III
¿Qué pueblo es éste? Se trata de una complicada amalgama, de un crisol, de una mezcla de pueblos originarios del norte del continente asiático y de las islas malayas, a los que la lejanía de su patria de adopción les dio tiempo de unificarse y desarrollar una civilización propia. Debido a que los japoneses son un pueblo insular, han desarrollado el sentimiento de la insularidad. A todos los pueblos insulares les ocurre lo mismo. Incluso los británicos no han podido escapar a él. Y, sin embargo, se encuentran separados del continente por un angosto estrecho, mientras que el Japón está aislado de su vecino más próximo, Corea, por una extensión de agua seis veces mayor.
Igual que los pueblos continentales comparten una parecida manera de ser, en los pueblos insulares se produce un fenómeno semejante. Existen, por ejemplo, similitudes parecidas entre la Gran Bretaña y el Japón a las que hay entre China y los Estados Unidos. Los norteamericanos se parecen más a los chinos al combatir el comunismo que a los ingleses y japoneses. La propia actitud ante la vida de los pueblos insulares es diferente de la de los pueblos continentales. Los pueblos insulares son más reservados y al mismo tiempo su sosiego es menor que el de los pueblos continentales. Mi aserción puede parecer arbitraria, pero creo que la Historia la corrobora. El hecho de tener espacio para expansionarse, engendra el sosiego. La Naturaleza se muestra más amable, por así decirlo, con los continentales. Por lo menos, disponen de más oportunidades para escapar a las borrascas y a la violencia. Siempre disponen de algún sitio adonde ir.
Al mismo tiempo, contradictoriamente, los pueblos insulares son navegantes y expansivos. Sus horizontes están próximos y, confinados dentro de sus estrechas costas, se sienten impelidos a vagabundear. El Imperio les tienta. Hay que reconocer que tentó tanto a británicos como a japoneses, y ello de una manera independiente, pues ya en el siglo XVI el Japón soñaba con un Imperio asiático, especialmente en China. Fue Hideyoshi del Japón quien rogó a su emperador que le permitiera zarpar con una gran flota de barcos de madera para conquistar China, siendo su única exigencia que cuando hubiera logrado la victoria se le recompensara nombrándosele virrey de China. No se puede saber si hubiese logrado esta ambición, pues se dirigió por la ruta de Corea y allí fue derrotado por el almirante Yi, que ideó los primeros buques de guerra acorazados de que se tienen noticia, y por medio de flechas incendiarias arrojadas por escotillas de hierro destruyó la flota japonesa.
Las ambiciones japonesas estallaron en 1894 en forma de nuevo ataque contra China. En esta guerra, Rusia actuó de mediadora, pidiendo como recompensa las provincias marítimas de China y el puerto de aguas templadas de Vladivostok. En la Primera Guerra Mundial, entonces al lado de los Aliados, el Japón había conseguido establecerse con pie firme en el continente al apoderarse de las tierras que Alemania detentaba en China y, con una determinación característica, volvió a iniciar su ambición imperial apoderándose de Manchuria antes de la Segunda Guerra Mundial. En una palabra, los fines y las ambiciones del Japón habían estado en consonancia con su pueblo insular, una sociedad apiñada, isleña, y, sin embargo, impulsada hacia la expansión.
No obstante, el pueblo japonés había permanecido aislado por algo más que por la geografía. Había estado aislado, a veces durante siglos, por la política de su propio Gobierno contra los intrusos. Ésta es, también, la característica de una isla. A mi juicio, los pueblos insulares, conscientes de que no tienen lugar donde retirarse en caso de ser atacados, tienden a impedir la llegada de los extranjeros. Aunque sean encantadoramente corteses para los visitantes que llegan, los japoneses no nos reciben fácilmente en sus hogares y en sus vidas. Esto me causaba un íntimo pesar cuando yo era una niña, porque los niños japoneses son cordiales y adorables y yo deseaba conocerlos mejor. Hasta que me hice mayor y me di cuenta de que lo que parecía ser reserva, no era otra cosa que la consecuencia de un temor nacional y de una determinación. Temor del monstruosamente usurpador Occidente y determinación de no ser dominados, como había ocurrido con otros países asiáticos.
