II

En los viejos tiempos, la aproximación era por barco y en la actualidad es por el aire. Descendiendo del cielo, veo que el pueblo del Japón vive en una serie de islas formando una media luna que se extiende más hacia el Norte que hacia el Sur y que se encuentra situada en el océano Pacífico. ¿A qué viene hacer esta observación geográfica? Pues porque se ha de empezar por conocer el contorno del país, su relación con otros países y los mares que lo rodean, su posición en el Globo. Todos estos hechos externos no dejan de ofrecer una realidad pertinente para el pueblo que vive en ese país. Los pueblos isleños, por ejemplo, son muy diferentes de los que habitan en islas aisladas por el océano. Los japoneses son, por consiguiente, un pueblo aislado geográficamente, y es axiomático que han tenido que desarrollar un carácter nacional propio. No se dejan de encontrar diferencias entre ellos y otros pueblos, contradicciones entre ellos, y no solamente con los occidentales, sino también con otros pueblos asiáticos.

Pero las contradicciones, las diferencias, no son sólo de carácter internacional. Dentro de las propias islas del Japón hay contrastes. Su expansión terrestre está formada por cuatro grandes islas, rodeadas de otras mucho más pequeñas. Las cuatro islas principales son Hokkaido (Yeso), en el extremo Norte; Honshu (Hondo), que es la más grande; Shikoku, isla en el mar interior de Honshu, y Kyushu (Kiu-siu), la más meridional y quizá la más bella de todas, donde se encuentra situado Nagasaki. En estas cuatro islas y el rosario circundante de otras más pequeñas, se amontona la población del Japón, que era de 96 160 000 habitantes en 1963.

Es natural que los pobladores de las cuatro islas principales sean más modernos, más abiertos al mundo que los que viven en las islas remotas, apartados de las rutas viajeras por el mar y por el aire. Para conocer por deducción lo que debió de ser el Japón, deben visitarse las islas pequeñas, donde las gentes todavía visten kimono y geta y donde la permanente no ha herido aún la cabeza de las mujeres. ¡Considero la permanente como una de las más desgraciadas influencias que han invadido el Japón! El cabello de las japonesas era en un tiempo hermoso, largo, lacio, lustroso. Hoy, salvo en algunas zonas remotas, es rizado, seco, cerdoso y requemado, y generalmente corto. Me atrevo a asegurar que esta clase de pelo no sienta bien a los rostros japoneses.

Desde luego, en las islas más pequeñas se puede ver todavía al antiguo Japón, como en las más grandes se ve al nuevo. Sin embargo, entre las cuatro islas principales se pueden observar diferencias y contrastes. Por ejemplo, los habitantes de la más septentrional de todas, Hokkaido, pertenecen en parte a una raza aria, la de los ainos, en la actualidad casi extinguida excepto en esta isla, en las Kuriles y en ciertas partes de Sajalín. Tienen la piel blanca y los ojos claros y la abundancia de pelo contrasta con la lisa piel japonesa. Antropológicamente son caucasianos y en otros tiempos se registraron grandes luchas entre los ainos y los restantes habitantes del Japón. Hubo un tiempo en que debieron estar diseminados por todas las islas, como lo demuestran los nombres ainos que se encuentran por doquier en el Japón. El monte Fuji, por ejemplo, del cual nos dice la leyenda que se alzó en una noche dejando una gran depresión conocida con el nombre de lago Biwa, lleva un nombre básicamente aino, ya que Fuji, en el idioma de este pueblo, significa «fuego». La Diosa del Fuego es una deidad hogareña entre los ainos, que adoran el fuego, el sol, el viento, las estrellas, el océano y otros fenómenos naturales, de una forma primitiva. Entre los animales adoran el oso, al que se comen como parte del ritual religioso siempre que se encuentre en las debidas condiciones de gordura y salubridad. Carecen de lenguaje escrito y su historia se transmite verbalmente de generación en generación. Trabajan como pescadores y agricultores para ganarse la vida y crían parte del ganado japonés.

