Novum Monasterium, primeros meses del año 1100
Durante las siguientes semanas en aquel lugar, mi vida se transformó en un infierno de silencio, hambre y agotamiento. La saya que me había entregado Ernaud tuve que sustituirla por una túnica de lana tan recia que su contacto me provocaba picor a pesar de la camisa. Su color grisáceo era diferente a los del resto, porque ni siquiera nos consideraban novicios.
El silencio era tal que hubo momentos en los que creí volverme loca y a punto estuve de estallar y salir gritando; no me acostumbraba a no abrir la boca en todo el día más que para recitar los cantos que nunca aprendía; tampoco conocía las señas utilizadas entre los monjes y me desesperaba, porque no sabía cómo explicar algo tan simple como que necesitaba ir a las letrinas. Cualquier movimiento que hiciera tenía que estar supervisado por el hermano Thierry, que se había convertido en mi sombra. Además, el hambre hizo tanta mella en mi cuerpo que a los pocos días notaba que mis costillas cada vez estaban más pegadas a la piel, y ante cualquier esfuerzo, por nimio que fuera, mi corazón se aceleraba dejándome exhausta y mareada. Mis manos, hasta entonces finas y delicadas, acostumbradas a la costura y a escribir palabras en latín sobre pergamino, se habían convertido en un cúmulo de dolorosas callosidades en las palmas; y las uñas negras y rotas por el continuo contacto con la tierra y la piel ajada como la de un viejo por el frío. Tuve que desprenderme del calzado, que mantenía abrigados mis pies, y a cambio me dieron unas sandalias que los dejaban expuestos al intenso frío y a la humedad; al cabo de los días, me costaba caminar porque los tenía hinchados y enrojecidos, y cuando por fin me podía tumbar en el jergón de paja para descansar, no podía conciliar el sueño porque me ardían y me picaban con rabia, cosa que también me pasaba con las orejas.
Pero eso no era lo peor; podía soportar el exasperante silencio, el hambre irritante al que mi estómago, irremediablemente, se iba poco a poco acostumbrando, podía llegar a soportar el trabajo agotador en el campo: cortar leña, cargar troncos, despejar suelos de follaje y plantas, todo bajo un frío gélido que paralizaba mis sentidos; también aguanté con paciencia infinita y tremendo tedio las lecciones de liturgia, canto y oración repetidas una y otra vez por el hermano Golfiero, un maestro en exceso rígido e inflexible con cualquier fallo o error en el aprendizaje. Pero, a pesar de mi agotamiento crónico, lo peor del día era el momento de ir al dormitorio. No temía dormir con otros hombres porque desde pequeña había compartido alcoba en la cámara de la torre con criados y soldados que dormían, roncaban y ventoseaban a mi lado sin pudor. El problema era que no podía dormir por el frío intenso, la humedad, las pulgas que veía saltar a mi alrededor dispuestas a incrustarse en mi piel entumecida para chuparme la sangre, y justo cuando por fin el sueño me mecía en la placidez del descanso, el tañido de la campana, que tanto llegué a odiar, me arrancaba de ese reposo, el único del día, para arrastrarme medio dormida y empujada por el movimiento del resto de los monjes hasta el oratorio, y cruzar a la intemperie de la madrugada el tramo que separaba la cabaña del dormitorio de la iglesia, sintiendo cómo el frío entumecía mis músculos doloridos y débiles. Luego, en el oratorio, durante un tiempo que a mí me resultaba eterno, me dedicaba a mover los labios al son de esos cánticos celestiales que ya no me lo parecían tanto, y que se recitaban, luchando entre no caer desplomada por efecto del sopor, del cansancio y del sueño que me pesaba como una losa sobre los hombros, y la preocupación de no perder el ritmo del canto, que apenas conocía, bajo la atenta mirada inquisitoria del hermano Golfiero, que me parecía como una espada suspendida sobre mi cabeza, dispuesta a hundirse en mi cráneo si me dormía o me equivocaba. Cuando terminaban aquellos angustiosos maitines y me arrastraba al jergón, la desesperación aumentaba, porque me era imposible volver a conciliar el sueño por el frío que no tapaba la escasa manta casi transparente en la que inútilmente me envolvía, las pulgas que volvían a hacer de mi sangre un manjar exquisito, la humedad que se me introducía por todos los poros de la piel. Sin embargo, uno de los peores días que pasé en aquel lugar fue consecuencia de un desagradable incidente que tuve con el hermano Thierry.
Aquella mañana había amanecido oscura, cargada de nubes negras y amenazadoras. Las tareas de la huerta no daban mucho trabajo porque la tierra estaba cubierta de escarcha y hielo, así que Thierry decidió que debía acompañarlo al río para lavar la ropa. Ya lo había tenido que hacer otras veces y se convertía en una tarea muy dura porque el agua del río estaba tan helada que mis manos se entumecían doloridas al restregar las telas. Durante toda la noche me había encontrado muy mal, con dolor de vientre y de riñones. Se trataba de un dolor seco, como si se estuviera retorciendo todo por dentro. Tenía la sensación de que iba a vomitar, pero no llegué a hacerlo porque nada había que expulsar de mi estómago vacío. Me levanté con mucho esfuerzo al rezo del oficio, y luego, durante la reunión del capítulo, apenas me enteré de lo que se decía, envuelta en mi enorme cogulla, intentando mantener el poco calor que recibía de ella. Al terminar, Thierry se acercó hasta mí, me saludó con un gesto y me indicó que lo siguiera. Miré de reojo a Ernaud, al que habían puesto a cortar leña y que, gracias a ello, estaba desarrollando unos hombros musculosos y fornidos. Pensé que era mucho más fuerte que yo porque aparentemente soportaba bastante mejor todas aquellas penalidades que estábamos viviendo; en realidad, no sabía cómo llevaba el cambio porque durante las ocho semanas que llevábamos allí apenas habíamos podido intercambiar alguna mirada furtiva y unas pocas palabras dichas a toda prisa, a escondidas y con la angustia de ser descubiertos y amonestados por alguno de los monjes que parecían estar en los rincones más remotos y ocultos de aquel sombrío lugar.
Seguí al hermano Thierry con paso cansino, algo encogida por el malestar que me acuciaba cada vez con más intensidad, como si desde el interior de la tripa un intenso peso arrastrase mis órganos a un doloroso vacío. Cuando vi el cesto de mimbre con la ropa sucia, se me cayó el alma a los pies. A un gesto de Thierry, lo cargué a mi espalda y, con un amargo quejido que ignoró por completo, anduvimos hacia la vereda del río. Una vez allí, me puse de rodillas sin pensarlo y arrojé al remanso los hábitos, escapularios, camisas y de más prendas que iba sacando de la cesta. Thierry no me ayudó, se sentó detrás de mí sobre una piedra y se puso a leer un pequeño libro que había traído escondido entre sus manos en el interior de su bocamanga.