Permítaseme ser más precisa. A los pueblos occidentales les resulta difícil comprender la desconfianza que hoy inspiramos a los pueblos asiáticos. Los norteamericanos, en especial, se sienten dolidos por ello. Les hacemos regalos, les enviamos misioneros, gastamos dinero en ayudarles, les ofrecemos comercio y consejos tecnológicos, y resultamos ser el menos querido de todos los pueblos y, generalmente hablando, el más temido.
¿Por qué? Si hemos leído la Historia no debe sorprendernos y ni siquiera debemos formular la pregunta, porque la contestación está en ella. Hace siglos, las naciones asiáticas fueron visitadas por hombres blancos procedentes de Portugal, España, Italia, Holanda y Francia. Arribaron en buques y querían comerciar. Verdaderamente, el comercio que buscaban era esencial para sus vidas. Necesitaban especias para sus alimentos. Sin las cualidades preservativas de las especias, la carne, su dieta principal, se hacía rápidamente incomible. Mucho tiempo atrás habían sido establecidas unas rutas comerciales a través del Oriente Medio, pero al caer este territorio en manos de los conquistadores musulmanes, quedaron cerrados aquellos medios de comunicación. Se hizo necesario encontrar caminos por el mar. Portugal fue quien primero dio la vuelta al continente africano y llegó a la India.
Siguieron otros barcos, pertenecientes a muchas naciones. No preparados para resistir la invasión, los países asiáticos no tardaron en verse implicados con Imperios extranjeros. El proceso fue sencillo, violento e invariable. El propósito primordial fue siempre el comercio. Para los pueblos europeos menos cultivados, Asia venía a ser una casa del tesoro. Los traficantes encontraron las condiciones locales complejas, sin embargo, y los Gobiernos asiáticos no colaboradores. Además, las leyes de Oriente y Occidente eran diferentes. La pena capital era intolerable para un europeo o un inglés cuando el delito no era delito para las leyes occidentales. Fue necesario que aquellos hombres de Occidente se declararan inmunes a las leyes asiáticas y quisieran ser juzgados por sus propios tribunales occidentales. Así, pues, desde fecha remota, la inmunidad que hoy día se concede sólo a los diplomáticos, se convirtió en costumbre y finalmente fue un derecho para todas las personas de raza blanca residentes o visitantes en Asia. A esta inmunidad se le llamó extraterritorialidad. Quería decir que los hombres blancos podían hacer lo que les viniera en gana, y así lo hicieron, con el resultado de un inmenso resentimiento a través de los siglos contra todo el pueblo blanco, que hoy subsiste como un residuo de la Historia.
Cuando las leyes pudieron ser soslayadas, se incrementó el comercio por medio de la fuerza. Por ejemplo, en tres ocasiones, Inglaterra fue a la guerra contra China y las tres su victoria le dio fuerza para vender opio al pueblo de China, contra el deseo y la ley del Gobierno chino. Cada una de las victorias se tradujo en indemnizaciones y en apoderarse de tierras como concesiones. Inglaterra se apoderó por completo de la India y Holanda de Indonesia, mientras Francia daba un buen mordisco a una zona enorme de China, llamada Indochina, que comprendía el Vietnam, Laos y Camboya. La presente animosidad contra los norteamericanos en esta parte de Asia es consecuencia directa de aquellos episodios. Somos primariamente un pueblo blanco y llevamos sobre nuestros hombros el peso de la Historia.
