Capítulo 2
Primer intento en pos de la libertad
El 4 de septiembre comimos bien y preparamos nuestro equipo, dando los toques finales a nuestra indumentaria. Fueron distribuidos los mapas, unos buenos mapas topográficos que habíamos podido encontrar, y otros que habían sido cuidadosamente dibujados sobre delgado papel higiénico. Empaquetamos nuestras raciones de alimentos, a base de avena cruda mezclada con azúcar procedente de la cocina alemana. Distribuí mi parte en dos bolsas pequeñas de lona, fuertemente cosidas, que colgué alrededor de mi cuello, de modo que cayeran sobre mi pecho formando un busto prominente, ya que me disponía a huir disfrazado de mujer. Todavía poseía una gran bolsa marrón que había encontrado en un cuartel de Charleville. Podía llevarla en la mano una vez disfrazado de mujer, y más tarde a la espalda, cuando hubiera recuperado mi condición masculina. No había sitio para mis botas, y, por lo tanto, hice un paquete envolviéndolas en papel de color pardo.
Mi atuendo femenino consistía en un gran pañuelo rojo, de lunares, para la cabeza, una camisa deportiva blanca haciendo las veces de blusa, y una falda confeccionada con una vieja cortina de color gris, que también había conseguido durante el viaje a través de Alemania. Me había afeitado las piernas y las había «bronceado» con yodo, y calzaba unas sandalias negras.
Una vez fuera del campo tenía la intención de convertirme de nuevo en hombre mediante un sombrero tirolés de color gris verdoso, hábilmente confeccionado y teñido, a partir de una tela caqui, por un sargento británico (que era sastre en la vida civil); un grueso pullover sobre la camisa; un chaquetón de tela gruesa por si llovía (también sustraído durante el viaje hacia Alemania); unos pantalones cortos azules, que había obtenido cortando los pantalones de un aviador belga (producto de un trueque); calcetines blancos de lana, estilo bávaro, del modelo corriente en el país, adquiridos a un precio escandaloso en la cantina alemana; y mis botas marrones del ejército, teñidas de negro.
Los otros poseían una indumentaria similar, aunque con pequeñas diferencias individuales. El sastre había conseguido sombreros tiroleses para todos y además había cortado una capa austríaca para Harry Elliott. Lockwood también saldría disfrazado de mujer, y su indumentaria era más o menos como la mía. Rupert tenía una vieja manta gris que transformó en capa. Éramos un grupo bastante estrafalario y difícilmente hubiéramos podido pasar una inspección atenta, a la luz del día, pues carecíamos de la experiencia necesaria para confeccionar prendas de vestir con un buen acabado partiendo de cero. Sin embargo, la idea consistía en hacernos pasar por jóvenes excursionistas austríacos, y sólo nos verían al atardecer o a primera hora de la mañana.
Aquella noche, nuestros compañeros de habitación fabricaron unos maniquíes que pusieron en nuestras camas, lo suficientemente válidos para pasar la breve inspección de la patrulla nocturna alemana que cruzaba la sala. Todos dormimos en diferentes salas del mismo edificio donde estaba el túnel, turnándonos con otros oficiales, y estas disposiciones las tomamos en el mayor secreto posible para evitar comentarios y, sobre todo, para acallar la contagiosa atmósfera de excitación. Los oficiales superiores de las salas en cuestión, que debían declarar, cada noche, al oficial alemán de guardia, el número de oficiales presentes, ni siquiera conocían las adiciones o sustracciones efectuadas en sus rebaños.
Teníamos que levantarnos a las cuatro de la madrugada. Ninguno de nosotros durmió mucho, aunque ya intentamos evitar dormir en exceso, pues habíamos conseguido un par de despertadores como precaución. Recuerdo que golpeé la almohada con la cabeza cuatro veces, una vieja costumbre de mi infancia que, por alguna razón inexplicable, solía dar resultado. Esta vez no fue necesario. Pasé una noche muy desagradable, bañado en un frío sudor por los hechos que se avecinaban y por mi estado de nerviosismo, y con aquella peculiar sensación en el estómago que acompaña a la tensión nerviosa y a la rigidez muscular. Mi mente revisó una y otra vez los pros y los contras, las posibilidades de éxito, inmediato y posterior, y también los riesgos. Si disparaban, ¿lo harían a matar? Si nos capturaban, antes o después, ¿cuáles serían nuestras posibilidades? ¿Ser liquidados, o desaparecer en un campo de concentración? En aquellos días de la guerra, nadie conocía las respuestas. Era la primera fuga desde aquella prisión, y probablemente la primera fuga de oficiales británicos desde una prisión de seguridad en Alemania. Éramos unos conejillos de Indias.