Su isla, la segunda en tamaño entre las cuatro, es tan diferente del resto del Japón que parece casi otro país. En una nación que está incómodamente, casi increíblemente superpoblada, Hokkaido es una isla espaciosa. Contiene sólo el cinco por ciento de la población japonesa, pero posee el veintiuno por ciento de sus tierras de labranza. Presume de poseer el mayor de los parques nacionales, Daisetsuzan, de 573 000 acres de extensión, y uno de los mayores ríos del Japón, el Ishikari, que recorre más de 200 millas antes de ir a desembocar en el mar del Japón. También tiene grandes bosques, importantes granjas de productos lácteos, considerables fincas dedicadas a la ganadería, ricas pesquerías, muchos volcanes y numerosas fuentes termales, casi una extravagancia en cuanto a espacio y riquezas. Tampoco su clima es el típico del Japón, pues Hokkaido puede decirse que es una región tan fría como el Canadá, en comparación con la suavidad de las temperaturas de Honshu y el calor semitropical de Kyushu. Tiene mucho que ofrecer al visitante o al inmigrante de otras islas, aun cuando incluso en nuestros días, no es grande la influencia que experimenta por parte de los que van en busca de variedad o de mayor espacio o por aquellos que podrían producir grandes cambios en la isla.

Se ha producido, no obstante, alguna modernización en la vida de Hokkaido. Ingenieros y técnicos agrícolas norteamericanos han prestado su ayuda para transformar el aspecto de los espacios desiertos, convirtiéndolos en bosques de reserva y en granjas modernas. Algunos educadores procedentes también de Norteamérica, han prestado sus servicios a la juventud de Hokkaido. Es bien recordada a este respecto la figura del profesor William S. Clark, que estuvo actuando en la Universidad de Hokkaido, en Sapporo, y al que se le dispensaron grandes honores y le fue erigida una columna de granito, de quince pies de altura, a mitad de camino entre el aeropuerto y la ciudad. Figura en ella una placa de bronce, enverdecida por el paso del tiempo, en la que se puede ver el rostro barbudo de Clark, una fecha, el 10 de abril de 1877, y unas palabras de Horatio Alger: «Muchachos, sed ambiciosos». Parece ser que éstas fueron las últimas palabras que pronunció el profesor al abandonar Hokkaido, cuando iba rodeado de millares de estudiantes, pesarosos por su marcha. Parece ser, también, que aquellos muchachos fueron ambiciosos, porque muchos de los discípulos de Clark y después los hijos de éstos figuraron como dirigentes en muchas actividades nacionales. Pero la mayoría del pueblo de Hokkaido no se ha mostrado excesivamente activo al dar la bienvenida al cambio.

El pueblo de la isla más meridional, Kyushu, es muy diferente, aun cuando también está integrado por pescadores y campesinos. Se ha mostrado mucho más abierto a las influencias modernas, debido a que su isla, al contrario de lo que sucede en Hokkaido, hace tiempo que figura en la ruta de los transatlánticos. Kyushu es mi isla favorita entre todas las del Japón, y lo es a causa de su rica variedad o quizá porque he permanecido en ella, en dos ocasiones, largos períodos de mi vida, la última vez recientemente. Sus habitantes son entusiastas, cordiales y arrebatados. Su lenguaje recuerda el acento de los irlandeses cuando hablan inglés, aunque lo hagan, naturalmente, en japonés, y siempre puede decirse de dónde procede un hombre o una mujer al escuchar las modulaciones especiales de su dialecto.

Por lo que tal vez es más famosa la isla de Kyushu es por su abundancia de manantiales de aguas termales calientes, las más conocidas de las cuales se encuentran en Beppu. Las seis principales son conocidas con el nombre de «infiernos». Lodo y agua hirviendo hasta una profundidad de más de cuatrocientos pies, lagos fríos llenos de cocodrilos, lagos de un color rojo como la sangre, surtidores de agua convertida en vapor, todo esto puede verse en Beppu, porque la ciudad se halla flotando materialmente sobre un mar de agua caliente, que se encuentra a pocos pies por debajo de la superficie. También están aquí los baños de arena caliente, donde puede uno enterrarse hasta el cuello y sentirse penetrado por el calor de la tierra.