Llevaba un buen rato de trabajo cuando noté que algo cálido resbalaba por mis muslos. Con disimulo, para que no me viera Thierry, metí mi mano por debajo de mi túnica hasta tocar mis piernas y cuando la saqué estuve a punto de gritar, pero me contuve. Mi mano estaba manchada de sangre. Sin saber muy bien qué hacer, sin comprender lo que me estaba ocurriendo, miré a Thierry, que dormitaba envuelto en su cogulla con el libro abierto entre sus manos en aparente lectura concentrada. Nerviosa, volví a introducir mi mano para palpar entre mis muslos y descubrí por dónde manaba la sangre. Comprendí que aquello debía ser la menstruación de la que habló en su día Hildegarda y que Orengarda me había explicado que era la sangre maldita que, cada mes, las mujeres expulsaban de su cuerpo cuando no quedaban preñadas. El horror fue en aumento. ¿Cómo iba a ocultar aquella situación? ¿Cómo iba a retener la sangre? ¿Cuánto tiempo estaría sangrando? ¿Y si moría desangrada por no saber qué hacer? Me levanté angustiada, con la mano manchada, y entonces me di cuenta de que también había empapado el hábito. En ese momento, escuché la tos de Thierry, que se removía en su plácido sueño. Me quedé paralizada a la espera de que abriera los ojos y me descubriera con la enorme mancha en la túnica pero no los abrió. Se movió un poco como para recuperar una buena postura y me di cuenta de la capacidad que llegan a tener los monjes para robar al tiempo algo de sueño en las situaciones más imposibles. Volví a mirarme la mano, me levanté un poco el hábito y vi que por mis piernas resbalaba el líquido rojo y viscoso. Miré a mi alrededor. No me quedaba más remedio que meterme en el río para lavarme. Me remangué la túnica y me alejé un poco, caminando con sigilo con la esperanza de que Thierry continuase dormitando. Me metí en el agua hasta la rodilla. Sentí un estremecimiento en todo el cuerpo y empecé a temblar. Con una convulsiva tiritona y manteniendo la respiración, como si me encontrase bajo el agua en un intento de no pensar en el frío que se me estaba incrustando en todo el cuerpo, me lavé las piernas y mis partes de los restos de sangre. La piel se me tornaba azulada a medida que la mojaba. Después introduje en el agua la parte de la túnica que estaba manchada e intenté restregar para hacer desaparecer la mancha. Estaba tan concentrada en la tarea que no me di cuenta de que Thierry me observaba desde la orilla.
—¿Qué estás haciendo?
Me asusté tanto que estuve a punto de caer. Solté el faldón del hábito y me incorporé sintiendo la humedad de la tela pegarse a mi cuerpo ya entumecido. Me sentía igual de consternada que si me hubiera pillado completamente desnuda.
Tartamudeando incontroladamente por el frío, intenté esbozar alguna explicación:
—Yo… yo sólo… es que… me había manchado… de barro… y estaba.
Me observaba con gesto condescendiente y tendió su mano hacia mí desde la orilla.
—Sal de ahí, muchacho, vamos, vamos, de lo contrario te vas a enfermar. ¡Dios Santo, esta juventud! Parece que sois de una materia diferente, yo sería incapaz de meter siquiera un dedo con este frío. Estás como un témpano; sal deprisa y ven que te dé algo de calor.
Cuando conseguí salir del agua, me solté de su mano para recoger mis brazos sobre mi cuerpo encogido y tiritando. Cada vez que ponía mi peso sobre uno de mis pies, sentía unos dolorosos pinchazos. Thierry me acercó hacia él y, para mi espanto, me abrazó contra su cuerpo, frotando con energía sus manos sobre mi espalda. Yo me quedé todo lo inmóvil que mis temblores me permitían. Percibía el olor a rancio de su túnica y el desagradable halo de sudor que desprendía su cuerpo al mover los brazos. Era bastante más alto que yo y, como todos los demás, su aspecto era esquelético; sin embargo, aquel monje tenía algo inquietante que provocaba mi desconfianza. La tonsura estaba rodeada de una línea de pelo negro, lo que potenciaba el blanco marmóreo de su piel, enrojecida por algunas zonas de alrededor de su nariz; su mirada era insondable y parecía tener capacidad para leer mis pensamientos. Desde el principio pensé que era un aprovechado, porque todas las tareas que tenía asignadas las eludía ordenando a otro lo que le correspondía a él, amparándose en que todos tenían la obligación de realizar cualquier trabajo, máxima que repetía el abad en cada capítulo. Además, en una ocasión le había visto beber a escondidas del único barril de cerveza que había, bien muy escaso, porque se elaboraba en muy poca cantidad.
—Estoy bien —murmuré—, no os preocupéis, hermano Thierry, es sólo frío, ya se me pasa.
Me separó de él y me cogió por los hombros mirándome de arriba abajo para comprobar que mi túnica estaba chorreando de la cintura para abajo.
—Estás empapado. Te proporcionaré otra túnica seca.
Thierry no hizo ni un amago para ayudarme con la cesta de la ropa, que al estar mojada pesaba mucho más. Ocultó el libro en el interior de sus grandes mangas e inició el camino de regreso con el aire marcial de un noble.
Los días siguientes fueron de angustia constante, temiendo que la sangre maldita de la menstruación manchara de nuevo mi hábito. Por suerte, supe controlar poco a poco la situación y, sin que nadie me viera, me protegía lo suficiente para evitar el flujo.
Los últimos coletazos de frío invernal se fueron suavizando y, con la primavera, el sol empezó a calentar con más fuerza aquella penuria de humedad brumosa y constante en la que vivíamos. El único lugar en el que había una fuente de calor era la cabaña de la cocina, donde el fuego permanecía encendido todo el día, y de noche se mantenían las brasas para reactivarlo con facilidad por la mañana. Por eso, siempre que se me requería en la cocina para hacer alguna tarea, acudía corriendo y contenta de trabajar al calor del hogar.
Nadie reparó en que yo era una chica. El trabajo y la oración constante y, sobre todo, la falta de comunicación por la estricta regla del silencio, hacían de aquellos monjes unos completos desconocidos para mí, al igual que yo para ellos. Con algunos, sólo me había cruzado alguna mirada en los cuatro meses que llevábamos allí metidos y con la mayoría mis únicos contactos eran visuales cuando comíamos, cuando dormíamos o en el tedio eterno del rezo en el que otros, como yo, observaban escondidos en la profundidad de sus cogullas a sus compañeros de aquella arriesgada aventura.
