Capítulo 13
Un cuarteto de artistas

Efectué un reconocimiento del escenario, que se encontraba en la tercera planta del llamado «bloque del teatro». Quitando algunos de los escalones de madera que conducían al escenario desde uno de los vestidores, pude introducirme debajo y examinar aquella parte del suelo que llevaba al puesto de guardia alemán. Era tal como yo había esperado. No había tablas de madera en aquel suelo, sino tan sólo paja y tierra, con un espesor de diez centímetros, sobre el techo de entramado de madera y yeso del cuarto en cuestión.

Seguidamente, busqué posibles candidatos para la evasión que estaba planeando y elegí una media docena. Les dije sin pensarlo que los sacaría de Colditz si ellos, por su parte, confeccionaban imitaciones perfectas de uniformes de oficial alemán. No dejaba de ser un reto, y nada fácil por cierto.

Sin embargo, ya habíamos comenzado a hacer ciertas partes del vestuario militar alemán y ello no dejaba de ser un estímulo. Lo que había quedado de la tubería de plomo que yo arranqué para construir el alambique había sido ya fundido para fabricar réplicas perfectas de los botones de los uniformes alemanes y un par de sus insignias. Por desgracia, el plomo no permitía hacer grandes cosas una vez fundido.

Mi oferta era una prueba de ingenio y osadía, y sedujo al teniente Airey Neave, un artillero, exalumno de Eton y relativamente nuevo en Colditz, y también a Hyde-Thompson, ya conocido por el episodio de la «colchoneta pesada». Los dos formaban un equipo y Airey prometió confeccionar los uniformes. Añadió, sin embargo, que no podría hacerlos sin la ayuda de los holandeses y, finalmente, con el consentimiento de Van den Heuvel, fueron elegidos dos oficiales holandeses para que el equipo quedara en cuatro. Los holandeses hablaban alemán a la perfección, lo cual era una gran ventaja.

Al día siguiente, Neave y Scarlet O’Hara vinieron a verme, preocupados, mientras yo preparaba la destilación de aquella noche.

—Nos estamos quedando sin plomo —dijo Airey.

Scarlet, que —casi no hay que decirlo— había dado también con sus huesos en Colditz, era nuestro maestro fundidor.

—La tubería de plomo que me diste se ha acabado —añadió—. No ha dado para mucho. Demasiado delgada. Un artículo alemán barato, sin peso.

Y miró fijamente el alambique.

—¿Qué estás mirando? —pregunté—. Supongo que no estarás pensando en eso…

—¡Dios me libre! —repuso Scarlet—. Lo que ocurre es que no sé de dónde voy a sacar el plomo. Sólo nos quedan tres retretes en funcionamiento, lo cual no es mucho para cuarenta oficiales. Si me cargo uno de ellos, habrá una revolución.

—¡Hum! Esto es grave.

Entonces hablé con Dick Howe, que era un hábil destilador y que en aquel momento estaba reparando un pequeño orificio en el fondo de nuestro alambique.

—Dick, las cosas se están poniendo feas para el alambique. Se han quedado sin plomo. ¿De cuánto licor disponemos? ¿Dirías que nuestra bodega está bien aprovisionada?

—Nuestra bodega no está, ni mucho menos, bien provista —contestó Dick—, por la simple razón de que es un pozo sin fondo. Pero si hay una necesidad más apremiante, no creo que podamos evitar esta pérdida. Probablemente, podremos recuperarla a su debido tiempo, por ejemplo con un retrete holandés o francés.

—Está bien —le dije a Airey—, vuestra necesidad es mayor que la nuestra. Podéis quedaros con el serpentín —y añadí, dirigiéndome a Dick—: Probablemente, será mejor desmontarlo ya, pues uno de estos días efectuarán un registro, y ya tenemos bastantes cosas que ocultar. El alambique ocasionaría muchos problemas si lo encontraran y es inútil tratar de esconderlo.

