IV
En aquellos días de nuestra separación histórica yo formaba parte de Asia. Norteamericana por linaje y nacimiento, había pasado casi toda mi vida en China, y desde China observé la transformación de los japoneses y compartí la consternación china por lo que estaba sucediendo. Porque el ímpetu dado por la energía de los Meiji continuó durante el siglo XX y los nuevos dirigentes del Japón volvían a tener los sueños de Hideyoshi, en el siglo XVI, cuando pidió permiso al emperador para zarpar y conquistar China. Los que vivíamos en este país sabíamos esto muy bien. Sabíamos también que el Japón estaba necesitado de tierra y que, además, experimentaba un miedo natural y creciente por la intrusión del colonialismo occidental. Sabíamos perfectamente que el pueblo japonés no aceptaría jamás un Gobierno colonial.
Por desgracia, China se encontraba en un período de debilidad. Desde que los revolucionarios habían destruido el trono, ya no era posible la instauración de una nueva dinastía y el pueblo se encontraba sin la dirección del Gobierno. Era el momento ideal para que los soñadores japoneses volvieran a soñar de nuevo. Incluso Occidente les había ayudado, porque en la Primera Guerra Mundial el Japón se había puesto al lado de los Aliados. Sin embargo, como ya he dicho, su única contribución a la causa de éstos había sido la ocupación de zonas en China, de las que anteriormente se había apoderado Alemania. Cuando terminó la guerra, el Japón no devolvió estas zonas a China, sino que, por el contrario, permaneció firmemente atrincherado en ellas. Al correr del tiempo este atrincheramiento fue acentuándose porque en la confusión natural de una China carente de un Gobierno central, varios contendientes por este Gobierno, o señores de la guerra como los llamábamos nosotros, lucharían entre sí en zonas locales. Estos combatientes señores de la guerra, a los que el revolucionario Chiang Kai-shek trataba de eliminar, se encontraban siempre faltos de fondos para mantener sus grandes ejércitos y sus casas particulares llenas de concubinas y de hijos, y continuamente pedían prestadas grandes sumas de dinero a los complacientes jefes militares japoneses, dando a cambio minas accesorias, ferrocarriles e incluso trozos de territorio. Como estos señores de la guerra nunca podían pagar sus deudas, China iba cayendo, pedazo a pedazo, en manos de los japoneses.
En medio de todo esto, el comunismo añadió su confusión. Chiang Kai-shek había abandonado su círculo y se dedicaba a reclutar nuevas fuerzas y asumir la dirección de las mismas, cuando el Japón atacó. Recuerdo el día e incluso la hora en que oí la noticia. Era el año 1931. Yo me encontraba en mi cuarto de trabajo esperando la llegada a mi hogar de Nanking, China, del señor Lung, el viejo erudito chino al que consultaba mientras me dedicaba a traducir a un antiguo clásico chino, una novela titulada Shui Hu Chuan. Llegó con retraso, lo que me sorprendió porque acostumbraba ser siempre puntual. Al entrar parecía estar pálido. Me levanté, como de costumbre, como cortesía natural hacia un erudito, pero él no pareció darse cuenta de ello. Se sentó y, sacando un abanico del cuello de su túnica, donde siempre lo llevaba, empezó a abanicarse lleno de agitación.
—¿No ha visto hoy Tai-tai los periódicos murales? —me preguntó en chino, porque no hablaba la lengua inglesa.
Como era un caballero nunca se dirigía a mí directamente, sino por medio del alto título honorífico de una señora casada.
—Esta humilde servidora no ha abandonado hoy la casa a causa de estar muy atareada —contesté correspondiendo con otra cortesía.
Su rostro mostró una agitación todavía mayor.
—Los japoneses se han apoderado de Manchuria —dijo.
Nos miramos consternados, pues el futuro era para los dos igualmente claro. Aquello sería la guerra. ¿Pero quién lucharía en ella? Chiang Kai-shek, habiendo renunciado al comunismo, luchaba por erigirse en gobernante y no estaba dispuesto a emprender una guerra extranjera.
