VI

Sin embargo, hay otros placeres más puros en la vida japonesa. El pueblo del Japón se siente todavía inclinado hacia la melancolía, experimenta una sensibilidad excesiva por la soledad, y tal vez como contraste encuentra placer en muchos aspectos que no tienen nada que ver con los bares e incluso con el sexo. Los japoneses disfrutan con los hobbies y casi todos ellos tienen alguna afición, siendo las más corrientes la música, el arte, la fotografía, los libros y la jardinería. La casa más miserable tiene su poco de jardín, con unos matorrales cortados para formar un dibujo, algunas losas entre la hierba, algún pequeño espacio de arena rastrillada y un pequeño estanque bajo un pino inclinado. Ricos y pobres disfrutan de parecidos esparcimientos. El año con sus estaciones aporta también especiales alegrías. Existe un rito para cada una de estas estaciones. El primero de octubre debe uno ponerse, por ejemplo, una prenda interior de abrigo y el primero de julio un sombrero de paja. El cambio en sí mismo supone ya un placer. En la casa, las estaciones encuentran su reflejo en el hueco llamado tokonoma por la disposición de las flores y la elección del rollo de papel. Incluso los poemas japoneses, aun dentro de lo cortos que son, se refieren de algún modo a una de las estaciones del año. El pueblo japonés tiene tendencia a manifestarse bulliciosamente en estos poemas, llamados haikai, a la caída de la hoja o del primer copo de nieve. Por ejemplo, el poeta Basho del siglo XVII, escribió:

La tempestad invernal

se escondió entre los bambúes

y se extinguió poco a poco.

Y

El grito de la cigarra

no da síntomas

de que vaya a morir.

Kikaku, discípulo de Basho, introdujo en el haikai un nuevo elemento ingenioso y obtuvo éxito descubriendo las discordancias de la vida y los contrastes y las similitudes entre el hombre y la Naturaleza:

Es una mosca de invierno

a la que se aborrece,

pero de larga vida.

Los alimentos deben ser consumidos también de acuerdo con la estación. El paladar refinado de los japoneses rechaza los alimentos congelados, que en ningún momento deben consumirse. Representan para ellos una monotonía y la monotonía es algo que no les es posible resistir. Les gusta, asimismo, que el cambio se manifieste en la mutabilidad de sus casas, cuyas paredes son corredizas y las habitaciones pueden utilizarse para cualquier fin. Ninguna decoración es inamovible e incluso el hueco tokonoma cambia de flores, arreglo y pinturas. Cambio, sí, pero el centro manteniéndose inamovible, quizá sea la clave del carácter japonés. Así, la frugalidad es un rasgo tradicional, no sólo por necesidad, sino por razones artísticas. El arte japonés es siempre sobrio, reducido a la línea esencial, aunque partiendo de este principio los japoneses puedan ser, al mismo tiempo, violentamente extravagantes. Este principio puede observarse, a veces, en algún caballero que viste un abrigo corriente, pero cuyos forros pueden estar tiesos por hallarse recamados de oro. El kimono de una mujer puede ser pardusco y vulgar, pero estar confeccionado con el material más fino y forrado de plata. La vida parece en el Japón todo simplicidad, aunque yo creo que no hay otro país en el mundo donde se puedan gastar mil dólares con mayor rapidez.

Otra incongruencia japonesa es su actitud hacia determinados grupos de edad. Los años de la madurez, considerados por los occidentales como el pináculo de la vida, son para los japoneses una especie de desierto que es preciso cruzar. Demasiado viejo para ser consentido y demasiado joven para inspirar respeto, el hombre de mediana edad del Japón tiene muchas más responsabilidades que placeres. Por el contrario, la juventud y la ancianidad son momentos deliciosos. Excepto en la China desaparecida hoy, estoy segura de que el Japón es el lugar de la tierra más feliz para los viejos. Los niños pequeños son queridos y mimados y otro tanto se hace con los ancianos. No se trata de un simple amor sentimental. Los viejos son respetados por su sabiduría y su prudencia. En cualquier pueblo japonés se tropieza uno con ancianos encantadores, alegres e independientes, saludables y libres de palabra y de conducta. Toman parte en todo con placer y energía, caminan prodigiosamente, visitan los lugares sagrados de la alta montaña. Van a los mítines comunistas y a otros lugares poco recomendables donde impere la controversia. En realidad, en tales lugares suelen verse más viejos que jóvenes, porque todo el mundo está orgulloso de ellos. Si consiguen llegar a los noventa años o cosa así, se convierten en predilectos de la comunidad. Es una manera deliciosa de terminar la vida.

