XIV
Sin embargo, no todo es frenesí en el gozar de la vida de los japoneses. Su afición por los placeres groseros es contrarrestada por el delirio que sienten por las bellezas de la Naturaleza y el bienestar que les produce la meditación en la soledad. Por una parte, son alegres y expansivos, y por otra, contemplativos e introvertidos. Con el profundo amor que sienten hacia todo lo que es bello, hacen objetos de arte de los utensilios más vulgares de la vida diaria y convierten en ritos las acciones más corrientes. Tomar un baño, por ejemplo, no se considera una necesidad, sino una oportunidad maravillosa para relajarse. Los utensilios que utilizan para comer son de colores y atractivos para la vista. Los alimentos son presentados de tal forma que solamente mirarlos recrea los ojos antes que el cuerpo.
Comer es en el Japón un placer, un pasatiempo, una delicia artística y debe ser considerado así por lo menos por el visitante no acostumbrado a la combinación de sus elementos.
Empecemos por el desayuno. Si uno se encuentra en la habitación de una posada japonesa a la antigua usanza, verá que se comienza por plegar delicadamente los colchones y los cobertores y meterlos en armarios empotrados en la pared, de modo que los dormitorios se convierten en salas de estar. Una muchacha jovial coloca la mesita baja en el centro de la habitación, acondiciona los almohadones a su alrededor y acto seguido trae el desayuno.
En el primero de tres pequeños tazones hay un huevo crudo. En el segundo, arroz, y en el tercero una sopa de puré de alubias que contiene, tal vez, puerro japonés, almejas, un cuajo de judías fritas, espinacas o algo parecido. Se bate el huevo con los palillos, se le añade salsa de shoyu (soja) y la mezcla se echa en el arroz. Con la pasta resultante y la sopa se van comiendo unas verduras encurtidas, tales como berenjenas, jengibre o pepinillos. En la sopa puede haber desde luego otras cosas, siendo un complemento corriente tiras de algas secas. En conjunto, éste suele ser el desayuno, que es excelente. En la actualidad hay muchas familias japonesas que comen el desayuno norteamericano. No sé por qué, porque a mí me parece delicioso el indígena, pero parece ser que a ellos les han llegado a gustar los copos de avena, las gachas y los huevos fritos.
El almuerzo se puede componer de tallarines con verduras y un poco de carne de cerdo, servidos con una salsa muy sabrosa de pescado. Éste es el almuerzo en una posada típica, y aunque a mí siempre me ha gustado, comprendo que para muchos puede ser poco sustancial. Como contraste, recuerdo un pequeño restaurante de Nagoya, donde solían servir, y supongo que hoy pasará lo mismo, una comida mucho más apetitosa, pero también sencilla. Era un lugar limpio, fresco, con un surtidor en el centro, donde varias bonitas camareras se dedicaban a servir el almuerzo del día en bandejas de laca, compuesto por seis platos y el consabido té caliente japonés. Y todo ello por cien yens, o sea, veintiocho centavos de dólar. Los seis platos eran ensalada, sopa, arroz, tempura, verduras y pescado o carne. Las raciones eran pequeñas, pero suficientes y todos los alimentos sabrosos en extremo. En este restaurante, como en todos los restaurantes japoneses, no se admitían propinas. Se dan muy pocas propinas en el Japón, pues no se considera decoroso. En realidad, que yo sepa, el Japón es el único país del mundo en que las propinas son rechazadas. He conocido casos de chóferes de taxi, que habiendo aceptado de más, sin darse cuenta, dinero de sus pasajeros, han corrido detrás de ellos para devolvérselo. En los pocos casos en que las propinas son aceptadas, como por ejemplo por la camarera particular en las posadas antiguas, el donativo se ha de entregar envuelto, a escondidas, sin hacer mención de él. Refiero todas estas circunstancias porque creo que arrojan alguna luz sobre el carácter japonés. A los japoneses no les gusta manejar dinero ni aceptar gratificaciones por servicios que juzgan un deber de hospitalidad.
