VIII
Es interesante reflexionar por un momento acerca de las diferencias existentes entre las zonas del sentimiento y las normas morales de los pueblos del Japón y de los Estados Unidos. Los norteamericanos dividen estas zonas, algo rígidamente, en cuerpo y espíritu, y los sitúan en oposición en la vida del ser humano. Idealmente es el espíritu el que debería prevalecer, pero demasiado a menudo es la carne la que prevalece. Los japoneses no hacen semejante división, por lo menos en cuanto una cosa represente el bien y la otra el mal. Creen que las personas poseen dos almas, ambas necesarias. Una de ellas es el alma «benéfica» y la otra el alma «grosera». A veces, la persona usa el alma grosera. El japonés no promueve su alma benéfica ni combate su alma grosera. Los filósofos japoneses insisten en que la naturaleza humana es buena en sí misma y que el ser humano no necesita combatir ninguna parte de sí mismo. Lo que tiene que hacer es aprender el momento adecuado. La virtud para los japoneses consiste en el cumplimiento de las propias obligaciones hacia los demás. Los finales felices, tanto en la vida como en la ficción, no son ni necesarios ni esperados, puesto que el deber cumplido ya proporciona por sí mismo una satisfacción, sea cualquiera la tragedia que pueda engendrar. Y el deber significa las obligaciones que tiene una persona hacia aquellos que lo han beneficiado en algo y hacia sí mismo como hombre de honor. El japonés se desenvuelve a través de este doble sentido del deber, autodisciplina que es a la vez tolerante y rígida, dependiendo del lugar en que se encuentra funcionando.
El proceso para la adquisición de esta autodisciplina empieza durante la niñez. En realidad, puede decirse que empieza al nacer. Permítaseme ilustrar estas afirmaciones contando la historia de unos amigos míos, la familia Matsumoto. Éste no es, desde luego, su verdadero nombre, porque no sería delicado por mi parte revelar los detalles de mi deliciosa estancia en su casa en los distantes suburbios de Tokio, sin este requisito. En esta agradable casa campestre pasé largos meses de tranquilidad, con la ventana abierta a las montañas lejanas. La familia estaba formada por tres generaciones, la más vieja, enraizada en las antiguas tradiciones; la segunda, encabezada por el hijo mayor, joven científico ya famoso por sus estudios sobre la ionosfera; y la tercera, dos muchachos joviales, niño y niña, que salían cada mañana vestidos con inmaculados trajes occidentales. Era esperado un tercer hijo, que precisamente nació antes de que terminara la primera semana de mi estancia, un segundo varón rollizo y lleno de salud. Mi amiga Sumiko, la madre, se negó a ir al hospital porque quería que la criatura naciera bajo el techo ancestral, como lo habían hecho los demás, así que llegó al mundo en la casa una hermosa mañana de primavera. Desde luego, lo mismo que en Occidente, toda familia feliz recibe con alegría la llegada de un nuevo hijo, pero en el Japón los padres piensan también en su deber respecto a la constitución de una familia. Si no tienen hijos, los japoneses creen que han fracasado como seres humanos y como matrimonio. Hideki, el padre de la criatura, estaba muy satisfecho de tener un segundo hijo.
—Es verdad que ya tenía uno —dijo—, pero tener dos es más seguro. Nunca sabe uno lo que puede pasar. Y ahora estoy razonablemente seguro de que habrá un hijo que cuide de mi tumba y vele por el honor de nuestra familia. Yo he cumplido con mi deber al darle la vida y él cumplirá con el suyo como hijo mío.
Tres hijos también hacen a la madre sentirse segura. Las mujeres japonesas no quieren carecer de hijos. Sienten la obligación espiritual de producirlos. Esta obligación sigue todavía fuerte, a pesar del hecho de que el Japón tiene estabilizada su población, aunque en los años treinta su porcentaje de nacimiento era casi el doble que el de los Estados Unidos.
Yo estaba interesada por los preparativos que haría Sumiko para recibir a su nuevo hijo. El parto en sí fue una cosa muy íntima y mientras duró mi amiga no profirió ni un grito. En realidad, mi habitación se encontraba separada de la de ella sólo por un pequeño jardín, pero no oí ningún ruido hasta que el propio Hideki hubo de explicar que Sumiko no acudiría a la cena porque había dado a luz.