Llegué a estas conclusiones el verano que pasé en el pueblo de Kitsu, donde estábamos haciendo una película de mi libro The Big Wave. De esto ya he escrito en otra ocasión, pero no me referí a los encantadores ancianos, de los que ni aun nosotros pudimos librarnos, teniendo que hacer que aparecieran en la película. Cada uno de ellos era escoltado hasta la escena cuando menos por uno o dos hijos, hijas o nietos sonrientes, y generalmente también por un numeroso grupo de personas cuya misión parecía ser que dispusiera de una silla donde pudiera descansar entre las escenas, de que el sol no le molestara con exceso y de que estuviera preparado en el momento oportuno. El orgullo con que cada familia miraba a su anciano mientras actuaba ante la cámara era algo digno de verse. Los viejos, desde luego, tomaban aquello como la cosa más natural del mundo, porque eran las estrellas y se conducían como tales. ¿Podré olvidar alguna vez la mañana en que bajo una lluvia simulada se alineaban los ancianos a un lado de una calle empedrada, posando para que se les sacasen retratos individuales? Esta confianza en sí mismos, un aplomo semejante, solamente puede ser el resultado de la seguridad de ser queridos. Y también tal vez de la posición que ocupan, porque mientras un hombre vive, es el cabeza de la casa, como asimismo la mujer nunca pierde su lugar ni su influencia dentro de la familia, cualquiera que sea su edad.

En el seno familiar, todo cuanto diga un anciano es considerado juicioso. Ver a esos viejos en sus hogares rodeados de su familia, es contemplar hasta qué punto son adorados, qué profundamente se les respeta y con qué amor son tratados. Al anciano se le ofrece el primer tazón de arroz y los bocados más exquisitos. Ninguna corriente de aire que se cuele por la puerta abierta del vecino jardín debe molestarle; no debe permitirse que la menor molestia altere la lisa superficie de su existencia. Todos los miembros de la familia, desde el niño más pequeño hasta el padre, lo aman y reverencian para satisfacción de todos. Los viejos parecen madurar y florecer porque son felices e incluso ofrecen el aspecto de poseer la sabiduría que se les atribuye. Porque, desde luego, es cierto, que han adquirido las experiencias de la vida y tienen muchas cosas buenas que decir y, lo que es más, la familia no sólo los escucha respetuosamente, sino que en realidad solicita su consejo. En unas circunstancias tan favorables, la sabiduría tiende a intensificarse. La vejez en el Japón es algo sobre lo que se ha de velar con el mayor entusiasmo y disfrutar de todo corazón. Es, en verdad, decepcionante darse cuenta de lo poco que sucede esto, en la mayor parte de los casos, en nuestro país, donde nos inclinamos a mirar a los viejos como un estorbo.

La familia es un concepto endémico en el Japón y lo ha sido así durante siglos. Esto quizá tenga sus raíces en el confucianismo, importado a lo largo de los siglos de China y mantenido como un medio de asegurar el orden y la estabilidad de la sociedad. La idea de la familia se observa en toda organización, desde el emperador, que es una especie de padre de la nación, hasta las cuadrillas de ladrones, que se reunirán en torno de un «padre» como cabecilla.

Aunque el impacto provocado por los norteamericanos ha sido fuerte, la idea de la estructura familiar típica sigue persistiendo en el Japón.