En la isla hay dos grandes ciudades, Fukuoka y Nagasaki. Fukuoka es una ciudad de parques, santuarios y festividades populares. Nagasaki es el puerto principal de Kyushu y lo recuerdo muy bien de mis primeros tiempos en Oriente porque era siempre la última escala de nuestro barco antes de que desembarcáramos en Shanghai. En aquel entonces era una pequeña ciudad tranquila, que olía a pescado seco y a viejos almacenes, o godows como eran llamados. Recuerdo cuando yo era tan pequeña que iba colgada de la gran mano huesuda de mi padre, pareciéndome difícil con mis pies resbaladizos transitar por las calles empedradas. Sin embargo, el paseo valía la pena porque siempre comprábamos una clase especial de esponjoso pastel amarillo e íbamos siempre a visitar la casa donde se decía que Puccini había escrito, o por lo menos había concebido, su Madame Butterfly.

Otros muchos recuerdos permanecen para mí unidos a la ciudad. En las montañas que hay junto a ella, entre la frialdad de los bambúes y los templos budistas, solían mis padres subir durante el verano. Al regresar de uno de estos templos, mucho antes de que yo naciese, murió en el mar mi hermana Maude a la edad de seis meses, siendo enterrada en el cementerio cristiano de Shanghai. Y fue en estas mismas colinas donde me refugié huyendo de los comunistas chinos. Entre aquellos primeros años y estos últimos ha habido dos guerras mundiales, tomando el Japón parte en las dos. Al final de la segunda, fue arrojada una bomba atómica sobre Nagasaki. Su hermoso y viejo puerto, que quedó parcialmente destruido, ha sido reconstruido de acuerdo con otro estilo. La casa de Madame Butterfly permanece todavía en pie, aunque bastante desaliñada, mientras grandes cantidades de turistas japoneses discurren por sus estancias vacías.

La última visita que hice a Nagasaki fue triste para mí. Fui a ver el monumento construido en el lugar donde cayó la bomba atómica. Vi hombres y mujeres que permanecían allí de pie, con las cabezas inclinadas, portadores de coronas para depositarlas en honor de los muertos. Nosotros no hablábamos. ¿Qué podíamos decir, como no fueran frases de una pesadumbre inútil?

No es de extrañar que haya desaparecido la antigua atmósfera que rodeaba la ciudad. Volví a hallar su recuerdo una tarde en que fui a visitar a una antigua amiga, una especie de Madame Butterfly en su esplendente juventud. Su amor había sido un marino mercante holandés, que se casó con ella y le construyó la hermosa casa que domina la vista de la bahía. El marino viajó con su esposa en aquellos lejanos días, sintiéndose orgulloso de presentarla a sus compañeros de Europa. Ahora él ha muerto, la casa se encuentra en estado ruinoso y mi amiga vive sola en ella, rodeada de lo que queda del esplendor de antaño. Preparó para mí la mesita del té y lo bebimos en bellas tacitas resquebrajadas. El mantel estaba hecho de encaje antiguo de Bruselas, con un zurcido que formaba una delicada tela de araña. Nos encontrábamos sentadas en la vacilante galería descubierta, mientras hablábamos de los viejos tiempos, de cosas que han cambiado para siempre.

Pero si se abandonan las ciudades, Kyushu no ha cambiado mucho. Su campiña es tan encantadora como siempre bajo aquel clima templado, las colinas son igual de verdes y permanecen incólumes los lujuriantes campos de cultivo escalonados en las laderas. La visión más nueva la ofrecen los niños de las escuelas, todos ellos vestidos a la europea, con sus mochilas y sus termos camino del colegio. Se les encuentra por todas partes, lo mismo en la ciudad que en el campo, y es evidente que se les considera como el tesoro nacional más preciado.