Dick dejó de martillear y entregamos el serpentín de plomo. Una vez fundido, se vertió en pequeños moldes de arcilla blanca, fabricados a partir de los modelos magníficamente tallados y esculpidos por uno de los holandeses. Así se consiguieron perfectas imitaciones del mismo tamaño y color (gris plateado) de las diversas partes metálicas de los uniformes alemanes: esvásticas y águilas alemanas, docenas de botones de guerrera, y hebillas de cinturón con el monograma de «Gott mit uns». La Sociedad Cervecera y Destiladora recuperó el nombre de sus primeros días y se convirtió en «Sociedad Cervecera Únicamente», como triste recuerdo de una gloria ya pasada.

La prenda más importante del uniforme alemán era el largo capote gris de campaña, y aquí fue donde intervinieron los holandeses, ya que sus capotes, con pequeñas modificaciones, podían pasar por alemanes al menos bajo la luz eléctrica. Las gorras de servicio de los oficiales fueron magistralmente confeccionadas por nuestros especialistas. Las piezas de cuero, como los cinturones y las fundas de las pistolas, se fabricaron con linóleo, y las polainas eran de cartón.

Cuando los revisamos exhaustivamente, tuvimos que felicitar a Neave y a los holandeses y británicos que habían efectuado el trabajo. Los uniformes no podían pasar una inspección a la luz del sol y contemplados desde muy cerca, pero sí en cualquier otra condición.

Entretanto, yo no había estado ocioso, ya que debía cumplir mi parte del acuerdo. Con una fina madera laminada, hice una forma oblonga e irregular, lo bastante grande como para cubrir un agujero a través del cual pudiera pasar un hombre. Achaflané el borde para lograr un encaje perfecto, y apliqué a un lado una primera capa de pintura blanca. En el otro lado fijé una estructura con grapas de madera móviles, y preparé unas cuñas también de madera. El resultado recibió el nombre de «Leñera IV».

Pedí a Hank Wardle que me ayudara a planear la evasión. Aquel canadiense alto y fornido, con su faz imperturbable y sus lacónicas observaciones, era un hombre en el que se podía confiar, ya que era capaz de hacer lo más adecuado en el momento más comprometido. Su cerebro no era lento, aunque sus ademanes pausados, casi perezosos, parecieran indicarlo.

Bajo el escenario del teatro, aserramos cuidadosamente a través del entramado del techo y después a través del yeso. Pequeños fragmentos de éste cayeron al suelo con ruidosos chasquidos, pero pudimos evitar que se viniera abajo la mayor parte. Después, tuve que bajar, ayudándome con una cuerda hecha con sábanas, al cuarto de abajo, que estaba vacío. La puerta, que se abría a un pasillo que pasaba por encima de la entrada principal del patio y llegaba a la buhardilla del puesto de guardia, estaba cerrada. Hurgué en su cerradura con mi «llave maestra». Se abrió fácilmente, y, en vista de ello, volví a cerrarla y empecé a trabajar. Había preparado dos taburetes desmontables que encajaban uno sobre el otro y, de pie sobre ellos, pude llegar hasta el techo. Hank sostenía la «Leñera IV» mientras yo recortaba el yeso del techo para que se ajustara a ella. Finalmente, cuando estuvo bien encajada y sujeta con cuñas por encima, parecía simplemente una grieta irregular alargada en el techo auténtico. Con un lápiz, tracé líneas, que semejaban más grietas, en varias direcciones, para camuflar aquella forma oblonga y borrar toda huella de un agujero oculto, que pudiera ser vista por un observador.

El color del techo resultó exasperantemente difícil de conseguir y requirió mucho tiempo lograr una similitud de tono entre él y la «Leñera IV». Esta última tarea exigió numerosas visitas, ya que cada capa debía secarse para ser examinada más tarde.

Airey Neave estaba ya preparado para marcharse y empezaba a impacientarse.

—Oye, Pat —se quejó—, tengo ropas alemanas y otros trastos ocultos en nuestros dormitorios. Son cosas muy difíciles de esconder y si hacen un registro estaré perdido. ¿Cuándo tendrás a punto tu agujero?