¿Qué tiene todo esto que ver con el pueblo del Japón de hoy? Muchísimo, pues el Japón es el único país asiático que se encontraba totalmente libre del dominio extranjero. Esto tuvo dos consecuencias importantes: en primer lugar dio forma a la determinación del pueblo japonés de permanecer independiente por medio del aislamiento, y en segundo lugar, precipitó su propio desarrollo militar, porque se dio cuenta de que el precio de la libertad era no solamente la defensa, sino la agresión. Así, pues, cuando el Japón cortó deliberadamente toda comunicación con el resto del mundo, lo hizo por razones que eran válidas desde su punto de vista. Aventureros de todas las capas sociales, incluyendo la religión, se habían precipitado sobre las costas del país, encantados por lo que allí pudieron descubrir. San Francisco Javier, uno de los primitivos misioneros, declaró que, de todos los pueblos de Asia, el japonés era el más interesante y afectuoso. Verdaderamente, los japoneses, por su continuado interés por los demás pueblos, habían acogido bien al principio y durante muchos años a sus visitantes, hasta que acabaron por descubrir que la finalidad de los misioneros y traficantes era, por lo general, apoderarse del país, apresando primero los corazones y los cerebros del pueblo para ejercer después su control sobre la economía del Japón. Observaron a sus vecinos asiáticos y se observaron ellos mismos y vieron las palabras fatídicas escritas sobre el muro. Su Gobierno cerró entonces las puertas de acceso, expulsó a los misioneros y a un puñado de traficantes y prohibió en lo sucesivo nuevas visitas. A veces llegaron los japoneses al extremo de ejecutar sumariamente a los marineros blancos que llegaban a sus costas involuntariamente a consecuencia de algún naufragio.
Al propio tiempo, el Japón decidió que debía establecer su propio poder en Asia, su dominación, con objeto de proteger a su propio pueblo. Esta decisión ejerció una influencia profunda en el carácter japonés. Orgullosos y fieramente independientes, los japoneses instauraron un sistema de disciplina que era militar en su rigor, pero romántico en su fanático amor por la patria. A mi entender, las raíces de la dicotomía del Japón se encuentran en esto. Desde el siglo XVI, empezando con los sueños patrioteros de Hideyoshi, pasando por la guerra con China en 1894, el dominio de Manchuria en 1931 y la consiguiente Segunda Guerra Mundial, el Japón ha sido insular y a la vez agresivo, implacable pero disciplinado, cruel pero poético y amante de la belleza.
Semejante dicotomía ha sido agudizada por la violencia que la propia Naturaleza ejerce sobre estas islas, la amenaza de los terremotos, tifones, desbordamiento de mareas y lodos los peligros que entrañan un súbito desastre. Esto ha contribuido, indudablemente, a que los japoneses se encierren en sí mismos y sean fatalistas y melancólicos, con algún alivio en los momentos de un regocijo casi histérico. Así, pues, como resultado de su propia manera de ser, los japoneses soportan un tercero y quizá más importante aislamiento, teñido de tristeza y de pesimismo. Queda por ver si el aislamiento geográfico e histórico ha producido este temperamento nacional, o si, por el contrario, ha sido el temperamento lo que ha hecho, por lo menos en parte, que se cree el aspecto histórico. Mi conclusión personal es que el aislamiento geográfico inevitable durante muchos siglos antes de que fueran inventados los medios modernos para viajar, en combinación con los peligros continuos de terremotos, erupciones volcánicas, de desbordamiento de mareas y tifones, han influido profundamente en las mentes y en los espíritus de los japoneses. La violencia y la Naturaleza han creado desesperación y violencia en el hombre, siendo las únicas fuerzas de mejoramiento y contraste las derivadas del arte y de determinados aspectos de la religión. Tomada en conjunto, la vida del Japón ha sido de tal aislamiento que una y otra vez ha dado por resultado una claustrofobia nacional que ha estallado de pronto en agresión.
Sin embargo, es justo ver el mundo con ojos japoneses durante la época del imperialismo occidental, ahora periclitado, particularmente si se quiere comprender a los japoneses de la Segunda Guerra Mundial y de hoy. Las causas de las situaciones presentes deben siempre ser descubiertas en el pasado y uno de mis descubrimientos ha sido que los Estados Unidos, más que ninguna otra nación, ha sido el responsable, directa o indirectamente, de los cambios presentes, no solamente en el Japón, sino en toda Asia. Por ejemplo, el aislamiento que el Japón se impuso a sí mismo durante el período de la infiltración occidental en Asia, llegó a un fin obligado en el momento de la llegada del comodoro Matthew C. Perry y de su escuadra de buques negros a mediados del siglo XIX.
