IX
La red suave que envuelve al niño japonés se convierte en trampa cerrada para el adulto. Se trata de una malla que no siempre es mal recibida, puesto que ofrece una seguridad que sólo las órdenes, siempre obedecidas, pueden dar, pero es inexorable. «Disciplina», «deber» y «obligación» son las palabras clave de la vida japonesa. Hay una época en que se es guiado por la «obligación» y otra en que sirven de guía los «sentimientos humanos», pero cuando aparece un conflicto entre los dos, únicamente hay una elección adecuada. El descarrío juvenil debe ser perdonado, sí, pero mientras no vaya demasiado lejos. A veces el conflicto entre lo que uno debe hacer, porque es lo conveniente, y lo que uno quiere hacer, porque es lo agradable, e incluso lo justo y misericordioso, puede ser grave. Sin embargo, el honor, el cumplimiento del deber, es lo que siempre debe satisfacerse. La indulgencia consigo mismo es algo que no debe permitirse cuando conduzca a alguna situación vergonzosa. Ésta se produce cuando uno se coloca en una situación embarazosa, cuando se fracasa, cuando se humilla a otro, cuando no se calcula con exactitud la cantidad de respeto debido a las personas en los diferentes niveles sociales. Las obligaciones, que son innumerables, deben ser rápida y totalmente atendidas. A veces, solamente existe un camino para cumplir una obligación, para salvarse de la vergüenza del fracaso, de no haber hecho lo más conveniente en el momento y en el lugar oportunos, y este camino es la muerte. A través de toda la historia japonesa, los samurais se suicidaban a causa del giri, y aunque los samurais han desaparecido, el giri permanece.
¿Qué es el giri? Si hay que expresarlo en terminología occidental, giri es un imperativo moral, una obligación espiritual, que si no puede ser pagada de otra manera, ha de serlo destruyendo la propia vida. Quizá pueda ser expresado por la vieja frase francesa noblesse oblige. O, si usamos la definición de un diccionario japonés, «giri es el camino recto, el que los seres humanos deben seguir; algo que se hace, aunque sea a regañadientes, para atraer el aplauso del mundo». Las relaciones del giri son las del hombre hacia su familia, sus deberes políticos, su dependencia a los que están por encima de él en posición y gobierno y su protección a los que tiene por debajo o dependen de él. Tiene que ver con el propio honor en todas las relaciones; tiene que ver con «la limpieza del nombre que uno lleva», con «ocupar el puesto que a uno le corresponde», con pagar las deudas y corresponder a los regalos y pruebas de afecto que reciba. En una palabra, abarca virtualmente todas las zonas de la vida japonesa.
En efecto, se trata de un peso permanente sobre los hombros japoneses porque nunca es posible cumplir con todas las obligaciones que el giri acumula en el curso de la vida diaria. El favor más pequeño, incluso ofrecer un cigarrillo o un vaso de agua, exige reciprocidad. Como cada regalo, favor o frase de alabanza deben ser devueltos, el japonés se oculta a veces para no recibirlos. En realidad, no le gusta recibir favores o elogios fortuitos de desconocidos, porque ya tiene suficientes obligaciones hacia sus parientes y conocidos para caer en obligaciones hacia personas extrañas. Le disgusta tanto incurrir en obligaciones indeseadas que ha inventado fórmulas extrañas de decir gracias. En japonés no existe una forma directa de decir esta sencilla palabra. En su lugar emplean palabras y frases que se traducen en expresiones de condolencia e incluso de rencor, como: «No se puede pagar». «¡Oh, se trata de una cosa difícil!». «Se me insulta si soy agradecido». «¡Esta deuda es inextinguible!». «¡Qué sentimiento tan envenenado!». Y debe de ser, en efecto, un sentimiento realmente envenenado encontrarse eternamente en deuda con todas las amistades.
Parcialmente, a causa de su temor de verse obligado o imponer obligaciones sobre los demás, lo cual puede dar origen a un ciclo sin fin, y parcialmente por el concepto que tienen de la fatalidad, los japoneses tienden a interesarse menos por los problemas de los demás pueblos que los occidentales. Envolverse en una situación problemática es correr el riesgo de fracasar y verse criticado o realizar un acto envolverá al actor demasiado profundamente para su comodidad en una nueva red de obligación mutua. Esta evitación deliberada de comprometerse es lo que hace parecer a los japoneses insensibles y crueles, indiferentes a los sufrimientos de los demás. En efecto, en relación con su código de conducta, lo son. Pero en cuanto a sus «sentimientos humanos» no son en manera alguna crueles ni indiferentes. Se encuentran atrapados en la red del giri y de la fatalidad.