En una visita reciente que hice al Japón fui con algunos amigos japoneses a la ciudad de Kozoji, en el centro de la isla de Honshu, y me detuve a almorzar en una posada, desde la cual se dominaba el río Tamano. Era la primera cliente no japonesa que visitaba el establecimiento desde hacía un año. En el comedor particular que nos dieron se encontraba el corriente tatami y sobre él la mesita baja y los zabuton, donde sentarse o acuclillarse a gusto del interesado. Los tres concurrentes éramos servidos por cuatro camareras vestidas con kimonos, que durante la comida se sentaron a nuestro lado y tomaron parte en nuestra conversación. Los alimentos eran excelentes.
Empezamos con los tradicionales pasteles de pasta de alubias y té verde japonés. Después huevas de pescado sobre daikon triturado, una raíz parecida a nuestro rábano. A continuación nos sirvieron sashimi, que son unos trozos escogidos de besugo crudo, pequeños y delicados fragmentos decorados con flores de cerezo. A esto siguieron unos pedacitos de calamar crudo, cortados en cuadraditos y cubiertos de queso derretido, tofu envuelto en algas tiernas y una verdura cocida llamada warabi, que sabe a algo parecido a una mezcla de apio y espárragos. Todos estos alimentos fueron consumidos con los pequeños palillos japoneses después de haber sido bañados en una apetitosa salsa de soja.
Después, llegó el sashimi suimono, una sopa clara con pescado crudo y brotes de bambú hervidos con pescado cocido, pollo con pasta miso y verduras crudas, quisquillas hervidas sumergidas en una salsa suave de vinagre, arroz cubierto con huevos duros a tiras y nori, una sopa de alubias llamada akadashi, y, desde luego, tsukemono, unas hortalizas encurtidas que se sirven con todos los platos. Finalmente, para postre, fresas y plátanos en lonjas, generosamente envueltos en azúcar en polvo. Debo decir que no pude acabarlo todo, pero fue una comida deliciosa en extremo.
A muchos occidentales les repugna la idea de comer pescado crudo, como tampoco les gusta la gran cantidad de arroz que forma parte de la dieta japonesa. Pero téngase en cuenta que el pescado es recién sacado del mar, cortado en pedacitos y delicadamente sazonado, de forma que place al paladar más exigente. Y el arroz, asimismo, está maravillosamente cocinado, delicadamente aromatizado, de aspecto atractivo y ligero como una pluma.
En cierta ocasión viví semanas y meses no comiendo otra cosa que guisos japoneses y siempre me han gustado. Son ligeros y sanos y en cierto modo se parecen a la cocina china, aunque no tan rica como ésta y quizá no tan variada, aunque disponga de platos para todos los gustos. Con ella se pierde fácilmente peso, porque no tiene salsas espesas ni nada difícil de digerir. Encuentro la cocina japonesa realmente maravillosa y disfruté con ella todo el tiempo que permanecí en la posada típica, así como las veces que fui al restaurante.
Los japoneses raramente agasajan a los amigos en sus hogares, pues piensan que una mansión tan humilde no es adecuada para recibir a los invitados, pero si lo hacen, lo primero que procuran es ofrecerles un baño, de la misma forma que nosotros ofrecemos cócteles. Lo más frecuente es que reserven esta cortesía para los amigos japoneses, pero yo misma he sido objeto de esta atención. Debo significar que en atención a ser occidental no se me pidió que me bañara con la familia. El cortés anfitrión japonés generalmente ruega a su invitado que sea el primero en bañarse. Al terminar éste de hacerlo, seguirá la familia por orden de más edad. Al padre se le considera siempre a estos efectos de más edad que la madre, independientemente de sus años respectivos.
