Capítulo 20
Atravesamos las murallas
Era el 14 de octubre de 1942. Ya avanzada la tarde, los cuatro hicimos los últimos preparativos. Dije «Au revoir» a Van den Heuvel y también a Rupert, Harry, Peter Allan, Kenneth y Dick. Rupert sería nuestro centinela desde la ventana de la cocina. Nos pusimos nuestras ropas de paisano y las ocultamos con pantalones y capotes militares. Habíamos convertido los abrigos de paisano en pequeños fardos bien empaquetados.
Entre paréntesis, debo explicar por qué debíamos llevar, encima de todo lo demás, prendas militares. Mientras esperábamos para entrar en la cocina, en cualquier momento podía aparecer un alemán, y también podíamos retrasarnos. Además, debíamos pensar en los «informadores», los ordenanzas extranjeros que siempre estaban caminando de un sitio a otro. Si los ordenanzas veían a uno de los nuestros introducirse en la ventana de la cocina, ya era preocupante —podíamos estar buscando comida—, pero sería mucho peor si veían a varios oficiales vestidos de paisano en el rellano de una escalera —en realidad, la escalera de los ordenanzas—, como si estuvieran esperando un taxi…
Envolvimos nuestras maletas con mantas para que no hicieran ruido, y llevamos sábanas y mantas suficientes para efectuar, en caso necesario, un descenso de quince metros. Más tarde nos pondríamos capuchas de lana y guantes, para que no quedara al descubierto ningún fragmento de piel blanca. La oscuridad y las sombras debían ser nuestros cómplices, y no nos estaba permitido indisponernos con ellas. Sólo quedarían visibles nuestros ojos y nuestras narices. Habían quedado excluidas todas las prendas de colores claros. Llevábamos calcetines gruesos para recubrir los zapatos. Ésta es la manera de moverse más silenciosa que conozco, salvo caminar descalzo, y lo necesitábamos sobre todo para atravesar el camino por el que hacía su ronda el centinela.
El comandante MacColm nos acompañaría hasta la cocina para volver a colocar en su lugar el barrote de la ventana y para cerrarla después de que nos hubiéramos ido. Tenía que ocultar también las ropas militares que nosotros abandonaríamos en la cocina, y salir a la mañana siguiente, cuando de nuevo se abriera la puerta de la cocina. Se ocultaría en una de las enormes calderas, procurando no dormirse, pues con ello correría el peligro de que lo sirvieran junto con la sopa del día siguiente.
Inmediatamente después del Appell de la tarde, iniciamos la primera etapa de nuestro largo viaje. Eran las 6.30.
Yo me había acostumbrado ya a entrar por la ventana y, cuando Rupert me hizo una señal con la cabeza, actué automáticamente: una breve carrera, un salto hasta la repisa, introducir un brazo a través del cristal roto, levantar el cierre de la ventana, retirar cuidadosamente el brazo, abrir la ventana sin hacer ruido, entrar por ella y volverla a cerrar con el máximo cuidado. Me encontré en el interior. Sólo dos de mis compañeros habían efectuado este ejercicio en alguna sesión. Había que preguntarse, pues, si los cinco lograrían efectuarlo correctamente. Llegaron uno tras otro. Al menos, ellos no tenían que preocuparse por el cierre de la ventana.
El centinela se comportaba correctamente. A intervalos regulares, cuando nos volvía la espalda, se daba la señal. Yo no podía ver a Rupert, pero su sincronización era perfecta. En cambio, desde la ventana, podía ver al centinela mientras efectuaba su ronda.
En cada ocasión que el centinela se volvía, oía un leve susurro. Abría automáticamente la ventana, penetraba un cuerpo y yo volvía a cerrarla, lanzando al mismo tiempo un profundo suspiro. El ejercicio se estaba realizando de modo totalmente automático. Requería tan sólo cinco segundos. De pronto, cuando ya sólo faltaba el último de los cinco, observé, todavía no sé cómo, un momento de duda, un cierto titubeo del centinela al volverse, y supe que cuando volviera a pasar se comportaría de manera diferente. Se me hizo un nudo en la garganta, pues esperaba oír el rumor de la carrera de mi compañero, e imaginaba una coincidencia atroz. Sin embargo, no se oyó ningún rumor y, un instante después, el centinela se detuvo de repente y dio media vuelta. Nos había salvado la intuición de Rupert.
