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¿Cómo lo pasan los norteamericanos en el Japón, ahora que ha terminado el período de ocupación? El trato que reciben depende de lo que vayan a hacer allí. Los que llegan como invitados son regiamente agasajados, los visitantes bien recibidos y los turistas servidos a satisfacción. Un maestro norteamericano dice: «Para mí son escasos los problemas y grandes las recompensas». Pero existen otras personas, especialmente hombres de negocios, cuyo optimismo no es tan grande. La dificultad de las comunicaciones entre nuestros dos países, que era la causa principal del apartamiento en días pasados, continúa todavía hoy, aunque ya no seamos enemigos. El idioma es también un gran obstáculo. Los traductores, con gran frecuencia, agravan más que despejan la dificultad. La tendencia del intérprete es pretender entender por cortesía o por orgullo, o por las dos cosas, cuando en realidad no comprende enteramente lo que se dice. Algunas veces los intérpretes adornan los hechos por su cuenta o sustituyen con invenciones propias cuando la disertación original carece a su juicio de lo que creen que debía de haberse dicho. Los negociantes japoneses fingen entender cuando realmente no es así. Por consiguiente, los hombres de negocios trabajan a menudo con cierto grado de ofuscación.

Los intentos para aprender el idioma de la otra parte consumen una enormidad de tiempo y los resultados son precarios tanto para los norteamericanos como para los japoneses. Nuestros idiomas son demasiado diferentes para que alguno de nosotros adquiera verdadera soltura en la lengua del otro. La nuestra está basada en un alfabeto de relativa corrección fonética; la suya lo está en el chino y en los ideogramas chinos, simplificados por su propia fonética. Debe decirse que entre los muchos talentos que adornan a los japoneses no figura la habilidad lingüística. La mayoría de los norteamericanos sufren del mismo mal, especialmente en relación con las lenguas asiáticas y más en particular con el extremadamente difícil idioma del Japón. De los dos pueblos, el Japonés es el que sufre la mayor desventaja lingüística. Por regla general, entre todos los pueblos asiáticos, el japonés parece ser el que tiene mayor dificultad para aprender idiomas extranjeros y, quizá, en particular, el inglés. Su propia compleja lengua constituye un handicap para entender la de los demás.

El japonés de hoy tiene que aprender tres idiomas, todos ellos pertenecientes al suyo propio. El primero de ellos es el kanji, escrito en ideogramas basados en el chino, pero adaptados al uso japonés, de modo que resulta tan diferente del original como pueda serlo el inglés del latín. Existen millares de ideogramas kanji, y se necesita conocer aproximadamente unos dos mil para poder leer un periódico. El segundo idioma es el kana, silabario fonético de un centenar de sonidos de letras aproximadamente. Se trata de una escritura abreviada, que todavía sigue siendo parecida a los ideogramas chinos, pero muy abreviada. Puede ser escrita en katakana, de caracteres rectangulares, o en hiragana, de caracteres cursivos. El tercer idioma es una modificación del inglés, como, por ejemplo, mobo en lugar de «modern boy», chiiko dansu por «cheek-to-cheek dancing», pi-chi-ay por «P.T.A.», esukareita por «escalador», aisukurina por «ice cream», basuboru por «baseball», amachua por «amateur», biru por «beer», y así sucesivamente hasta unos cuantos centenares de palabras. En ninguno de los tres idiomas existe distinción entre la r y la I, falta que resulta desastrosa al tener que aprender inglés, donde son dos importantes consonantes diferenciadas. Además de sus tres «idiomas», los japoneses tienen que dominar el romaji, que es la lengua japonesa escrita con letras del alfabeto romano. Así, pues, ya les resulta bastante difícil tener que aprender todas las formas de su propio lenguaje sin tener que aprender inglés. Y para el occidental resulta extremadamente difícil aprender japonés.