—¿Luchará la patria de usted por nosotros? —preguntó el hombre con voz que era un susurro.
—No —contesté—. Mi pueblo no comprenderá. Se encuentra demasiado lejos.
—Entonces —dijo—, habrá otra guerra mundial.
Fue difícil seguir trabajando aquel día en la antigua novela, que, sin embargo, era extrañamente significativa, pues el viejo libro era un cuento embrollado de revolución y hombres iracundos. Recuerdo que trabajamos solamente la mitad de la tarde porque la mente del señor Lung estaba un poco confusa y yo me hallaba distraída por lo que predecía para el futuro. Si hubiera otra guerra mundial yo tendría que abandonar China y marcharme a mi país. Podía ver al mundo dividido en dos fuerzas oscuras, una en Europa y la otra en Rusia. No era difícil adivinar en qué lado se alinearía el Japón. Sus jefes militares habían sido adiestrados en Alemania.
En los días difíciles que siguieron, y al irse convirtiendo los días en meses y en años, los acontecimientos siguieron su curso implacable. El Japón seguía con nosotros de noche y de día con nuevos abusos. Yo pensaba en el pueblo japonés, que conocía tan bien y al que siempre amé. ¿Se daba cuenta de lo que le estaba sucediendo y lo que a nosotros nos pasaba? ¿Sabía los peligrosos sueños a que se entregaban sus dirigentes? Algún día se encontraría luchando no solamente con China, sino con mi pueblo, los norteamericanos. ¿Se había dado cuenta de esto?
En el sombrío discurrir de aquellos días resultaba evidente para mí que cuando los jefes militares japoneses atacaban a China sería una cosa cuidadosamente planeada, coincidiendo con una guerra en Europa, en la cual Inglaterra y todas las naciones europeas se vería obligada a alinearse con sus antiguos aliados y, con nosotros, de este modo comprometidos, el Japón tendría las manos libres para hacer lo que tuviera por conveniente en China. Verdaderamente ya estaba haciendo lo que quería, mientras Chiang Kai-shek trataba desesperadamente de unificar el país bajo el nuevo Gobierno nacionalista.
Fueron aquellos días en que cualquier fantasía podía convertirse en realidad. Al despertarme una mañana me enteré de que Chiang había sido secuestrado por los comunistas cuando se dirigía a conferenciar con el joven mariscal de Manchuria, que era un refugiado político de considerable importancia al que no se podía ignorar. Bajo la acusación de que no estaba dispuesto a luchar contra el Japón, Chiang se vio obligado a unirse a sus enemigos comunistas en aquella guerra. Fue entonces cuando empecé a hacer el equipaje y a efectuar en mi casa los oportunos arreglos para una larga ausencia. Esperaba que ésta no fuera para siempre, pero sabía que sería así si, a consecuencia de la guerra y de la consiguiente victoria, los comunistas se apoderaban del poder en China.
Recuerdo bien el largo viaje por el Pacífico porque la travesía por aire sobre el vasto espacio acuoso era por aquel entonces sólo una idea y no una realidad. Demoré mi estancia en el Japón, abandonando el barco cada vez que nos encontrábamos en un puerto, en Nagasaki, Kobe y Yokohama. Paseé por las calles, me senté en los parques, y en todas partes me dediqué a observar al pueblo con el corazón lleno de presagios. ¿Llegaría un día en que seríamos enemigos? De ser así, no había muestra alguna de ello. Todas las personas estaban tranquilas y eran corteses, siempre atareadas y, a mi juicio, contentas.