También es un hecho que la idea de la fraternidad humana es ajena a la mentalidad de Asia. No creo, por ejemplo, que ningún país asiático envíe comida a otro país que esté muriéndose de hambre. A pesar de nuestros defectos, y de lo que podamos esperar en correspondencia, nosotros, los norteamericanos, lo hacemos, y creo que en este aspecto no cambiaremos nunca. Tender la mano para ayudar a otros pueblos, creo que es una luz en el mundo. Pero los asiáticos suponen que no le corresponde al hombre actuar de este modo. Si la fatalidad o el cielo envían el hambre o cualquier otro desastre, ¿por qué habría que ayudar a las víctimas, por qué ir en su socorro? Hacerlo así, sería tanto como desafiar a los dioses. Piensan de una manera semejante en relación con los desastres que azotan su propio pueblo y su propio país. Hoy, el Gobierno y la Cruz Roja del Japón tienden una mano en caso de tragedias nacionales tales como un terremoto o un tifón, pero el pueblo japonés en sí mismo no está orientado para hacer lo mismo. La fatalidad lo ha decretado. ¿Quién es el hombre para inmiscuirse? Hasta que nació la ayuda del Gobierno y de las organizaciones, sólo se podía esperar de los budistas que prestaran alguna ayuda, pero no lo hacían por amor a la Humanidad, sino porque era una buena acción y les ayudaría en su camino hacia el cielo. El pueblo asiático considera esto como una finalidad comprensible e incluso digna.
Hay una historia, que he referido ya en otra ocasión, pero la volveré a contar para ilustrar lo que digo. Aunque sucedió en China, pudo haber sucedido en cualquier otro punto de Asia. Sucedió en China porque era donde se encontraba mi padre. Mi padre tenía la inclinación de alargar excesivamente sus sermones. Una día predicaba en una iglesia china, donde la gente tiene la costumbre de estar sentada tranquilamente y descansar, pero que se levanta y empieza a pasear si está aburrida e incluso se pone a charlar entre sí para pasar el tiempo. Aquel día, el sermón de mi padre era más largo de lo corriente y la gente empezó a levantarse y a hablar de sus negocios. Mi padre continuó con su plática y el público con sus charlas y con su vagar de un lado a otro. Entonces una vieja, que estaba sentada en una de las primeras filas, exclamó:
—¡Sentaos, sentaos! ¿Es que no veis que él está abriéndose un camino hacia el cielo?
Esta actitud personal de ayuda se expresa de otras maneras también. En el Japón, aunque no hay un sentimiento de responsabilidad entre los individuos para abrir sus brazos y sus hogares a los desconocidos cuando se produce un desastre, existe un sentimiento de vecindad. El momento de necesidad de un vecino puede ligar tanto como un lazo de sangre. Yo misma he tenido una muestra emocionante de esto, cuando en un momento de desgracia un amigo vino en mi ayuda y me dio literalmente todo lo que tenía. Los amigos abren sus brazos, sus casas y sus corazones cuando se les necesita.
Pero rara vez corren en ayuda de los desconocidos, aun cuando incluso en esto hay excepciones. La vida japonesa está llena de excepciones y contradicciones, y generalizar tal vez sea injusto. Es cierto que el pueblo japonés llega a menudo a ser cruel en su resistencia a realizar un acto de bondad. Si un desconocido sufre un accidente en la calle, o se cae al agua y no sabe nadar, o da gritos de que se le ha incendiado la casa, la mayoría de los japoneses no irá en su ayuda. Deja que la víctima se las entienda con su fatalidad. Ser herido, ahogarse y la pérdida de una pertenencia son cosas ordenadas por los dioses y precipitarse a ayudar no es solamente interponerse en lo dispuesto por el destino, sino exponerse al riesgo de un nuevo ciclo de obligaciones.
