transcribieron sus manos. Si alguno robara La Inventio o por algún medio o engaño la destruyera, por la autoridad de Dios omnipotente y de la bienaventurada Virgen María y del glorioso Santiago sea maldito y excomulgado y condenado para siempre junto a Judas, el traidor del Señor. Y aquel que la guarde y la custodie bien, sea bendito por nuestro Señor Jesucristo y por su discípulo el Apóstol y santificado per sæculam seculorum.
Debajo de las palabras había cincelado la espada quebrada con la punta hacia el cielo; allí estaba La Inventio y allí debía quedarse junto al cuerpo de su eterno custodio, Martín de Bilibio. Sólo le faltaba la fecha.
Un escalofrío le recorrió la espalda sin saber muy bien por qué.
Antes de introducir el cadáver en la hornacina preparada para recibirlo, sacó el rollo de piel con los pergaminos de La Inventio. Colocó el cuerpo en el nicho sin mucha dificultad y se dispuso a depositar a sus pies el rulo de piel. Se quedó pensativo mirando el envoltorio atado con un cordel, el mismo que, por orden de su tío, se había visto obligado a devolver a Martín hacía muchos años en Pamplona. Se dio cuenta de que estaba sudando, inquieto porque lo tenía en sus manos. Recordó la promesa que le había hecho al monje de mantenerlo oculto. Era la conciencia de un hombre, se repetía una y otra vez, como si la voz de la suya golpease sus pensamientos. Pero algo se estaba rebelando en su interior que era incapaz de controlar. Tenía la respiración acelerada y la mano agarrotada sobre el pergamino, como poseída por la garra de un diablo. Si lo sacaba a la luz, la leyenda quedaría destruida, o tal vez ya no fuera posible. Pensó en la tentación de notoriedad postrera de la que le había advertido Martín de Bilibio. Se preguntó si sería recordado después de su muerte, pensó en los cientos de marcas lapidarias que había tallado a lo largo de su vida, nadie sabría quién las hizo, ni por qué; con su muerte, su nombre, su obra extendida por tantos territorios, caerían indefectiblemente en el olvido, como todos los que estaban allí; nadie recordaba nada de ellos, de sus hazañas, de su trabajo, de sus virtudes o sus miserias, habrían pasado por la vida sin dejar su huella. Pero él era diferente a ellos, él había sacado con sus manos el alma de las piedras, había dejado su propia huella en la superficie fría haciéndola eterna, dándole un valor imperecedero. Sin embargo, en aquel momento comprendió que eran las piedras las que le habían arrancado su propia alma, dejándolo en el vacío de la memoria.
Pero tenía en su mano algo que podría romper ese extraño maleficio. Se estremeció como si aquel pergamino le quemase en la mano. Sintió el sudor recorriendo su espalda y sabía que no era por el esfuerzo sino por la incertidumbre de su mala conciencia. Cogió los pergaminos y se los ajustó al cinturón de piel sin mirarlos, como si pretendiera que su conciencia no supiera lo que hacían sus manos.
—Lo siento, Martín —susurró mientras mezclaba la arena, la cal y el agua para hacer la argamasa que fijaría la lápida al muro de piedra y cerraría definitivamente el sepulcro preparado—, espero que me perdones, allá donde estés…
Preparó con prisa la argamasa. Sintió un gran alivio cuando el nicho quedó cerrado; agotado, se detuvo un instante. Ya no había marcha atrás a lo que había comenzado. Muy nervioso, deseando salir lo antes posible de aquel lugar que parecía pesarle sobre los hombros, finalizó el epitafio tallando con el buril la fecha del fallecimiento de Martín. El remordimiento lo corroía, pero el deseo incontrolado de poseer aquello pudo más que su obligación debida. Cuando terminó, se quedó frente a la lápida de Martín de Bilibio.
—Que sea Dios el que me juzgue.
Con el rollo de cuero sujeto a la cintura se dirigió a los escalones, pero alguien le impedía el paso. En un principio pensó que sería alguno de los monjes, que lo había descubierto, y con el corazón acelerado y la antorcha en su mano se encaró con él. Pero esa idea se desvaneció de su mente en seguida porque no llevaba el hábito, ni las sandalias del resto de los monjes de la comunidad. En lo alto de las escaleras parecía un muro insalvable. Alzó los ojos y vio su cara pero no fue capaz de percibir su rostro, que permanecía sumido en una oscura penumbra.
—Apártate.
A pesar de que intentó imprimir autoridad, su voz salió quebrada, incapaz de vencer los nervios y una sensación de pavor que lo ahogaba.
—Antes deberías dejar lo que has cogido.
Era una voz cavernosa y ruda.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres?
—¿No me recuerdas?
El hombre inició el descenso. La posibilidad de salir era nula porque el hueco de las escaleras era muy estrecho. El rostro de aquel hombre se iluminó por fin y Galindo se quedó petrificado, con la respiración contenida, incapaz de articular una palabra.