Cuando el centinela se hubo ido otra vez, oí el rumor de la carrera, abrí la ventana y volví a cerrarla. Por fin, los cinco estábamos a salvo. Nos quitamos nuestras ropas militares y se las entregamos a MacColm.
Me asomé a la ventana que daba al patio alemán y, cuando cayó la noche y se encendieron los focos, forcé el barrote hasta colocarlo en posición horizontal, e inmediatamente sujeté a la parte intacta un largo cilindro de cartón pintado de negro, parecido al barrote. Esta parte ocupaba la posición correcta y camuflaba la abertura.
—¡Todo está a punto! —susurré a los demás—. Voy a salir. Hank, espera hasta que me oculte la sombra de este gran ventilador que hay ahí, y entonces reúnete conmigo tan rápido como puedas. Billie y Ronnie, recordad que no debéis seguirnos hasta que hayamos cruzado sin novedad el camino que sigue el centinela.
Me deslicé a través de la abertura entre los barrotes y me situé en el tejado que había debajo de la ventana. Éste estaba unido a la pared de la cocina, precisamente debajo de nuestra repisa. Avancé en silencio, bañado por la luz de los focos. Los ojos de un centenar de ventanas me estaban contemplando.
La impresión que esto provocaba era increíble y yo no cesaba de preguntarme si, al llegar la noche, no había nadie a quien se le ocurriera mirar por la ventana.
Por suerte, a medio camino, en el tejado, había un lugar al que la luz no alcanzaba. El ventilador, alto y cuadrado, proporcionaba una densa sombra, en la que yo me agazapé. Hank no tardó en seguirme. El centinela completó su recorrido a menos de quince metros de distancia.
Durante varios días, habíamos organizado sesiones de música al anochecer, en el alojamiento de los oficiales superiores (el bloque del teatro). La música era utilizada como señalización, y debíamos conseguir que el centinela que ahora teníamos delante se acostumbrara a un cierto volumen de sonido. Mientras el mayor Anderson (Andy) tocaba el oboe, el coronel George Young tocaba la concertina, y Douglas Bader, que montaba guardia desde una ventana, actuaba como director del conjunto. Su habitación se encontraba en la tercera planta, y dominaba el patio alemán. Bader podía ver a nuestro centinela haciendo la totalidad de su ronda. El ensayo tenía que empezar a las 7.30, cuando hubiera cesado el tráfico en el patio. A partir de las ocho, mantendría un rígido control sobre los músicos, para que éstos sólo dejaran de tocar cuando el centinela ocupara una posición que nos permitiera atravesar su camino. No era necesario que dejaran de tocar cada vez que el centinela volviera la espalda, pero si guardaban silencio significaría que podíamos movernos. Habíamos organizado este sistema de señalización porque, una vez en el suelo, dispondríamos de pocos lugares donde ocultarnos, y un ángulo de la pared de los edificios exteriores nos impedían ver al centinela en los pocos que había.
A las ocho, Hank y yo volvimos a avanzar bajo la luz del foco y a lo largo del resto del tejado, dejándonos caer al suelo y tropezando con un desagüe, haciendo un ruido que me causó escalofríos. En el rincón oscuro de la pared, con los zapatos atados alrededor del cuello y nuestras maletas bajo el brazo, esperamos que cesara la música. Los intérpretes habían estado tocando aires ligeros y alegres, y después habían abordado nuestras canciones populares. A las 8, empezaron con la música clásica, con la que tenían más excusas para detenerse de vez en cuando. Bader nos había visto bajar desde el tejado y nos vería atravesar el camino del centinela. Los músicos estaban en pleno concierto para oboe de Haydn, cuando la orquesta enmudeció.