—¡Un poco de paciencia, Airey! —repliqué—. Te marcharás a su debido tiempo, pero no antes de que hayamos terminado el trabajo. Recuerda que quiero que otros utilicen también esa salida.

—De todos modos, me gustaría que dieran pronto la señal. El tiempo es ahora bastante bueno, pero recuerda que ya ha nevado y que no tardará en hacerlo otra vez, y de lo lindo. No quiero morir congelado en una de esas colinas alemanas.

—¡No te preocupes, Airey! Comprendo tu punto de vista —le dije con afecto—. Necesito dos días más. Puedes estar seguro de que te largarás de aquí el lunes por la tarde. El «despegue» se efectuará inmediatamente después del Appell de la tarde.

Ni siquiera cuando por fin le di a Neave la orden de salida, me sentía totalmente satisfecho de mi «Leñera». Se aproximaba tanto a la perfección que deseaba conseguir que fuese absolutamente ilocalizable. Su posición en aquella habitación herméticamente cerrada era única, y yo pensaba en seguir evacuando oficiales a intervalos hasta que el campo quedara vacío.

Efectué un reconocimiento a lo largo del pasillo y, abriendo otra puerta, me encontré en la buhardilla situada sobre el puesto de guardia alemán. Probablemente, nadie más había estado tan cerca de aquella buhardilla desde que Niki se introdujo en ella a través de la claraboya y salió por la ventana del fondo. Nadie había tocado la ventana, pero aquella ruta ya no se podía utilizar porque habían situado un centinela cuyo campo visual cubría toda la pared por debajo de aquella ventana. Una escalera conducía desde la buhardilla hasta el puesto de guardia. La capa de polvo que lo cubría todo, incluido el suelo, fue mi principal obstáculo, ya que al regresar tuve que esparcir trabajosamente polvo sobre las huellas de manos y pies, agitando sobre ellas con cuidado un pañuelo en el aire.

El plan era muy sencillo. Haría salir a los fugitivos por parejas dobles en tardes sucesivas, inmediatamente después de que el centinela situado ante la entrada principal del puesto de guardia fuera sustituido. De este modo, el nuevo centinela no sabría qué oficiales habían entrado, si es que lo había hecho alguno, en el puesto de guardia durante las dos horas anteriores. Los dos fugitivos bajarían por la escalera del puesto de guardia y, atravesando el vestíbulo, se dirigirían hacia la salida. Ésta era la parte más arriesgada del intento. Escalera y vestíbulo estarían muy iluminados, y algún soldado podía preguntarse de dónde bajaban repentinamente aquellos dos oficiales alemanes desconocidos. Debíamos elegir el momento de descender de la buhardilla, por tanto, cuando se previera un período de relativa calma en la actividad del puesto de guardia. Yo insistí en que, al llegar a la entrada, los dos oficiales se detuvieran frente al centinela, se pusieran los guantes e intercambiaran unas frases casuales y ya preparadas en alemán, antes de empezar a andar tranquilamente por la rampa, en dirección a la primera puerta de salida. Pensábamos que este «número» impediría que el centinela se llevase alguna sorpresa si, por ejemplo, dos oficiales desconocidos salieran repentinamente del puesto de guardia y se alejaran a toda prisa.

Llegó la tarde del intento. Después del último Appell, todos los implicados en la evasión desaparecieron en el bloque del teatro en lugar de encaminarse a nuestros dormitorios. Varios jefes y generales vivían en ese bloque y el movimiento en esa dirección no suscitó sospechas.

Los dos fugitivos, Airey Neave y el teniente Tony Luteyn, del Ejército Colonial Holandés, llevaban no menos de tres equipos distintos de ropa, además de algunas piezas más elegantes, que transportaban en una bolsa. Todo ello cubierto con capotes y pantalones militares británicos, llevando debajo sus uniformes alemanes y, debajo de éstos, sus ropas de paisano.