Los norteamericanos declararon firmemente que el tiempo del aislamiento había terminado. El Japón debía abrir determinados puertos para que los barcos americanos que lo necesitasen se pudieran repostar de agua y combustible, y en modo alguno sería en lo sucesivo asesinado ningún marinero de esta nacionalidad que a causa de un naufragio fuera a parar a las costas japonesas. Los buques negros y sus armas, reputadas como feroces, se salieron con la suya. Además, el pueblo japonés se manifestaba propicio para el cambio. El shogun o comandante en jefe de las fuerzas armadas japonesas, Tokugawa, se hizo cargo de la situación. Muy pronto y con gran cortesía por ambas partes, se llegó a la firma de un tratado que autorizaba el establecimiento de relaciones comerciales hasta los límites de Shimoda y Hakodate y la presencia de un diplomático norteamericano con residencia fija en el Japón y a través del cual se llegaría a nuevos acuerdos entre las dos naciones.
Los americanos constituyeron una revelación para los japoneses. Durante más de dos siglos, los gobernantes del Japón habían mantenido a su país en el aislamiento. Los cristianos habían sido asesinados, los traficantes expulsados y quemados los libros extranjeros. Los japoneses no sabían nada de lo que ocurría más allá de sus murallas de agua, pero por fin iban a descubrirlo.
El primer contacto, después de aquella reclusión de siglos, constituyó, por lo menos en la superficie, un gran éxito. Los americanos resultaban asombrosamente modernos al aproximarse a los representantes tradicionales japoneses. Agasajaron a los dignos caballeros nipones con música, ejecutada por un conjunto de alegres muchachos con la cara tiznada de negro. Hoy, Louis Armstrong resulta menos sorprendente en sus conciertos por el extranjero que aquellos primitivos cantores de música popular y ejecutantes de cabriolas de danza. Parece ser que los japoneses se divirtieron mucho y respondieron, lo mismo que hoy, con exhibiciones de geishas y de luchadores mastodónticos. Corrió el champaña y el sake, Perry estaba encantado y todo parecía ir como una seda. Al marcharse, otros norteamericanos fueron a ocupar su puesto.
Por primera vez veían los japoneses personas diferentes de ellos. Es cierto que algunos ciudadanos de este país habían visitado individualmente China y Corea en el curso de los siglos, regresando portadores de noticias relacionadas con otros países. Pero se trataba de naciones asiáticas que, por otra parte, estaban emparentadas con el pueblo del Japón. Los norteamericanos eran totalmente diferentes. Los había de varios colores, sus ojos eran azules, grises, castaños, su pelo amarillo, rojo, negro, liso o rizado. En estatura eran también de gran variedad. Parecían carecer de una cultura tradicional y no tener una regla fija de vida. Su libertad individual parecía ser ilimitada. Sobre todo, fueron portadores de magníficos regalos en aquel primer contacto y en los años siguientes de estrechamiento de relaciones. Los americanos exhibieron armas que eran desconocidas para los japoneses: pistolas, rifles, armas de fuego de todas clases e incluso un cañón, que fueron recibidos con el máximo interés. Los telegramas y el equipo telegráfico, las cámaras fotográficas, los instrumentos musicales, todo era una novedad para los japoneses. Acostumbrados al sake, les resultó también emocionante descubrir el vino, el whisky y los licores. Admiraron la libertad en vestir de los hombres de Occidente y especialmente los llamativos galones dorados de los uniformes militares. El obsequio que recibieron con mayor alborozo fue un tren en miniatura, pero completo con su máquina y sus vagones de pasajeros. Los japoneses no tardaron en tener la oportunidad de subir a un tren de verdad sintiéndose altamente satisfechos de ello. En pocos decenios los ferrocarriles se extendieron por todo el Japón, lo que no dejó de ser una notable hazaña de ingeniería dado lo montañoso del terreno. La afición a la locomoción ferroviaria sigue persistiendo en el país, y sus trenes modernos y su servicio ferroviario se cuentan entre los mejores del mundo.
