XI
Como el honor y la obligación hacia los demás son cosas sagradas, por decirlo así, para el pueblo del Japón, podría preguntarse si se trata de un pueblo religioso. Según todas las apariencias, no lo es.
En la actualidad, a pesar de siglos de ritos budistas y sintoístas, probablemente el setenta por ciento de la generalidad y el noventa por ciento de los jóvenes son agnósticos e indiferentes a las teorías de una vida futura. Viven en el presente y con la esperanza de seguir viviendo todavía mejor sobre la Tierra. No tienen fe, o tienen muy poca, en otra cosa que no sea su desbordante vitalidad. Aceptan la muerte como algo inevitable al final y como posible en cualquier momento en sus islas asoladas por los huracanes y otras catástrofes. Éstas ejercen una presencia constante, incluso sobre su vitalidad. Puede decirse que el Japón es un país orientado hacia la muerte y Norteamérica otro orientado hacia la vida; que el japonés es pesimista y el norteamericano optimista. El optimismo de los cristianos es algo que los japoneses encuentran difícil de aceptar. Verdaderamente, el cristianismo tiene poca aceptación entre ellos.
Entre las varias religiones existentes en el Japón, tal vez sea el sintoísmo el que tenga mayor influencia, aun cuando, en años recientes, desde que el Gobierno le retiró su ayuda oficial, ha declinado algo. La palabra sinto viene de dos palabras chinas, shen y tao, que pueden ser traducidas por «buena ciencia». El sintoísmo es una mezcla de amor a los dioses, de amor a la tierra y de amor a la patria. Por medio de esta trinidad penetró en todas las esferas de la vida japonesa y en realidad fue utilizada por el Gobierno para fines militares y nacionalistas.
En su libro Japan, Past and Present. Edwin O Reischauer, profesor de la Universidad de Harvard, que lleva mucho tiempo residiendo en el Japón y estudia sus costumbres, dice:
El sintoísmo está basado en un sencillo sentimiento de temor en presencia de cualquier fenómeno sorprendente o amedrentador de la Naturaleza, una cascada, un despeñadero, un árbol de grandes proporciones, una piedra conformada de una manera especial, o incluso alguna cosa insignificante, temible sólo por la irritación que pueda causar, como, por ejemplo, un insecto. Cualquier cosa que pueda causar temor es conocida con el nombre de kami, palabra generalmente traducida por «dios», pero que básicamente significa «arriba» y, por extensión, «superior». Este simple concepto de la deidad no debe de olvidarse al intentar comprender la deificación en el Japón moderno de sus emperadores en vida y de todos los soldados japoneses que murieron por la patria.
En All the Best in Japan, Sidney Clark cita las palabras del profesor japonés J. Tabaku, que dice, lo siguiente:
El sintoísmo no debe ser considerado como una religión y sus espíritus no son, en modo alguno, dioses. Es una amalgama de antiguas creencias, costumbres, presagios de buena suerte y ritos nacionales. Su único fin es desarrollar el amor por la tierra que nos vio nacer, por formas de vivir que llevan mucho tiempo establecidas.
Así habla un japonés moderno y agnóstico. En realidad, el sintoísmo ofrece dos aspectos, el primero de ellos antes de 1945 y el segundo a partir de esa fecha. Hasta el fin de la guerra era una institución del Estado, una fe nacional basada en la divinidad del emperador, como verdadero descendiente de la diosa del sol. Estadistas sofisticados japoneses del período Meiji, hicieron uso de un culto antiguo en el país, basado en el temor del pueblo por la naturaleza de las islas, quizá las más espectacularmente hermosas y peligrosas del mundo, para consolidar la posición del emperador y la suya propia. Especularon con el temor que inspiraba la creencia de que los espíritus residían en la lluvia, en el viento, en el mar y en las montañas, y triunfaron en el esfuerzo de extender su radio de acción a todo aquello que era temible en la vida nacional y política. A fin de que los afiliados a otras religiones pudieran tomar parte en aquello, declararon que el sintoísmo no era más que «un signo de respeto hacia las instituciones civiles», pero un signo de respeto que debía ser acatado por todos. No hacerlo así era faltar al propio deber, hacia la exaltación de los símbolos nacionales, como el emperador. Así, pues, desde la era Meiji hasta la Segunda Guerra Mundial, los estadistas nipones hicieron hincapié en la deificación del emperador para alcanzar sus propios fines, triunfando en su empeño de desarrollar el nacionalismo nipón hasta un grado extraordinario. Al final de la guerra, el propio emperador destruyó la base principal del sintoísmo pos-Meiji desautorizando su propia divinidad. Otro golpe recibido por el sintoísmo fue la abolición del apoyo financiero del Estado a sus santuarios y ceremonias, cayendo en desuso los altares de esta religión. El sintoísmo fue, en una palabra, desnacionalizado y desacreditado. Durante los últimos años de paz ha revivido un poco y todavía se practican algunas de sus ceremonias más ostentosas. Los santuarios han sido reconstruidos y son visitados por el pueblo. Pero hoy el sintoísmo es aceptado más como una tradición que como una fe religiosa, «un conjunto de las viejas creencias». El sintoísmo estatal es ya una cosa del pasado.