Un día nos encontramos Ernaud y yo en la cuadra, en la que sólo había una vieja mula que servía de animal de carga, un caballo cojo, media docena de cabras que nos proporcionaban la leche que bebíamos, dos docenas de gallinas que ponían los pocos huevos que comiamos y un cerdo que se criaba para ser sacrificado durante el invierno. En cuanto me vi sola con él no pude contenerme.
—¿Cuándo vamos a salir de aquí? —le pregunté en voz muy baja.
—Ten paciencia.
—No me pidas más paciencia, Ernaud. ¡Esto es un infierno! —le insistí con desesperación—. Seguro que mi tío ya se habrá cansado de buscarme…
—Eso es lo que tú crees —me cortó tajante—: hace unos días alguien preguntó en el monasterio de Molesme por una chica rubia de catorce años con trenzas.
—¿Cómo lo sabes?
—Desde hace unas semanas atiendo al abad personalmente. Se encuentra tan débil que no puede ni levantarse de su lecho solo.
—Ya te he visto —le dije con cierta envidia—. Yo, sin embargo, tengo todo el día detrás de mí a Thierry. Es espantoso.
—Lo sé, le has debido de caer en gracia.
—No bromees, Ernaud.
Mi gesto serio le hizo cambiar su semblante y noté cierta inquietud en sus ojos.
—Tienes que aguantar —me repitió—, todavía no es tiempo de salir. Hay algo que debes saber…
Su gesto se ensombreció.
—¿Qué ocurre?
—Tu tío… —Calló un instante, como si no encontrase las palabras necesarias para hablar—, Geoffroi te acusa de la muerte de Orengarda…
—¿Cómo puede ser?
—Pero eso no es todo.
Calló y bajó la mirada al suelo. Sabía que algo grave tenía que decirme porque su rostro reflejaba un enorme desasosiego.
—Dímelo, Ernaud, ¿qué más me puede hacer ese canalla?
Me miró a los ojos durante un rato.
—Las noticias son muy confusas…
—¿Sobre qué? —insistí impaciente.
—Sobre Achard. Dicen que intentaste sacarlo de la fortaleza y provocaste su muerte.
Lo dijo rápido, como si hubiera decidido soltarlo para evitar más daño, pero en mi cabeza me estallaban aquellas duras palabras cargadas de falsedades.
—No puede ser… mi hermano… no puede ser…
—Te busca todo el condado, Mabilia, tu tío te ha convertido en una proscrita, peor aún, en una asesina.
—Mi hermano… —de repente lo miré, buscando sus ojos—, mi hermano… ha sido capaz de matar a mi hermano…
—Puede que haya hecho correr el rumor para hacerte salir de tu escondite. Ya sabes que tu tío es muy osado para urdir ese tipo de maquinaciones perversas, a pesar de que quedó bajo la protección de su abuelo.
Lo miré con un atisbo de esperanza. Sabía que mi tío sería capaz de cualquier cosa con tal de apresarme, incluso dejar correr rumores tan graves como los de acusarme de asesina para convertirme en una proscrita. No era lo mismo proteger a una muchacha de catorce años que huye de la maldad de su tío, que amparar a una asesina. Si alguien me mantenía oculta, por la cuenta que le traía, sin duda me denunciaría.
—Y si lo ha hecho…, y si lo ha…
Cerré mis labios porque temía pronunciar esas palabras.
Ernaud bajó los ojos entristecido.
—No sé qué decirte, Mabilia… yo… lo siento…
Lo miré abatida durante un largo rato. La forma de actuar de mi tío siempre había tenido una causa, él nunca actuaba sin medir las consecuencias. El hecho de achacarme la muerte de Orengarda podría asustarme, pero cargar sobre mi conciencia la muerte de mi hermano… él sabía que mi fragilidad ante esa terrible noticia me hundiría aún más de lo que lo estaba. Comprendí que nunca cejaría en perseguirme, que mi huida había sido una afrenta para él imposible de reparar si no era con mi detención. Si retomaba mi identidad, el destino sería la muerte.
—¿Qué voy a hacer ahora? Nadie me creerá.
—Hay testigos que presenciaron lo de Orengarda.
Me volví hacia él con gesto apenado.
—¿Y quién va a testificar en contra del conde de Montmerle? Dime, ¿quién va a contradecirlo? A pesar de ser un traidor, un embustero y un asesino, él tiene el poder, no puedo luchar contra él, nunca podré demostrar mi inocencia. Me ha robado la vida.
El silencio nos envolvió como un manto frío, pero el sonido lejano de cascos de caballos nos arrancó de nuestro ensimismamiento; nos miramos desconcertados.
—¿Qué es eso? —pregunté, como si quisiera buscar una respuesta distinta a la que me temía. Ernaud salió precipitadamente de la cuadra para comprobar de dónde procedían.
—Es gente a caballo. Espera.
Justo cuando iba a salir detrás de él, se giró y me obligó a meterme de nuevo en el interior. Se agazapó en el quicio de la puerta y miró a los que llegaban, con cautela para no ser visto. Yo me mantuve a su lado sin ver nada.
—Son soldados —susurró.
Escuché el estruendo cuando llegaron a la explanada que se abría a la puerta de la iglesia, frente al lugar en el que nos encontrábamos. No me asomé; me mantuve con la espalda pegada a la pared de madera mientras Ernaud, para mi desesperación, escrutaba el exterior sin decir nada.
—¿Qué pasa? —insistí impaciente.
Se volvió hacia mí con el gesto desencajado.
—Creo que son los soldados de Geoffroi.
No dije nada. De nuevo se giró para observar desde su escondite a los recién llegados. Escuché las voces de algunos de los monjes que, asustados, corrían de un lado a otro, preguntándose por lo que ocurría.
—Ya sale el abad —dijo Ernaud.
No pude soportar el silencio y, agazapada contra su cuerpo, asomé la cabeza para ver lo que ocurría. Seis hombres pertrechados de lorigas, yelmo y espada envainada se movían inquietos alrededor de los pocos monjes que se habían arremolinado junto al abad. Uno de los soldados descendió con brío de su cabalgadura para dirigirse a la presencia de Alberico. Cuando se quitó el yelmo lo reconocí en seguida.
—Es… es Fulco.
Nos quedamos el uno frente al otro; Ernaud pegado a mí como si quisiera protegerme con su cuerpo de las miradas imposibles de los que permanecían al otro lado de la pared, con la misma expresión que si hubiéramos visto al diablo.
—¿Qué vamos a hacer?
—Mabilia, tenemos que escondernos, pero antes, debo decirte algo…
Lo noté nervioso e inquieto.