«Esto lo resolveré con una carrera», pensé.
Avancé rápidamente cinco metros hasta el final de la pared que nos ocultaba, y contemplé al centinela. Parecía inquieto y durante los cinco segundos en que me dio la espalda miró por dos veces hacia la ventana de Bader. Ante mí estaba la carretera, una superficie adoquinada, de unos siete metros de anchura. Más allá había el extremo de un cobertizo y unos matorrales que ofrecían un amistoso cobijo. Cuando el centinela dio media vuelta, volvió a oírse la música. Nuestros concertistas habían elegido una pieza que les gustaba mucho a los alemanes. Confié en que el centinela no se sintiera exasperado por sus continuas interrupciones. La próxima vez que dejaran de tocar, nos largaríamos.
La música cesó bruscamente y eché a correr, pero cuando ya llegaba a la esquina volví a oírla. Me detuve en seco y retrocedí en seguida. Esta situación se repitió dos veces, y después oí, a través de la música, voces que hablaban en alemán. Era el oficial de guardia, que efectuaba su ronda y estaba interrogando al centinela. El oficial se mostraba suspicaz y oí que daba órdenes concretas.
Cinco minutos más tarde, la música cesó inesperadamente, mientras yo estaba absorto reflexionando sobre cuál podía haber sido la razón del interrogatorio del oficial. En aquel momento no estaba preparado y, por lo tanto, pensé que tomar una decisión tardía solía ser peor que no tomarla. Así que me mantuve inmóvil y esperé. Seguí esperando durante mucho tiempo y la música no volvió a oírse. Pasó todo un cuarto de hora y la música no aparecía. Evidentemente, algo había ocurrido en el piso superior, en vista de lo cual decidí esperar una hora para dejar que las sospechas se esfumaran. Teníamos toda la noche ante nosotros y yo no estaba dispuesto a echarlo todo a perder por culpa de una precipitación inoportuna.
Durante todo este tiempo, Hank estuvo a mi lado, sin que sus labios pronunciaran ni una sola palabra, ni tan sólo un murmullo que pudiera distraernos de la tarea que teníamos entre manos.
En el ángulo de la pared donde nos ocultábamos, había una puerta. La empujamos y descubrimos que estaba abierta, por lo que entramos en la oscuridad interior y, atravesando una segunda puerta, nos refugiamos provisionalmente en una habitación con una estrecha ventana que contenía, por lo poco que pudimos ver, tan sólo desperdicios: papel usado, botellas vacías, y latas de comida también vacías. Afuera, en la esquina de la pared, cualquier alemán con buena vista podía vernos si pasaba por allí. También podía ocurrir que el centinela ampliase su ronda sin previo aviso y echara un vistazo a aquella esquina en la que habíamos estado escondidos. En aquel cuarto trastero, creíamos estar mucho más a salvo.
Llevábamos allí unos cinco minutos cuando, de pronto, se oyó un ruido de papeles, seguido de una catarata de latas vacías y botellas volcadas, todo ello con un estruendo capaz de despertar a los muertos. El horror nos inmovilizó. Un gato salió disparado de los escombros y abandonó el cuarto como si lo persiguiera el diablo.
—¡Todo ha terminado! —exclamé—. Dentro de unos momentos, vendrán los alemanes a investigar lo ocurrido.
—El maldito animal debía estar persiguiendo a un ratón —dijo Hank—. Sea como fuere, procuremos remediar lo ocurrido. Puede que se limiten a echar un vistazo con sus linternas, y quizá podamos salir bien librados si procuramos imitar a un par de sacos amontonados en una esquina.
—¡Aprisa, pues! —dije—. Pongámonos por encima estos periódicos. Es nuestra única esperanza.
Lo hicimos y esperamos, con nuestros corazones lanzados al galope. Pasaron cinco minutos, después diez, y nadie se presentó. Empezamos a respirar otra vez.