La primera visita de un occidental a un hogar japonés está llena de sorpresas. Primero hay la cuestión del baño y luego viene la cuestión de la intimidad. Los japoneses tienen un concepto propio del aislamiento que no es igual que el nuestro. Por la mañana temprano una criada jovencita entra en la habitación del invitado con una sonrisa en los labios, pero sin llamar a la puerta, para ofrecerle los mismos servicios que ofrece al resto de los habitantes de la casa. Levanta las ropas de la cama, os ayuda a vestiros y a tomar el baño y luego se marcha unos momentos para traeros el desayuno. Luego, por lo general, se sienta mientras coméis. Resulta desconcertante para los occidentales que estas diminutas sirvientas entren y salgan de la habitación sin pedir permiso y que nos presten servicios que no hemos recibido desde la niñez. Se puede estar completamente desnudo y realizando ejercicios gimnásticos matinales cuando entre, sin que la muchacha preste la menor atención. Continuará sencillamente cumpliendo la misión que le ha sido asignada con su feliz sonrisa y su voluble cháchara. Sólo puedo imaginarme lo que un hombre puede sentir en semejante ocasión, y en cuanto a mí estoy acostumbrada a ello toda mi vida. Recuerdo a este respecto una invitada mía en China que, en cierta ocasión, se vio muy sorprendida. Sólo la primera vez, porque para la siguiente ya estaba preparada.
En la China de aquellos días todos los criados eran del sexo masculino. Ignoro lo que sucederá hoy, aunque supongo que ya no existirá el servicio doméstico, pero por aquel entonces las familias chinas disponían de criados a los que se consideraba valiosos miembros del hogar. Mi invitada, en aquella ocasión, era muy inglesa y yo había dado cuidadosas instrucciones a los muchachos de servicio que antes de entrar en su habitación llamasen primero con los nudillos en la puerta. Uno de los criados se olvidó de esta recomendación y una mañana se coló sin más en el dormitorio de la dama. Al ver las condiciones en que se encontraba —si estaba desnuda puede ser sólo una suposición mía, puesto que nadie me dio detalles sobre el particular—, el muchacho dio media vuelta inmediatamente, salió de la habitación con gran cortesía, cerró la puerta e inmediatamente llamó golpeándola con los nudillos.
Estas cosas suceden a menudo en el Japón, con la diferencia de que les ocurre a los hombres, dado que las sirvientas son siempre mujeres. Mis amigos me han contado que las muchachas entran en sus habitaciones exactamente igual que lo hacen en la mía y que se ofrecen a frotarles la espalda en el baño o a realizar toda clase de servicios corteses a los que el norteamericano varón no está acostumbrado. Las criadas no dan ninguna importancia a la desnudez del invitado ni a cualquier otra condición en que pueda encontrarse, pero los hombres se encuentran completamente desconcertados al principio. Después, como es natural, se acostumbran rápidamente a ser tratados con semejante mimo y regalo y empiezan a pensar asombrados que no reciben el mismo tratamiento por parte de sus esposas.
Aunque no siempre nos acostumbramos a ciertas maneras de pensar y actuar, nosotros, los norteamericanos, y nuestros amigos, los japoneses, parecemos ser muy diferentes. Sin embargo, no lo somos. Cuanto más nos conocemos mutuamente, menores parecerán nuestras diferencias y más completa llegará a ser la comprensión, si la buena voluntad preside nuestras relaciones. Si nos hemos acostumbrado a la reserva de los ingleses y a las hipérboles de los irlandeses, ¿por qué no hemos de aceptar y comprender ahora las ambigüedades de los japoneses? Si lo hacemos así veremos que las diferencias que nos separan son más aparentes que reales y que algunas de las barreras que hay entre nosotros no son tales barreras, sino sencillas cercas de palos.
Resulta a veces difícil saber cómo dar y recibir muestras de cariño y todavía más arduo reconocer que éste existe. Contrariamente a lo que creen los occidentales, el pueblo japonés es afectuoso y expresivo. Si nos ponemos en contacto con él y se da cuenta de nuestra cordialidad, responderá con una cordialidad todavía mayor, que no tiene nada que ver con el ritual, la cortesía y las tradiciones. Los japoneses no besan, porque no es ésa su costumbre, pero se acercan siempre a uno con los brazos abiertos y nos estrechan en ellos. Os dan la mano, os entregan pequeños regalos cuidadosamente elegidos y envueltos y os prestan toda clase de servicios en la manera que saben hacerlo. Su interés es vuestra felicidad y tratan de conduciros a lugares hermosos y mostraros cosas que suponen os pueden hacer dichosos, después de lo cual volverán a estrecharos la mano.