Las montañas siguen siendo las mismas. Acompañada de una amiga japonesa, subí en automóvil, atravesando las mismas peligrosas y serpenteantes carreteras, hasta llegar al lugar de veraneo de Unzen, famoso por su aguas termales. En las inmediaciones de la ciudad, en una estrecha garganta sobre la falda de la montaña, se levantaba la casita que en una ocasión me había servido de refugio. Toda ella estaba construida de madera y su parte frontal era shoji, lo que quiere decir que podía quedar abierta toda la casa mirando hacia el bosque. Mi cocina no era más que un hornillo de carbón vegetal que se encontraba en el porche trasero. Detrás de éste se encontraba el cuarto de baño, de proporciones minúsculas, cuyo único mobiliario lo constituía una tina de madera. Recuerdo que una mañana, encontrándome en la bañera, acerté a ver en el agujero de la cerradura de la pared exterior un ojo negro que me miraba con fijeza. Coloqué mi dedo índice en el agujero y al retirarlo el ojo había desaparecido. Cuando me hube vestido salí para encontrarme con el poseedor de aquel ojo. Pertenecía a una mujer anciana que había venido a vender cangrejos vivos. Reímos juntas y me dirigió algunos cumplidos. Pertenecía a ese Japón que no puede ni quiere cambiar. Personajes como ella siguen existiendo en los campos y pueblos de Kyushu.

No hace mucho tiempo pasé cuatro meses felices en la pequeña localidad de Obama. Viví en una posada japonesa, comí arroz japonés, pescado y cangrejos frescos y viví la deliciosa vida del Japón. Si ustedes no conocen Obama se habrán perdido una parte esencial del Japón. Se trata de un lugar de veraneo, pero sin ostentación de ninguna clase. Manantiales calientes proporcionan baños medicinales y en la posada se conseguía por medio de una bomba agua caliente natural. Yo tenía una habitación deliciosa que daba a una galería descubierta particular que dominaba un enorme embalse de agua caliente. Más allá se encontraba el mar. Bajando un tramo de escalones se llegaba a mi lujoso baño, que era una gran habitación con el suelo cubierto de baldosas y una pequeña tina hundida en el pavimento. Todo el mundo sabe que en el Japón nadie entra en la tina en el primer momento. Un lavado escrupuloso precede a este placer. Hay a mano, para llevarlo a cabo, un cubo de madera, jabón y un cepillo, el primero para sacar agua caliente de la tina y quitarse luego el jabón.

Sólo entonces puede disfrutarse del agua caliente, muy caliente, de la tina.

¡Qué pura delicia física después de un largo día de esfuerzos, regresar y despojarse de todo el cansancio por medio de aquella benefactora agua caliente! Y después del baño llegaba el momento de una comida tranquila a solas en mi propia habitación, en una mesa baja donde había un tazón y unos palillos, una caja laqueada con arroz caliente, un pescado pequeño o un cangrejo grande y algunas verduras delicadamente preparadas. La pequeña camarera vestida con un brillante kimono se arrodillaba para servirme mientras yo permanecía sentada en el suelo tatami. Y después de la comida, la muchacha quitaba los platos, apartaba la mesita y sacaba de los armarios del muro los colchones y los acolchados cobertores. Abajo de mi galería la gente reía y chapoteaba en el gran embalse. En otros momentos de mi vida, cuando no me encontraba sola, podían haberme molestado los gritos y las carcajadas de los bañistas, pero en aquel instante no. Era un consuelo escuchar voces humanas tan cerca y especialmente percibir la humana alegría. A medianoche, cuando los huéspedes se encontraban durmiendo en sus habitaciones, un grupo de diez o doce hombres jóvenes nadaban desnudos en el embalse. A veces, desvelada, me levantaba para mirarlos. Formaban un cuadro encantador, con sus esbeltos cuerpos juveniles empalidecidos a la luz de la luna.

Lo que realmente quiero recordar y referir es mi visita de regreso a Unzen. Aquel pueblo encantador no olvidaba a sus amigos. Por ejemplo, permítaseme rememorar aquella tarde en que decidí realizar la visita después de haber pasado treinta años desde que me refugié huyendo de los comunistas chinos para vivir en la casita japonesa.