Nuestra hora de espera pasó rápidamente. Eran las 9.45 y decidí continuar. En el patio reinaba el silencio y ahora podía oír claramente los pasos del centinela, primero acercándose y después alejándose. Tras elegir el momento oportuno, avanzamos hacia el extremo de la pared cuando él dio media vuelta en su ronda. Miré desde la esquina. El centinela se encontraba a unos diez metros de nosotros y se alejaba. El patio estaba desierto. Caminé rápidamente de puntillas y crucé el camino, con Hank pisándome los talones. Al llegar a la pared del cobertizo, en el otro lado, tuvimos el tiempo justo para agazaparnos entre los matorrales antes de que el soldado diera media vuelta; evidentemente, no había oído nada. Cuando volvió a alejarse, nos deslizamos hacia la parte posterior del cobertizo y nos escondimos entre las matas que orillaban los escalones y el porche en la entrada principal de la Kommandantur.
Habíamos llevado a cabo la primera etapa de nuestra evasión. Dejé mi maleta en el suelo y efectué un repaso de la siguiente etapa de nuestro viaje, que debía ser el «pozo». Sin dejar de vigilar al centinela, avancé rápidamente a través del césped, junto al camino que se alejaba de los escalones de la entrada. A un lado estaba el camino y en el otro un largo parterre con flores; más allá, pude ver la balaustrada del porche de la Kommandantur. Me encontraba en un lugar sombreado, pero me movía agachado. Al llegar al pozo, a unos veinticinco metros de distancia, antes de que el centinela se volviese, miré por encima del borde. Había junto a él un caballete de madera con peldaños. El pozo no era profundo y me deslicé en su interior. Desde allí salía un túnel que pasaba por debajo del porche y ofrecía un escondrijo perfecto. Era suficiente. Al volver a salir, oí claramente unos ruidos procedentes de los tejados por los que habíamos pasado. Ronnie y Billie, que habían visto cómo atravesábamos el camino principal, ya nos estaban siguiendo. Al parecer, el centinela no había oído nada.
Empecé a arrastrarme hacia las matas donde Hank me estaba esperando. Había recorrido casi la mitad del camino cuando, inesperadamente, se oyeron unos fuertes pasos: un alemán se acercaba rápidamente desde la puerta principal del castillo y doblaba la esquina más próxima. Me tiré inmediatamente al suelo, sobre el césped, y me quedé inmóvil y rígido, mientras él acababa de doblar la esquina y avanzaba por el camino en mi dirección. Tenía que verme a la fuerza. Esperé el acto final. El alemán se acercó cada vez más, con unos pasos que crujían sobre la gravilla. Se encontraba ya a mi altura. Todo había terminado. Esperé la exclamación que lanzaría al descubrirme, su grito de advertencia al centinela, el ya familiar «Hande hoch!», y la presión de su pistola en mi espalda, entre los omoplatos.
Aquellos pasos crujientes continuaron a mi lado y se alejaron. El hombre subió los escalones y entró en la Kommandantur. Tras un momento de pausa para recuperarme, cubrí arrastrándome la distancia que me separaba de los matorrales y, en aquel momento, aparecieron Ronnie y Billie, procedentes de la dirección opuesta.
Al poco rato, nos encontrábamos todos a salvo en el pozo, sin más alarmas y habiendo completado la segunda etapa. Dispusimos de algún tiempo para relajarnos y yo le pregunté a Billie:
—¿Cómo se os ha ocurrido atravesar el camino del centinela?
—Vimos que lo hacíais vosotros dos y que la cosa parecía muy fácil. Esto nos dio confianza. Finalmente, lo atravesamos al segundo intento. Ha ocurrido algún contratiempo con la música, ¿verdad?
—Sí, por eso nos hemos entretenido tanto tiempo —contesté—. Tuvimos mucha suerte cuando dejaron de tocar la última vez. Yo creí que era la señal para que avanzáramos, pero, gracias a Dios, algo me retrasó. De lo contrario, probablemente me habría tirado en brazos del centinela.
—¿Qué crees que ha ocurrido? —preguntó Ronnie.
—Oí que el oficial de guardia hacía preguntas —expliqué—. Creo que sospechaba algo sobre estos ejercicios musicales. Probablemente, subió al piso y les ordenó que se callaran.