Una gran excepción a esto fue la actitud japonesa inmediatamente después de los estallidos de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. En aquel tiempo hubo muchos ejemplos de heroísmo individual y de sacrificio, especialmente entre sacerdotes y ministros de la religión. Conozco de varios casos en que las personas se hallaban ausentes de la región donde el horror ocurrió y se apresuraron a volver a la zona del desastre para hacer cuanto estuviera en su mano para ayudar, y muchos otros casos también de individuos que, habiendo perdido sus bienes y llenos de heridas, arriesgaron sus vidas por salvar las de los demás. Las de su familia y las de sus amigos, pero también las de desconocidos. Pero, al mismo tiempo, también hubo muchos que se quedaron sentados sin hacer nada. Para ellos, una vez más, aquello era la fatalidad.
La guerra constituyó un gran conflicto personal para muchos japoneses que estaban sujetos por imposiciones del giri a cumplir con su deber y que, sin embargo, no podían despreciar sus sentimientos humanos. El giri, debido a su emperador y a su jefe militar inmediato, podían obligar a un hombre a matar, aunque no deseara hacerlo. Pero, desde luego, mataba. Su obligación hacia sus superiores tenía más fuerza que ninguna otra consideración. Pero en múltiples ocasiones el japonés, individualmente, se negaba a oír los dictados del giri y perdonaba a su adversario norteamericano, ayudándole incluso, en algunos casos, a huir. Aparte de los militaristas, el pueblo japonés no quería la guerra, y aun cuando la mayoría de los soldados japoneses lucharon con entusiasmo por su divino emperador, hubo muchos a los que les fue imposible reconciliar el deber con los sentimientos del corazón. Incluso, después de siglos de tradición y con el gran sentimiento de culpabilidad y fracaso que acompaña al renegar del giri, predominaron en múltiples ocasiones los sentimientos humanos. El valor suicida y salvaje de otros combatientes japoneses puede ser explicado en términos de su dedicación total a su emperador-dios, al que debían las mayores obligaciones, y por su creencia de que al morir ellos mismos serían deificados. Los que fallaban a su emperador, al ser acorralados y capturados, cumplían con su deber suicidándose. Porque el bushido, el código de los samurais, aseguraba que semejante deuda no se podía liquidar más que con la destrucción de sí mismo.
El suicidio sigue considerándose todavía como la solución perfecta de una deuda no satisfecha, de la perfección no conseguida. Afortunadamente, los japoneses de hoy están menos decididos que antes a apelar a la solución perfecta para compensar su fracaso al no poder pagar sus diferentes deudas. Si un hombre de negocios no puede, por ejemplo, pagar sus deudas financieras dentro del plazo estipulado, ya no se suicida en vez de cumplir su compromiso. Lo que hace es solicitar una demora. Los acreedores prácticos prefieren esta solución. El suicidio a causa del giri sigue siendo todavía, en teoría, un pago aceptable a la luz de la tradición, pero desde el punto de vista de satisfacer una renta dista mucho de ser satisfactorio.
El harakiri, más urbanamente conocido hoy con el nombre de seppuku, ya no se practica a menudo, dado que la espada desapareció con los samurais; pero el porcentaje de suicidios en el Japón sigue siendo elevado, indicando que la solución de los problemas personales por medio de la muerte, no ha perdido por completo su atractivo. En la parte meridional de la isla de Hokkaido existe un balneario conocido con el nombre de Noboribetsu, donde puede encontrarse la mayor concentración de cráteres volcánicos y de manantiales de agua caliente de todo el Japón. En un extraño valle sombrío llamado Valle del Infierno, o a veces Gran Infierno, se elevan de la tierra estéril espirales y penachos de humo blanco. Desde cierto lugar de la altura se pueden contemplar, en el fondo, dos lagos de agua hirviendo, grande uno de ellos y el otro más pequeño. Durante la primavera, un número lamentable de japoneses se suicidan arrojándose al más pequeño de estos lagos. La primavera es el tiempo propicio para el suicidio y los cráteres también siguen ejerciendo una atracción morbosa. Pero en la actualidad todo japonés que se siente inclinado a quitarse la vida, lo más frecuente es que se arroje bajo las ruedas del Super Express Tokaido o se tome una dosis excesiva de ciertas píldoras.
Y la principal razón del suicidio no es el amor o el giri. Es cansancio de la vida, en una palabra, neurosis.
Desde luego, todavía puede estar relacionado con el giri y con las pesadas obligaciones impuestas por éste. Es fácil comprender que la vida para los japoneses, estando tan llena de restricciones, puede llegar a ser aburrida. Incluso actos genuinamente bondadosos y espontáneos de generosidad acarrean su peso y su remordimiento.