Deseaba volverla a ver y renovar mis recuerdos. Una amable amiga japonesa me acompañaba. Alquilamos un pequeño automóvil guiado por un temerario chófer joven y empezamos a dar vueltas por la sinuosa carretera de la montaña. Ésta se introduce y sale entre los repliegues montañosos, revelando en cada curva atisbos del mar lejano que hay debajo. Unzen, o el Paraíso de las Nubes, se encuentra a dos mil cuatrocientos pies sobre el nivel del mar y la montaña más alta alcanza los cuatro mil quinientos pies. La región circundante es un parque nacional, famoso por las azaleas en la primavera, el brillante follaje en otoño y los magníficos cedros. Mientras subíamos precipitadamente doblando las curvas, vi que todo era tan encantador como siempre. Pero me asombró el crecimiento que Unzen había experimentado. Lo recordaba como un pueblecito en medio de vaporosos manantiales calientes, entre rocas por cuyas resquebrajaduras salían espirales de cálida neblina. Solíamos unimos a los turistas japoneses y cocer huevos y arroz sobre aquellas calderas naturales. Ahora, tres décadas después, Unzen es un balneario moderno, con unos grandes hoteles elevándose contra el cielo y unas bulliciosas calles modernas.

Me perdí y no sabía cómo encontrar la garganta y la casita en el pinar. Al azar, detuve a una muchacha y le hice mi pregunta.

—¿Conoce usted a alguien que pueda acordarse de una familia norteamericana, refugiados de China en 1927?

La muchacha no mostró la menor sorpresa.

—¡Oh, sí! —contestó con viveza—. Mi abuelo los conocía.

Nos llevó hasta su abuelo, un viejecito delgado y ágil, que nos acompañó fuera de la ciudad hasta la estrecha garganta. La cruzamos a pie por el mismo puente tambaleante que yo recordaba y allí estaba la casa. Se encontraba desocupada y cerrada, pero permanecía aún en pie y durante un rato permanecí satisfecha contemplándola, dispuesta a despedirme de ella para siempre.

Cuando nos marchamos, insistí en darle al anciano una pequeña propina, que rechazó, pero que acabó aceptando de mala gana ante mis insistentes ruegos. Pero, sin embargo, tenía su manera de comportarse, como los japoneses suelen hacer. Antes de que nuestro automóvil abandonara la localidad, oímos una voz que nos llamaba. Era la muchacha, que llevaba un paquete en las manos.

Nos detuvimos al verla.

—Mi abuelo desea que se lleve estos pasteles de arroz —dijo jadeante, casi sin aliento—. Dijo que usted acostumbraba comprarlos para sus hijos.

Hacía mucho tiempo que lo había olvidado, pero entonces me acordé. Era verdad que yo había comprado aquellos pasteles de arroz, crujientes y deliciosos. Pero el anciano no lo había olvidado. ¿No es natural que yo encuentre adorables a los japoneses?

La isla de Shikoku tiene también recuerdos para mí, menos personales, pero agradables. No he vivido en ella, que es la más pequeña de las cuatro grandes islas japonesas, pero he cruzado el mar interior salpicado de islas en los pequeños vapores que zarpan de Osaka y de Kobe para abrirse camino por las plácidas aguas y he podido admirar su belleza montaraz. Todo el Japón está lleno de belleza natural, pero la isla de Shikoku tiene un interés especial para aquellos que desean conocer el país y sus habitantes en sus diversiones así como en su trabajo.

La travesía en sí es ya una delicia. Centenares de pequeñas islas salpican el agua en una extensión de trescientas millas cuadradas, comprendiendo una especie de gigantesco jardín acuático conocido con el nombre de Parque Nacional del Mar Interior. El mar en calma, parecido a un espejo, con su superficie suavemente rota por las rutas de los vapores y las pequeñas barcas de pesca que se abren paso entre las islas, refleja costas flanqueadas de neblina y picos de montañas purpúreas. Siempre encontré a bordo el espíritu de camaradería tan característico de los japoneses cuando van de excursión en un viaje de vacaciones. Recuerdo a los viajeros arracimados en las barandillas del barco, riendo y charlando, señalando con el dedo franjas de bellas playas blancas y verdes bosquecillos de pinos y hablando con orgullo de las maravillas de su isla especial. Porque, en verdad, Shikoku es a la vez hermosa y única.