Hay y ha habido siempre un gran contraste entre el cultivo primitivo del sintoísmo y la profunda, rica, y adulterada religión de Buda. Ni para el budismo ni para el sintoísmo resulta extraño que pudiera existir uno al lado del otro, ni que hubiera alguien que pudiera creer en ambas doctrinas, aunque se contradecían absolutamente entre sí. Los japoneses aceptan las contradicciones dentro de sí mismos, por más que ello represente una cosa difícil para nosotros.
El Japón aceptó el budismo inspirado por la India solamente bajo sus propias condiciones, y la forma que más se ha desarrollado, dado el carácter y la tradición japoneses, es la conocida con el nombre de zen. Como todas las demás escuelas del budismo, el zen enseña que solamente se puede aspirar a comprender el Universo venciendo todas las ilusiones de la vida, tanto en el ser como en el no ser. La diferencia entre el zen y otras formas del budismo reside en que el primero rechaza el intelectualismo y confía plenamente en la intuición. Asegura que la ilustración no llegó a través de un largo estudio, sino en un momento de conocimiento total. Este momento llega con más frecuencia, según se nos asegura, en un lugar de belleza natural, como, por ejemplo, un jardín, y esto explica, en cierto modo, la obsesión que los japoneses parecen sentir por los jardines.
Los instructores zen, al intentar que los estudiantes despierten a la verdad de la doctrina, los exponen al ridículo y los incitan a que pasen semanas, meses, incluso años, dedicados a la contemplación de enigmas. He aquí uno de estos enigmas: «Un hombre se encuentra suspendido sobre un acantilado. Se sostiene con los dientes en la rama de un árbol, porque tiene las manos atadas. Un amigo miraba hacia abajo y le pregunta: "¿Qué es el zen?"». Y el hombre, ¿qué ha de contestar? Un momento de intuición comprensiva, más allá de toda explicación racional y lógica, puede eventualmente proporcionar la respuesta, que no es otra que la de que no hay respuesta. Semejante verdad no puede encontrarse en la mente, sino en el corazón y solamente por medio de una meditación silenciosa. Esto es el zen.
¿Cuál es la situación del cristianismo en el Japón? Los japoneses parecen encontrarse satisfechos con su posición de no cristianos. No persiguen a los cristianos, pero tampoco se unen a ellos. Un observador norteamericano de la escena religiosa japonesa comentaba:
—No quisiera yo ser misionero en el Japón, cuando después de tantos años solamente existe un medio por ciento de cristianos en todo el país.
Un misionero amigo mío me decía que honradamente sólo puede jactarse de haber realizado cinco conversiones en cinco años.
Sin embargo, hay que reconocer que es evidente la contribución de los cristianos al progreso del Japón, a pesar de las dificultades que en cuanto a proselitismo han encontrado. Han construido algunos de los más hermosos hospitales y colegios del país, y al efectuarlo así, han ayudado a la modernización del pueblo. Las raíces del cristianismo en el Japón pueden ser escasas, pero son profundas. Y a pesar de todo la mayoría de los japoneses siguen sintiendo poco o ningún interés tanto por las obras como por las plegarias de los cristianos.
Se dice que si los japoneses tienen hoy alguna religión, se halla vinculada a objetos materiales. Un amigo japonés lo expresó de esta forma: «Un padre desea comprar un nuevo computador electrónico; la madre anda detrás de una nueva máquina lavaplatos, un refrigerador o cualquier otro aparato electrodoméstico, y entretanto el hijo piensa en lo que debe hacer para mejorar su reputación o pasar con éxito unos exámenes. Estos deseos de mejora no se pueden considerar en un sentido estricto una religión, pero dejan poco tiempo para pensar en nada más».