Por ejemplo, los japoneses son muy aficionados a hacer regalos. Este hábito está originado parcialmente por una sincera cordialidad, pero también por la costumbre. No hay ocasión alguna en que no sea oportuno hacer un regalo y no hay día en que falte la ocasión. Es ésta una de las cosas que empieza a formar parte de la naturaleza japonesa desde la más tierna infancia y que puede llegar a ser una costumbre simpática y atractiva. A los niños japoneses, especialmente, les encanta intercambiar regalos. Al principio pueden no comprender que el giri exige que cuando se recibe un regalo hay que corresponderlo con otro, pero muy pronto se acostumbran a la delicia de dar y recibir.
Una amiga mía, actriz norteamericana, me contó hace unos meses un pequeño episodio que ilustra sobre el particular y que se relaciona con su hija más pequeña. Mi amiga pasa gran parte de su tiempo en Hollywood, pero tiene casa puesta en el Japón, donde su esposo, también norteamericano, es productor de películas y allí reside también largas temporadas. Su hijita empezó a educarse en el Japón, pero suele ir bastante a menudo a los Estados Unidos, cuando su madre está trabajando en alguna película. Según me contó mi amiga, esta niña estaba tan acostumbrada a hacer regalos a sus amiguitas del Japón, que implantó la misma costumbre en su país de origen. Sin duda, sus nuevas amigas norteamericanas debieron de estar encantadas al recibir sus obsequios, pero ignoraban las leyes que rigen en el Japón sobre el particular. Así, la niña americana se sintió muy dolorida al no recibir nada a cambio, después de haber dado prácticamente cuanto poseía. Y se lo hizo saber a su madre con voz quejumbrosa.
—¡Pero ellas no me dan nada a cambio, mamá!
En el Japón sí se lo hubieran dado, porque allí todo regalo recibido exige la entrega de otro. Se desea lo primero, pero hay que cumplir con lo segundo. Si el regalo devuelto no es tan bueno como el entregado, se le concede al hecho cierta significación ominosa. En caso de ser mejor, el receptor se inclina a creer que el suyo no debió de ser bastante bueno. Entonces los dos se encuentran en una situación embarazosa: el donante por haber sido demasiado ostentoso, avergonzando con ello al receptor, y éste por haber hecho un regalo a todas luces inadecuado. Entonces contestará con otro regalo y su amigo se verá obligado a obrar con reciprocidad. Incluso en el caso de que los regalos cambiados sean exactamente iguales, el trueque debe de continuar siendo mantenido. A veces, el ciclo, que empezó por un pequeño obsequio espontáneo, es llevado hasta extremos ridículos, no terminando hasta el fallecimiento de una de las partes interesadas. Hasta es muy posible que se dé el caso de no acabar aquí la cosa y que los parientes del muerto se crean obligados a continuar la costumbre. Así, este asunto de los regalos se convierte en algo artificial y pierde todo su valor humano, a menos que el intercambio se realice juiciosamente entre amigos íntimos que conocen los gustos mutuos y se haga como signo de sincero afecto. Esto, sin embargo, no suele suceder, y lo más frecuente es que exista una especie de angustia en cuanto a la elección y entrega de obsequios convirtiéndose el ciclo en algo penosamente formalizado y adquiriendo los donativos las características de un duelo. Es frecuente, especialmente entre la gente de pocos recursos, que uno de los donantes de regalos se entrampe al querer quedar bien con el otro. En cierto modo, ésta es una cosa típica del giri. Al evitar la vergüenza, cumpliendo una obligación, debe pagarse un alto precio. En esto, como en otros sectores de la vida japonesa, el afán de cumplir con los sentimientos humanos alcanza un alto precio.
Los japoneses se dan cuenta de ello y siempre se la han dado. Sin embargo, el sistema de obligatoriedad en el intercambio de regalos, pese a los resentimientos que trae consigo, ha cambiado muy poco en el Japón.
