XII

En vista del aparente agnosticismo japonés, si es que efectivamente se trata de esto, resulta bastante extraño que existan tantas ocasiones para dedicarlas a actividades religiosas. Pero lo mismo si el pueblo japonés es religioso o no lo es, si sus altares están consagrados a un culto o no son más que Mecas para muchedumbres en vacaciones, si los peregrinajes y las ceremonias son espirituales, fraternales o motivados por amor a los festivales por sí mismos, lo que es un hecho cierto es que estos festivales o ceremonias tienen lugar en el país todos los años.

Todo el Japón celebra una reunión con los muertos todos los años en el Festival Bon, festival budista llamado con frecuencia Fiesta de los Farolillos, porque la luz de éstos juega en él un importante papel. El Festival Bon se celebra en verano durante tres días. Mientras este festival en honor de los muertos puede pensarse que ha de constituir una ocasión solemne, es también de regocijo y esparcimiento porque las almas de todos los muertos amados vuelven por un breve espacio de tiempo para reunirse con los vivos. Las casas son aseadas meticulosamente para aquel momento y se preparan comidas especiales para los glorificados visitantes, por más invisibles e incorpóreos, que puedan ser. El primero de los tres días de la celebración, la gente visita las tumbas y quema incienso en honor de los que se fueron, no por los antepasados remotos, pues no es esto costumbre en el Japón, sino por los pertenecientes a generaciones recientes que son recordados por sus inmediatos descendientes. Después de sus devociones, las gentes invitan a los espíritus de los que fueron sus parientes a que visiten sus hogares, donde les espera la comida en tazones especiales. Al caer la noche, se encienden farolillos en los cementerios y en la parte exterior de las casas y sus luces brillan en la oscuridad como si fueran gusanos de luz.

El último día del festival, tocan las bandas de música, se baila y se cantan canciones llamadas de Bon Odori. Todo o casi todo es alborozo y risas, pues no se considera que se trate de un momento triste. Al terminar el día se encienden hogueras como despedida a los invitados temporales, y los farolillos, cada uno de ellos representando un alma, son echados al río por el que navegan hasta llegar al mar ignoto. Sigue todavía el jolgorio y aún hay sonrisas, si bien algunas de éstas ocultan un pesar reciente. Y ciertos semblantes no ocultan su tristeza. Un rostro que está mirando cómo un farolillo desciende corriente abajo del río, puede estar húmedo de lágrimas. Porque no es verdad que el pueblo japonés oculte siempre sus emociones, ni que se espere que lo hagan así. Se trata de sentimientos humanos que deben ser expresados en su momento adecuado y en el lugar oportuno, aunque en ciertas ocasiones deben ser disimulados por miedo a contagiar la tristeza a los demás. Aquí entra en juego la consideración y, desde luego, la costumbre. No se considera oportuno lamentarse públicamente por la muerte de un niño, puesto que la ha decretado la fatalidad y condolerse es rebelarse contra los dioses. Pero la muerte de una persona mayor, por ejemplo un padre reverenciado, es ocasión propicia para manifestar dolor. También se espera que haga acudir lágrimas a los ojos la desaparición de un esposo, y se consideraría muy extraño que una esposa acongojada no llorara y no lo hiciera de una manera ruidosa, en público.

Así, pues, el regocijo del Festival Bon está siempre teñido de tristeza, especialmente por parte de aquellos cuyo dolor no ha sido todavía amortiguado por el tiempo, y pensamientos anhelantes acompañan a los farolillos que van navegando por las aguas como pequeñas boyas luminosas que han de guiar a los espíritus en su camino, a través de la noche, hacia el mar. Una de las canciones del Bon Odori refleja esta tristeza íntima:

Ahora ha llegado el Bon,

un hombre sin sentimiento.

Es como un Buda de madera, o de metal,

o de piedra.

Y los japoneses no son de piedra.

A veces, el entusiasmo que los japoneses sienten por los festivales se mezcla con su amor a la belleza. Durante la estación en que florecen los cerezos, y en realidad en muchas otras ocasiones durante el año, acuden en gran número a la hermosa y única isla de Miyajima. Allí, en medio de una naturaleza encantadora, celebran el anual Festival del Santuario, el Festival Despedida del Año Viejo, el Festival de la Longevidad y todos cuantos festivales crean que deben celebrarse. Yo he vivido muchas horas felices en Miyajima y espero volver a vivirlas. Se trata de una isla pequeña, que solamente tiene un contorno de noventa millas, pero que es preciosa como una gema engarzada en el Mar Interior. El gran santuario de Itsukushima, con su elevado torii de madera de alcanfor, se halla construido al borde del agua, y tan cerca que al subir la marea parece flotar sobre las olas. Este santuario es tan reverenciado que toda la isla se considera sagrada. No se permite que nadie viva en ella, ningún nacimiento puede tener lugar allí, ni se autoriza ningún entierro. Está prohibido incluso cortar árboles, y los ciervos vagan por el bosque virgen, que es uno de los pocos que quedan en el Japón.