Fue en Kobe donde pasé un día feliz, que más tarde recordé en un libro para niños titulado One Bright Day. Escribí exactamente lo que sucedió. El buque atracó a primeras horas de la mañana. Mis dos hijitas estaban intranquilas por el viaje por mar, su padre tenía trabajo y yo decidí llevarlas a pasar el día en tierra. A bordo sería una jornada ruidosa, porque teníamos que cargar combustible para el resto del viaje y no zarparíamos hasta la puesta del sol. Planeé pasar unas horas en un parque cercano al muelle, adonde nos dirigimos a pie las tres.
Apenas acababa de acomodarme en un banco, con las pequeñas jugando en la hierba, cuando un caballero anciano, un japonés vestido con una túnica de seda oscura, pasó por allí en un carruaje tirado por un caballo. Al vernos, llamó la atención del cochero y el carruaje se detuvo. Descendiendo de él, el anciano caballero se me aproximó, y en buen inglés me preguntó si podía servirme en algo. Le di las gracias y le expliqué las circunstancias en que me encontraba, ante lo cual pasó él a explicarme cuáles eran las suyas.
—Señora, estoy tomándome un día de asueto a causa de mi salud. Ustedes van a pasar aquí solamente un día. Permítame que se lo haga agradable enseñándoles a usted y a sus hijas nuestra ciudad.
Dijo algo parecido a esto, e instintivamente confié en él aunque fuera un desconocido. Le di las gracias, llamé a las pequeñas y subimos al coche. Durante toda la mañana de aquel día brillante estuvimos paseando por la ciudad y sus alrededores. Al llegar el mediodía nos reintegró sin tropiezo alguno al barco y yo creí que se despediría. Pero no fue así. Como el buque no zarparía hasta la tarde, me propuso que lleváramos a las niñas a la playa, donde ellas y yo podríamos disfrutar de un baño, ya que la tarde se presentaba muy calurosa.
Acepté, un poco sorprendida de hacerlo, y al cabo de una hora volvió en el coche y recorrimos unas millas hasta llegar a una hermosa playa llena de familias japonesas. Las casetas eran limpias, podían alquilarse trajes de baño y mis hijas y yo nos preparamos convenientemente para metemos en el mar. El anciano caballero dijo que él no podía bañarse porque el agua fría no convenía a su edad, pero que se quedaría sentado en la playa custodiando mi bolso. Tuve un momento de prudencia. Llevaba en el bolso el pasaporte, dinero y los billetes del viaje. En realidad, no conocía a aquel caballero, por encantador que fuese. Pero había ido ya demasiado lejos para mostrar desconfianza. Las niñas me apremiaban para que nos metiéramos en el agua. Cedí y nos unimos a los numerosos bañistas. El cielo era azul, calentaba el sol, el agua era clara y refrescante. De vez en cuando, miraba hacia la playa. El caballero permanecía sentado sobre la arena con las piernas cruzadas.
En el puro placer del mar me olvidé de él. Con el tiempo justo echamos a correr, mojadas riendo, para vestirnos y subir de nuevo al carruaje. El anciano me entregó mi bolso con su valioso contenido y regresamos al barco. La pasarela nos estaba esperando y nosotras subimos a bordo a toda prisa, agitando la mano a la erguida figura que se encontraba en el muelle. Allí permanecía inmóvil esperando a que zarpara el buque. ¿Es, pues, de extrañar que titulase mi librito One Bright Day?
El episodio quedó impreso en mi memoria durante todos los días sombríos que habrían de llegar, los días de guerra y de enemistad. El día terrible en que cayeron las bombas sobre Pearl Harbor me acordé de otro día en que un anciano del Japón, un japonés, dejó para siempre impresa en mi memoria y la de mis hijas su bondad hacia unas extranjeras, y sabía que llegaría el día en que los dos pueblos volverían a ser amigos. Pero el día tardó en llegar y muchos de ambos bandos hubieron de morir en el mar que compartimos.