—Recuerdo que en un momento determinado hicimos algún ruido —comentó Ronnie—, pero en realidad fue algo insignificante. Sin embargo, es extraordinario lo que uno puede llegar a oír si sus oídos esperan captar algo. En aquel momento, por suerte, el centinela debía estar pensando en su chica.
—Si no fuera por las chicas —dije—, probablemente no nos encontraríamos metidos en muchos jaleos, de modo que nunca se sabe. —Di un codazo a Hank y añadí—: Ya es hora de que sigamos trabajando.
Mi siguiente tarea consistía en tratar de abrir la puerta del edificio antes descrito, el mismo desde el cual había escapado nuestro oficial «de tamaño medio». La puerta se encontraba a una distancia de quince metros y estaba sumida en una densa sombra, aunque la zona que había entre ella y el pozo sólo estaba oscura a medias. Vigilando de nuevo al centinela, me arrastré hasta la puerta y empecé a trabajar con un juego de llaves maestras que había traído conmigo. Se produjo una desagradable interrupción cuando oí a lo lejos la voz de Priem, que regresaba del pueblo. Tuve el tiempo justo para retroceder de nuevo hasta el pozo y ocultarme, antes de que él volviera la esquina.
Nos reímos en nuestro interior cuando pasó junto a nosotros siguiendo el camino del patio y hablando en voz alta con otro oficial. No pude evitar el recuerdo de aquella ocasión en que estuvo ante la oficina de Gephard y no ordenó abrir la puerta.
¡Pobre Priem! En el fondo no era un mal sujeto. Tenía un sentido del humor que casi lo convertía en un ser humano.
Eran las once cuando Priem pasó junto a nosotros. Seguí trabajando durante una hora en aquella puerta, sin resultado, y finalmente me di por vencido. Nos encontrábamos ante un obstáculo y deberíamos encontrar otra salida.
Seguimos el túnel, que partía del pozo y pasaba por debajo del porche, y, después de recorrer unos ocho metros, llegamos a un gran sótano con un techo abovedado que sostenían unos gruesos pilares. Tenía algo que ver con el alcantarillado, pues en un momento determinado, Hank ya no pisó terreno sólido y estuvo a punto de caerse en lo que parecían ser unas aguas profundas. Debió remover la superficie del líquido, porque de éste emanó un hedor insoportable. Cuando me encontré a alguna distancia de la entrada, encendí una cerilla. El mobiliario consistía en una carretilla de mano y, en el extremo opuesto de aquel sótano cavernoso, aparecía el cañón de una chimenea. Antes había advertido un débil destello luminoso en aquella dirección y, al examinar el cañón, descubrí que era una canalización de aire que, desde el techo de la caverna, ascendía verticalmente más o menos un metro y medio y después se curvaba hacia el exterior, en busca del aire libre. Hank me izó en el interior de la tubería, cuya sección medía unos veinte por noventa centímetros. Conseguí elevarme lo suficiente como para mirar a través de la parte curvada. El cañón terminaba en la cara vertical de una pared, a unos sesenta centímetros de distancia, y allí formaba una abertura que recordaba la de un buzón. Esta abertura estaba al nivel del suelo en el exterior, en el extremo más lejano del edificio, precisamente la parte del foso hacia la que nos dirigíamos, pero era prácticamente imposible alcanzar aquella salida. Habían barrotes y, además, sólo un pigmeo hubiera podido arrastrarse a través de la parte curvada.
Celebramos una conferencia.
—Al parecer, nos encontramos en un callejón sin salida —dije—, y además tampoco puedo abrir la puerta. ¡Lo siento mucho, pero de momento eso es todo!
—¿No se le ocurre a nadie otra salida? —preguntó Ronnie.
—Creo que la salida principal es totalmente impensable —dije—. Desde que Neave se evadió hace casi un año, cierran la puerta por este lado del puente, sobre el foso. Esto significa que no podemos llegar a la puerta lateral cruzando el foso.