Incluso las artes y los oficios están constituidos a base del patrón familiar. La profesión teatral, los arregladores de flores, los músicos, etcétera, tienen sus «padres» directivos, personas que mantienen relaciones familiares con los demás. Cuando un hombre, por ejemplo, ha dominado un arte, es considerado el «hijo» de su maestro y se le concede el apellido de su maestro para que pueda utilizarlo como propio. El hijo del maestro hereda la profesión de su padre, pero sólo en caso de que sea digno de ella. De lo contrario, es adoptado un joven con talento, que será el heredero por razones de su inteligencia. Esta organización familiar ocupa el lugar de un gremio. Como en toda familia digna de este nombre, si algún miembro de la misma pierde su empleo es protegido y ayudado por los demás hasta que encuentra nueva colocación. Es una especie de seguridad social y verdaderamente hace mucho por la seguridad general de la vida japonesa. El precio que se paga es una limitación del individuo. La originalidad es una cosa que no es alentada. Un joven amigo mío, un bailarín, perdió su posición en su «familia de la danza» porque se atrevió a hacer innovaciones personales en su propio arte.

Así, pues, el símbolo del Japón, si bien tal vez en un grado declinante, sigue siendo el clan entendido en un amplio sentido, y no exactamente el clan familiar, sino un complicado sistema compuesto por muchos clanes, incluido el de la propia nación. El japonés medio se encuentra en un mundo de alianzas desconcertantes, todas las cuales exigen alguna templanza de la individualidad. La alianza de grupo no es, desde luego, lo que era en los días del feudalismo, en los de la anteguerra del Japón. Un hombre tenía entonces que dar su vida por su señor o por el emperador. Nadie hoy se hace el harakiri por Mitsubishi o por la Sony Electric. Sin embargo, en cierto modo, las grandes compañías han venido a ocupar el puesto de los señores feudales. Hay la misma lealtad por una parte, el mismo perpetuo apoyo por la otra y el mismo sometimiento de lo individual.

La verdadera unidad familiar, la familia doméstica, ha cambiado menos que ninguna otra. Se espera que un niño guarde gratitud a sus padres porque le han dado la vida y que demuestre esta gratitud con una conducta respetuosa. Su deber hacia la familia es conquistar muchos éxitos a fin de que su familia pueda ganar prestigio. Estoy segura de que hay ocasiones en que esta obligación familiar resulta enfadosa para el joven y limita su libertad personal. Por otra parte, significa que el individuo no se encuentra nunca solo. Nadie está solo en el Japón, joven o viejo, en cuanto a la compañía de otras personas de las que está rodeado desde el nacimiento hasta la muerte. Es verdad que los jóvenes modernos que viven, por ejemplo, en Tokio, parece que rompen con esta costumbre, como es frecuente en ellos, pero siempre vuelven al redil. Pienso a este respecto en mi amigo el locutor de la Radio que rompió con los suyos, pero que después volvió al seno familiar, y en el joven Wasaburo, cuya ambición de ser independiente lo llevó a los Estados Unidos. Sus padres me escribieron acerca de su llegada y me rogaron que no le perdiera de vista en Nueva York. Fue imposible hacerlo, porque Wasaburo no deseaba la vigilancia de nadie y al cabo de pocos meses renuncié al empeño. Sin embargo, un año después me escribieron sus padres diciéndome que había vuelto a la familia, que se había portado de una manera ejemplar en una crisis familiar y que lo atribuían a la benéfica influencia de los Estados Unidos. Lo que, desde luego, sucedió fue que Wasaburo descubrió que sin familia la vida era gris y peligrosa.

A este respecto el joven del Japón es completamente distinto del joven de Norteamérica. En los Estados Unidos muchos jóvenes desean tener un negocio propio, mientras los del Japón prefieren ingresar en una de las enormes y prestigiosas compañías zaibatsu, donde gozarán de seguridad durante el resto de sus vidas al estilo del samurai dependiente de los grandes señores. Los jóvenes norteamericanos parecen impacientes de abandonar el hogar y ser independientes, mientras que los japoneses prefieren permanecer con la familia, incluso después del matrimonio. Hay razones prácticas y emocionales que abonan esto. Por una parte, los antiguos lazos de obligación y respeto siguen manteniendo muy unidos a los miembros de una familia. Por otra parte, es difícil conseguir créditos en el Japón y, por consiguiente, muchos jóvenes no pueden ser independientes aunque lo deseen.