En sintaxis y en la gramática en general, tampoco tenemos nada en común. Los filósofos japoneses clasifican las partes de la oración de una manera completamente diferente a como nosotros lo hacemos. Fijan cuatro partes básicas, de la oración: sustantivos, conjugativos, modificativos y partículas. Los prefijos, sufijos y honoríficos son numerosos, teniendo cada uno de ellos su propio significado dado el lugar, el momento y el tipo de relaciones humanas en que se usen. En japonés, el pronombre personal inglés «I» (yo), por ejemplo, tiene veinte equivalentes, ninguno de los cuales es intercambiable y teniendo que ser utilizado cada uno de ellos en determinadas circunstancias. Los verbos están llenos de licencias en su variedad y no tienen número ni persona. Carecen asimismo de tiempo, pero aparecen recargados con los modos de acepción potencial, optativa, prohibitiva y negativa.

Pero aunque los japoneses y los norteamericanos aprendieran el idioma del otro país, no sería suficiente para asegurar el intercambio de ideas. Los norteamericanos en el Japón deben dejar a un lado sus hábitos de precisión, brevedad y extroversión, adoptando, en cambio, los hábitos japoneses de subjetividad, demora y generalización. Han de aceptar el hecho de que el japonés es una lengua de imaginación y poesía, no de ideas abstractas, en ciencia o filosofía. Sin embargo, a pesar de la inexactitud de las expresiones japonesas, los nipones han sido capaces de alcanzar resultados asombrosos en la ciencia moderna. El idioma les falla a veces al querer expresar sus descubrimientos, pero hay que reconocer que los científicos norteamericanos tropiezan con una dificultad parecida al intentar definir las exactitudes de la física moderna. El resultado ha sido que se ha desarrollado el lenguaje de las matemáticas, en el cual, al parecer, los japoneses se pueden desenvolver con la misma agilidad que sus compañeros científicos occidentales.

Aun cuando las dificultades con que tropiezan son enormes y su aptitud generalmente escasa, los japoneses hacen grandes esfuerzos por aprender el inglés. Un norteamericano en el Japón se encuentra constantemente asediado por personas que aseguran hablar su idioma. El estudiante de una escuela con el que se encuentre en el autobús, le anunciará con aplomo, por el que pedirá disculpa, que es capaz de hablarle en inglés, y antes de que el americano le pueda decir: «Hágalo, por favor», ya le habrá soltado todas las frases que está seguro de saber. No se le debe considerar grosero si pregunta la edad, pues es una de las pocas expresiones inglesas que conoce. La contestación que se le ha de dar debe ser sencilla, sin requilorios, no añadiendo nada circunstancial. Porque, por ejemplo, si se le contesta: «Tengo treinta años», la cosa va bien. Pero si se añade: «Y cumpliré treinta y uno el mes que viene», el estudiante se encontrará completamente perdido.

Un profesor norteamericano de inglés en una Universidad japonesa me contaba sus experiencias al tropezarse con el ansia de saber y las ilustró con esta divertida historia: «Los japoneses son, a veces, muy ingeniosos al comprometerle a uno en conversaciones a fin de poder practicar hablando y escuchando, especialmente esto último. Una linda muchacha de la Universidad me vino un día bañada en lágrimas con el relato de un amor no correspondido en el que estaba comprometida. La historia continuó durante todo un semestre teniendo yo que permanecer sentado como una especie de Ann Landers masculino dando consejos a aquella enferma de amor. Resultó que todo era una patraña. Aunque mis consejos fueran muy deficientes, la muchacha consiguió lo que se proponía, pues al terminar el semestre hablaba el inglés con la suficiente soltura para poder aspirar a una plaza de intérprete en los Juegos Olímpicos. ¡Yo creo que lo menos que podía haber hecho era darme una entrada gratis para presenciarlos!».

Es raro que un norteamericano ponga a contribución un esfuerzo parecido para aprender japonés. Es comprensible, puesto que, desde luego, este idioma no tiene la universalidad del francés o el inglés y, además, porque es muy difícil. Un occidental puede llegar a aprender los caracteres kana con sus sonidos y significados e incluso puede aprender millares de caracteres kanji, lo que le permitirá, después de mucha práctica, sostener una conversación con amigos japoneses. Pero a menos que posea una inteligencia fuera de lo común, lo que no le será posible es llegar a entender a los japoneses hablando entre ellos, tan lleno está su lenguaje de modismos, significados caprichosos, abreviaturas, circunloquios, eufemismos y diferentes grados de expresiones corteses. Quien no haya aprendido de niño el japonés, no podrá adquirir nunca la fluidez de un nativo.