En esta isla se fabrican los famosos muñecos para las funciones de marionetas, llamadas el Bunraku. Son figuras que tienen cuatro pies de altura, tan expertamente concebidas y manipuladas, que el cuerpo, los miembros, las manos, la cabeza, la boca, los ojos e incluso las cejas tienen movimiento. Para manejar cada muñeco se precisan tres hombres, tantas son las partes movibles del mismo. Además de los manipuladores hay también el taiu, que es el narrador de la representación, y el tocador de samisen para la evocación de escenas por medio de notas musicales. Sin embargo, las representaciones de muñecos no se dan en Shikoku o en sus islas satélites. El hogar permanente del Bunraku es la ciudad de Osaka, en la isla de Honshu. El llamado «Teatro Bunrakuza» está dedicado exclusivamente a las representaciones de marionetas, y algunos grupos ambulantes, sólo de una manera ocasional, llevan la representación a otros lugares del país.

Encontramos también en Shikoku perros que son criados para la lucha. Van vestidos en una imitación de los corpulentos luchadores sumo, tan admirados por los japoneses, con un lienzo cubriéndoles los riñones y un nudo de pelo en la cabeza. Otra especialidad de la isla son los toros combatientes, entrenados para luchar entre sí, no con los hombres. Los japoneses no creen que se deba incitar a pelear a fuerzas desemejantes.

Se encuentran también aquí los famosos gallos llamados nagao-dori, ave que posee una hermosa cola, pero que carece de un fin práctico, ya que se fomenta el crecimiento de ese apéndice hasta llegar a adquirir una longitud de más de veinte pies. Este resultado se obtiene por medio de cuidadosos cruzamientos entre la gallina corriente y el menos corriente faisán. Estas magníficas aves están consideradas como tesoros nacionales por los japoneses amantes de la belleza y tratadas con un cuidado apropiado para la más exótica y delicada de las criaturas. Estas aves no pelean, incluso no hacen ejercicio sin la ayuda de tres servidores que les sostienen las flotantes colas. Son exclusivamente criadas por su belleza.

La isla vecina de Honshu (Hondo) es asombrosamente diferente de las demás. Se encuentra situada en la parte septentrional del mar Interior o Mediterráneo japonés, y contiene la capital de la nación, conocida en el mundo entero, Tokio. En nuestros días es corriente visitar Tokio como se visita París o Londres. La recuerdo en mi juventud como un lugar bastante remoto, sin la actividad de Yokohama, el puerto de mar, ni de Osaka, gran centro de negocios. En aquellos tiempos se produjo un gran alboroto cuando un arquitecto norteamericano construyó el «Hotel Imperial». Se discutió mucho su arquitectura, pero todavía más el que el edificio se asentara sobre una plataforma hecha de troncos de pinos que flotaban en un mar de barro. Entonces se lo consideró como algo extraño y de una extrema modernidad, una especie de maravilla del mundo. Ahora, entre las nuevas construcciones de Tokio tiene un aspecto anticuado. Pero lo cierto es que ha sobrevivido a los terremotos y a la guerra.

Hoy, Tokio sorprende tanto al visitante que es como si recibiera un golpe. Se trata de una ciudad ruidosa, abigarrada, nueva y vociferante, la más grande del mundo por el área que ocupa y por el número de sus habitantes, y todavía sigue creciendo. A mi entender, ha sido una lástima que después de haber sido destruida casi por completo por los bombardeos, no hubiera sido planeada como una ciudad nueva en la que se combinaran armoniosamente lo antiguo y lo moderno de una forma verdaderamente japonesa. La razón de que fuera bombardeada durante la guerra se dijo que fue porque se fabricaban municiones en toda la ciudad, en casas particulares, y no en centrales fabriles. Las diferentes partes de las armas bélicas eran realizadas en lugares tan diseminados y en forma tan diversificada que a menudo ni los propios obreros que las manufacturaban sabían lo que estaban haciendo. Tan disperso estaba el trabajo que resultaba imposible realizar bombardeos contra objetivos determinados y, por consiguiente, la ciudad tuvo que ser bombardeada en su conjunto.