Miyajima es siempre muy bella, desde la orilla del mar hasta la cumbre del monte Misen, pero lo es más, tal vez, en la estación en que florecen los cerezos. Entonces, ¡ay!, es cuando también está más llena de gente. Sin embargo, debe aceptarse la muchedumbre, porque es entonces cuando puede verse no sólo el florecer de los árboles, sino también la danza ceremonial, el extraordinario bugáku. Se trata de una ceremonia ritual, con complicadas vestiduras, realizada sólo por una familia, y ha sido así durante los últimos ocho siglos. En momentos especiales los sacerdotes sintoístas realizan su propia danza religiosa, el kagura, que es, me atrevo a decirlo, la danza más bella y antigua del mundo. Se desarrolla sobre las anchas planchas de madera de alcanfor que forma el pavimento del santuario y que es el suelo primitivo del templo, que tiene más de mil años de existencia.

Aquí se encuentra también el Senjo-kaku o Residencia Hideyoshi de las Mil Esteras, aun cuando no haya sino la mitad de este número, con millares de las paletas, consideradas de buena suerte, para los trabajos de plantación del arroz, que rodean el santuario interior. Las paletas contienen mensajes con plegarias y se encuentran colgadas en el interior del gran vestíbulo que hay delante y alrededor del santuario interior. En cada uno de estos mensajes está escrito el nombre del donante y en ellos se desea buena suerte a algún miembro de la familia o a algún querido amigo.

Muy lejos de aquí, hacia el norte del país, puede verse una clase muy diferente de espectáculo, que rara vez presencian los turistas o los visitantes ocasionales. Se trata del Festival del Oso, de los ainos de Hokkaido. Los ainos, como ya he dicho, adoran al sol, al viento y a las estrellas, así como también a otros muchos fenómenos naturales, y al oso, su «dios» favorito.

La parte del festival que es menos probable que sea vista, es la captura del oso. Los cazadores ainos lo buscan por las cuevas de las montañas y cuando han localizado su presa, plantan algunas pértigas frente a la boca de la cueva y esperan lo que saben que va a suceder.

Parece ser que al oso le atrae la posibilidad de entretenerse con las pértigas y sale a jugar con ellas, desenterrándolas. Mientras el animal se dedica a esta actividad, los cazadores sacan sus arcos, si su propósito es matarlo, y le envían una lluvia de flechas. Si el oso es joven y tierno le perdonarán la vida por el momento y lo conservarán para el festival llamado lyo-mande, alimentándolo con cariñosa solicitud y con alimentos especiales hasta que amanece el gran día. Entonces, rollizo como se ha puesto, es ejecutado ceremoniosamente con flechas y comido como plato principal en una fiesta que dura tres días. Para los ainos no hay ninguna crueldad en esta manera de proceder. Os dirán que el cuerpo del oso no es otra cosa que una cárcel en la que se halla atrapado un espíritu, ansioso de ser liberado. Como sólo se comen la carne, el espíritu queda libre para retornar a su morada celestial, donde lleno de luz resplandeciente mostrará su gratitud hacia sus liberadores ainos, prestándoles sus buenos oficios cuando los necesiten.

En todo el Japón los santuarios y templos son demasiado numerosos para que pueda mencionarlos y mucho menos describirlos, pero forman tanta parte de la vida japonesa, que debo hacer mención de unos pocos. Además del famoso Gran Santuario de Ise y de la ciudad santa de Kioto, existen los menos conocidos santuarios y templos de Nara, que incluye el templo Gango-ji del siglo VII y el Shossoin o Casa del Tesoro, el almacén más antiguo del mundo, construido en el año 756 después de Jesucristo, que contiene los objetos inapreciables reunidos para ser utilizados en las extravagantes ceremonias que tienen lugar en la celebración de la consumación del Gran Buda. La Casa del Tesoro está sellada durante cincuenta semanas del año y solamente es abierta durante los días frescos y secos de la última semana de octubre y la primera de noviembre a fin de que los objetos sin precio que hay en su interior puedan ventilarse y ser examinados. Será un visitante privilegiado el que la vea durante aquel breve período, porque una visita a la Casa del Tesoro es una excursión a través del tiempo.

En Inuyama hay dos santuarios que me atrevería a decir que son dos de las más asombrosas atracciones de toda Asia. Son dos santuarios dedicados a los órganos reproductivos del hombre y de la mujer. A estos santuarios de Inuyama suelen ir a casarse los japoneses, y después de la ceremonia se retratan, como solemne fotografía de boda, al lado de los símbolos fálicos de su elección. Durante los festivales de los santuarios, estos objetos asombrosamente realistas, algunos de ellos tan grandes como postes de telégrafo, son paseados por las calles. Cómo es posible que pasen a través de la Aduana los amuletos vendidos en estos santuarios, es cosa que nunca he sabido, pero doy por sentado que muchos lo consiguen, pues se cuentan entre los objetos más apreciados traídos a nuestro país por los visitantes del Japón.