—Tengo miedo, Ernaud, estoy asustada.
—Mabilia, ¿recuerdas la capilla de Santiago en el monasterio de San Pedro?
—Claro, ¿cómo no la voy a recordar?
—¿Recuerdas la cripta en la que entramos y lo que vimos en ella?
No comprendí a qué venía aquello en aquel momento, pero afirmé con la cabeza.
—Tengo que contarte algo que descubrí en esa cripta —me dijo en un susurro.
—Pero ¿a qué viene ahora eso, Ernaud? —le espeté con impaciente desperación—, los hombres de mi tío están ahí fuera.
—Lo sé, pero tal vez no podamos hablar en mucho tiempo.
—No te entiendo.
Movió la cabeza para mirar al exterior y comprobar cómo iba el encuentro con el abad. Luego se volvió hacia mí y me miró fijamente.
—Verás, durante estos años, desde que bajamos por primera vez, he averiguado muchas cosas sobre lo que esa cripta esconde.
—Nunca me has vuelto a hablar sobre eso.
—No quería meterte en líos. Ahora no tengo tiempo para contarte todo con más detalle —añadió, con signos de estar nervioso—. Sólo quiero que sepas que era cierto que los muertos se llevan sus secretos a la tumba. Allí abajo hay uno muy importante.
—¿Qué clase de secreto?
Miró hacia fuera para ver cómo iba la visita de Fulco. Después me miró fijamente.
—Mabilia, quiero que no le cuentes nunca a nadie lo que vimos aquella tarde.
—Sabes que he cumplido mi promesa…
—Lo sé, pero recuérdalo, no debes hablarle a nadie de lo que vimos allí… ni de la marca lapidaria, ni del contenido de los epitafios.
El repique de la campana interrumpió sus palabras. Los dos nos quedamos absortos escuchando, como si nunca antes hubiéramos oído aquel sonido diario como forma de convocar a todos a la sala capitular.
Ernaud me miró desconcertado.
—Tienes que esconderte. Ven, deprisa.
Tiró de mí hacia el fondo del establo en el que se abría un ventanuco. Salimos por él y nos agazapamos en el exterior. El edificio de la cuadra nos protegía de las miradas, pero para llegar al bosque teníamos que caminar unas cuantas brazas, y quedaríamos a la vista desde el lugar en el que estaban los visitantes. Ernaud, pegado a la pared de establo, miraba hacia el bosque pensativo, calculando lo que debíamos hacer. Se escuchaba de fondo la conversación de Fulco, con voz potente y ronca, y el abad, cuya voz apenas se percibía.
—Tenemos que llegar al bosque —dijo en voz baja—, allí podrás esconderte.
En ese momento, vimos a Thierry que salía del dormitorio situado a nuestra derecha. Fue inevitable que nos viera, pero Ernaud reaccionó y cogiéndome del brazo empezó a caminar con el vano intento de disimular que estábamos escondidos. El tañido de la campana seguía tocando, insistente.
La voz fría de Thierry se escuchó a nuestra espalda:
—¿Adónde vais? ¿Es que no oís la campana? El abad nos convoca a todos a la sala capitular.
Aminoramos el paso pero no nos detuvimos.
—Vernone nos ha enviado… a por ramas secas —le contestó Ernaud, sin mirarlo.
—¿Vernone?
Ernaud decidió detenerse y se volvió hacia él. Yo me paré a su lado pero continué dándole la espalda para evitar que pudiera advertir mi gesto de miedo.
—Quiere avivar la lumbre por si tiene que hacer más comida para los soldados que han llegado —le dijo Ernaud, tranquilo.
—¿Soldados? Ah, sí, ya veo. Tenemos visita. ¿Qué raro? ¿Qué buscarán por aquí? —hizo una inquietante pausa—. ¿Y por qué vais en esa dirección? ¿Es que no sabéis dónde está la leña?
La leñera, cargada hasta arriba de troncos preparados, estaba detrás de la cocina, en dirección opuesta a la que íbamos.
—Vernone no quiere troncos grandes —replicó Ernaud—, quiere pequeñas ramas… —encogió los hombros—. Si tienes algún problema díselo a él. Nosotros sólo cumplimos órdenes, ramas secas para que prendan mejor, ésas han sido sus palabras.
Mi corazón se batía con fuerza, pero por primera vez agradecí la postura obligada que durante todos esos meses había tenido que adoptar: la cabeza gacha y la mirada al suelo.
Ernaud reanudó la marcha y yo lo seguí.
—No os vayáis muy lejos —le oí decir a nuestra espalda.
—Claro —contestó Ernaud sin volverse—. Volveremos en seguida para acudir a la llamada del abad.
Llegamos al bosque y fue entonces cuando me volví. A lo lejos vi a los hombres de Fulco montados en sus cabalgaduras, mientras que él, con el yelmo en la mano, continuaba departiendo con el abad en tanto que los monjes iban entrando en la cabaña que hacía las veces de sala del capítulo.
—Vamos —me instó Ernaud—, hay que darse prisa. Súbete a ese árbol, allí estarás a salvo.
—¿Y tú?
—Ya me las arreglaré.
—Pero ¿adónde vas?
Me miró inquieto, como si no supiera qué decirme; echó un vistazo hacia atrás indeciso para volver a clavar sus ojos en mí.
—He de comprobar una cosa, y te aseguro que es muy importante.
—Pero ¿de qué se trata?
—Te lo contaré, no temas; ahora he de hacer algo que no puede esperar. Sólo te pido que confies en mí. ¿Lo harás?
—Sólo te tengo a ti, Ernaud.
Su estado de ansiedad contenida me desconcertaba aún más que la visita de los soldados.
Me habló de forma pausada y firme, como si quisiera darme una seguridad de la que él mismo carecía.
—Escúchame bien, si ocurre algo quiero que te dirijas hacia el sur y que te unas a alguno de los grupos de peregrinos que a diario van de camino hacia Galicia. Si consigues llegar al otro lado de los Pirineos, estarás a salvo.
—¿Y tú? —lo interrumpí, y le cogí la mano.
Un silencio grave nos envolvió mientras Ernaud me miraba con gesto serio.
—Mabilia, te aseguro que te encontraré. Ahora, sube, no hay tiempo que perder.
No me dejó abrir la boca; me instó con un ligero empujón a que subiera.
Tenía tanto miedo de que Fulco me encontrase que inicié el ascenso. Tuve alguna dificultad porque las sandalias se resbalaban y la túnica me impedía levantar la pierna todo lo que quería. Cuando por fin alcancé una rama lo suficientemente alta y fuerte, me senté en ella y miré hacia abajo. Ernaud estaba pendiente de mi ascenso y de lo que hacían los recién llegados.