Mientras escribo estas palabras viene a mi imaginación el recuerdo de algunos seres de mi país, pertenecientes al pueblo del Japón, aunque algunos fueran ciudadanos norteamericanos. Muchos de sus hijos fueron leales soldados de Norteamérica que combatieron valientemente por nuestra causa en Europa, principalmente en Italia, donde gran cantidad de ellos murieron en cruenta guerra. Sin embargo, por razones bélicas, otros seres del Japón que se encontraban en nuestro suelo fueron obligados a abandonar sus hogares, sus jardines y sus campos y trasladarse a nuestros desiertos occidentales para vivir en barracones con guardianes militares. No obstante, aun allí brilló claramente una de las características de los japoneses. Fue su amor por la belleza.
Sin belleza el japonés no puede vivir. En el desierto crearon jardines hechos de arena y rocas y en raíces secas y ramas sin hojas tallaron figuras de pájaros en vuelo y aves acuáticas. En el sorprendente y selvático ambiente del Oeste americano permanecieron sin cambiar, pero adaptándose al cambio. Sacados del desierto crearon jardines y crearon belleza en las chozas desnudas en que vivían. Tengo la fotografía de la rama retorcida de alguna planta del desierto en la que unos ojos japoneses imaginativos vieron la figura de una majestuosa garza y así la crearon. Hubiera querido poseer el original, pero su creador no quiso desprenderse de él y en su lugar me dio su fotografía.
—Mientras viva —me dijo— no podré separarme de esta garza. Para mí es el símbolo del día en que pude librarme del desierto de la desesperación. La belleza había desaparecido. El fuerte sol batía implacable sobre la dura arena. Los barracones de madera no ofrecían refugio contra el calor intenso. Pensé que debía morir porque no quedaba belleza en mi vida. Entonces vi esta rama, una cosa muerta, pero que tomó forma de vida. La cogí en mis manos. Con un pequeño cuchillo de cocina como herramienta creé una forma y al hacerlo así descubrí que la belleza se encuentra en todas partes.
«La belleza está en todas partes». Se encuentra en todas partes en el Japón y donde quiera que haya japoneses. El amor por la belleza es fundamental para la naturaleza japonesa.
El aislamiento condujo al desvío y el desvío se convirtió en guerra. Sin embargo, los largos períodos de deliberada reclusión no fueron completamente un mal. Proporcionaron tiempo a los japoneses para reflexionar sobre su propia manera de ser, para solidificar sus costumbres, para desarrollar su arte sin par. Estuvieron desde luego, profundamente influidos por la Naturaleza y el aspecto de sus hermosas islas. La belleza penetró en todos los espacios de sus vidas. En la casa más sencilla y más pobre del Japón tiene su espacio la belleza, un hueco en el que ha sido colgado un adorno de papel, con un florero debajo conteniendo quizá sólo una sola y sencilla flor. Hoy, el hogar japonés sigue teniendo ese hueco, ese adorno y esa flor. Las casas son conservadas escrupulosamente limpias y ordenadas. Desde luego, hay barrios miserables en las grandes ciudades y también amas de casa poco aseadas, pero éstas son muy pocas. La casa japonesa no se presta al desorden. Una habitación es usada para varios fines. Es sala, cuarto de estudio o biblioteca o estancia para recibir a los invitados durante el día y se convierte en dormitorio por la noche cuando los colchones y los cobertores acolchados son sacados del armario en que se guardan. Los suelos se mantienen inmaculados con sus cómodas y alegres esteras y los zapatos se dejan a la entrada de la casa. Los muebles casi no existen, una mesita baja o un pupitre, algunos cojines, una estantería para libros, y esto es todo. No hay nada que pueda crear desorden. Los tabiques son plafones deslizantes y un cuarto puede hacerse mayor o menor según la conveniencia de quien lo usa. Una pared, en casi todas las casas japonesas, se desliza para mostrar un jardín pequeño, pero exquisito, que es la prolongación de la casa. En una habitación hay un hueco y en él un rollo de papel, llamándose tokonoma a ese hueco. No hay dos rollos ni un cuadro de grandes dimensiones. Hay un pequeño ramillete de flores o quizás una simple rama esbelta, no un florero repleto de tallos cortados llenos de capullos abiertos. La Naturaleza es adorada, pero ha sido dominada. La belleza del Japón es una belleza disciplinada, reflejo de un pueblo disciplinado, disciplinado y decidido. La poesía japonesa está contenida en breves versos y el drama Japonés es estilizado, casi ritual.