No obstante, si todo esto es verdad en lo que respecta al pueblo japonés de hoy, si es ésta realmente su verdadera naturaleza, el observador no puede por menos de preguntarse, extrañado, qué razón puede haber, por ejemplo, para que se agolpe en el llamado Festival Bon, cuando se supone que los muertos vuelven a sus lugares de origen. ¿Lo hacen por miedo, por superstición o simplemente para pasar el rato? ¿O por qué se precipitan en tan gran número a engrosar nuevas sectas budistas, tales como la rissho koseikai, con su gran sala sagrada en Tokio, o la soka gakkai, con su templo en Shizuoka, donde acuden en peregrinación todos los años tres millones de personas? Estas dos sectas juntas pretenden tener quince millones de fieles, mientras que una docena, ocho de ellas, con doctrinas basadas en la curación por la fe, aseguran contar con algunos millones más. Sin embargo, es cierto que estas sectas más que religiosas parecen hermandades, siendo su principal finalidad promover el bienestar social. Tanto la rissho koseikai como la soka gakkai sostiene escuelas, hospitales, hogares para ancianos, orquestas, agrupaciones médicas, cine gratuito y, algunas ocasiones, incluso facilitan alimentos gratuitamente. Soka gakkai se inmiscuye también en la política, hecho al que prestaré más atención en otro lugar.
Pero la religión, pese a todo lo demás que pueda ser, es en el Japón un conjunto de sentimientos, ética, filosofía y extremos de melancolía y regocijo. Estos últimos son naturales en el pueblo japonés, extraordinariamente sensitivo, a la vez temeroso y esperanzado, y al que ofende fácilmente la crítica.
—Lo primero que le preguntarán —me dijo un visitante del Japón a mi regreso al país— es si le gusta el Japón. Tienen un gran interés en saberlo. ¡Pero sólo en caso de que su respuesta sea favorable! Ellos suelen criticarse a sí mismos, pero únicamente dicen la mitad de lo que sienten o intentan sacar una contradicción a los que les escuchan. Son absolutamente leales a la Tierra del Sol Naciente.
Yo repliqué:
—Quiere usted decir con esto que no son muy diferentes de nosotros.
Desde luego, están sujetas a críticas, como le sucede a cualquier otro pueblo. Porque es un hecho que el Japón tiene un problema de segregación, como nosotros lo tenemos, pero que no ha sido tan aireado por la publicidad como el nuestro. En el Japón hay como un millón de ciudadanos conocidos con el nombre de etas, que viven en comunidades propias, dedicados a sus oficios tabú, sintiendo el resentimiento del proscrito y poniéndolo de manifiesto. Son gentes que en la época del feudalismo figuraban en un nivel tan bajo de la escala social que ni siquiera se les hacía figurar en el censo de la población. Por encima de ellos se encontraban los nobles, los samurais, los artistas y los mercaderes, por este orden. En lo más bajo de todo estaban los etas. Eran y son sacrificadores y desolladores de animales, curtidores de pieles y trabajadores del cuero. La reforma Meiji de 1868, emancipó teóricamente a estos parias, pero las murallas que les separaban del pueblo que se encontraba por encima de ellos no acaban de desaparecer. Tal vez la absorción más grande de los etas por la sociedad reconocida que los rodea haya tenido lugar desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, más que desde el período Meiji hasta la guerra.
Pero el problema, más profundamente enraizado de lo que incluso creen muchos japoneses, todavía subsiste, particularmente cuando se trata de investigar antecedentes familiares con vistas a un matrimonio. El descubrimiento de unos antepasados etas puede poner dificultades y probablemente las pone, a determinados planes materiales. He tenido ocasión de ver comunidades etas en el centro de Honshu, en la parte más occidental de la región de Kansai.
Exteriormente, no parecen diferentes de la clase media inferior que los rodea y viven mejor que los habitantes de los barrios bajos de cualquier ciudad. No es la pobreza, sino sus oficios y los oficios de sus antepasados lo que explica la situación de estas gentes. Los japoneses cultos están muy interesados en que los etas acaben de ser completamente absorbidos por el cuerpo social, para terminar con el estigma que marca a determinada clase de trabajadores y a sus descendientes, y desean elevar su nivel de vida. Tengo entendido que ya se ha hecho mucho en este sentido, debido, en gran parte, a los esfuerzos de un antiguo eta, que en la actualidad es un miembro muy respetado de la Dieta japonesa.
Los coreanos, generalmente hablando, se encuentran también en una situación deplorable en el Japón. Muchos de ellos llegaron huyendo durante la pasada guerra, aumentando considerablemente el número de los que ya habían arribado como estudiantes o como emigrantes durante la dominación japonesa en Corea. El pueblo de Corea pertenece a una raza noble y orgullosa, quebrantada por la dominación extranjera y por las guerras que han tenido su suelo como escenario. No obstante, en el Japón los coreanos suelen ser tratados como si fueran inferiores. La mayoría de ellos se ven obligados a ser traperos y no faltan los que, ante la necesidad, forman parte de bandas de maleantes en el país. Por lo general, no querrían serlo, y no lo serían si las condiciones de vida en que tienen que desenvolverse fueran otras, pero lo cierto es que incluso los coreanos nacidos en el Japón encuentran grandes dificultades para entrar en la sociedad de su país de adopción. El sentimiento desalentador que experimentan de no ser japoneses ni coreanos es una idea que les persigue y hace que se engendre en ellos el nihilismo y la decadencia. Los japoneses, generalmente, se consideran superiores a los demás pueblos de Asia y especialmente a aquellos cuyos individuos tienen la piel más oscura que la suya, aunque hay que reconocer que ellos son más morenos que la mayoría de los coreanos.