—No te muevas de ahí hasta que todo pase, y no hagas ruido.
Salió corriendo y desapareció de mi vista. El bosque se tragó toda visión del mundo que me rodeaba. No veía nada más que la frondosidad de la arboleda y el claro a mis pies.
Me preguntaba qué le estaría contando Fulco al abad, pero intenté mantener la calma. Buscaban a una chica con trenzas y todos pensaban que yo era un chico, así que estaba segura de que todo acabaría rápido. El abad le diría que en esa comunidad no encontrarían a la persona que buscaban porque allí sólo había hombres y Fulco se marcharía para seguir su búsqueda. Respiré hondo y me dispuse a esperar el regreso de Ernaud.
Al cabo de un rato, oí las voces de los soldados acercarse al galope de sus monturas. Mantuve la respiración, intentando no mover ni un solo músculo cuando pasaron por debajo del árbol en el que estaba encaramada; dieron una batida por el bosque. Me preguntaba si me buscaban a mí. De vez de cuando los veía pasar, incluso detenerse junto al roble que me servía de escondite, temerosa de que en cualquier momento alguno levantase la vista y me descubriera.
—Aquí no hay nadie —oí decir a uno de ellos.
—Está bien, vámonos.
La voz de Fulco me estremeció, aunque no podía verlo.
Pensé que Ernaud se había escondido en otro sitio. Era lógico, porque si Fulco o sus soldados lo veían lo identificarían de inmediato. Temí por él y por mí misma. ¿Qué habría pensado el abad ante nuestra ausencia en la sala capitular? Pudiera ser que el hermano Thierry justificase nuestra falta.
Los caballos se alejaron y me mantuve a la escucha hasta que el aire recobró su serena quietud y el silencio me envolvió otra vez. Al cabo de un rato, de nuevo el tañido de la campana llamaba a la comunidad a reunirse en el refectorio para el almuerzo; todo parecía recobrar la normalidad al margen de mi presencia, pero no me moví a pesar de que estaba hambrienta y de que me impacientaba cada vez más. Miraba el claro que se abría a mis pies con ansia por ver aparecer la cara de Ernaud, sin saber si bajar o esperar. Estaba a punto de hacerlo cuando sentí el crujir de una rama. Me quedé quieta, con los ojos fijos hacia abajo.
—Achard…
En seguida reconocí la voz de Vernone.
—Achard —repitió, con su voz ahogada en la garganta, intentando no hacer demasiado ruido—. Pero ¿dónde se habrá metido este chico?
En ese momento me decidí a bajar, y cuando Vernone me vio descender del árbol se me quedó mirando atónito incapaz de reaccionar.
—¿Se han ido? —le dije antes de llegar al suelo.
—Pero… ¿qué hacías ahí arriba? —Su rostro reflejaba una mezcla entre la confusión, la alegría de haberme encontrado y un enfado evidente por mi repentina desaparición—. Estábamos muy preocupados por ti, muchacho, ¿cómo se te ocurre hacer esto?
Sin hacer caso a sus reproches, insistí cuando estuve frente a él.
—¿Se han ido?
—¿Quiénes?
—Los soldados, ¿se han ido ya?
—Sí, se han ido… —calló y me miró inquieto—. ¿Te escondías de ellos?
Subida en aquel árbol había tomado la determinación de marcharme de allí de inmediato, así que me daba igual lo que Vernone pensara.
—¿Y Ernaud?, ¿dónde está?
—¿Ernaud?, también ha desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra. No sé qué es lo que ocultáis Ernaud y tú, y tampoco quiero saberlo. Thierry vino a preguntarme si os había encargado venir al bosque a por ramas para el fuego… —me miró con complicidad abriendo una mueca sonriente en sus labios—, por supuesto, le dije que sí.
—Vernone, gracias…
Encogió los hombros y sonrió lacónico.
—No me agradezcas nada, pero debes tener cuidado con Thierry, uno no se convierte en bueno por el hecho de llevar un hábito y afeitarse la tonsura, o por acudir al oratorio cuando suena la campana.
—No quiero que pienses que deseo aparentar…
—No lo digo por ti, Achard —me miró con ternura—, tu rostro te delata…, poco daño has podido hacer tú en la vida. Lo digo por Thierry. Es un hombre malvado, un aprovechado que desde que llegó al monasterio no ha hecho nada más que incordiar.
—Te aseguro, Vernone, que yo no he hecho nada.
—Ya te he dicho que no quiero saber nada —me interrumpió antes de que siguiera contando una historia que no quería escuchar—. A veces es conveniente quedar en la ignorancia. Será mejor que vayas a ver al abad, te espera desde hace un buen rato.
Me puse en camino, pero su voz me detuvo cuando apenas me había alejado de él.
—Achard —me volví hacia él—, si te encuentras con Thierry, cuéntale que te has perdido y que fui yo quien te encontró…
Lo miré, desconcertada, porque al principio no entendí lo que quería decirme. Luego, en silencio, me sonrió y me hizo un gesto la mano para que acelerase el paso a mi encuentro con el abad. Le volví a agradecer su ayuda y me alejé de él sin llegar a correr pero con paso muy rápido. Estaba ansiosa por saber lo que había ocurrido, qué sabían sobre nosotros y, sobre todo, qué había pasado con Ernaud. Pero no pude evitar tropezarme con Thierry, como si me hubiera estado esperando. No tuve más remedio que detenerme frente a él.
—¿Dónde te habías metido? ¿Crees que esto es un lugar de descanso en el que cualquiera puede hacer lo que quiera?
Alcé la vista para mirarlo a los ojos.
—El abad me espera —susurré.
—¿De qué huís Ernaud y tú?
—Yo no huyo de nada, me perdí en el bosque, eso es todo, Vernone me encontró.
—Es cierto. —La voz de Vernone me sorprendió por detrás—. La niebla lo despistó y acabo de encontrarlo vagando por el bosque.
Thierry nos miraba a uno y a otro entre atónito y receloso. Era evidente que en el ataque preparado contra mí no contaba con la ayuda inestimable que me iba a prestar Vernone.
—Déjalo marchar —le insistió Vernone sin detenerse—, el abad le espera desde hace un buen rato.
De nuevo nos quedamos solos Thierry y yo frente a frente.
—Así que te has perdido… —Su voz era ronca.
—Se lo explicaré al abad —le contesté iniciando la marcha, pero aquel monje me impidió el paso poniéndose delante de mí.
—¿Quién eres, Achard?
Sus ojos me inquietaron, pero intenté disimular que estaba asustada.
—Tengo que ver al abad —repetí.