Cuando, el día siguiente, me invitaron a ver al recién nacido, lo encontré echado en un pequeño jergón de paja, en una cuna cerca del lecho de Sumiko. Yo ya había visto antes la cama del niño, porque la propia Sumiko la había preparado con un edredón de seda y plumas, suave como la pechuga de un pájaro cantor. Un bebé está más cómodo en su propio lecho, explicó Sumiko, aunque debe estar cerca de la madre.
—Ha de empezar a sentirse independiente desde el momento que nace —anunció Hideki.
—Se arrastrará hasta mi cama por su propia voluntad cualquier día, cuando tenga la edad suficiente para saber que yo soy su madre —había replicado Sumiko.
Desde una edad tan temprana deben los niños japoneses darse cuenta de la posición que ocupan. Si tuviera que definir la actitud de los japoneses ante sus hijos, la resumiría en una palabra sucinta: «respeto». ¿Amor? Sí, también mucho amor, calurosamente expresado desde el momento en que es colocado en el pecho de su madre. Para la madre, dar el pecho a su hijo es psicológicamente importante. Observé a Sumiko a menudo, cuando después del tercer día del nacimiento, mantenía al niño pegado a su seno. No estaban señaladas las horas que debía mamar.
—Él ya sabe cuándo tiene hambre —dijo Sumiko.
—¿Durante cuánto tiempo lo criará? —le pregunté.
—Tanto como me sea posible —contestó—. Espero que hasta que sea concebido el próximo hijo.
¿Estaba Sumiko chapada a la antigua? Es posible, porque tengo entendido que ahora a las madres más jóvenes se les apremia para que acorten el período de la lactancia materna. Quizás el hijo de Sumiko sea afortunado. Madre e hijo vivieron muy juntos en el hogar hasta que pasó el primer mes, y entonces fue presentado al altar familiar para que su alma permaneciera firmemente unida a su cuerpo. A partir de esto, tuvo el crío una sorprendente participación en la vida de la familia, en los brazos de su madre o atado a su espalda. Adondequiera que ésta fuera, llevaba siempre consigo a su hijo, y cuando tenía solamente cuatro meses empezó a enseñarle cómo debía hacer sus necesidades, insinuándoselo por medio de un suave silbido, lo mismo que, mucho tiempo atrás, había yo oído hacer a las madres chinas.
Entretanto continuaba la educación de los niños mayores, de una manera suave, pero continuada, y principalmente por medio del ejemplo.
—Mira —le decía Sumiko a su hijo mayor—, tu padre no llora cuando tiene algo que hacer. Es un hombre grande.
—Yo soy también grande —declaraba el hijo, que inmediatamente se sentía heroico.
Las recompensas eran frecuentes y consistían en un caramelo o en un pequeño juguete, dados en el momento oportuno. Me interesaba observar cómo tanto Hideki como Sumiko orientaban su disciplina preparando al niño para la próxima práctica. La niña pequeña, por ejemplo, cogía a veces una rabieta. La mimaban y la reñían alternativamente hasta que se le pasaba, pero todo hecho con cariño y paciencia. Cuando empezó a ir a la escuela, se le dijo que las rabietas tenían que cesar o la familia se sentiría avergonzada. Avergonzar a la familia es la mayor vergüenza para un hijo. Recuerdo que el hijo mayor fue llevado a un monje budista, antes de ser enviado a la escuela, para que lo «curara» de no querer levantarse por la mañana temprano. Ignoro exactamente cómo se las arregló el monje para tratar esta particular dolencia, pero las curaciones religiosas toman generalmente en el Japón la forma de un serio examen entre el religioso y el niño, una oración en privado por parte del primero y la subsiguiente declaración de que la cura ha sido conseguida. A veces, cuando la falta del niño es particularmente grave, tienen que tomarse medidas más drásticas. Se coloca un montoncito de moxa, que es una planta medicinal pulverizada, sobre la piel del niño y se le prende fuego. La quemadura deja su huella en la piel y en la mente y es tal vez el medio más efectivo para curar defectos tales como los enfados frecuentes sin motivo y la obstinación infantil. El tratamiento puede parecer extremado, pero la quemadura es pequeña aunque viva, y rara vez necesita ser repetido.