—Nuestra única esperanza es atravesar la Kommandantur —sugirió Billie—. Podríamos intentarlo ahora, con la esperanza de que no nos vean, o bien hacerlo a primera hora de la mañana, cuando hay un poco de tránsito en estos lugares y algunas puertas tal vez ya no estén cerradas.
—¿Y crees de veras que pasaríamos una inspección a esas horas? —preguntó Ronnie—. Si debemos tomar esta ruta, creo que es mejor intentarlo hacia las tres de la madrugada, cuando toda la gente del campo está durmiendo.
Yo estaba pensando en la temeridad que representaba atravesar la Kommandantur. Recordé aquel otro intento —era como si hubieran transcurrido ya largos años—, cuando introdujimos hombres en la Kommandantur a través de un boquete en los retretes. Ya entonces había creído que la idea era absurda y ahora expresé mis pensamientos en voz alta:
—Por lo que sabemos, sólo hay tres entradas en la Kommandantur. La puerta principal frontal, las cristaleras que hay detrás, y que se abren hacia el césped que hay frente al centinela, y la puertecilla que está debajo del arco que conduce al parque. La entrada del parque está cerrada y la puerta se encuentra en el extremo opuesto. —Y, acuciado por la desesperación, añadí—: Voy a echar otro vistazo a esa tubería de ventilación.
Esta vez, me desnudé parcialmente y descubrí que podía deslizarme con mayor facilidad a través de aquel conducto. Examiné detenidamente los barrotes y pude comprobar que uno de ellos no estaba muy firme en su alvéolo de cemento. En aquel preciso instante, oí pasos junto a la abertura y se acercó una patrulla de alemanes, con un perro pastor alsaciano. Un par de pesadas botas pasaron junto a mí, hasta el punto de que hubiera podido tocarlas con la mano. El perro trotaba detrás de ellas y no me vio. Supongo que los olores que emanaban de aquel conducto anulaban por completo el mío.
Conseguí aflojar un extremo del barrote y doblarlo casi por completo. Después, bajé de nuevo al sótano y susurré a mis compañeros:
—Hay una remota posibilidad de que podamos salir por ese agujero. De todas maneras, vale la pena intentarlo. Tendremos que desnudarnos por completo.
—Hank y Billie no lo conseguirán —dijo Ronnie—. Es imposible; son demasiado corpulentos. Tú y yo tal vez lo conseguiríamos si nos ayudan en ambos extremos, si alguien nos empuja por debajo y otra persona tira de nosotros desde arriba.
—Creo que podré hacerlo —afirmé—, si alguien se pone de pie sobre la carretilla y me empuja hacia arriba. Cuando esté fuera, yo me ocuparé de los demás. Será mejor que Hank sea el siguiente. Si él lo consigue, lo conseguirán todos.
Hank medía más de un metro ochenta y Billie tenía una estatura algo menor. Ronnie y yo éramos más bajos, y Ronnie, además, muy delgado.
—Ni Hank ni yo —intervino Billie— conseguiremos pasar por esta curva arrastrándonos sobre el vientre. Nuestras rodillas no tienen doble articulación y nuestras piernas quedarían atrapadas. Tendremos que salir avanzando sobre nuestras espaldas.
—De acuerdo —contesté—. Entonces, yo pasaré el primero, Hank me seguirá, y después lo harán Billie y Ronnie. Tú Ronnie, no tendrás a nadie que te empuje, pero si dos de nosotros te cogemos por los brazos y tiramos hacia afuera, creo que lo conseguiremos. Tomad todas las precauciones al desnudaros. No olvidéis ninguna prenda; no debemos dejar la menor pista. Entregadme vuestras ropas después de hacer un fardo con ellas, y también vuestras maletas. Yo las esconderé provisionalmente fuera de aquí.