Otra realidad innegable es que las firmas japonesas prefieran emplear graduados de determinadas Universidades favorecidas, por idóneos que otros solicitantes puedan parecer. Muchas compañías del Japón son conocidas con el nombre de firmas de la Universidad de Tokio, o de Waseda, o Keio, etcétera, significando, naturalmente, que los graduados de un centro particular de enseñanza gozan de prioridad en una empresa determinada. Es muy parecido al sistema de lazos de la antigua escuela que prevalece en Inglaterra. Las seis principales Universidades del Japón, cinco de las cuales radican en Tokio, son las de Tokio, Kioto, Keio, Waseda, Kodai e Hitotsubashi. En la primavera de 1964 las trescientas mayores compañías del Japón tomaron un asombroso 94,8 por ciento de sus 14 000 nuevos empleados de estas seis Universidades. Cuando se piensa que en el Japón hay 245 Universidades, se comprende la enormidad del problema con que se enfrentan los estudiantes de los centros de enseñanza menos favorecidos. Y, desde luego, ha de saberse que cuando se habla de estudiantes japoneses, se refiere uno en gran parte a los masculinos. Las mujeres, como ya he dicho, constituyen una pequeña minoría en las Universidades y siguen siendo todavía objeto de una gran discriminación por parte de los patronos.

Uno de los resultados de asistir a una Universidad cuyos graduados son favorecidos por los grandes negocios es una cierta confianza y contingencia por parte de los estudiantes. La más favorecida de todas las Universidades es, desde luego, la de Tokio. Hay una canción de Todai (Universidad de Tokio) que traducida es algo parecido a esto:

Cuando un hombre de Todai está de pie es que juega al pachinko.

Si está sentado, disfruta del mahjong. Y cuando

camina es que se dirige hacia algún velódromo.

No todos los estudiantes de las Universidades principales del Japón son buscadores de placeres, pero no puede negarse que muchos de ellos lo son. Y quizá, por lo menos el estudiante de primer curso, tiene una excusa. Acaba de pasar el examen de ingreso, que empezó, para todos los fines prácticos, cuando él nació. Porque para los estudiantes de Todai el porvenir está asegurado. Disponen de ocho años para completar un curso de cuatro años, lo que virtualmente supone un seguro de no recibir calabazas, y después de la graduación le esperan empleos en los grandes negocios. O lo cree así porque esto empieza ya a cambiar. Últimamente, las colocaciones en el Japón se han hecho más escasas, incluso para los graduados más favorecidos. Tal vez el estudiante de Todai, en un futuro próximo, dedicará menos tiempo al pachinko, al mahjong y al velódromo.

La presencia de muchos de estos estudiantes en marchas de protesta por Tokio como miembros del Zengakuren demócrata, se explica, por lo menos en parte, porque disponen de mucho tiempo, pues en realidad hay pocos que tengan menos motivos para protestar que ellos. Por otra parte, debe decirse con toda justicia que los estudiantes japoneses de hoy se dan cuenta de los problemas del mundo y que sus demostraciones vociferantes son casi siempre protestas inteligentes por la causa de la paz. En esto se parecen a casi todos los estudiantes de todas las partes del mundo.

La juventud rebelde del Japón no se diferencia mucho de la juventud rebelde del resto del mundo. Lo que se suele leer en los periódicos y ver en el cine acerca de la juventud «perdida» del Japón es exagerado. Algunos muchachos pueden comportarse a veces irreflexivamente, como los que en una ocasión intentaron destruir la Dieta por medio del fuego y los que se enfrentan con la Policía. Algunos pueden ser materialistas y vivir inquietos, con poca confianza en el porvenir. Pero en los contactos que he tenido con la juventud estudiantil japonesa, he encontrado que, en conjunto, es muy seria. Introvertida, algo pesimista y la mayoría dedicada a aprender. Son estudiantes diligentes más que creadores, agnósticos, pero difícilmente «perdidos», como no sea en el estrecho sentido cristiano. Desde luego, ponen objeciones a los valores tradicionales, pero ¿en qué parte del mundo no sucede lo mismo?