Se ha dicho que los japoneses, a causa de su rígido y a veces artificial código de disciplina, tienen poco sentido del humor. Por mi parte, creo que esto se halla refutado en muchos de sus escritos, ya que no en otros aspectos, aunque desde luego sea cierto que les resulta algo forzado reír. Me parece que esto es debido a que se encuentran algo confusos ante el humorismo, o mejor dicho, ante los medios para expresarlo, porque en el pasado fueron enseñados a reír artificialmente para ocultar sus sentimientos más bien que para expresarlos. Habiendo utilizado la sonrisa como medio de ocultar el dolor o la turbación, encuentran difícil reír espontáneamente en el momento que nosotros suponemos adecuado. Sin tener un ingenio finamente aguzado, saben apreciar el humor, tienen el sentido del ridículo y a veces se ríen con la misma espontaneidad que cualquier norteamericano.
Cuando yo vivía en un pueblecito de Kyushu, había un cine al que acudí a ver muchas películas japonesas. Los espectadores eran casi todos hombres, porque alguien había de cuidar de los niños en casa y a nadie se le ocurría que pudieran hacerlo ellos, así que iban al espectáculo sin sus esposas y disfrutaban enormemente. Para ver películas malas no hay más que ir al Japón porque los productores las realizan a millares y no tienen tiempo para pensar en la calidad. Con pocas excepciones, el argumento se basa en el sexo y la violencia, sexo y violencia y, por lo menos, una escena de rapto.
Recuerdo una noche en que la muchacha que actuaba en la película era raptada por casi todos los actuantes, que no eran pocos. La primera vez que esto sucedió los espectadores masculinos permanecían con los ojos clavados en la pantalla, pero a la tercera vez empezaron a sentirse un poco aburridos. Al quinto rapto estallaron en grandes carcajadas y cada vez que tenía lugar un rapto más era saludado con las mismas sonoras risotadas. Hay muchos ejemplos parecidos, algunos de ellos con cierto atisbo de crueldad y otros mostrando una gran sutileza, pero todos sugiriendo que los japoneses poseen un alto sentido del humor.
También se cree generalmente que los japoneses tienen lo que podría llamarse un gran instinto de rebaño y que tienen miedo de ser diferentes de sus semejantes. Esto, de una manera global, es cierto. Existe en ellos un fuerte rasgo de individualismo, particularmente entre sus escritores y artistas, pero por lo general tienen una gran inclinación a hacer lo que hacen los demás. Han procedido así durante siglos y lo siguen haciendo. Esto es particularmente cierto cuando piensa en cosas referentes a la familia y los padres, pero lo es también en otros aspectos. Incluso en sus trajes no les gusta hacer ostentación de individualismo. El joven que abandona la escuela y que se viste con el traje de franela gris del zaibatsu es un ejemplo de ello, pero hay otros muchos parecidos. Para todos los japoneses hay un atuendo adecuado para cada ocasión y un tiempo propicio para cambiárselo. Con la llegada oficial del verano van desapareciendo las americanas y el aluvión de camisas blancas que se ven en los andenes de las estaciones es algo verdaderamente abrumador. Ni verdes, grises, azules, rojas, amarillas, pardas, canelas o siquiera de algún matiz blanquecino. No, todas son absolutamente blancas a derecha y a izquierda, en los seis millones de individuos que se dirigen al trabajo.
Esta uniformidad cala toda la vida japonesa, y las costumbres y formalidades se mantienen todavía firmemente, especialmente en los estamentos sociales medio y superior. Por ejemplo, un joven norteamericano amigo mío deseaba llevar a la playa a su esposa japonesa el día 15 de junio. Me dijo que era un día caluroso, ideal para dedicarse a la natación. Pero la esposa se opuso vigorosamente porque, según dijo, todavía no era el mes de julio. Pero como el Japón es un país donde prevalece la opinión de los hombres, acabó por convencerla y fueron a la playa. La joven esposa se sentía muy desconcertada al formar parte de aquel error social pero no debía de haberlo estado porque en toda la playa no había ni un alma a la vista. El día primero de julio, principio oficial del verano y, por consiguiente, momento oportuno para ir a la orilla del mar, volvieron los esposos a la misma playa. El día era brumoso y desapacible, pero estaba completamente abarrotada de bañistas.