Aunque estuviéramos orgullosos de nuestros uniformes alemanes, no eran lo bastante buenos como uniforme permanente —las polainas de cartón, por ejemplo, no tendrían muy buen aspecto si llovía copiosamente— y decidimos desecharlos y ocultarlos en los bosques, fuera ya del castillo.

Situamos nuestros vigías y nos introdujimos —los dos fugitivos no sin cierta dificultad, debido al volumen de su indumentaria, debajo del escenario. Abrí la «Leñera IV» y, uno tras otro, descendimos silenciosamente al cuarto que había debajo. Yo caminé delante, abriendo las puertas, recorriendo el pasillo y llegando por fin a la buhardilla de los alemanes. Las prendas militares británicas ya habían sido retiradas. Cepillamos los uniformes alemanes y revisamos todos los detalles. Entonces le dije a Airey:

—Yo necesito once minutos para regresar, ordenarlo todo y cerrar la «Leñera». No os mováis hasta que hayan pasado los once minutos.

—De acuerdo —contestó Airey—, pero no pienso entretenerme cuando haya pasado este tiempo. Aprovecharé la primera oportunidad, cuando haya unos momentos de tranquilidad en la escalera y los rellanos.

—Recordad que debéis comportaros con mucha calma en la puerta del puesto de guardia —les aconsejé una vez más—. Recordad que sois los amos del lugar. —Y añadí—: ¡Adiós y buena suerte! ¡Y no volváis por aquí! Me caéis los dos muy bien, pero no quiero veros más.

Nos estrechamos las manos y los dejé. Volví a cerrar las puertas, esparcí tierra sobre las huellas, trepé por la cuerda hecha con sábanas y, con la ayuda de Hank, colocamos firmemente la «Leñera IV» en su posición habitual. Antes de que Hank y yo hubiéramos salido del escenario, nuestros vigías comunicaron que los dos fugitivos habían salido sin problemas del puesto de guardia. Hicieron su «número», el centinela militar saludó rígidamente y los dos hombres abandonaron el lugar. No esperábamos grandes dificultades en la primera puerta. El centinela vería llegar a los dos oficiales, pero la puerta se encontraba bajo un arco bastante mal iluminado. Después, tendrían que cruzar el patio alemán y pasar por debajo de otra arcada, cuyas puertas estaban abiertas a esa hora. Llegarían entonces al puente sobre el foso, antes de pasar ante el último centinela en la última puerta. Había la posibilidad, sin embargo, de evitar esta última puerta de salida, en la que tal vez exigieran un santo y seña.

Yo conocía la existencia de la valla de un jardincillo, en el parapeto, al principio del puente. Había reparado en ella la primera vez que entré en el castillo, precisamente un año antes. Esta cerca comunicaba con un camino estrecho que conducía hacia el fondo del foso. Por lo que yo sabía sobre la geografía del campo, siempre había sospechado que ese camino pudiera llevar, dando un rodeo, hasta la carretera por la que pasábamos cuando íbamos a hacer ejercicio en el parque. Si nuestros dos oficiales conseguían llegar a la carretera, solamente tendrían que pasar ante unos barracones ocupados por los alemanes y caminar un centenar de metros hasta llegar a la valla cerrada, en la tapia exterior, alrededor del recinto del castillo. Por lo que nosotros sabíamos, esta tapia no estaba vigilada, toda la zona estaría sumida en la oscuridad, y, por lo tanto, se podría escalar la tapia y su alambrada de espino.

Nuestros dos primeros fugitivos desaparecieron en dirección al puente del foso y no volvimos a saber de ellos.

Al día siguiente ocultamos las ausencias en los dos Appells. Van Heuvel se ocupó de ello con perfecta solvencia. Era otro secreto profesional suyo que había prometido revelarme si yo le explicaba cómo había conseguido que salieran los fugitivos.

Aquella tarde repetí la función de la noche anterior y Hyde-Thompson y su colega holandés se largaron del campo.

No nos era posible ocultar cuatro ausencias, y por lo tanto, en el siguiente Appell matinal, se echaron en falta cuatro oficiales. Los alemanes se excitaron y en seguida fuimos todos recluidos en nuestras salas.