En teoría, hubiera sido posible volver a diseñar y reconstruir la ciudad como estaba antes. Sin embargo, después de la guerra, las presiones para acelerar el proceso eran de tal naturaleza que las tiendas y las oficinas nacían casi de la noche a la mañana, de acuerdo con las necesidades económicas del momento, sin consideraciones para la belleza ni para la conveniencia. En la prisa que los particulares y las industrias tenían en volver a las condiciones normales, se construía como se podía. El resultado ha sido una considerable confusión, una ciudad excesivamente extendida en la que muchas calles carecen de nombre y lo más moderno rivaliza con lo antiguo. Se puede residir en un hotel recién construido o en una vieja posada, comprar en los más enormes almacenes del mundo o tomar té verde con toda la ceremonia de antaño. Una hora de automóvil nos lleva fuera de la metrópoli, que es igual que cualquier gran ciudad del Oeste, y se encuentra uno en la vieja campiña del Japón antiguo.

Yo diría que es más fácil dar con esta campiña que con la dirección corriente de una calle de Tokio. Como ya he dicho, muchas de las calles carecen de nombre, pero esto es sólo una parte de las dificultades. La mayoría de las casas no están numeradas, y las que tienen número no es de una manera consecutiva, sino por el orden que fueron construidas. Así, pues, en cualquier calle, por lo general caprichosamente retorcida, como trazada al azar, la casa número 3 puede estar al lado de la casa número 57 y en cualquier distrito se puede uno encontrar con la sorpresa de que la casa número 2 está alejada una milla de la casa número 1. Esto no se debe a la guerra. Siempre ha sido así. Generalmente, un anfitrión suele mandar un coche para recoger a su invitado, o bien dibuja un plano, consistente casi por completo en mojones, aconsejándole que se lo enseñe al chófer del taxi que tome para llegar hasta su casa. El chófer mirará el plano y emprenderá el camino con gran confianza y haciendo mucho ruido. Cuando haya alcanzado la máxima velocidad, moderará la marcha en una curva para preguntar amablemente cuál ha de ser el próximo recorrido. De modo que el trayecto se convierte en una serie de paradas y arrancadas, de conversaciones amistosas en las esquinas de las calles y en amables discusiones acerca de posibles rutas. Todo el mundo ofrece amistosas sugerencias: el policía desde su tarima reguladora del tráfico, el cartero que reparte el correo, el tendero, el ama de casa, el ciclista que va de paseo, el hombre de negocios que vuelve del trabajo a su casa. Por fin, se logra llegar al punto de destino, donde se es calurosamente recibido. Es tarde, pero a nadie le sorprende ni a nadie le importa. Todos saben el laberinto que es su ciudad y en cierto modo se sienten orgullosos de ello. Forma parte del carácter de Tokio.

Debo hacer constar que los policías y todos los funcionarios públicos son uniformemente corteses en el Japón. Se les encontrará siempre atentos y amables, incluso bajo las más adversas circunstancias. Ahora que Tokio tiene diez millones de habitantes y que es incesante la riada de turistas que llega a la ciudad, no puede decirse que el trabajo de estos hombres sea fácil. No obstante, su paciencia parece no tener fin.

La impresión que se saca de la ciudad es que se trata de una metrópoli moderna y cosmopolita. Sus habitantes son activos, laboriosos, prósperos y van bien vestidos. En los años anteriores a la guerra, los ciudadanos vestían kimono y caminaban sobre geta de madera. Hoy llevan trajes occidentales, sus zapatos son de cuero y el kimono y los geta han quedado relegados para el hogar o para ocasiones ceremoniosas. La variedad de las gentes que pasan por la calle es algo divertido y asombroso. Puede encontrarse en esta variedad cualquier pasatiempo, cualquier industria. Las calles están materialmente atestadas de taxis, autobuses y bicicletas, y la velocidad está a la orden del día. Tokio es como el gran corazón de fuertes latidos a través de cuyas arterias discurre la sangre de una nación y de un pueblo.