Todo esto, como es natural, llevó su tiempo. Al principio, a pesar de la fascinación que el tren en miniatura y otras cosas les produjo, los japoneses miraban con recelo los obsequios de que los americanos eran portadores. Después de la partida de Perry empezaron a asaltarles otros pensamientos. Recordaron cierta falta de contención en la conducta de los norteamericanos. ¿Representaría ello acaso una falta de respeto por el Japón? De ser así, el tratado firmado no representaría bien alguno para el pueblo. Por otra parte, no había más que regocijo entre los visitantes, lo cual podría querer decir que los americanos habían ganado demasiado con el tratado para estar tan contentos. Esto también sería desafortunado para los habitantes del Japón. Incapaces de tomar una decisión ante el dilema que se les presentaba, se produjo una reacción, incrementada por el hecho de que tan pronto como otras potencias occidentales se enteraran de los éxitos de los americanos, se apresurarían a pedir ventajas parecidas. Acostumbrados a deshacerse de los visitantes indeseables, los japoneses atacaron a los extranjeros que les incomodaban. La represalia se produjo rápidamente. Además, y sobre toda otra consideración, necesitaban fortalecer su defensa por medio de la modernización.
Por consiguiente, la llegada de los norteamericanos cambió la vida del pueblo del Japón. Este cambio no agradó a todos. Especialmente los hombres de edad suspiraban por los días de aislamiento y de paz. ¡Pero ya era demasiado tarde! El pueblo se había acostumbrado a las emociones y a la diversión. Deseaba saber más acerca de los extranjeros. Apareció una especie de periódico ilustrado, casi igual a nuestras revistas de dibujos, y las publicaciones de este tipo se hicieron inmensamente populares.
En medio de aquella lucha entre los reaccionarios que deseaban restablecer en el Japón el tradicional aislamiento cultural y los que querían la modernización, el diplomático norteamericano Townsend Harris pasó muy malos ratos. Sus esfuerzos para llegar a acuerdos con el shogun Tokugawa se vieron continuamente frustrados. Se sucedían los entorpecimientos y las excusas. Pero, por fin, los acontecimientos se volvieron a favor de Harris, y el 29 de julio de 1858 le fue posible llegar a la conclusión de un tratado que abría muchos puertos japoneses a los extranjeros, mantenía los privilegios diplomáticos y consulares y concedía a los norteamericanos el derecho especial de ser juzgados por sus propias leyes y no por las japonesas. Así, pues, después de siglos de resistencia, los japoneses no solamente habían sucumbido a las lisonjas de los extranjeros, sino que habían aceptado la penosa estipulación conocida con el nombre de extraterritorialidad.
Los puertos de Yokohama, Nagasaki y Hakodate empezaron a experimentar una gran actividad comercial y fue establecida en Estados Unidos una Embajada japonesa. Fueron firmados tratados con otras naciones extranjeras y se establecieron varias Embajadas. El pueblo del Japón, obligado a entrar en la edad moderna por la invasión norteamericana, se encontraba ya abierto al mundo. Todo aquello era demasiado rápido. En 1867 cayó el shogun Tokugawa y el poder político volvió al Trono Imperial. Había llegado la época Meiji.
Fue la época de la transición, la época de la transacción, pero comenzó con el grito de los reaccionarios: «¡Restaurad al emperador y expulsad a los bárbaros!». Los bárbaros seguían siendo en primer lugar los norteamericanos, pero su éxito había sido mayor de lo que esperaban. Muchas cosas más que los puertos y el comercio habían sido abiertos a Occidente, al mundo moderno. Los daimíos, señores feudales de la tierra que habían acaudillado la revuelta contra el shogunado hereditario, pensaron que el Gobierno del Japón era suyo y los samurais, los «hombres de las dos espadas», eran sus partidarios. Pero el emperador Meiji seguía su propio camino. A través de una serie de enérgicas reformas, en 1876 tanto los daimíos como los samurais habían perdido sus derechos feudales y fueron separados del Gobierno. El poderío del budismo quedó destruido, siendo suplantado por la doctrina shinto, el código de lealtad y de obediencia a la casa imperial.