Eterio estaba frente a él, como si se tratase de una aparición funesta.
—La traición se paga con el infierno, Galindo de Aritza.
El antiguo confesor del obispo Teodomiro, el mismo que le había impuesto la terrible penitencia de penar eternamente en su tumba junto a los restos atribuidos al hereje Prisciliano, vestía una túnica descolorida y llevaba una cogulla cuya capucha le caía sobre los hombros, dejando su rostro a la vista. Lo miró de arriba abajo como si estuviera viendo un espectro. Fue entonces cuando se dio cuenta de las abarcas que calzaba, las mismas que había visto en los pies de un mendigo que merodeaba desde hacía meses por los alrededores del monasterio, y cuyo rostro nunca consiguió vislumbrar porque siempre lo ocultaba bajo su cogulla. Martín le había dicho unas semanas antes de su muerte que era un viejo conocido que penaba por sus pecados y que vivía en soledad en el interior de una cueva a una legua del monasterio; de vez en cuando, se acercaba hasta la puerta de la iglesia con el fin de obtener de la mano de Martín algo de alimento y consuelo para su arrepentimiento. No lo había vuelto a ver desde la muerte de Martín. Se dio cuenta de que Eterio era el mendigo convertido a eremita que redimía sus pecados bajo el amparo de Martín de Bilibio.
No entendía qué podía hacer allí aquel presbítero de Iria Flavia. Habían pasado más de veinte años desde su último encuentro, en el que se ofreció para realizar el epitafio en la lápida del obispo Teodomiro.
La voz balbuciente de Galindo se perdió entre sus labios al tragar saliva.
—Pero… —Galindo miró a su alrededor desconcertado—, ¿cómo has llegado hasta aquí? ¿Qué sabes tú de todo esto?
—Llevo en estas tierras mucho más de lo que tú puedas imaginar.
—Pero… Martín nunca me dijo…
—Ya le advertí que no podía confiar en un seguidor de la herejía. Pero no me hizo caso, y se fió de ti.
—Yo no he traicionado a nadie.
—Entonces ¿por qué llevas La Inventio atada a tu cuerpo? ¿No debería estar junto al cuerpo de Martín?
Sorprendido y con el gesto de estupefacción del que ha sido descubierto in fraganti, se llevó la mano al manuscrito, que mantenía sujeto a su vientre con el cinto de cuero.
—¿Cómo sabes tú…?
—Vosotros los priscilianistas sois demasiado vanidosos, os creéis que podéis manejar las conciencias a vuestro antojo. Pero yo os conozco bien. He convivido durante años con gente de tu calaña y sé que sois traidores, miserables que haríais cualquier cosa por enarbolar vuestra desvariada herejía. Arderéis todos en el infierno por lo que estáis haciendo.
—¿Y si eres tú el que está equivocado? ¿Y si eres tú el que no ha entendido el mensaje de Cristo, el mensaje que seguía Prisciliano?
—Hablas como ellos, el veneno de tu boca se expande emponzoñando todo alrededor. Mereces la muerte.
Galindo sonrió inquieto.
—Cualquier razón de tu boca se pierde en tu locura, Eterio. Apártate de mi camino.
Intentó un movimiento, pero Eterio se colocó delante. Estaban tan cerca, que Galindo podía sentir su agrio aliento. Eran de la misma altura y de corpulencia similar. La lucha podía ser entre iguales. Sin pensárselo mucho, Galindo le lanzó la antorcha a la cara, pero Eterio parecía haberle leído el pensamiento, porque interpuso su mano y de un fuerte golpe tiró al suelo la tea; al mismo tiempo, impulsó con fuerza la otra mano hasta incrustarle en el pecho la fría hoja de un cuchillo. Galindo sintió un dolor agudo y bajó los ojos hacia su pecho. La mano de Eterio se aferraba a la empuñadura que permanecía pegada a su corazón. La sangre manaba lentamente. Alzó la mirada hacia el presbítero durante un instante eterno y vio en su rostro el reflejo infame de lo perverso.
El cantero abrió los labios, pero lo único que hizo fue emitir un quejido.
Con extrema frialdad, Eterio extrajo el cuchillo y limpió su sangre en la manga del cantero.
—Te pudrirás en el infierno.
Las palabras de Eterio pretendían ser hirientes.
Galindo empezó a tambalearse pero, antes de derrumbarse, Eterio cogió el manuscrito de su cintura. Después, Galindo cayó de rodillas, derrotado, apenas sin aire. Sus ojos permanecían abiertos como si se resistiera a cerrarlos, aferrándose a lo poco de vida que le quedaba, consciente de que se le iba, poco a poco, envuelta en el reguero de sangre que ya manaba de la herida abierta por el hierro.
—Púdrete en el infierno —le escuchó repetir en un doloroso vacío cada vez más oscuro.