A medida que transcurría el día y los alemanes no encontraban nada, su impaciencia iba en aumento, y lo mismo les ocurría a los prisioneros. Cada alemán que entraba en el patio era abucheado, hasta que finalmente apareció la escuadra antidisturbios.

Mientras los fusiles apuntaban hacia las ventanas, ordenaron que nadie se asomara a ellas. Es innecesario decir que tales órdenes no hicieron más que empeorar las cosas. Los franceses empezaron a gritar su habitual diálogo «Où sont les allemands?», y los británicos a cantar «Deutschland, Deutschland UNTER alies!» —nuestra versión revisada del himno nacional alemán[19]— con acompañamiento de instrumentos musicales, imitando una banda militar alemana. Cabezas burlonas empezaron a aparecer y desaparecer en las ventanas, lo cual provocó el inevitable tiroteo, seguido por el ruido de cristales rotos.

Desde un lugar privilegiado y bien protegido, vi de pronto a Van den Heuvel salir corriendo al patio, presumiblemente tras haber abierto la puerta con su «llave maestra». La ira había oscurecido su cara. Se dirigió inmediatamente al oficial alemán que estaba al mando de las operaciones y, con la indignación reflejada en todos sus movimientos, le dijo en su propio idioma lo que pensaba de él y de su raza, y de su manera de tratar a unos prisioneros indefensos. Su ira estaba justificada, porque, cuando hubo acabado de hablar, los franceses anunciaron desde sus ventanas, en términos contundentes, que un oficial había sido herido.

Esto tranquilizó inmediatamente a los alemanes. El oficial alemán obligó a retirarse a su escuadra antidisturbios y fue a investigar lo sucedido. El teniente Maurice Fahy había recibido un balazo, de rebote, debajo de un omóplato. Fue trasladado al hospital y la paz volvió a reinar en el campo, pero debido a este episodio Fahy perdió el uso de un brazo. A pesar de ello, no fue repatriado porque figuraba en la lista como «Deutschfeindlich», o sea «enemigo de Alemania». Los detalles particulares de cada oficial aliado prisionero de guerra eran anotados al lado de una banderita verde o bien roja. La última significaba «Deutschfeindlich».

En el invierno de 1941-1942, cuando Neave se evadió, la falsificación de credenciales para los fugitivos había mejorado considerablemente. Trabajaban numerosos falsificadores expertos, y al final cada oficial británico estuvo en posesión de una serie de documentos, así como de mapas, una pequeña cantidad de dinero alemán y una brújula.

Los documentos de identidad eran reproducidos por varios medios. La imitación manual de un documento escrito a mano es muy difícil. Sólo había en Colditz dos oficiales capaces de hacerlo, y trabajaban incluso horas extra. La escritura gótica alemana, corrientemente utilizada en las tarjetas de identidad, aunque parezca todavía más difícil, es en realidad más fácil de copiar, y nuestro personal dedicado a estas tareas era por consiguiente más numeroso. Un día, un oficial polaco, el teniente Niedenthal (apodado «Sheriff»), construyó una máquina de escribir. Esto significó un extraordinario progreso y aceleró notablemente la labor de nuestro departamento de artes gráficas. La máquina de escribir era un modelo para un solo dedo y su rapidez de reproducción no podía compararse con la de cualquier máquina normal, pero tenía la gran ventaja de que se desmontaba en media docena de piezas de madera, de aspecto inocente, que ni siquiera era necesario ocultar a los alemanes. Sólo las letras, fijadas a sus delicadas palancas, debían ser escondidas.

Cada oficial era responsable de ocultar sus papeles y su instrumental, de acuerdo con la idea de que, en tales condiciones, era más fácil aprovechar las oportunidades de evasión, si aparecían inesperadamente. Surgieron una o dos de estas ocasiones y, gracias a este sistema, fueron debidamente utilizadas. En lo que se refiere a esconder el contrabando, muchos llevaban sus papeles encima, confiando en su ingenio para ocultarlos si los alemanes efectuaban un registro «relámpago».