Nos prestábamos al experimento con los ojos bien abiertos, eligiendo entre dos alternativas: intentar la fuga, corriendo el riesgo de pagar el más alto precio, o enfrentarnos a una sentencia de cárcel por tiempo indefinido. Eran muchos los que se resignaban desde el principio a la segunda de estas alternativas. Eran hombres valientes, pero sus caracteres diferían de los de aquellos hombres que escapaban, fracasaban, y volvían a escapar otra vez; aquellos hombres que, cuando ya habían escogido entre la fuga y la resignación, no podían darse por vencidos, incluso en el caso de que la guerra durase el resto de sus vidas. Estoy seguro de que la mayoría de los hombres que trataron de escapar lo hicieron para protegerse a sí mismos. Instintiva e inconscientemente, pensaron que la resignación no significaba la muerte física, pero sí la mental, y tal vez la locura. Mi caso no fue excepcional. Un terrible período de depresión bastó para decidir mi destino futuro como prisionero. Un estado morboso, en el que la visión del vacío se extendía más allá del horizonte de mis pensamientos, fue suficiente para convencerme.
A las cuatro de la madrugada, cuando todo estaba oscuro, me coloqué debidamente mi busto femenino, y me puse la blusa y la falda. Nos deslizamos hacia abajo, hasta nuestro punto de reunión en los lavabos, junto al cuarto donde empezaba el túnel. Había un grifo abierto, llenando poco a poco una botella de agua. El grifo goteaba y el sonido de las gotas era estridente y exasperante. Había un centinela a sólo treinta metros de distancia, junto a la cerca del patio. Pensé que por fuerza tenía que oírlo… Eran los nervios. El capitán Gilliat, uno de los ayudantes, llevaba una capa antigás que crujía estruendosamente cuando se movía, y estuvo a punto de volvernos locos. Había ya un vigilante en el extremo del túnel, esperando para transmitir la señal cuando el centinela más cercano a la salida del túnel abandonase su puesto. Otros espías se hallaban apostados en puntos estratégicos para dar la alarma en caso de que repentinamente apareciera una patrulla junto a los edificios. Esperamos.
A las 5.15, el centinela situado junto a la salida del túnel todavía permanecía en su puesto. Era probable que no lo abandonase hasta las seis. Nada podíamos hacer, más que esperar en silencio, mientras nuestros corazones galopaban y nos martilleaban las costillas.
Se oyó, de pronto, un ensordecedor estruendo, y una reverberación metálica, como si hubieran golpeado con martillos cincuenta gongs a la vez. Se oyó otro estruendo, y un tercero, cada vez con menor intensidad, y finalmente unos chirridos estridentes. Era de suponer que esto fuese el final…, pero nadie tenía permiso para moverse. Nuestros vigilantes ocupaban sus puestos y en caso de que nos avisaran disponíamos de tiempo para desaparecer. Los hombres situados en el cuarto del túnel estaban bien recluidos y podían ocultarse en la excavación. Que cundiera el pánico hubiera resultado peligroso.
Dick Howe y Peter Allan, cansados por la larga espera, se habían apoyado en una de las artesas de hierro forjado, sólidas y de tres metros y medio de longitud, que utilizábamos como lavabos comunes, y finalmente se sentaron en su borde. Un momento después, toda la artesa se vino abajo sobre el suelo de hormigón. De haberlo pensado durante semanas, dudo que se me hubiese ocurrido un procedimiento mejor para hacer el mayor ruido posible con el mínimo esfuerzo. Los sucesivos golpes y chirridos, que nos habían puesto los pelos de punta, fueron a causa de Dick y Peter, que, tras hacer un frenético intento para evitar el desastre, estaban saliendo como podían de entre las ruinas y colocando de nuevo la artesa en su debida posición.
Esperamos la señal que debía ordenarnos que regresáramos. Pasó un minuto, pasaron cinco minutos, y después… empezamos a respirar de nuevo. No apareció ningún alemán. Nunca logré saber por qué no vinieron. El ruido había despertado a la mayoría de los oficiales del edificio, que era un caserón enorme, y el centinela situado junto al patio, treinta metros más allá, debió dar un salto al oír aquel estruendo. Sin embargo, por alguna razón inexplicable, no hizo nada al respecto.