Las reformas fueron realizadas con excesiva rapidez para que fueran vistas con buenos ojos incluso por el pueblo, pero a pesar de las objeciones que se le formularon y las rebeliones, prontamente aplastadas, contra el Meiji, el Gobierno de éste siguió implacablemente su camino hacia la modernización, decidido a convertir el Japón en una nación con la que tuviera que contarse en el mundo moderno. Los shogun fueron prontamente eliminados y la gobernación fue directa desde el trono. En 1889, el emperador dio a su pueblo una Constitución. En ella se define el lugar que éste ocupa dentro del Estado y fue escrita después de haber sido cuidadosamente estudiadas las Constituciones de las naciones occidentales. Aquí ejercía de nuevo el Japón su genio para la adaptación sin remedo. El príncipe Ito, que fue quien dio forma a la Constitución para el pueblo japonés, no lo hizo sin haber consultado antes, por mediación del marqués de Kido, a Herbert Spencer en Inglaterra. Le preguntó a este gran filósofo inglés cuál era su opinión sobre las dificultades con que se enfrentaba el Japón y la mejor forma de poder ser combatidas. Spencer contestó que el pueblo japonés poseía un poderoso baluarte en sus obligaciones tradicionales hacia sus superiores. Bajo esta segura dirección, según Spencer, el pueblo podría prosperar sin el peligro de entorpecimiento por parte de personalidades individualistas.
Semejante juicio satisfizo a los hombres del Gobierno del Meiji, que procedieron a definir y estabilizar «las ventajas de observar la propia condición», teniendo cada uno sus propios deberes y dependiendo el conjunto del mando firme desde arriba, haciendo caso omiso de las opiniones públicas. De este modo puede decirse que el Japón se modernizó encarrilado por sus propias tradiciones y su cultura.
No hubo nada semejante a elecciones. Hasta 1940, la jerarquía suprema gubernamental se nutría de aquellos que podían acercarse al emperador, de sus consejeros íntimos y de los que disfrutaban de los altos cargos porque su empleo llevaba estampado el sello privado.
Sin embargo, esto no quiere decir que durante este período el pueblo del Japón no disfrutara de autonomía. Las aldeas, los pueblos y las ciudades tenían, y siguen teniendo, administradores propios que deciden sobre cuestiones relacionadas con el bienestar de sus convecinos.
Estas administraciones locales sirvieron para estabilizar la sociedad japonesa, democratizándola en cierto grado, pese al tradicional Gobierno imperial.
La Constitución japonesa, aunque limitada, estaba basada en la ley y en la obligación mutua entre el Estado y el ciudadano y llevó al Japón a una nueva posición legal dentro del mundo moderno. Al mismo tiempo, el emperador y sus capacitados consejeros, hombres que deseaban utilizar las mejores ideas científicas de Occidente, pero combinadas con los principios éticos del Este, emprendieron la tarea de revitalizar al Japón. A fin de construir una nación moderna, el pueblo japonés siguió fielmente el caudillaje de su Gobierno, estando todavía el individuo en la antigua relación de la autoridad desde arriba. Su progreso fue tan asombroso como el del pueblo norteamericano, que creaba una nación de los espacios selváticos. El Gobierno japonés ejercía su autoridad con pleno respeto para cada nivel de la sociedad. Fueron establecidas las técnicas más modernas en los transportes, la defensa, la industria y la agricultura, siendo obligatoria la educación en las escuelas modernizadas. Al término del período Meiji, el noventa y ocho por ciento de los niños asistían a la escuela, porcentaje considerablemente superior al de los Estados Unidos.