—A mí no me engañas…
No le di tiempo a reaccionar. Lo esquivé con un rápido movimiento y, sin ningún miramiento por el cumplimiento de la Regla, salí corriendo para llegar a la sala capitular. Cuando alcance puerta me colé en el interior como si fuera el único lugar en el que refugiarme y sentirme segura. Intenté recuperar la calma respirando con dificultad por la carrera y el miedo. El abad estaba sentado, mirándome sorprendido pero sin perder la serenidad que siempre había en su gesto, esperando conocer la razón de mi ausencia y de mi irrupción precipitada en un lugar donde el sosiego marcaba las horas diarias de todos los que allí vivían. Nos miramos durante un rato, en silencio, sin decir ni una palabra. Yo estaba nerviosa, él tranquilo, yo tenía miedo, él mostraba sosiego, yo quería salir huyendo, él me retenía a su lado manifestando la seguridad que a mí me faltaba. Un ruido a mi espalda hizo que me diera la vuelta. Era Thierry.
Hizo una leve reverencia. Su mirada se posó en mí un instante.
—Padre, he de hablaros. Es importante.
El silencio cargó el ambiente con una extraña sensación de tensión, mezclada con la seguridad de estar junto al abad.
—Déjanos, hermano Thierry —le instó Alberico con voz muy suave—, primero hablaré con Achard.
—Pero, padre… es sobre él y sobre Ernaud…
El ímpetu de Thierry fue interrumpido por un leve gesto de autoridad del abad, apenas perceptible pero firme e inexorable.
—Hermano Thierry, sería bueno que ejercitases un poco de humildad y obediencia. Son muchas tus labores, te ruego que vayas a realizarlas; yo me ocuparé de este asunto. Si necesitase de tu ayuda te lo haré saber.
Thierry no dijo nada, sólo asintió desconcertado y se marchó, no sin antes dedicarme una mirada inquisitiva cargada de inquina que me estremeció.
Cuando me volví hacia Alberico, me dedicó una leve sonrisa que me tranquilizó. Esperé, paciente, sus palabras.
—Ven, Achard, acércate a mi lado.
En silencio me acerqué hasta él y me senté, dispuesta a escuchar lo que fuera y a implorar si fuera necesario su perdón y su clemencia.
—Me ha dicho Vernone que te has perdido en el bosque.
Sólo afirmé con un leve gesto.
—Padre, Ernaud también se ha perdido y…
—Ernaud se ha ido.
La interrupción me cogió tan de sorpresa que durante un rato estuve callada, mirándolo a los ojos sin saber qué decir.
—¿Adónde se ha ido?
Sus cejas se enarcaron como si tuviera que hacer un esfuerzo para creer sus palabras.
—Tenía asuntos que arreglar; al menos, eso fue lo que me dijo. Yo no puedo retener a nadie a mi lado, y mucho menos a un adolescente que ni siquiera era novicio. Hacerse monje ha de ser una opción elegida, nunca impuesta por una situación ajena a la firme voluntad de ofrecer cada momento del día a la gloria de Nuestro Señor.
Bajé los ojos a mis manos. La pregunta me quemaba en la garganta pero no estaba segura de hacerla. Tal vez hubiera sido mejor decirle en ese momento que yo también abandonaba, que me marchaba de aquel lugar para siempre, pero al final no pude contenerme y pregunté, esquivando su mirada:
—Vi llegar a unos soldados cuando iba hacia el bosque… ¿qué querían?
—Buscaban a alguien —sentenció con voz firme y seca.
Lo miré con la angustia en mis ojos.
—Querían saber si había pasado por aquí una joven prófuga; por lo visto ha matado a su aya y a su hermano pequeño. Pero ¿quieres saber una cosa?
No le contesté, ni siquiera me moví. Su gesto de complicidad no me tranquilizaba.
—Me cuesta mucho creer los crímenes que se le atribuyen a esa joven, y mucho menos, sabiendo de quién proceden las acusaciones.
Presentí que él lo sabía, intuí en sus ojos secos de visiones pasadas que había descubierto que era yo esa joven de catorce años que buscaban los soldados del condado de Montmerle.
—Achard, éste no es tu lugar. Debes salir de aquí cuanto antes.
—Tengo miedo —dije en un tono casi imperceptible.
—Todos tenemos miedo, nadie se libra de ese sentimiento que nace y muere con nosotros y que la mayoría de las veces nos ayuda a sobrevivir.
—No tengo adónde ir, no me queda nadie.
Suspiró cansino.
—Si te quedas aquí, no podré ayudarte.
—Si al menos estuviera Ernaud…
—No está bien lo que voy a decirte, pero… —apretó los labios con gesto preocupado—, a veces hay que hacer cosas que sabes que son justas, aunque no sean muy morales. Con ese atuendo no eres ni siquiera un novicio; te proporcionaré un hábito y con la tonsura pasarás por novicio, eso te dará alguna ventaja. Es cierto que esa condición no te garantiza la inmunidad frente a los malhechores que te puedas encontrar, pero al menos te abrirá las puertas de monasterios que jalonan los caminos. Además, te daré una carta de recomendación.
Lo miré en silencio durante un largo rato. En sus ojos se reflejaba la serenidad de la experiencia, de los años vividos y sufridos. Sonreía apenas y sus ojos casi desaparecían entre pliegues de piel blanquecina.
—¿Cuándo he de irme?
—Cuanto antes. Vernone te hará la tonsura y te acompañará hasta Dijon. Allí deberás decidir tu propio destino.
—Será como queráis, padre, y os agradezco tanto…
—No me lo agradezcas, en tus ojos no veo ni un ápice de malicia, espero que las circunstancias de la vida no incrusten en ellos el odio o la maleficencia. Eso se lo pediré a Dios en mis oraciones. A ti sólo te pido una cosa: que te cuides. ¿Lo harás?
Afirmé con un ligero gesto de cabeza y con la visión nublada por el llanto ahogado en mi garganta.