El verano es también el tiempo para ascender al monte Fuji. La estación para las escaladas, lo mismo que para la natación, comienza el primero de julio, así que entonces es cuando se lanzan denodadamente a conquistar los doce mil pies de altura, de cuatro y cinco en fondo, como si fueran de compras a una rebaja comercial. ¿Por qué? Pues porque es lo que hay que hacer. Desde luego, no es éste el único día en que los japoneses suben al monte Fuji, pues aman su montaña y la visitan frecuentemente durante los fines de semana, pero ése es el día más favorecido por la costumbre. El verdor primaveral y los dorados tintes del otoño ofrecen pocas atracciones para el aficionado a excursiones montañeras. El verano es la única estación propicia para hacerlo.
Dicen los japoneses que la luna llena del otoño es la más bella del año. Sea a causa de la luna o de la caída de la hoja, el caso es que las mujeres deambulan durante las noches otoñales con una expresión de tierna melancolía. Es el tiempo tradicional para la dulce tristeza y los pensamientos poéticos.
Éstos no son, desde luego, ejemplos alarmantes del contagio mental de los japoneses, pero sí revelan una fuerte tendencia a funcionar como formando parte de un grupo más bien que como individuos.
¿Significa este conformismo que los japoneses podrían convertirse en buenos seguidores de algún demagogo que esté todavía por aparecer? Este peligro existe siempre, porque esos hombres han surgido ya en el pasado, aunque eran demagogos iconoclastas más bien que nacionalistas. El peligro estriba, quizá, más que en un demagogo, en una facción demagógica, porque los japoneses son más propensos a seguir los movimientos que a los individuos. Tómese, por ejemplo, el incremento del soka gakkai. Se convirtió en el espacio de muy pocos años de ser un culto evangélico, casi budista, en el culto de una organización semirreligiosa y semimilitar, que en la actualidad está adquiriendo una significativa posición política. Sus miembros suman millones y son obedientes votantes. La filosofía soka gakkai es una antigua filosofía basada en la única secta budista que era, como la cristiandad, intolerante con todas las demás religiones. Se emplea una fuerte presión personal para obligar a las personas a unirse a la organización, que es administrada por un sistema de jefes conjuntos en una forma que recuerda al nazismo. Este culto ofrece consuelo a los individuos perdidos y solitarios, que pueden encontrarse en cualquier país, experimentando tan rápidos cambios como los que se producen actualmente en el Japón. Porque además, políticamente, se dirige también, al parecer a muchas otras personas además de a los solitarios y perdidos. Por medio de su arma política, el komeito, o partido puro del Gobierno, soka gakkai es la tercera fuerza más considerable en el Gobierno japonés de hoy, manteniendo un equilibrio de fuerzas en la Asamblea Metropolitana de Tokio después de haber extraído votos tanto de los socialistas como de los liberal-demócratas. Algunos jefes del Gobierno japonés creen que si el Komeito consigue desarrollar una imagen secular disociada del fanatismo de soka gakkai, pueden muy bien estar gobernando dentro de pocos años. Tras él se encontrará, desde luego, soka gakkai.
Queda por ver si alcanzará la gran altura que se le predice. Es probable que la todavía más fuerte organización que es la sociedad japonesa se mantenga lo suficientemente fuerte dentro de sus tradiciones para que ninguno de los nuevos cultos, ni siquiera soka gakkai, llegue a alcanzar una fuerza peligrosa. A ningún precio quiere el pueblo japonés sufrir otro experimento derivado del fanatismo militarista.