El idioma no es la única barrera existente entre norteamericanos y japoneses. El problema de la mutua comunicación va más allá de las palabras, que, al fin y al cabo, pueden traducirse, para llegar a la manera de pensar, pero las maneras de obrar y comportarse resultan todavía más reveladoras. Así, la segunda diferencia existente entre nuestros pueblos, romo mejor se expresa es por la ceremonia del té, procedimiento indispensable para refrescar la mente y el espíritu japoneses, pero que para la mayor parte de los norteamericanos representa un rompecabezas incomprensible y absurdo. Ha sido ya descrito en múltiples ocasiones, pero permítaseme hacerlo una vez más. En primer lugar, esta ceremonia es un rito que seguramente debió de haberse iniciado en la antigüedad por monjes budistas, que bebían té para mantenerse despiertos mientras se entregaban a la meditación. Del simple hecho de beber té de un tazón, nació el rito de una serie de gestos ceremoniosos, desarrollados con el propósito de limpiar la mente de pensamientos desatinados y estúpidos y levantar el espíritu sacándolo de la desesperación y haciéndole entrar en una calma llena de luz. De esta manera la ceremonia ayudaba al individuo a lograr el dominio y la disciplina de sí mismo, en una especie de purificación que preparaba el espíritu para entrar en comunicación con un objeto de belleza o con una visión de la Naturaleza. Con el fin de poder conseguir esta absoluta pureza han de tener en cuenta los utensilios y el ambiente. Por consiguiente, la casa de té ha de ser sencilla, despojada de toda complicada decoración. Habrá de hallarse rodeada de elementos rústicos y el sendero que conduzca a ella tendrá que ser estrecho y estar pavimentado con bellas losas desgastadas. La casa poseerá un pequeño vestíbulo o sala de espera y otra habitación, también de reducidas dimensiones, para guardar los diferentes utensilios. Finalmente viene la estancia de la ceremonia, llamada sukiya, nombre que significa originalmente Morada de la Fantasía. Aquí es donde el dueño de la casa se sienta para meditar, para dedicarse a la contemplación de la belleza. En vez de ir a un museo, como hace un occidental para disfrutar de las obras de arte, concepto imposible de aceptar por completo por un japonés, éste guarda ocultos sus tesoros para disfrutarlos a solas o con unos cuantos amigos escogidos. El japonés procura evitar la muchedumbre, pues le gusta la austeridad y la asocia con la verdadera elegancia. Mientras a nosotros, los norteamericanos, no nos sea posible compartir este ideal, mientras no podamos comprender o compartir el significado de la ceremonia del té, nuestros dos pueblos permanecerán alejados el uno del otro.

Después existen ciertas diferencias en los modales de los americanos y de los japoneses que conducen al tropiezo. Lo primero y más importante son las diferentes maneras que tenemos de saludar. Yo he visto a un americano extender entusiásticamente la mano al encontrarse con un japonés para acabar golpeándole la cabeza cuando su nueva amistad se inclinó reverentemente. Y he visto también lo contrario, al americano inclinarse, en deferencia a la costumbre japonesa, y el japonés utilizar el apretón de manos. Se trata de algo difícil de conjuntar y lo único que se me ocurre sugerir para estos casos es esperar que el otro tome la iniciativa. El hecho es que el japonés frunce el ceño cuando se ve tocado al saludar. Los gestos campechanos de los norteamericanos constituyen un problema. Los japoneses tratan de aceptarlos, pero determinadas insinuaciones americanas de amistad, como el varonil golpecito en la espalda o el apretón de un brazo, les resulta extremadamente embarazosos, como podrían serlo el abrazo femenino o el beso. Los japoneses se inclinan, esto es todo, y estoy segura de que los norteamericanos nunca conseguirán hacerlo con gracia. Tal vez lo mejor sería que cada uno tratara de ser natural, porque cuando nosotros intentamos, por más sinceros que queramos ser, adoptar la costumbres del otro, lo único que conseguimos es actuar torpemente.