La disciplina de los hijos de Matsumoto, como la de todos los niños japoneses, se aplicaba incluso durante el sueño. Sumiko enseñó a su hijita a estar echada por la noche con el cuerpo recto, las piernas juntas y sin moverse. Su hijo disponía de un poco más de libertad, pero no podía desordenar los cobertores acolchados sin que su madre hiciera suaves observaciones de alabanza acerca del comportamiento del padre y del tío del muchacho y del hermano de ella, a quien el niño quería mucho. Por emulación de algunos hombres admirables y admirados era modelado el carácter de la criatura.
Y sin embargo, esta misma familia adorable puede volverse dura de corazón y rechazar a un hijo cuando es obstinado y se empeña en no aprender. Digo hijo, porque no he oído que ninguna muchacha japonesa se resista a la disciplina. Sumiko me habló del hermano más joven de Hideki, que era travieso en casa y holgazán en la escuela, hasta el punto de que se le consideraba la vergüenza de la familia. A la edad de diez años fue repudiado tanto por sus familiares como por sus maestros, e incluso por sus propios condiscípulos, así es que no tenía adonde ir. Vivía en una cabaña desocupada cerca de la casa de sus padres y su madre le llevaba comida hasta que pudo conseguir su regreso por mediación de la familia. El muchacho volvió lleno de humildad y ya no hubo más dificultades con él. Había visto que era arrojado de lo que constituía su única seguridad, su familia. Fue una lección amarga, pero sirvió para enseñar una verdad acerca de la vida en el Japón, la de que el individuo está perdido sin su familia.
¿Cuál es el secreto de la enseñanza japonesa de la autodisciplina? Yo creo que reside en el hecho de que la finalidad de toda enseñanza se basa en el establecimiento de la costumbre. Las reglas son repetidas una y otra vez, y continuamente practicadas hasta que la obediencia se hace instintiva. Esta repetición se ve incrementada por la esperanza de los mayores que esperan que el niño obedezca y aprenda a través de esta obediencia. La exigencia es suave al principio y adaptada a la tierna edad del niño. No es menos suave a medida que el tiempo pasa, pero, desde luego, se va incrementando inexorablemente. Hideki, hablando un día de esta técnica, dijo ante sus propios hijos:
—Yo me sentía como envuelto en una delicada red que me acompañaba adondequiera que fuese. Desde niño, era libre de ir y venir donde quisiera, pero a cualquier parte que fuese sentía sobre mí cierta presión, suave e inexorable a la vez. Eran las grandes esperanzas de la familia tejidas a mi alrededor.
—¿Y tejerán usted y Sumiko la misma red alrededor de sus hijos? —pregunté.
—No —contestó Hideki.
Hizo una pausa para pensarlo bien, y volvió a repetir con firmeza:
—No, nosotros no lo haremos.
Sumiko, que estaba escuchando, permaneció en silencio.
Ahora, lejos de aquella cordial familia japonesa, reflexiono acerca de lo que aprendí allí. Y me pregunto qué es lo que ocupará el lugar de esa red de amor y disciplina que durante tantos siglos ha rodeado la vida y el pensamiento del pueblo del Japón. Porque la libertad puede llegar a constituir un ambiente atemorizador. No hace mucho vi en la pantalla de la televisión la imagen de un astronauta flotando libre por el espacio, sujeto solamente por un sencillo cable de seguridad, y me vino a la imaginación el recuerdo de los pueblos de nuestra tierra que hoy se encuentran repitiendo el experimento, aunque no en el espacio físico. Los pueblos de la India, de Indonesia y de Indochina, se encontraban seguros en el, a veces molesto, pero siempre solvente amparo de un Gobierno imperial extranjero. En la India de la anteguerra, por ejemplo, los jóvenes se quejaban de que no podían hacer nada porque eran los británicos los que gobernaban, pero pude observar en ellos cierta indiferencia, un despego de la responsabilidad que a veces era casi jovial. En una reciente visita a la India después de la guerra, pude ver, sin embargo, un pueblo muy diferente. La indiferencia se había convertido en un aire preocupado de responsabilidad y la autocrítica era fuerte y sana. En el Japón, también, pude observar el mismo cambio. Es cierto que no ha habido gobernantes extranjeros en este país contra los que rebelarse, pero había existido la red de un Gobierno y una sociedad tradicionales. Cada pueblo tiene hoy, desde luego, un cable de seguridad tan fuerte como el del astronauta, mientras esté unido a él a la manera que éste lo hacía. El pueblo del Japón tiene su cable de seguridad en una preservación escogida de tradiciones que puedan ser acopladas a los tiempos modernos.