Así es el Japón que he conocido toda mi vida y así son las gentes que lo habitan.
¿Qué cambios se han producido desde la guerra? El acontecimiento más profundo de toda la historia del Japón ha sido su experiencia con el pueblo norteamericano, primero con su derrota irremediable y después con la ocupación norteamericana. Hasta la Segunda Guerra Mundial, el Japón había cosechado siempre éxitos, obteniendo formidables series de victorias como consecuencia de sus aventuras militares. Añádanse a esto sus asombrosos progresos en todos los aspectos de la vida moderna, añádase asimismo la característica confianza y seguridad en sí mismo, propia de todo pueblo insular en próximo contacto con pueblos continentales, y se verá que era casi inevitable que los dirigentes japoneses estuvieran dispuestos a asumir, por lo menos, el dominio de Asia. Entonces estos dirigentes condujeron a su pueblo a una desastrosa derrota en vez de proporcionarle la gloriosa victoria tan vivamente profetizada, lo que sacudió a los japoneses en lo más profundo de su ser. Estaban acostumbrados a los terremotos que destruían sus hogares y la tierra sobre la que se asentaban, pero esta derrota en la guerra fue algo más que ciudades bombardeadas y millares de víctimas. Era la derrota de todo su ser, de la mente y el corazón tanto como del cuerpo. No serían ya más el pueblo que habían pensado ser, que siempre habían pensado que serían. Se enfrentaban con un pueblo desconocido, en un mundo desconocido. La sombra de la colonización no había oscurecido sus vidas. Entre todos los países asiáticos era el único que había permanecido independiente y libre. El mismo aislamiento que les permitió desarrollar su manera de vivir los cegó, no permitiéndoles ver el gran progreso realizado en el resto del mundo y les había dado una imagen irreal de sí mismos y una idea exagerada de su fuerza, y de su posición internacional.
Entre todos los pueblos asiáticos, el japonés fue el que menos comprendió a los pueblos occidentales. Porque aunque había sido inquisitivo y afanoso para aprender de otros países, lo había hecho siempre desde su punto de vista. A pesar de su curiosidad y de su espíritu progresista, los japoneses que visitaban Occidente llevaban con ellos su insularidad. No iban al extranjero para aprender con la mente vacía. Iban para descubrir lo que pudiera ser útil para el Japón. Su actitud les impedía hacer una evaluación verdadera de los pueblos occidentales. Les impedía comprender el mundo.
Por consiguiente, al ser derrotados fueron un pueblo perdido, confundido y desconcertado, con unos dirigentes equivocados e indignos de confianza, un emperador que ya no podía seguir siendo deificado, incluso con unos dioses que carecían ya de valor. Se encontraron de repente despojados de pretensiones y de apoyo espiritual. Se encontraban en descubierto, vulnerables, totalmente azorados. Y además iban a ser ocupados por un pueblo desconocido, los norteamericanos, un pueblo tan ignorante de los japoneses como los japoneses lo ignoraban a él.
Al finalizar la guerra, los pueblos del Japón y de los Estados Unidos se enfrentaron en una labor extremadamente difícil. Habíamos sido enemigos y era preciso que, de alguna manera, nos convirtiéramos en amigos. El pueblo del Japón había estado a punto de ser completamente destruido por nuestros ataques. Tokio y muchas otras ciudades se encontraban en ruinas. Entre las ciudades famosas, solamente Kioto no había sufrido daños. Se trata de una ciudad singularmente adorable, rica en tradiciones y en antiguos monumentos y el Gobierno norteamericano decretó que fuera preservada. Poco más quedó incólume y el bombardeo culminó en el acto funesto de arrojar bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.