Hay una cosa cierta. Independientemente de lo iconoclastas que puedan ser durante sus días escolares, se volverán conservadores cuando vistan el zibatsu o traje gris civil hecho a medida, como es el deseo de la mayoría. Como Wasaburo, volverán al seno de la familia para convertirse en padres autoritarios y en miembros responsables de la comunidad.

En la jerarquía de organización de la familia japonesa, cada persona ocupa el puesto que le corresponde y, por consiguiente, goza del título honorífico correspondiente. Al hermano número tres no se le habla como al hermano dos o uno. Esto resulta difícil para el extranjero, pero es instintivo para los japoneses, que saben exactamente el nivel que debe ocupar cada ser humano. Es una situación propia de culturas antiguas y estratificadas y no deja de tener ventajas. Tiene como consecuencia el que se sienta cierta tranquilidad cuando se sabe el puesto que se ha de ocupar en relación con las demás personas. No se es esclavo de antojos de amor y de amistad en relación con la familia que nos rodea. No es posible predecir si esta situación perdurará al industrializarse el Japón y convertirse en un país completamente moderno. Es un axioma, al parecer un axioma occidental, que la libertad del individuo trae aparejada la pena de la soledad.

Es cierto, asimismo, que bajo el sistema japonés se hacen a veces severas exigencias a todos los miembros de la familia. Pienso en una amiga mía que es esposa y socia activa en el negocio cinematográfico de un gran magnate industrial de Tokio. Pasé un fin de semana en su casa de las afueras de la ciudad, conociéndola tanto en su oficina como en el hogar. Mi amiga va siempre vestida con un kimono en su casa, lo que contrasta con la mayoría de las mujeres japonesas metidas en negocios, y su aspecto es suavemente exótico y oriental, por completo, aunque su oficina sea tan moderna como cualquier casa de cristal de Nueva York y su media docena de secretarias tan refinadas como sus colegas norteamericanas. Mi amiga dirige una empresa cinematográfica internacional, y no lo piensa mucho cuando ha de tomar un avión a propulsión a chorro que la lleve a pasar unos días en París, Roma o Londres. Sin embargo, su vida familiar se centra en la anciana madre de su esposo y en el último brote de la generación, una hija, que es ya una inteligente actriz. En una palabra, mientras su vida cotidiana es moderna y se ve coronada por grandes éxitos, sus raíces están profundamente arraigadas en la tradicional vida japonesa.

Al llegar a su casa me encontré ante una tapia en la que aparecía un gran portalón cerrado. Cuando llamé apareció el portero, que abrió y me dejó pasar. Me encontré en un jardín completamente japonés, con sus rocas, su estanque y unos farolillos bien distribuidos. La casa era grande, japonesa en sus principales detalles, pero con un garaje moderno para el «Rolls-Royce» de la familia, el coche deportivo de la hija y una furgoneta para transportar elementos de trabajo. La casa me pareció completamente occidental, salvo el detalle de tener que dejar los zapatos en la puerta y aceptar unas zapatillas que me calzó una gentil doncella en kimono, arrodillada a mis pies. Esta misma muchacha me sirvió de guía y haciéndome muchas reverencias me llevó hasta el salón. Estaba amueblado por completo al estilo occidental, con muy buen gusto, y otro tanto pasaba con el comedor, que se encontraba al lado y con la biblioteca pasado el vestíbulo.

Pero esperad… Todas estas habitaciones daban a otra central, que daba la impresión que se entraba en un museo del viejo Japón. El suelo estaba cubierto de esteras de tatami, en vez de alfombras, y en el centro de la estancia, sentada sobre un almohadón en el suelo y ante una mesa que apenas se levantaba un palmo, había una pequeña señora anciana. Estaba cenando, servida por una criada japonesa de edad en kimono, que se arrodilló al abrir el recipiente de arroz caliente. Llenó con él un tazón y lo colocó sobre la mesa, donde ya había tres o cuatro platos con un pequeño pescado asado entero sobre una piedra plana, algunas verduras y unos pulpos troceados.

—Mi honorable suegra —dijo mi amiga.

Yo me incliné y la señora sonrió con afabilidad, pero sin levantarse. Mi amiga explicó:

—Nuestra madre prefiere vivir a la antigua usanza japonesa, pero queremos que esté con nosotros y que disfrute de cuanto tenemos. Por eso se encuentra en el corazón de nuestro hogar.