Las tradiciones que, al parecer, pueden ser más útiles son aquellas que están basadas en lo que los japoneses llaman «sentimientos humanos», no todos los cuales tienen algo que ver con la busca del placer. MacArthur, por ejemplo, hizo uso de los «sentimientos humanos» cuando, siguiendo las directrices marcadas por Washington, mantuvo en su puesto al emperador. El pueblo del Japón se hubiera sentido perdido si la estructura básica de su Gobierno tradicional, que estaba centrada en el emperador, hubiera sido destruida. Sus «sentimientos humanos» más profundos habrían quedado hechos pedazos sin remedio. Nadie sabe esto mejor que los propios japoneses. En verdad, en su victoriosa guerra contra Rusia, el Japón usó la misma afortunada consideración como vencedor. Cuando el general Stoessel, jefe de las fuerzas rusas, dijo que estaba dispuesto a rendirse en Port Arthur en 1905, el general Nogi, del Japón, le estrechó la mano, alabando su dirección en la valerosa defensa de los rusos. Stoessel, muy emocionado, expresó su pesar a Nogi por la pérdida de dos hijos de éste en la guerra, y después, en su supremo sacrificio, regaló al vencedor su caballo blanco favorito. El general Nogi contestó diciendo que entregaría el caballo al emperador, pero que si éste no lo quería, él cuidaría del animal hasta que muriese. El caballo le fue devuelto al general Nogi, y éste construyó un establo, tan bello como un santuario, cerca de su propia casa y cuidó del caballo con la escrupulosidad que había prometido hacerlo. Esto es, actuó de acuerdo con los «sentimientos humanos».
Reconozco que existe un contraste entre la actitud en el Japón hacia los «sentimientos humanos» y la severa represión del individuo. Sin embargo, dudo de que la palabra «contraste» sea la adecuada. Me parece más bien que la consideración de los «sentimientos humanos» proporciona un desagüe para el individuo reprimido. Es inevitable que el peso de la obligación sobre el individuo se haga, a veces, intolerable, y entonces aparece un portillo de escape. El juicio no es tan severo como podría serlo en ocasiones semejantes, porque los «sentimientos humanos» ofrecen también una expiación. Recuerdo en este momento a la familia Yamaguchi, nombre, desde luego, figurado. El señor Yamaguchi es uno de los grandes financieros y relevante hombre de negocios del Japón. Su hijo más joven, al que llamaremos Isamu, ha sido una fuente de preocupación para él. Isamu es un muchacho moderno, tiene veinticinco trajes occidentales, tres automóviles y siente un odio inextinguible por la escuela. Hace algunos años, el señor Yamaguchi me pidió que gestionara el ingreso de su hijo en alguna institución norteamericana de enseñanza. El padre creyó que eso sería conveniente porque le alejaría de sus amigotes de night-club en Tokio. El curso estaba avanzado, los centros de enseñanza estaban llenos, pero, por fin, conseguí hacerle entrar en una escuela del centro occidental de los Estados Unidos. Al cabo de poco tiempo, empecé a recibir cartas del director de la institución, en las que me decía que Isamu no consideraba oportuno levantarse por la mañana de la cama para ir a las clases. No estaba acostumbrado a hacerlo. Consideraba que estaba por debajo de su dignidad sufrir exámenes. En una palabra, al parecer, estaba viviendo en Ohio exactamente de la misma manera en que había vivido en el Japón. Además, había conseguido tener un creciente grupo de amigos, debido a su simpatía y con ayuda de los amplios fondos de que disponía.