Y cerca de Inuyama, en el hinterland del Gifu, existen lugares como Shirakawa, donde las casas de campo con sus viejas escaleras de mano de cinco peldaños se usan todavía sirviendo de alojamiento de treinta a cincuenta habitantes y donde la vida no ha cambiado más que en las cosas superficiales desde hace cien años. Gifu es una ciudad de 200 000 habitantes, pero en ciertos aspectos pienso en ella como si fuera un pueblo. Se trata de una localidad en la que los viejos tranvías de madera con trole de los pasados tiempos de San Francisco todavía funcionan, enlazando la parte central de la ciudad con el río, donde se celebra el espectáculo de la pesca con cormoranes desde el mes de mayo al de octubre. Es cierto que el espectáculo, que tiene lugar en el río Nagara, precisamente a la hora del crepúsculo, tiene poco que ver con el pescado, aun cuando la pesca con cormoranes sea todavía muy practicada en el Japón. Más bien se trata de un espectáculo teatral en el que las embarcaciones bailan en el escenario del río y sirven de telón de fondo la montaña y un castillo cuya antigüedad se remonta a algunos miles de años.

A lo largo de las márgenes del río o siendo remolcadas corriente arriba por medio de largas pértigas, se ven centenares de lanchas llamadas yakata, de borda baja y techos pintados de rojo, con farolillos azules encendidos y oscilando. De ellos salen rumores de cánticos y risas y los acordes melancólicos del samisen. En la orilla del río, residentes en el hotel con vestiduras yukata, se dedican a contemplar los movimientos de las embarcaciones, las explosiones de los fuegos de artificio, que de vez en cuando cruzan el espacio, y en particular el bello espectáculo de las geishas danzarinas que se deslizan arriba y abajo del río, con la música que a veces se pierde a lo lejos, para volver a escucharla cuando la embarcación viene otra vez corriente abajo. En la orilla distante, se elevan abruptas las montañas de Gifu, coronadas por el castillo del monte Kin-ka, que se destaca en la oscuridad del cielo silueteado con la luz de los farolillos.

Finalmente aparece corriente arriba la proa iluminada de la lancha principal de los pescadores con cormoranes, y como los bailarines en un escenario gigantesco, las embarcaciones de placer le ceden el paso. Otras lanchas de pesca siguen a aquélla, y con antorchas flameando en la proa y los marineros cuidando de que sus pájaros estén libres de movimientos y los cabos a punto, las barcas de pesca se deslizan rápidamente río abajo. En la parte más ancha, se colocan horizontalmente mientras se acercan las embarcaciones de placer para la gran final. Porque lo considero un espectáculo, yo prefiero contemplar la pesca con cormoranes desde la orilla. Pero he oído decir que la mayor parte de la gente, y desde luego los hombres, prefieren navegar con su geisha en una lancha yakata para mirar de más cerca. ¡A los cormoranes, claro está!

En Tokio se encuentran dos de los mayores y más frecuentados templos de todo Japón. Uno de ellos es el Zojoji, que todavía cuenta con su original portón de dos pisos, el portón mayor y más antiguo de todos los de la gran ciudad. Dentro de su recinto hay cuatro magníficos mausoleos de shoguns Tokugawa, el más antiguo de los cuales se remonta al año 1635. Los japoneses, religiosos o no, visitan el templo de Zojoji a millares.

El otro templo de la capital del Japón, llamado Asakusa Kannon, puede recibir la denominación de templo «operacional», porque se encuentra siempre atestado de visitantes de todas clases que se agolpan en él lo mismo durante el día que durante la noche para ofrecer sus plegarias. Yo he disfrutado de una manera especial con mis visitas a este templo porque, al revés de lo que sucede en los grandes santuarios de Kioto y de Nara, no se encuentra en un itinerario turístico con sus autocares llenos de curiosos. Los que llegan hasta aquel lugar lo hacen para dedicarse a tranquilos pensamientos, a la meditación. Sentarse en uno de los bancos que se tienen a mano es obtener una visión precisa de lo que es el país y sus habitantes.

Por una parte, en el monasterio, puede observarse el genio japonés para crear paz y tranquilidad en medio del corazón bullicioso y palpitante de la ciudad. Por otra parte, a una distancia de un tiro de piedra, existe una prueba gráfica de la necesidad de disponer de tal oasis de tranquila belleza en medio de la fealdad, porque allí se encuentra precisamente el viejo distrito de Yoshiwara, el antiguo barrio del placer de Tokio. Ya no es, desde luego, lo que era antes, a partir de la promulgación de la ley sobre la prostitución de 1958, pero, desde luego, no puede considerarse en manera alguna un centro cultural.

He aquí otra de las paradojas que pueden encontrarse en el Japón: la paz y la belleza ocultas entre el tumulto y la fealdad, en una conjunción increíble para nuestra mentalidad. Verdaderamente hay que reconocer que entra en la naturaleza japonesa la facultad de perseguir la contemplación y la meditación tranquila con el mismo fervor que corre tras los placeres de las casas de juego. Es capaz de dedicar su atención con el mismo empeño a las comedias kabuki, a los dramas no, a las exhibiciones de strip-tease y a las películas deleznables, aprecia el béisbol lo mismo que el bonsai y disfruta tanto con la tranquilidad de sus jardines como con la batahola de las pistas de carreras.