En el terrible silencio que siguió a esto, dos pueblos orgullosos se enfrentaron el uno al otro como desconocidos, uno el vencedor y el otro el vencido. Ninguno de ellos estaba preparado para lo que siguió.
El pueblo japonés esperaba lo peor. Sus dirigentes militares le habían advertido que, en caso de ser ocupados, la ocupación sería total y absoluta y que los norteamericanos eran gentes brutales y salvajes.
Una vez más, el pueblo del Japón pudo darse cuenta de que sus caudillos militares estaban equivocados. Los norteamericanos no eran brutales ni salvajes. Es verdad que hubo casos en que individualmente y de forma ocasional algunos norteamericanos cometieron actos brutales y salvajes, pero fueron prontamente castigados por sus superiores.
Los norteamericanos, a su vez, no sabían qué esperar de un pueblo que había luchado con suicida empeño y se mostraron cautelosos. También ellos se dieron cuenta de que se habían preocupado inútilmente. Los japoneses se vieron sorprendidos por la bondad y consideración de los vencedores y los norteamericanos, por su parte, se quedaron sorprendidos por la dignidad y la cortesía de los vencidos.
El período de la posguerra fue el que nos hizo enfrentarnos cara a cara con el Japón. Habíamos pasado muchos años en un estado de completa separación. Antes de Pearl Harbor éramos desconocidos el uno para el otro. Después de Pearl Harbor éramos enemigos. No podíamos encontramos frente a frente. Cara a cara sólo lo hicimos en combates mortales en los bosques de Asia y en las islas del Pacífico. El odio y el miedo, conjuntamente, contorsionaban los rostros tanto de los japoneses como de los norteamericanos y la propaganda fomentaba nuestra furia mutua. Toda comunicación era imposible hasta que cesara el combate.
En el silencio que sucedió a la guerra volvimos a encontrarnos como desconocidos, esta vez sobre suelo japonés. Vencedores y vencidos no podíamos todavía comunicarnos. Nos veíamos obligados a esperar hasta que descubriéramos la necesidad de vivir juntos. Han de ser objeto de alabanza las dos partes por la disposición de ánimo con que emprendimos la nueva y difícil vida de la ocupación. Bajo el inteligente caudillaje del general Douglas MacArthur, el contacto de los norteamericanos se basó en la firmeza combinada con un sincero respeto por los sentimientos japoneses. La política generosa del Gobierno norteamericano fue seguida con brillantez por el general MacArthur. La decisión básica fue hacer recaer sobre el pueblo japonés la responsabilidad de la administración y reconstrucción de su país. Esta decisión contrastaba con la política seguida en Alemania e Italia y demostraba una visible comprensión de la madurez y la capacidad del pueblo japonés y de su unidad mantenida durante muchos siglos. El general MacArthur cumplió su misión, sobre todo, sin perturbar la estructura del Gobierno japonés. Dirigía sus comunicaciones directamente al Gobierno imperial exponiendo los objetivos que debían ser alcanzados por los japoneses. Si un ministro Japonés en particular estimaba que no le era posible alcanzar el objetivo propuesto, podía dimitir y ser sustituido o recurrir en contra, y en este caso se abría una investigación. El resultado de una política tan esclarecida fue la buena voluntad por ambas partes. Sin una buena voluntad, el pueblo del Japón podría haberse vuelto remolón y falto de cooperación por haber sentido mortificado su orgullo. Tal como sucedieron las cosas, trabajó con sinceridad y sin rencor hasta alcanzar los objetivos propuestos.