Isamu tiene demasiado dinero —me escribía el preocupado director—. Por lo menos, dispone de quinientos dólares mensuales.
Yo le prometí intentar razonar con él cuando pasara las vacaciones de Navidad entre nosotros. Sin embargo, al aparecer en mi casa, me sentí un tanto desalentada. Se trataba de un joven de gran amabilidad, condescendiente y sonriente. Mis tres hijas adoptivas más pequeñas, las tres medio japonesas, lo cogieron por su cuenta y se metieron con él de una forma implacable, pero el muchacho ni se inmutó siquiera. Empecé a comprender las quejas del director de la escuela. Sin embargo, Isamu no constituía un problema. No pedía nada, comía de todo, se unía a nuestra vida familiar cuando lo deseaba o se retiraba a su habitación a dormir. Cuando, como teníamos por costumbre, fuimos a Vermont a esquiar después de Navidad, él nos acompañó y se compró un equipo caro y complicado. Tenía el aspecto de una lechuza majestuosa con sus enormes gafas para la nieve, esquiaba cuando le venía en gana o se quedaba en casa y se echaba a dormir. Terminadas las vacaciones, volvió a la escuela sin haberse regenerado. Yo no me había decidido a hablarle. ¿Qué era lo que le podría haber dicho? Era como era y no había nada que hacer. Al finalizar el año escolar anunció que iba a regresar al Japón. Su padre, preocupado, se negó a enviarle dinero para el viaje de vuelta y en su lugar le ofreció un billete turístico para hacer un recorrido por los Estados Unidos. Isamu dijo que iría en su automóvil hasta California, que allí lo vendería y que con el importe se pagaría el regreso a su patria.
Dos años después, apareció Isamu inesperadamente en mi piso de Nueva York, trayéndome un regalo de su padre. Le pregunté a qué había vuelto a los Estados Unidos y me contestó que estaba estudiando dibujo industrial con objeto de ayudar a su padre en el negocio familiar. Vi, en realidad, un joven completamente reformado, regenerado y serio. La red lo había envuelto por completo, lo mismo que a Wasaburo, nuestro joven amigo, y se encontraba ya actuando dentro de ella.
Sin embargo, cuando le pregunté dónde vivía me contestó con una sonrisa que tenía un apartamento en Greenwich Village, lugar que había encontrado casi tan divertido como ciertos lugares de Tokio. Me ofrecí para presentarle algunos jóvenes norteamericanos, pues quizá podría encontrarse solo. Su contestación fue sencillamente:
—Gracias, pero lo que sobran son amigos.
La última carta que recibí del señor Yamaguchi fue durante el verano. Por lo visto, había oído decir que yo pensaba trasladarme al Japón, y me rogaba que, de ser así, se lo comunicara. Isamu estaba dispuesto a llevarme a todas partes en su nuevo «Mercedes», perspectiva que no dejó de aterrorizarme.
Le gustará saber —escribía el señor Yamaguchi— que Isamu es un buen hijo. Me ayuda mucho en el negocio. Pensamos casarlo con la hija de un amigo.
Sí, Isamu había caído dentro de la red. Pero yo lo conocía lo suficiente para darme cuenta de que, en ciertos momentos y en determinados lugares, seguiría siendo fiel a los «sentimientos humanos».
La red, desde luego, no es sólo familiar. El señor Yamaguchi, como hombre de negocios, posee su propia seguridad tradicional. Por ejemplo, espera y consigue una obediencia total de sus empleados. Éstos se encuentran dentro de esa red colectiva conocida con el nombre de bushido, en la cual la lealtad encuentra su recompensa en la seguridad de poder alcanzar puestos elevados. Aunque el señor Yamaguchi es moderno y en su fábrica hay establecidos los métodos norteamericanos más rigurosos, en espíritu es un mercader daimío, un señor feudal que reina sobre sus empleados samurais. Éstos le servirán sin replicar porque mantienen muy buenas relaciones personales con él. El señor Yamaguchi sigue teniendo las mismas buenas relaciones con sus iguales en los negocios, rechazando toda competencia excesiva con ellos en atención a los «sentimientos humanos». Hacer que un competidor fracasara sería para el señor Yamaguchi un lance tan desgraciado como si fuera él mismo el que fracasase. En general, el hombre de negocio japonés cree más en la cooperación que en la competencia, y el señor Yamaguchi pertenece a una asociación de firmas industriales como la suya en la que se discute y se toman acuerdos acerca de los precios y de la distribución de las mercancías.