Era natural que con un Gobierno de una mentalidad tan práctica la industria ocupara un importante lugar en tan notable progreso. El avance industrial era verdaderamente necesario, pues la tierra cultivable del Japón es de extensión limitada, pese a las bellas montañas terraplenadas. La población iba aumentando y había demasiadas personas dedicadas a la tierra. La industria era la única respuesta posible y bajo la dirección del Gobierno empezaron a brotar industrias por toda la nación. No tardaron los japoneses en demostrar al mundo, a través de exposiciones, que eran realmente un mundo moderno.
En el decenio siguiente, dos guerras convirtieron al Japón en potencia militar. La primera de ellas fue contra China a causa de Corea. El Japón aspiraba a tener influencia o a la soberanía de este país, lo cual despertó el resentimiento de China por su dominio tradicional sobre el pueblo coreano. En 1894, el Japón hundió un transporte de tropas chino, lo que desencadenó formalmente la guerra abierta. Después se apoderó de la península de Liaotung y luego de Port Arthur. Pero Francia, Alemania y Rusia protestaron tan enérgicamente que el Japón se vio obligado a abandonar ambas conquistas. El pueblo japonés se sintió ofendido, especialmente porque en los años siguientes los mismos países procedieron a apoderarse de aquellos territorios e incluso de más. Francia tomó Kwangchow, en el sur de China, mientras Rusia se apoderaba no solamente de Port Arthur y Liaotung, sino también de los famosos puertos de Tsingtao y Kiaochow.
El Japón observaba colérico la creciente influencia rusa en la codiciada Corea, mientras que su propia zona comercial declinaba. Cuando Rusia solicitó una zona neutral por encima del paralelo treinta y nueve en Corea y un completo dominio sobre el comercio y los recursos del sur de Manchuria, el Japón no pudo seguir soportando la amenaza del expansionismo ruso. Rompió las relaciones diplomáticas con Rusia y atacó algunos de los barcos rusos anclados en Port Arthur, declarando la guerra al día siguiente. Durante dieciocho meses los japoneses lucharon valientemente contra los rusos, resultando siempre vencedores, ante la admiración del presidente Roosevelt. Más tarde, incapaz de soportar el elevado coste de la guerra, el Japón pidió al presidente que sirviera de mediador. El tratado de Portsmouth dio fin a la guerra. Rusia quedaba derrotada y el pueblo japonés estaba agotado, pero triunfante.
En 1912, murió el amado emperador y la nación experimentó una gran condolencia. Había sido un reinado brillante y su huella quedó firmemente impresa en el pueblo. En sesenta cortos años, el pueblo japonés se había convertido en una gran nación. Habían sido abiertas cinco grandes Universidades y los jóvenes eran educados en el mundo de la ciencia, las artes y las letras, mientras, a la vez, extendían por el mundo la influencia de la arquitectura, el arte y la industria japoneses. En poco más de medio siglo, el pueblo del Japón había sido transformado del aislamiento feudal en una gran potencia mundial. Repito que esto es una hazaña tan notable como la del pueblo norteamericano construyendo una nación sobre unos espacios selváticos. Los dos pueblos compartían el mismo espíritu, la misma inspiración, siendo muy parecidos en algunos aspectos.
¿Cómo pudo ocurrir, pues, que japoneses y norteamericanos se convirtieran en enemigos? Fueron unos años de desvío y en ellos nos mantuvimos aparte, cada uno de los dos pueblos afanado en su propio crecimiento, demasiado atareados para tenderse la mano. Ningún pueblo aprende fácilmente un idioma extranjero. Por ello hay que tener en cuenta la dificultad de la comunicación. Los norteamericanos, en la amplitud de su territorio, no sienten la necesidad de aprender, y los japoneses tampoco lo necesitan a causa de su aislamiento geográfico. Existían además ideales y conceptos que nuestros dos pueblos no compartían y había una falta casi total de contactos significativos en un nivel personal. Los norteamericanos y los japoneses no habían tenido tiempo de conocerse ni de comprenderse.