Tras unos tremendos esfuerzos, conseguí atravesar aquella chimenea y salir al exterior, totalmente desnudo. Inclinándome de nuevo junto a la abertura, logré encontrar la mano de Hank y éste me pasó mis ropas y mi maleta, y a continuación sus pertenencias. Lo escondí todo entre unos matorrales junto al camino, y me vestí con una ropa oscura para pasar desapercibido. Hank, también desnudo, forcejeaba en el agujero, dándome la espalda. Conseguí agarrarle un brazo y tirar de él, mientras lo empujaban desde abajo. Palmo a palmo avanzó y, al cabo de veinte minutos y gracias a un esfuerzo final, logré sacarlo. Estaba bastante magullado y el sudor inundaba su cuerpo. Durante todo ese tiempo estábamos a merced de cualquiera que pasara por allí. Hubiera sido un buen espectáculo ver a un hombre desnudo saliendo de un agujero en la pared como la pasta dentífrica sale de su tubo… En aquella misteriosa semioscuridad, una mente imaginativa hubiera tenido la impresión de que los sólidos muros del castillo descendían lentamente sobre el cuerpo de un hombre, mientras un camarada suyo ejecutaba los más desesperados esfuerzos para salvarle la vida.
Hank se ocultó entre las matas para recobrar el aliento y vestirse.
Llegaron a continuación las ropas y la maleta de Billie, seguidas por el propio Billie. Logré sacarlo al cabo de unos quince minutos. Seguidamente, apareció el equipaje de Ronnie, y a éste le entregué una sábana que le permitiera iniciar su ascenso. Después, nos colocamos dos de nosotros junto a él y logramos hacerle salir en un plazo de unos diez minutos. Todos nos echamos entre los matorrales, para normalizar nuestra respiración. Eran casi las 3.30 y habíamos terminado la tercera etapa de nuestro maratón.
—¿Qué posibilidades crees que tenemos? —pregunté a Billie.
—No estoy en condiciones de pensar en posibilidades —fue su respuesta—, pero sé que jamás olvidaré esta noche en toda mi vida.
—Espero que tengáis todos vuestros equipajes —dije, sonriéndole en la oscuridad—. ¡No me gustaría tener que mandar a alguno de vosotros a través de este tubo, para recogerlo!
—Yo daría cualquier cosa por un cigarrillo —suspiró Billie.
—No veo razón por la que no podáis fumar, si tanto lo deseáis, cuando hayamos pasado junto a los cuarteles. ¿Qué cigarrillos lleváis?
—Gold Flake, creo.
—¡Me lo figuraba! Pues será mejor que empecéis a fumar uno detrás de otro, porque antes de llegar a Laisnig deberéis desprenderos de lo que os quede. ¿Habíais pensado en esto?
—¡Pero si yo llevo cincuenta!
—Mala suerte —contesté—. En el mejor de los casos, disponéis de tres horas, lo que significa fumar diecisiete cigarrillos en una hora. ¿Podrás hacerlo?
—Lo intentaré replicó Billie, con obstinación.
Un alemán roncaba sonoramente en una habitación con la ventana abierta, a pocos metros de distancia. El conducto de chimenea que acabábamos de escalar daba a un estrecho sendero que atravesaba la parte superior del foso, justo por debajo de los muros principales del castillo. Las matas entre las que nos ocultábamos se encontraban en el borde del foso. Por suerte, el muro estaba escalonado en tres secciones sucesivas. Los desniveles eran de unos cinco metros y medio, y los peldaños tenían un par de metros de anchura, y estaban cubiertos con alguna que otra mata y una capa de hierba. Preparamos un par de sábanas. Después de media hora de descanso y otra vez totalmente vestidos, descendimos uno tras otro. Yo fui el último y caí en los brazos de los que me habían precedido.
Repentinamente, mientras bajaba, Billie experimentó una picazón en la garganta y empezó a toser, con lo que los perros se inquietaron y empezaron a ladrar en sus perreras, que ahora veíamos por primera vez, y que por desgracia estaban muy cerca del camino que debíamos tomar. Desesperado, Billie se tragó un puñado de hierba y tierra, con lo que la irritación de su garganta pareció ceder. Cuando llegamos al fondo del foso, eran ya las 4.30. La cuarta etapa había terminado.