Dentro de sus oficinas, el señor Yamaguchi observa un rito. No le gustan los jóvenes que sean excesivamente brillantes y ambiciosos y en este aspecto aprueba la conducta de Isamu. Lo que desaprueba es que éste no hubiera llegado a graduarse en las escuelas apropiadas. Sin embargo, se siente orgulloso de que su hermano, el tío de Isamu, sea miembro de la Dieta. Es un hecho compensador. Le hubiese gustado que Isamu hubiera sido uno de los dos mil graduados de la Universidad de Tokio. Incluso una graduación norteamericana hubiera bastado. Pero, de todos modos, ahora acepta a su hijo, aunque no posea graduación alguna.
En cuanto a Isamu, parece ser completamente feliz. Posee una flexible cuenta corriente para sus gastos, como la tienen todos los hombres de negocios japoneses, y ello le permite divertirse ampliamente en los night-clubs y en los bares donde se reúne con otros jóvenes negociantes. Una de sus obligaciones es representar a su padre cuando se trata de recibir a hombres de negocios norteamericanos y acompañarlos a tales centros de diversión. En esto demuestra tener una gran habilidad y a menudo seduce a los clientes americanos de otras empresas por la gran simpatía de que está dotado. Aquí es donde entran en juego los «sentimientos humanos». El norteamericano que se encuentra en un país extraño se siente tan cohibido como cualquier japonés. Sin embargo, cuando las cosas empiezan a suavizarse a causa de cierta cantidad de alcohol y de las atenciones de unas anfitrionas encantadoras, los hombres de una y otra raza llegan a alcanzar el mismo nivel de «sentimientos humanos» y, reconociendo la similitud del estado en que se encuentran, están en condiciones de tratar de negocios.
El señor Yamaguchi es, desde luego, un hombre tradicional. Espera de sus empleados una lealtad que dure toda la vida. Han sido cuidadosamente elegidos en cuanto a familia y educación por recomendación de amigos y parientes del señor Yamaguchi, y mientras consideren a la empresa como su vida y a él como su absoluto jefe industrial, tendrán asegurado el pan hasta el fin de sus días. El lazo que les une es mutuo. No pensará en despedir a un empleado leal y competente, de la misma manera que a éste no se le ocurrirá abandonarle por ningún concepto.
Lo que el señor Yamaguchi no sabe, sin embargo, es que su hijo Isamu, mirando el futuro, representa un interrogante para la red que lo envuelve. Quizá su estancia en los Estados Unidos llevó cierto cambio a lo más íntimo de su alma. Por lo menos conseguí captar un atisbo de esto durante el último día que permanecí en Tokio cuando íbamos en su «Mercedes» para visitar a una amiga que residía en Oiso.
—Así que algún día será usted el jefe de las «Industrias Yamaguchi» —le dije siguiendo la conversación que habíamos hacía unos momentos iniciado—. Se trata de un verdadero imperio, ¿no es verdad?
Isamu aumentó en diez millas por hora la velocidad que llevaba. Oí que me contestaba entre el fragor del viento:
—No llevaré el negocio en la forma que mi padre lo hace. Realmente, hay que reconocer que es un señor feudal. Los hombres que yo emplee lo serán por sus propios méritos. Creo que es lo mejor.
Isamu no se encontrará solo en esta decisión. Algunas empresas japonesas han empezado ya a orientarse en el sentido norteamericano de los negocios y toman a su servicio empleados por su competencia, no por sus relaciones familiares. De este modo, la antigua costumbre está dando paso a la libertad moderna.