Así, con el tiempo aprenderemos a saludarnos debidamente al encontrarnos, y cuanto más seamos nosotros mimos, más pronto aprenderemos.

Ambas partes hemos ya aprendido mucho, pero nos queda todavía mucho que aprender. La cortesía en conjunto es algo que desconcierta a unos y a otros. En un país pequeño y muy poblado como es el Japón, la vida sería extremadamente desagradable si no se pusiera en práctica la mutua cortesía. El japonés posee un riguroso código de etiqueta que puede parecer artificioso a los extranjeros, pero que realmente es una formalización de su cortesía natural. No han sustituido con la forma la realidad; lo único que han hecho es codificar la realidad para practicarla sin falta. Hacen faltas, a veces, porque sus vidas han cambiado y, hasta el presente, sus normas no. Naturalmente, los extranjeros, y en particular los occidentales, se comportan de acuerdo con unas normas completamente diferentes, lo que hace que a veces desconcierten por completo a los japoneses. A pesar de las declaraciones de muchos hombres de negocios japoneses «occidentalizados» afirmando lo contrario, la mayoría de sus compatriotas todavía siguen considerando la franqueza de los norteamericanos como una descortesía.

Durante siglos, al pueblo japonés se le ha enseñado a hablar con vaguedad, con el fin de evitar que una manifestación directa pueda llegar a ofender. Por consiguiente, el norteamericano que vaya en seguida al grano ha de tropezar con dificultades. En una civilización que exige que lo directo y lo brusco sean cuidadosamente evitados, ha de ser capaz, al tratar con intermediarios, de hablar del tema con circunloquios. Además, no hay que olvidar que al pueblo del Japón se le ha enseñado siempre a reprimir sus emociones. Esto forma parte de su culto a la cortesía. Los japoneses creen que no deben permitir, por ejemplo, que el peso de su tristeza recaiga sobre otro, como tampoco manifestar un exceso de alegría o satisfacción para evitar que otra persona menos afortunada se dé cuenta del desgraciado estado en que se encuentra. Esta supresión de la emoción, por más que se asiente en razones lógicas, no deja, sin embargo, de desconcertar al norteamericano. Lo que hace las cosas difíciles para el japonés es que los norteamericanos tengan otras normas. Les asombra la libertad de modales de nuestros compatriotas y raramente saben lo que pueden esperar o cómo han de conducirse. Cuando tratan entre ellos saben perfectamente cómo han de actuar y las fórmulas que han de utilizar para dirigirse a los demás y saben exactamente de qué forma serán tratados a su vez. Lo que no saben es cómo reaccionar ante los apretones de manos o los golpecitos en la espalda de los americanos. El código de etiqueta, tan meticulosamente desarrollado en el transcurso de los siglos, de acuerdo con sus necesidades, no tenía en cuenta a los desconocidos, a los visitantes de tierras lejanas. ¿Y por qué la habían de tener? Por propia voluntad no recibían visitantes extranjeros. Hoy tratan de recibirnos con sus reverencias japonesas y sus apretones de manos semiamericanos, sin saber nunca por completo si lo están haciendo bien. A veces parecen tímidos y torpes en su trato con los desconocidos y a su juicio los norteamericanos les parecen casi insoportablemente resueltos y destarados; en una palabra: groseros.