Desde luego, aquélla era una casa rica, pero, generalmente, se respira el mismo ambiente en una casa pobre. Cada generación respeta y considera a la otra. Confían mutuamente y se sienten seguras. Una cosa parecida pasa con mis amigos los Kosakai, que ni siquiera han visto en toda su vida un «Rolls-Royce» ni un comedor a la europea.

La familia Kosakai vive en el interior de la isla de Hanshu, en la localidad de Inuyama, a través de la cual discurre el río Kiso. Los Kosakai llevan viviendo en Inuyama trescientos años y una cosa parecida les sucede a muchos del mismo apellido. Hay noventa y ocho familias en cuarenta y seis casas que llevan el nombre Kosakai. Una tal concentración familiar no es rara, sino más bien típica de esta parte rural del Japón. No hace mucho volví a ver a los Kosakai en su casa centenaria. Estaba forrada por dentro con madera de ciprés y el exterior aparecía ennegrecido por el tiempo, ya que nunca conoció la pintura ni nada que la preservara. Parte de los muros estaban recubiertos de barro endurecido y el tejado lo componían tejas pizarrosas alternando con unas cortezas de ciprés superpuestas de dos pies de espesor. Aunque no me esperaban, la madre preparó un almuerzo a base de sopa, arroz, huevos, pescado y espinacas, y comimos en la habitación tatami que se abría a los campos de arroz de Kosakai y a las montañas lejanas.

El resto de la casa era oscura y primitiva, especialmente la cocina y el obenjo, o retrete. En la primera había un fogón de leña y en el segundo una especie de cajón para recoger los excrementos, que después se utilizarían como fertilizante. A pesar del gran uso creciente que se hace de los productos químicos, los pequeños cultivadores del Japón y de otros países del Lejano Oriente, todavía siguen abonando sus campos con este humilde material excrementicio. Es un procedimiento sancionado y acreditado por el tiempo y la costumbre que ha recibido en nuestro mundo moderno el beneplácito de los hombres de ciencia japoneses, que están trabajando para encontrar fórmulas satisfactorias que permitan desinfectarlo y mejorarlo. El cabeza de la familia Kosakai, ajeno a los avances de la ciencia y desinteresado de las comodidades modernas, ha preferido siempre los sistemas antiguos. Su vida, lo mismo que su casa, pertenece a sus antepasados, existiendo una gran cordialidad tanto en su hogar como en su existencia, una gran unión entre hermanos, hermanas, hijos, hijas, tíos, tías, primos y sobrinos, sin pensar nunca que ni los jóvenes ni los viejos puedan descarriarse. Las nueras viven en la casa y reina la armonía más completa.

Desde luego, es cierto que puede reinar la discordia, y a veces esto sucede cuando una muchacha se ve obligada a obedecer a su suegra, cosa que está obligada a hacer. Recuerdo el caso de una amiga japonesa, escritora de talento, en la actualidad en la mitad de su existencia, que pasó una época verdaderamente difícil en sus relaciones con la madre de su esposo. Mi amiga, al casarse, era en extremo emancipada, una mujer muy moderna, educada en los Estados Unidos y graduada en una de nuestras escuelas norteamericanas. Permaneció soltera durante más tiempo de lo normal y al enamorarse, pues se enamoró y decidió casarse por amor, lo hizo con un viudo con hijos que vivía con su madre. Cuando mi amiga hizo su elección fue a ver a unas amigas para que arreglaran el asunto en su nombre. Debo mencionar aquí que la mujer japonesa disfruta de otra libertad. Si siente alguna inclinación por un hombre en particular no tiene que esperar su declaración, sino que puede solicitar de sus padres o de alguna persona intermediaria que se ponga en contacto con el hombre que le interesa, haciéndole saber cuáles son sus deseos. Esto se considera perfectamente correcto y una manera delicada de saber si los sentimientos propios son o no correspondidos. En este caso lo fueron y se concertó la boda. Se estableció entre los contrayentes una buena relación y mi amiga se convirtió en una excelente ama de casa japonesa, a pesar de haber recibido su educación en el extranjero.