Es asimismo una triste verdad que aunque hay un prejuicio general en el Japón contra los niños japoneses de padre americano, los que sufren en particular las consecuencias de este sentimiento son los parcialmente negros. Indiscutiblemente, existe un prejuicio racial en el Japón, pero no es la misma clase de prejuicio que el nuestro. La misma discriminación de que son víctimas los coreanos no es tanto a causa del color de su piel como por su falta de identidad nacional. Se han mezclado con el pueblo del Japón, pero no son japoneses. Sucede una cosa parecida con los niños nacidos de padres extranjeros. Negro o blanco, el padre no es japonés y, por consiguiente, el hijo tampoco puede serlo. Esta actitud, más que una expresión de prejuicio contra un grupo racial determinado, es un brote provocado por su nacionalismo. Los japoneses se han mantenido durante tanto tiempo aislados y no siendo otra cosa que ellos mismos, que no les es posible aceptar fácilmente la introducción en su país de una descendencia extranjera.
Un grupo racial, blanco o negro, debe ocupar en el Japón el lugar que le corresponde, y mientras no se aparte de él será tratado con respeto. A los niños no japoneses o medio japoneses se les acepta sin dificultad en las escuelas, y los hombres de negocios de todas las razas, no japoneses, son aceptados también sin dificultad de ninguna clase. Pero no pasa lo mismo con los matrimonios de raza distinta. Éstos, y las uniones menos serias entre japonesas y extranjeros, no se consideran, por regla general, aceptables. Cierto que las parejas pueden llegar a ser toleradas e incluso tratadas con amabilidad, pero los hijos que puedan nacer de estas uniones habrán de tropezar siempre con el prejuicio racial. El niño que sea parcialmente negro, tocará las consecuencias de una manera más acusada por la preferencia que parece estar muy extendida, como ya he dicho, por las pieles de color claro. No intento explicar esta preferencia, y lo único que puedo asegurar es que realmente existe. El japonés comparte, desde luego, esta preferencia. Los tipos que para él son considerados más bellos y más atractivos son aquellos que tienen la piel más blanca.
Hay otra clase de discriminación que resulta todavía mucho más triste. Tiene sus raíces en Hiroshima y Nagasaki y afecta a los que se encontraban en estas dos poblaciones cuando se provocaron las hecatombes. Las cicatrices mentales y psicológicas que produjeran las bombas atómicas son incontables y de consecuencias incalculables, pero hay personas que las llevan también materialmente estampadas en sus cuerpos y el mundo las ve. Se debería esperar que los que se encuentran en esta última situación recibieran una consideración especial por parte de los conciudadanos. Pero la cruel verdad es que cuando estas personas señaladas intentan meterse, por ejemplo, en una piscina, todos los demás bañistas se apresuran a salir de ella. Para su ofensa inextinguible, los que se encuentran marcados por esa clase de cicatrices, son cuidadosamente esquivados adondequiera que vayan, e incluso aquellos que no tienen en sus cuerpos huellas visibles de lesiones, pero que se sabe estuvieron expuestos a las radiaciones, son evitados como sospechosos de albergar las semillas de horrores futuros. De esta manera, las víctimas de hace veinte años, siguen siendo víctimas hoy.
Sin embargo, se reverencia a las víctimas de las explosiones atómicas. En las orillas del río Ota, cuya corriente atraviesa la ciudad de Hiroshima, hay un edificio requemado y de retorcida estructura, llamado la Cúpula Atómica, que ha sido dejado permanentemente en ruinas como un recuerdo del pasado. Una vez al año, el 6 de agosto, víspera del día en que el dolor y la muerte se abatió sobre la ciudad, se ven discurrir corriente abajo del río innumerables farolillos de papel con velas encendidas, que pasan junto a la cúpula en ruinas.
También el 9 de agosto de cada año flotan por el río de Nagasaki, para ir hasta la bahía y perderse en el mar, los mismos farolillos de luces vacilantes, como almas en pena. Cada uno de estos farolillos está dedicado al espíritu de uno de los que murieron a consecuencia de la bomba A. Las dos fechas son solamente conmemoradas, como recordatorios ocasionales de lo que no debe volver a suceder jamás, estas ceremonias no carecen de relieve, pues son los días especiales dedicados a recordar los espíritus de los muertos. Se dice que es cuando éstos visitan a los que amaron en vida.