—Ahora debes prepararte, no digas a nadie que te vas. Vernone ya sabe lo que hay que hacer. Sé muy prudente y que Dios te acompañe Salí de la sala capitular aturdida, sin saber muy bien qué hacer Miré a un lado y a otro para comprobar que todo estaba igual. Nada había cambiado, el curso del tiempo continuaba a pesar de que mi vida volvía a ser un oscuro agujero sin fondo. Respiré hondo y al ver la iglesia me asaltó una inquietante duda. Sin pensar en que alguien pudiera llamarme la atención, salí corriendo hacia ella. El pequeño templo se encontraba sumido en la penumbra y mis ojos tardaron un rato en acostumbrarse a las sombras. La vela del altar ardía titilante en una lucha firme por no diluirse y desaparecer. Metí la mano en el hueco, y casi me desvanecí al comprobar que estaba vacío. Me senté en el suelo, derrotada. No comprendía el porqué de aquella traición; me maldije por haberle contado a Ernaud que llevaba el testamento y las monedas. Lo destruiría, seguro que lo haría, o lo llevaría hasta las manos de Geoffroi para recibir una recompensa, tal vez ser nombrado caballero, ascender en la sociedad, la ambición a cambio del abandono, de la felonía. El testamento era lo único que tenía para demostrar al mundo que Geoffroi traicionó la voluntad de mi padre; sin él, me convertía para siempre en una proscrita, en una desheredada, privada de todo y de todos. De repente me sentí culpable por pensar así de Ernaud, él me había ayudado siempre, no debía pensar en una traición. Tal vez alguien lo había descubierto… ¿y si era el hermano Thierry? Empecé a cavilar traiciones oscuras cuando escuché un ruido a mi espalda. Alguien acababa de entrar en la iglesia; me agaché para ocultarme detrás del altar. Esperé sin poder ver quién había entrado, pero el que lo había hecho caminaba muy lentamente, midiendo sus pasos. Pensé que tal vez fuera el hermano sacristán, dispuesto a encender las velas para la hora nona. Intenté atisbar algo asomando la cabeza, pero al hacerlo vi con horror que el hermano Thierry se encontraba en el centro del oratorio, mirando hacia el altar, con una sonrisa estúpida en la cara.
—¿Qué haces, Achard, rogando a Dios por tu alma…? —Hizo una pausa a propósito antes de continuar—. ¿No respondes? ¿Será, tal vez, porque no es ése tu nombre?
El silencio fue la única respuesta que recibió de mis labios. No me moví de mi escondite descubierto; me sentí acorralada, prisionera de mi propia mentira ahora desenmascarada.
—Sal de ahí, tenemos que hablar. —Su voz ronca y rasgada me resultaba tan punzante como un puñal clavado en mi garganta—. ¡Sal de ahí te he dicho!
Me levanté despacio, temblando. Thierry me observaba con las manos a la espalda y una sonrisa ácida en su cara.
—¿Sabes?, la vida a veces proporciona golpes de suerte que no se pueden rechazar. ¿Conoces al conde de Montmerle?
No contesté, me mantuve callada, intentando desafiar la mirada de aquel hombre que me cercaba cada vez más en mi propia identidad.
—Por lo visto, ofrece una sustanciosa recompensa para quien dé razón del paradero de su prometida. La muy zorra se ha escapado y, como es lógico, el conde está furioso; más que furioso, está herido en su honor y en su orgullo; es algo muy grave, ¿no crees?
Sus preguntas no buscaban respuestas y continuó implacable con su sorna hiriente:
—¿Te imaginas encontrar a esa furcia desagradecida? —De repente cambió su rostro y se tornó serio, cruel, malvado—. La llevaría a rastras de los pelos hasta la presencia del conde Geoffroi para que le pidiera perdón por el daño que le está causando. Recibiría la recompensa, tendría el favor del conde, y ¿sabes lo que eso supone?, unas dádivas imposibles de rechazar para cualquier mortal al que le corra sangre por las venas. Eso me ha hecho pensar. Aquí la vida es sumamente dura, hace frío, hay humedad, se pasa mucha hambre y el vino está agrio. Si yo pudiera obtener todo eso que promete el conde…, si yo pudiera llevarle a su presencia a la mujer que busca denodadamente desde hace meses, el conde me agasajaría para el resto de mis días, dejaría atrás esta miseria, tanta penuria y tanta hambre.
—¿Por qué estáis aquí entonces? —pregunté, horrorizada por lo que estaba escuchando.
—No eres tú la única que huyes… ¿Mabilia es tu nombre? —Hizo una pausa medida antes de continuar—. Cuando te arrastre a la presencia del conde seré un hombre libre, rico y poderoso, y todo gracias a ti.
—¿Por qué no me habéis entregado ya?
Intenté imprimir a mis palabras un tono desafiante que no sabía controlar.
—Me considero un hombre inteligente, y sobre todo prudente. Reconozco que tu amigo y tú me habéis engañado durante todo este tiempo, aunque sospechaba algo de vosotros dos. Cuando esta mañana los soldados han preguntado si habíamos visto a una muchacha de unos catorce o quince años, rubia, de piel blanca, delgada y de media altura no caí en que pudieras ser tú. Pero vuestra desaparición repentina te descubrió.
—¿Por qué no me denunciasteis a los soldados?
Movió la cabeza de un lado a otro en señal de negación, con una mueca pérfida en sus ojos.
—Si lo hacía delante del abad, en este monasterio… —Abrió las manos y enarcó las cejas—. ¿Para quién crees que habría sido la re compensa? Estoy seguro de que el abad rechazaría cualquier dádiva por tu entrega; su sentido de la responsabilidad y de la pobreza me supera en mucho, no lo dudes. Además, tenía que estar completamente seguro de que eras quien yo sospechaba.
—Hermano Thierry —la clara voz del abad al fondo de la iglesia hizo que mantuviera mi respiración—, ¿es que no tienes nada que hacer?
Escuché el sonido hueco de los hábitos moviéndose en el silencio vacío de la iglesia.
—Padre… —Thierry estaba desconcertado porque, al igual que yo, desconocía hasta dónde había escuchado la conversación el abad—. No sabía…
Alberico lo interrumpió con sequedad.
—Sal de aquí, Thierry, y regresa a tus quehaceres.
Se volvió hacia mí y me dedicó una mirada furibunda, pero no dijo nada. Salió deprisa y nos dejó solos. El abad se quedó oculto en la penumbra. Luego, se dio la vuelta y se marchó, dejándome sola de nuevo.
Aquella misma noche después de completas, Vernone me entregó una cogulla igual que las que llevaban el resto de los monjes de coro, me rasuró la tonsura y me cortó el pelo al ras de la frente y por encima de las orejas; luego, me dijo que estuviera preparada para salir antes del amanecer, justo después de maitines, cuando todos regresaran al dormitorio. Salimos de aquel monasterio en plena noche y cuando todos dormían, incluido Thierry. De nuevo la huida, en la oscuridad, abandonada a un destino incierto, vestida de monje, con tonsura, sin dinero y sin el testamento. Me sentí muy sola a pesar de que me acompañaba Vernone. Su silencio me dolía, pero tampoco podía hablar. Me preguntaba si él habría llegado a la misma conclusión que Thierry, si el abad había sido consciente de que era una mujer que me había hecho pasar por un muchacho y que había convivido con ese pecado entre ellos. Durante todo el trayecto mantuve mis labios sellados igual que Vernone, escuchando sólo su respiración y el sonido propio del campo en plena explosión de primavera.