Los norteamericanos, por su parte, se sorprenden de la extremada cortesía de los japoneses en determinadas circunstancias y les asombra, en otras, lo que creen que es una increíble ordinariez. Ésta es una contradicción típica y no es solamente debida a la diferencia de nuestras normas, sino también a la dicotomía de la naturaleza japonesa. Aquí tenemos de nuevo a ese pueblo dividido en dos partes: el hombre ceremonioso, con pensamientos superiores de disciplina y de obligación, y el nombre no ceremonioso, poseedor de sentimientos humanos. Es completamente cierto que el mismo hombre que es pundonoroso en su actitud hacia su familia, amigos y conocidos en sus tratos comerciales, se convierte en indiferente, áspero y a veces duro en su trato con extraños que es verosímil que sigan siéndolo. Es una conducta perfectamente correcta. Todos los japoneses reconocen que poseen un yo cortés y otro descortés y entre los suyos saben cuál han de usar en las diferentes ocasiones que se le presenten. Cualquier occidental que haya tenido la oportunidad de observar a un conocido japonés despidiéndose graciosamente de él, después de haberse encontrado, y meterse entre la muchedumbre de una calle concurrida, se queda asombrado de la transformación que se advierte en los modales de sus amigos. En efecto, éstos se han convertido en una rudeza casi violenta. El hombre se abre paso entre la gente, por completo indiferente a los sentimientos de los demás, implacablemente decidido a coger el tren, hacer una compra o cualquier otra cosa que tuviera intención de hacer. No se le ocurre que con su brusquedad pueda ofender a alguien. Los desconocidos que pasan por la calle no existen para él, de la misma manera que él no existe para ellos. En la muchedumbre anónima cada cual se preocupa sólo de sí mismo y manda al diablo a todo aquel cuyas costillas se ponen al alcance de un codo ajeno. Pero llamad a vuestro amigo cuando se está abriendo paso enérgicamente entre los demás transeúntes apresurados. Se detendrá en seguida y sus modales se transformarán instantáneamente. Inmediatamente vuelve a ser el hombre cortés y reverente y lo será tanto que incluso llegará a empujar a los demás para que usted pueda pasar.

El trato que los japoneses dan a las mujeres es otra causa de asombro para los norteamericanos. Por atento que pueda ser un japonés en su casa con su esposa y con las restantes hembras de la familia, en público muestra siempre una gran rusticidad con todas las mujeres e incluso con la propia. No es cosa que le concierna eso de abrir la puerta y apartarse a un lado para que pase una señora, así como tampoco ayudarla a ponerse un abrigo o acercarle una silla para que se siente. Nada de eso. Cuando sube al tranvía se apresura a ocupar el mejor asiento y si alguna mujer entra en competencia con él, es el hombre el que gana. Pero todavía hay más. Llegará a darse el caso de que una anciana deje su asiento a un hombre joven, tan arraigado está en las japonesas su sentimiento de sumisión.

A los norteamericanos les resulta verdaderamente extraordinario que las mujeres acepten este estado de cosas sin el menor asomo de protesta. Desde luego, estas costumbres han experimentado cierta dulcificación en nuestros días, debido a que los norteamericanos de los días de ocupación militar mostraban a las japonesas una cortesía que no pudo por menos de hacerles abrir los ojos y que nunca olvidarán por completo. Pero todavía siguen iniciando que los hombres reserven sus cortesías para sus tratos entre sí y las sigan tratando a ellas como seres inferiores. La actitud japonesa hacia las mujeres no es, desde el punto de vista de los interesados, descortesía, y lo mismo sucede con su proceder ante los desconocidos, del mismo modo que tampoco puede considerarse descortés la franqueza del norteamericano. Los dos pueblos tienen sus propias costumbres. Y costumbres de esta clase son las que contribuyen a formar una barrera permanente entre ambos. La comunicación fracasa cuando difieren los puntos de vista.

Sin embargo, la explicación por el fallo de esta comunicación tal vez sea todavía más sencilla. El japonés se siente generalmente incómodo, en los primeros momentos, en su contacto con un extranjero, y cuanto más amistoso se muestra éste, más reservado y más inexpresivo se mostrará él. Yo creo que la emoción básica de que suceda así es el temor profundo, grabado durante siglos en el japonés, de que pueda llegar a avergonzarse de sí mismo o de los demás. Sentirse avergonzado quizá sea lo peor que puede sucederle a un hombre de negocios japonés, pero provocar la vergüenza o el embarazo de su interlocutor es casi tan malo. La única posibilidad de evitar esto, según la tradición japonesa, es actuar con arreglo al código establecido de modales y obligaciones, basado en la clase y posición que cada uno ocupa, siendo siempre la última finalidad la consecución de los propios planes, pero sin causar una incertidumbre ni un deshonor ni a sí mismo ni a los demás. A juicio de los japoneses, estas dos cosas son una sola, puesto que avergonzar a una persona es avergonzarse a sí mismo.