¿Qué desea el pueblo japonés? En la situación en que actualmente se encuentra lo que quiere son cosas materiales. No acaba de comprender el deleite que encuentra el occidental en la manera japonesa de vivir. El pueblo japonés de antaño tenía pocas necesidades, o dicho más correctamente, se contenía de desear lo que no podía proporcionarse. La frugalidad no se consideraba como una molestia, sino como una forma digna de vivir, idea a la que animaban con todo empeño dueños y señores. En la actualidad, excepto en las zonas más atrasadas del país, donde todavía siguen prevaleciendo los antiguos métodos de vida, la austeridad está cediendo el paso a una relativa opulencia, y al producirse el cambio, se van descubriendo nuevas necesidades. Se encuentra en marcha una verdadera revolución de esperanzas. Esto no es decir que dicha revolución tenga metas demasiado ambiciosas, si la juzgamos desde el punto de vista del nivel de vida norteamericano. Un automóvil sigue siendo todavía un artículo de lujo, y aunque en la mayoría de los hogares haya aparatos de televisión, también en casi todos ellos existen fosas sépticas. Los japoneses trabajan duro, se van pronto a la cama y viven con una cantidad equivalente en yens por mes de cien a ciento cincuenta dólares. Pero su desbordante vitalidad se concentra en estos momentos en conseguir «la buena vida», no en dedicar sus energías al Imperio y a los armamentos. Esta manera de pensar les está conduciendo con gran rapidez a lo largo del camino que los norteamericanos ya han recorrido. ¡Que los dioses de Asia se muestren misericordiosos con ellos!
Sin embargo, más que ninguna otra cosa, por encima de todo, lo que quieren los japoneses es paz. Además, se muestran especialmente enérgicos con referencia a dos puntos, que son el comercio con la China roja y el status de Okinawa. Aceptan el actual estado de cosas de su país, con bases norteamericanas en todas partes e incluso sus rozamientos con Rusia en las islas septentrionales y en las pesquerías. Pero no se sienten satisfechos ni siquiera inactivos respecto a la China roja y a Okinawa.
El Japón es, después de todo, una nación asiática con costumbres y pensamientos asiáticos. Hay un fuerte sentimiento de afinidad racial y cultural hacia China y de satisfacción porque China ha conseguido desembarazarse de los europeos, lo que para ellos quiere decir de los rusos. Hay también, por parte de muchos intelectuales japoneses, cierta inclinación hacia el comunismo y el socialismo, que se volvieron hacia la izquierda en oposición contra el militarismo de antes de la guerra y que desde entonces no han cambiado. Desde luego, el Gobierno liberal-demócrata se adhiere a la política de Occidente respecto a China, pero mientras el Japón se niega a reconocer a Pekín, aumenta extraoficialmente el comercio y las relaciones culturales con los comunistas. No creen que la China continental amenace al Japón y alimentan la esperanza de que con el tiempo el marxismo fanático se haga más moderado.
En cuanto a Okinawa, el hecho político que nadie podrá negar es que los habitantes de esta isla quieren volver al seno de la patria japonesa y que el Japón simpatiza plenamente con ellos. Los pensadores más serios entre los japoneses y los naturales de Okinawa reconocen y aprecian que mientras los rusos han expulsado de las islas Kuriles a todos los japoneses y las han hecho entrar a formar parte del territorio soviético, los Estados Unidos han permitido que el Japón siga manteniendo cierta soberanía residual sobre el archipiélago de Riu-Kiu y Okinawa, su isla principal en fideicomiso norteamericano. Tampoco dejan de darse cuenta de que los aeropuertos de los Estados Unidos en Okinawa son esenciales para la defensa de los pueblos libres, pero no pueden comprender que el Gobierno de Okinawa deba recaer en las fuerzas militares norteamericanas. Lo que hace aumentar, más que disminuir, su resentimiento es el hecho de que el día que llegue la retirada de estas fuerzas, muchos habitantes de Okinawa se encontrarán sin medios de ganarse la vida.
No puede negarse que tienen razón en sus quejas. En Okinawa escasea la tierra de labrantío, y en la actualidad gran parte de ella permanece bajo el sólido cemento necesario para los grandes aeropuertos. A los labradores se les indemnizó por sus tierras, pero, sin embargo, fueron desplazados. Ya no son terratenientes independientes. Ellos y sus hijos se han convertido en empleados de los militares americanos y en criados de sus familias. De ahí su resentimiento y su malestar. El gran número de niños nacidos de mujeres de Okinawa de padres norteamericanos aumentan el descontento actual y hacen temer por el futuro. Los japoneses entienden que Okinawa les será devuelta, pero ¿quién sabe cuándo? Entretanto, esperan con el máximo fervor que las nuevas autoridades sean más democráticas y menos militaristas que las anteriores. Hay que esperar con ellos que sean, pronto borradas por completo las causas del descontento actual.