El sol nos regaló su calidez en una hermosa mañana. Mis huesos agradecieron después de la humedad del relente, que se me había ido incrustando durante el amanecer.
—¿Tienes hambre? —me preguntó Vernone.
Lo miré sorprendida. Después de horas de caminata eran las primeras palabras que salían de su boca.
—Sí.
—Nos detendremos un momento para reponer fuerzas.
No dije nada. Acepté el pan negro que me dio, la manzana y el odre con vino rancio que escupí en cuanto tocó mi boca.
—¿No te gusta?
Negué con la cabeza y me limpié los labios con gesto de asco.
—Allí hay un río, si tienes sed.
Me acerqué a la orilla y me lavé la cara. El frescor me espabiló un poco. Me encontraba cansada, pero sobre todo me sentía triste, tremendamente triste.
Cuando regresé junto a Vernone, ya recogía las cosas para emprender el camino.
—Hermano Vernone, ¿por qué me ayudas?
Él se detuvo y fijó sus ojos sobre mí, sorprendido. Movió los hombros y bajó los ojos como si no supiera muy bien qué contestar.
—Es obligación de un buen cristiano ayudar al prójimo. —Sus palabras apenas tenían fuerza.
—Esto no es una obligación cristiana.
Volvió a guardar un momento de silencio mientras me miraba esquivo.
—No te ayudo a ti, lo hago por mí.
—No entiendo…
Respiró con angustia mirando hacia el cielo, como si estuviera deseando decirle a alguien lo que sentía desde hacía mucho tiempo.
—Ayudarte era la única forma de salir de aquel infierno. Cuando el abad me dijo que te acompañase hasta Dijon pensé que tal vez era mi oportunidad para hacer un viaje que estaba deseando emprender hacía mucho tiempo.
—¿Adónde piensas ir?
—A Galicia, al finis terrae, donde la tierra termina y el sol muere cada atardecer. ¿Has oído hablar de ese lugar?
Pensé en lo que me había dicho Ernaud antes de nuestra apresurada despedida. Tenía que dirigirme hacia el sur, cruzar los Pirineos y creí que si Vernone iba en esa dirección sería una buena idea hacerlo en su compañía.
—¿Podría acompañarte?
La pregunta lo cogió algo desprevenido, y me miró en silencio durante un rato, evaluando mi propuesta. Encogió los hombros y esbozó una sonrisa.
—Sí, claro, ¿por qué no?
—Pero entonces, ¿no piensas regresar al Novum Monasterium?
—No por ahora. Achard, ¿puedo hacerte una pregunta?
Afirmé con la cabeza, pero se mantuvo un rato callado, indeciso, como si no estuviera seguro de si hablarme o mantenerse mudo.
—¿Ernaud te dijo algo… te comentó algo antes de marcharse?
—¿Algo sobre qué?
De nuevo el silencio vacilante me desconcertó.
—¿Qué quieres saber, Vernone? Puedes hablar claro.
—¿Te dijo algo sobre su intención de viajar a Compostela?
—Bueno, no exactamente, alguna vez comentó que en los reinos del norte de Hispania dan muchas facilidades para que la gente se instale en sus tierras.
—Pero ¿te habló alguna vez de ir a esas tierras en busca de algo en concreto?
Lo miré con las cejas arqueadas y un gesto de no tener ni idea de lo que me estaba diciendo.
—Lo siento, Vernone, nunca me dijo nada de eso.
—Déjalo, no importa, son cosas mías.
—¿Adónde vamos?
—Vamos al sur, a un monasterio llamado Santa Fe de Conques; sé desde allí salen a menudo grupos de monjes de nuestra orden para establecerse a lo largo del camino hacia Compostela; se está haciendo una ardua labor de renovación de monasterios arruinados por el paso de los infieles. Se instalan a lo largo de la ruta elegida por la mayoría de los peregrinos con el fin de atender el cuidado corporal y espiritual de las gentes que pasan por aquellas tierras baldías abandonadas, heridas por la violencia. Tiene razón Ernaud, los reyes hispanos llevan años muy interesados en que nuestra orden se establezca en la ruta jacobea y para ello donan tierras y hacienda.
—Vernone, dime una cosa, ¿qué sabes sobre mí?
—Debes de ser el hijo de alguien importante, porque el abad se ha tomado muchas molestias para protegerte, y por alguna razón, que no quiero saber, llegaste al monasterio buscando cobijo; eso es todo lo que sé acerca de ti, y con eso me basta. Cuanto menos sepa, menos comprometo mi conciencia. Las luchas de los nobles me repelen; huyo de ellas como del fuego.
Sonreí para mis adentros. Aquel hombre era sorprendente.
—¿Por qué tienes tanto interés en ir hasta Galicia? Debe de ser un viaje largo y peligroso.
—Sé que el camino es muy duro, porque en mi anterior cenobio de Molesme pude hablar con muchos de los que regresaban. Pero eso no importa, tengo que ir allí.
Los ojos de Vernone eran esquivos y creí que no me estaba diciendo toda la verdad sobre sus motivos para ir a Galicia. Si, como me decía, su intención era peregrinar, podría haber solicitado el permiso del abad y, tarde o temprano, se lo habría concedido. En los meses de mi estancia en el monasterio había aprendido muchas cosas del hermano Golfiero y una de ellas era el apoyo que la orden daba a la peregrinación a Compostela como vía de expiación espiritual y de efectos muy beneficiosos para la cristiandad. Tampoco parecía que Vernone se escondiera o huyera como lo hacía yo. Tenía que haber algo más para que aquel hombre dejase todo lo que había sido su vida hasta entonces y emprendiera un viaje hasta lo que había oído llamar el final de la tierra, donde se encontraba el locus Sancti Iacobi. Pero él había mantenido su discreción sobre mi identidad y los motivos que me llevaban a huir y no sería yo quien curioseara sus razones para hacer lo que pretendía.
Me preguntaba dónde estaría Ernaud y si habría sido él el que había cogido el testamento y la bolsa con el dinero. Temía lo que Fulco pudiera hacerle si lo encontraba. Al fin y al cabo, su huida se debía a que me había protegido y me sentía culpable por haber pensado mal de él cuando encontré vacío el hueco del altar. Podría haberlo cogido cualquiera, incluso Thierry, aunque lo dudaba, porque me lo hubiera restregado por la cara durante nuestro último encuentro. Recordé entonces las últimas palabras de Ernaud antes de que me hiciera esconderme en lo alto de aquel roble: que fuera hacia el sur, que cruzase los Pirineos y que, si algo ocurría, él me encontraría. Con esa idea mantendría mi esperanza.