Una de las características del pueblo japonés es la de aceptar la fatalidad sin rebelarse, cuando está convencido de que se trata de la fatalidad y procurar sacar alguna enseñanza de sus propias faltas. Así fue como en el siglo XIX, cuando resultaba evidente que el antiguo aislamiento no podía ser mantenido más tiempo ante un mundo en continua transformación, se había encaminado rápida y firmemente hacia las reformas del período Meiji. De la misma manera aceptó la derrota cuando se empleó dos veces la bomba atómica, resolviendo utilizar la derrota como una lección para alcanzar su objetivo más inmediato: el de llegar a una pacífica edad de oro para el Japón e incluso para el mundo entero. Su grandeza ha quedado demostrada por su aptitud para reconocer la derrota como demostración de sus errores de juicio, para llevar a cabo en lo sucesivo una acción constructiva.
Que fuera capaz de poner de manifiesto semejante autodisciplina yo lo achaco a su inquebrantable unidad nacional, basada en la estructura de su Gobierno. El pueblo japonés puede cambiar de dirección con rapidez y perfección cuando se convence de que es esencial el cambio. Los japoneses han sido y son rebeldes, pero no revolucionarios. Los rebeldes exigen progreso, mientras los revolucionarios exigen destrucción. Dentro de la firme estructura de la sociedad japonesa, los rebeldes son una fuerza permanente y efectiva, pero nadie quiere una revolución en el país. Los artificios de la política norteamericana comprendieron la importancia de conservar la estructura y dentro de la seguridad que ofrecía fueron efectuados muchos cambios en la sociedad japonesa. Esto fue posible también porque el pueblo del Japón no se sintió humillado con su derrota. Si se hubiera visto obligado a sufrir humillaciones, indudablemente habría procurado vengarse, como ya esperaban a medias los norteamericanos ocupantes. Tal como se desarrollaron las cosas, las actitudes de los que se encontraban en el poder calaron hasta las más pequeñas aldeas y los hombres de Norteamérica se quedaron asombrados ante la cordialidad de un pueblo que solamente algunas semanas antes, mejor dicho, unos días antes, había sido su enemigo.
La ocupación norteamericana fue mucho más humana, considerada y constructiva que todas las que registra la Historia. De haber sido el japonés un pueblo menos noble, podía perfectamente haberse aprovechado de ello. Pero se trata de un pueblo caballeresco, capaz de aceptar todo lo que le es ofrecido con buena voluntad. Hubo, desde luego, errores por ambas partes, pero rápidamente fueron reconocidos y rectificados. Se mantuvieron las antiguas costumbres de la cortesía japonesa, a las que los norteamericanos respondieron con buena voluntad. La enemistad que se había iniciado hacía tanto tiempo para que pudiese desaparecer rápidamente, se esfumó por completo y apareció en su lugar una cordialidad extraordinaria. Los dos pueblos se descubrieron por primera vez y llegaron a un nuevo entendimiento entre sí. Esta revelación común se convirtió en un verdadero afecto que en muchos casos individuales fue expresado por medio del amor. Hubo norteamericanos que se casaron con mujeres japonesas y nacieron niños de estas uniones y a veces fuera del matrimonio y ello contribuyó a que las dos razas se mezclasen.
Los dos pueblos se han visto influenciados en muchos aspectos. Las dos culturas han permanecido separadas, es cierto, pero apenas existe algún aspecto de ellos que no haya cambiado, con objeto de acoplar el Este y el Oeste y de acomodar el Oeste al Este. No creo que sea aventurado decir que el pueblo norteamericano se ve influenciado en nuestros días por los japoneses, más que por cualquier otro pueblo. Los norteamericanos han descubierto que pueden comprender, admirar e incluso querer a un pueblo asiático y los japoneses, por su parte, si no estoy equivocada, experimentan un sentimiento parecido hacia los norteamericanos.
La influencia va más allá de todo esto. La vida japonesa ha sido profundamente transformada por la experiencia de la guerra, por la ocupación y por su íntimo contacto con los norteamericanos. Los vestidos, la comida, las casas, las diversiones y toda la vida económica de los japoneses han sufrido una profunda alteración y siguen todavía cambiando. Pero el cambio más profundo que yo he podido observar entre el Japón antiguo y el moderno reside en el pueblo.