Pero el hogar de su esposo resultó excesivamente tradicional para ella. La anciana suegra la dominaba, así como a los niños, tratando a mi amiga como si careciera por completo de experiencia y de educación, lo que desde luego no dejó de irritarla. Se suscitaron, dentro de la corrección, algunas pequeñas escaramuzas en las que la mujer más joven llevaba siempre las de perder. La madre, por ejemplo, insistía en que a los niños se les debía dar determinada clase de comida que su propia madre no les hubiera dado, permitiéndoles en cambio ciertas cosas que ésta no les habría tolerado. No había manera de discutir con la anciana, salvo débiles protestas, porque, después de todo, se trataba de la honorable suegra y tenía que ser respetada. Sus deseos eran ley. Para que las cosas fueran todavía peor, el hombre se ponía siempre de parte de su madre. Era su deber de hijo y él cumplía con su deber. La esposa comprendía que al hacerlo así obraba correctamente, pero no podía dejar de sentirse muy sola. Se veía obligada a ceder una y otra vez ante la autocrática anciana hasta que la situación llegó a hacerse poco menos que insoportable. Como desahogo escribió un libro, publicado en nuestro país, en el que parcialmente relataba los disgustos que había tenido con la suegra y el gran resentimiento que había nacido en su interior.

Por otra parte, conozco a una mujer que pudo arreglar las cosas de una manera mucho más satisfactoria. Se trata de una verdadera japonesa que nunca ha salido de su país y que posee una fuerte personalidad. La suegra, a su vez, es bastante sumisa. Hubo, sin embargo, entre las dos algunos choques, pero la joven era la que siempre salía triunfante. Tuvo la suerte de tener un esposo que la quiere más que a su propia madre, así que puso todo su empeño en ser lo más justo posible, o quizá se inclinaba más hacia su esposa, a pesar del tradicional respeto a los mayores.

Debo decir que en este aspecto nosotros, los norteamericanos, hemos ejercido alguna influencia en las costumbres japonesas. En nuestros días, y a pesar de la tradición, se espera encontrar en el matrimonio compañerismo y amor y los esposos de hoy se sienten un poco más inclinados a ponerse de parte de la esposa.

Desde luego, una de las grandes delicias de la vida de las nueras es poder llegar a convertirse a su vez en suegras. Entonces es cuando una mujer se siente verdaderamente centrada. Su comportamiento como suegra depende en gran manera del que hubiera tenido con ella su madre política. Si ésta fue dulce y amable, lo más probable es que ella lo sea también cuando el tiempo y las circunstancias la hagan ascender a tan elevada posición. Si, por el contrario, la madre de su esposo fue despótica y dictatorial, ¡que ande con cuidado la esposa de su hijo!

Sin embargo, en conjunto, el sistema de la familia japonesa funciona con un mínimo de fricción. El amor y el respeto son la regla general, más que lo contrario, y la unión en la vida familiar es una gran fuerza de conexión de la nación. Si podrá mantenerse en su forma actual es cosa que solamente el tiempo podrá decirlo. Mi opinión personal es que así será, es de desear que sea, porque está dentro de la historia y de las tradiciones japonesas conservar la antigua estructura central mientras se cambia en todo lo demás.

Nuestra manera de vivir en Norteamérica se ha desarrollado a partir de unos antepasados y una historia completamente diferentes. Nuestros antecesores dejaron sus familias, abandonaron sus patrias, por lo general como rebeldes, y modelaron una nación sacándola de los espacios selváticos. Cortaron las raíces que los unían con el pasado. Entretanto, antes de que pudieran establecer nuevos lazos familiares inmutables, que pudieran seguir consolidándose a lo largo de los siglos, les sorprendió la era industrial. Lo que ha sucedido en este nuevo ambiente a unas gentes advenedizas, no debe suceder necesariamente a un pueblo viejo cuyas raíces permanecen incólumes. Se dice que no hay sistema familiar que pueda persistir en una sociedad industrializada. Pero es posible que el Japón, la nación más moderna de la antigua Asia y la más vieja de las naciones aliadas con el occidente moderno, sea la excepción de esta regla.