Limpiamos nuestras ropas y nos pusimos los calcetines sobre los zapatos. Al cabo de unos momentos tendríamos que pasar por debajo de un farol, en la esquina del camino que conducía a los cuarteles alemanes. Era el camino que llevaba a las dobles puertas de entrada de la muralla exterior, la misma que circundaba el recinto del castillo. Era el mismo camino que habían tomado Neave y Van Doorninck.
El farol estaba situado dentro del campo visual del centinela, aunque por suerte a unos cincuenta metros de distancia, pero el soldado podría ver perfectamente nuestras siluetas cuando dobláramos la esquina y nos adentráramos en la oscuridad que venía después.
Los perros habían dejado de ladrar. Hank y yo nos pusimos en marcha, cruzando una pequeña barandilla, por un sendero, dejando atrás las perreras, bajando unos escalones, doblando la esquina bajo el farol y adentrándonos en la oscuridad. Caminamos con toda tranquilidad, el uno al lado del otro, como si fuéramos soldados de los cuarteles que regresáramos después de haber pasado una noche de juerga en el pueblo.
Antes de pasar junto al cuartel, yo tenía que cumplir una última misión: indicar de alguna manera a los prisioneros del campo lo que habíamos hecho, comunicarles si otros fugitivos podían seguir o no nuestra misma ruta. Llevaba conmigo una docena de trozos de cartón blanco cortados en diversas formas: un cuadrado, un rectángulo, un triángulo, un círculo, etc. Dick Howe y yo habíamos convenido un código según el cual cada forma debía proporcionarle una cierta información. Arrojé algunos de estos trozos de cartón en una pequeña zona de hierba contigua a la carretera, junto a la cual pasaban nuestros compañeros camino del parque. Con un poco de suerte, si no cancelaban estas salidas durante una semana, Dick vería los trozos de cartulina. Mi mensaje decía lo siguiente:
«Salida desde el pozo. Foso fácil; no hemos dejado pistas».
Aunque yo había colocado de nuevo el barrote de la salida de la chimenea en su lugar, en realidad era probable que hubiéramos dejado ciertas huellas. Pero, dado que el mensaje alternativo era: «Salida controlada por los alemanes», que hubiera debido utilizar, por ejemplo, de haber dejado quince metros de cuerda de sábanas colgando de una ventana, preferí animar a otros fugitivos para que intentaran seguir nuestros pasos.
Seguimos avanzando otro centenar de metros junto al cuartel, donde la guarnición dormía pacíficamente, y llegamos ante nuestro último obstáculo: el muro exterior. Allí tenía tan sólo unos tres metros de anchura, pero en su parte superior había espirales de alambradas. Estaba sobre este muro, ayudando a Hank a subir, cuando, con un violento sobresalto, advertí a lo lejos la brasa de un cigarrillo. Se estaba acercando. Poco después, comprendí que se trataba de Billie. Nos habían alcanzado. Acordamos mantener una discreta distancia entre nosotros, para que, al pasar bajo el farol de la esquina, no pareciéramos un regimiento.
La alambrada no representaba un serio obstáculo cuando uno se enfrentaba a ella sin prisas y con ciertas precauciones. Por fin, nos encontramos todos al otro lado del muro, y a tiempo, puesto que teníamos un largo trecho que recorrer para alcanzar una cierta seguridad antes de que amaneciera. Eran las 5.15 de la mañana y habíamos culminado la quinta etapa del maratón. La sexta y última —el largo viaje hasta Suiza— nos estaba esperando.
Nos estrechamos todos las manos y con un «Hasta la vista, nos veremos en Suiza dentro de unos días», Hank y yo emprendimos nuestro camino. Los otros dos nos seguían a doscientos metros de distancia, pero pronto se desviaron y nosotros nos dirigimos hacia los campos.
Mientras avanzábamos, Hank buscó durante mucho rato en sus bolsillos y después pronunció las que eran, prácticamente, las primeras palabras que había dicho durante toda la noche:
Me parece, Pat, que he olvidado mi pipa en la parte superior del foso.