También esto es como otra red que envuelve al pueblo japonés constituyendo sus hilos principales las obligaciones que ligan con la familia, con los padres y con el emperador. Estos hilos no han quedado nunca rotos del todo. Es cierto que con el fin de la guerra y durante ningún tiempo después todo lo que en un tiempo había sido honrado se rechazó impulsivamente, incluso el viejo sistema de organización familiar, tan íntimamente ligado con el deber y la obligación. Pero este repudio no fue profundo, y bajo la superficie de la confusión rebelde, la antigua manera de ser seguía esperando, intacta. Ahora, después de veinte años, ha vuelto gran parte del patriarcado y de la piedad filial, y la mayor parte de los viejos y de los jóvenes responden a las exigencias del giri, particularmente en lo que respecta a la familia, que está por encima de las apetencias del individuo. Las solicitudes de la familia, de la clase, de la comunidad y de la nación han vuelto a ocupar su puesto y los japoneses creen que esto es justo. Es posible que lo sea. Lo que no cabe duda es que esta filosofía, llevada al terreno de la práctica, es una gran fuerza unificadora de la nación, que en tantos aspectos se encuentra cambiando en la superficie.
¿Cuáles son los puntos de vista del emperador acerca de los cambios que se están produciendo en sus dominios? Estando yo en Kyushu, me invitaron a que tomara parte en el comité de recepción de Su Majestad Imperial y de la emperatriz cuando llegaron a Fukuoka en un tren especial. La pareja imperial hacía una visita a la isla y empezaba su recorrido por esta antigua ciudad. Yo permanecía de pie delante de la muchedumbre entre los representantes del cuerpo diplomático. A un grito, acordado de antemano, todos nos inclinamos profundamente a la llegada del tren. En el primer momento, la única visión que tuve de Sus Majestades fue dos pares de pies caminando intrépidamente, aunque un tanto fatigados, a lo largo del andén de cemento de la estación. Una vez recobrada de mi reverencia, también a una señal dada, vi un hombre de mediana edad, vestido con un traje de diario de hombre de negocios, y a cierta distancia suya, en la situación adecuada que debe ocupar una mujer aunque sea emperatriz, una señora, también de edad mediana, con un largo vestido occidental pasado de moda y un gran sombrero. El emperador estaba serio y abstraído, o por lo menos así me lo pareció a mí, pero su esposa sonreía tímidamente e incluso con cierta impaciencia. La muchedumbre, sin embargo, se mantuvo en su reverente actitud hasta que Sus Majestades Imperiales se perdieron de vista. No tuve más remedio que pensar que el renuente ocupante del Trono del Crisantemo seguía siendo tan respetado y reverenciado como siempre.
Este treinta y nueve año de Showa se encuentra con el sistema imperial japonés remodelado y reformado, pero tan intacto e inmutable como de costumbre, aunque sea cierto que los tiempos han cambiado. Ahora el emperador, acompañado de la emperatriz, realiza frecuentes viajes por todo el país, con el mínimo de formalidades. La lista de invitados a las fiestas que se dan durante el otoño en el jardín imperial incluye a personas de la más diversa condición, entre las que figuran representantes de la Prensa extranjera. Y dos veces al año, el 2 de enero y el 29 de abril, las grandes puertas de hierro que dan acceso a los terrenos interiores del Palacio Imperial quedan abiertas de par en par para todos aquellos que deseen felicitar al emperador el Año Nuevo y su cumpleaños, respectivamente. Así, después de dos decenios de democratización de uno de los tronos más viejos del mundo, el emperador y el pueblo se sienten unidos por fuertes lazos de sentimiento, tradición y mutuo interés y respeto. En la relación más efusiva de hoy, hay menos alejamiento por una parte y algo menos de pavor por la otra. No hace mucho, en la playa de Hayama, donde Sus Majestades Imperiales poseen un chalet, oí cómo una voz decía a los bañistas por medio de un altavoz, en un tono cortés y casi implorante, que «tuvieran la bondad de alejarse de la embarcación del emperador». ¡La utilizaban como plataforma para lanzarse al agua! Esto hubiera sido completamente increíble antaño, cuando todo lo que estaba relacionado con el emperador, aunque fuese remotamente, se consideraba sagrado.
Los tiempos, sin duda alguna, han cambiado, a mi juicio para mejorar en cuanto a la familia imperial se refiere, porque sus vidas están ciertamente menos solitarias de lo que lo estuvieron durante siglos de aislada grandeza. Es mejor ser amado que ser temido. Sin embargo, hay amigos japoneses que me han advertido que la reverencia por la autoridad y el Estado civil está volviendo a aparecer en el Japón, porque el pueblo sigue teniendo una mentalidad ritual. Tal vez sea verdad, por consiguiente, que poco a poco el emperador está volviendo a su antigua reclusión. Pero sigue manteniéndose aún a gran distancia de los tiempos en que el 124 descendiente de Jimmu era «divino».