Los registros tenían lugar de cuando en cuando, imprevisiblemente, cada cierto tiempo. A veces, recibíamos alguna advertencia, pero en otras ocasiones ninguna.

En una de estas últimas ocasiones, yo estaba muy atareado trabajando con un martillo de grandes dimensiones, cuando los alemanes entraron en nuestros alojamientos.

Cogí una toalla que había en una mesa cercana y metí el martillo entre sus pliegues. El método de registro era siempre el mismo. Todos los oficiales eran introducidos en una sola habitación, en el extremo de nuestro alojamiento, y encerrados allí. A continuación, los alemanes ponían patas arriba todas las demás habitaciones. Arrancaban las tablas del suelo, desprendían a golpes grandes trozos de yeso de las paredes, hurgaban en los techos, examinaban las luces eléctricas y todas las piezas del mobiliario, revolvían las ropas de cama y las colchonetas, sacaban el contenido de todos los armarios, vaciaban en el suelo el contenido sólido de todas las latas, vertían en el fregadero nuestros preciados aguardientes caseros, rompían los tableros de juego, cortaban las pastillas de jabón, vaciaban los retretes, abrían las rejillas de las chimeneas, esparcían los rescoldos del fuego de la cocina y desparramaban en el suelo las cenizas de todas las estufas.

Después, en la última habitación, desnudaban uno por uno a los prisioneros y examinaban incluso las costuras de sus ropas antes de permitirles volver al dormitorio principal, donde se encontraba ante el indescriptible caos provocado por el paso de los alemanes. Éstos solían encontrar algo de contrabando, aunque rara vez era de gran importancia.

Concretamente en esta ocasión, en la que envolví el martillo en la toalla, cuando me tocó el turno para ser registrado, dejé tranquilamente la toalla en la mesa junto a la que se encontraba el oficial alemán, y empecé a desnudarme. Cuando hubieron inspeccionado mis ropas, me vestí, recogí mi toalla «rellena» y abandoné la habitación…

En otra ocasión, la Gestapo decidió registrar el campo y enseñar a la Wehrmacht alemana cómo debían hacerse estas cosas. Emplearon linternas eléctricas para escudriñar remotas grietas y pidieron las llaves del campo para hacer sus rondas. Antes de que hubieran terminado su tarea, tanto las llaves como las linternas habían desaparecido y tuvieron que largarse con el rabo entre las piernas. La guarnición alemana no ocultó su regocijo. Nosotros devolvimos las llaves, tras haber hecho unos moldes, a nuestros verdaderos guardianes.

Volvamos al hilo de mi historia. Los cuatro evadidos estaban bien equipados para su viaje hacía la frontera suiza, ya que ahí se dirigian. Viajaron la mayor parte del trayecto en tren. Neuve y Luteyn atravesaron la frontera sanos y salvos, y Neuve fue el primer británico que logró volver a su casa tras evadirse de Colditz.

Hyde-Thompson y su compañero fueron detenidos en los controles de la estación de Ulm. Nos dieron la noticia de que Neave y Luteyn también habían sido capturados en la misma estación. Habían tenido lugar allí varios bombardeos de la RAF, lo que provocó la creación de una densa red de controles para rodear a los aviadores que se hubieran lanzado en paracaídas. Sin embargo, Neave y Luteyn habían conseguido evitar de nuevo a la policía de la estación, durante un momento en que los guardianes se despistaron. Cuando Hyde-Thompson llegó a Ulm, los alemanes les estaban pisando los talones. Es posible que la policía hubiera recibido ya algún aviso, pero en cualquier caso, cuando sospecharon de él, ya no tuvo ninguna oportunidad de salirse con la suya.

La mala suerte de Hyde-Thompson nos enseñó otra lección. Nuestra experiencia la estábamos pagando muy cara. A partir de entonces, no permitiríamos que más de dos evadidos al mismo tiempo siguieran el mismo camino.