Oímos un campanario lejano que daba las seis y esperamos con una ansiedad cada vez mayor, a medida que pasaban los minutos. Finalmente, a las 6.15 nos llegó la señal: «¡Todo despejado!». Al cabo de un momento, se abrió la puerta y nos introdujimos en el túnel. Avancé rápidamente a gatas hasta el final, escuché durante un par de segundos y me puse a trabajar como un loco. Cayeron los listones y apilé tierra y cenizas a mi derecha y detrás de mí, con la mayor rapidez posible. Afuera había luz y, al hacerse mayor el agujero, pude ver varios detalles del cobertizo. Había allí los habituales instrumentos de limpieza hogareña, montones de cajas de cartón en un extremo, ropa tendida en una cuerda, y después la puerta de tablas de madera con su cerradura: un enorme candado, de aspecto impresionante, colgado en ella. Hice un primer intento para salir, pero la abertura era todavía demasiado pequeña. La ensanché y después conseguí ascender hasta el cobertizo. Ayudé a Rupert y a Peter a subir, indicando a Dick, que era el siguiente, que esperase abajo mientras nosotros encontrábamos el camino de salida. Efectuamos una rápida inspección. El candado se negó a abrirse cuando metí en él un trozo de alambre, a modo de llave. Trepé por las cajas de cartón para llegar hasta un gran hueco que había en los tablones de la pared, cerca del tejado, y entonces resbalé, y casi derribé la pila de cajas. Peter las sostuvo y volvimos a ponerlas bien. Examinamos la puerta que daba a la casa, pero también estaba cerrada. Y entonces, de repente, me acordé del destornillador. (Había pedido a Scarlet que me prestara uno, por si acaso). Examiné con mayor detenimiento los soportes que sujetaban al candado. ¡Qué tonto había sido!
El camino quedaba libre. Con las manos temblándome nerviosamente, saqué tres grandes tornillos que aseguraban el soporte a la madera y la puerta se abrió. Consulté mi reloj.
—¡Dick! —susurré a través del túnel—. Será mejor que subas en seguida; son las seis y media.
Mientras él empezaba a ascender por el agujero, llegó hasta nosotros el ruido de un caballo y un carro que se aproximaban.
—¡Quédate quieto, Dick! —Dije—. ¡No te muevas! —Y dirigiéndome a los demás, ordené—. ¡Arrimaos todos a las paredes!
Un momento después apareció el carro. Dick se mantenía rígido, a nivel del suelo, como un hombre que hubiera sido cortado por la mitad. El carretero no miró en nuestra dirección y el carro pasó de largo. Ayudamos a Dick a salir del agujero y entonces le repetí lo que él ya sabía.
—Vamos retrasados. Ha pasado ya nuestra media hora de seguridad y la mujer puede venir de un momento a otro. Alguien tiene que colocar todo esto en su lugar —señalé el candado y su soporte—. Necesitaremos cinco minutos para ello, y añadamos veinte minutos más para que podamos salir los seis.
—Scarlet necesitará quince minutos pasa cerrar y disimular el agujero —contestó Dick—. Son ya las seis treinta y cinco. Esto significa que serán las siete y cuarto antes de que todo esté despejado.
Nos miramos el uno al otro y supe que él leía mis pensamientos, puesto que habíamos estudiado el horario juntos muchas veces.
—¡Lo siento, Dick! El gráfico nunca ha señalado que la mujer llegue después de las siete, y ahora puede llegar de un momento a otro. Tendrás que cerrar debidamente la puerta y seguirnos mañana… —Le entregué el destornillador—. Haz un buen trabajo al cerrar nuestra «Leñera» —añadí—. Tu fuga depende de ello.
Rápidamente, nos limpiamos el uno al otro. A mí me preocupaba la parte posterior de mi falda, que había sufrido las consecuencias de la salida, puesto que habíamos abandonado el túnel deslizándonos sobre nuestro trasero. Repetí nerviosamente:
—¿Llevo el trasero limpio? ¿Está limpio mi trasero?
El centinela, situado unos cuarenta metros más allá en el pasaje, me vería por detrás, y yo no quería que se fijara en una falda excesivamente sucia.
Me anudé el pañuelo de lunares alrededor de la cabeza, abrí la puerta y salí a la luz diurna. Doblé la esquina de la calle lateral que conducía a la carretera, y noté un escalofrío en toda mi espalda, teniendo la sensación de que la mirada del centinela penetraba a través de mis omoplatos. Esperé el disparo. Recorrí treinta metros del callejón lateral con un paso corto, imitando, según creía, los andares de una campesina de mediana edad, y prolongando así, con cada metro, mi agonía. Finalmente, llegué a la carretera. No se había dado ninguna señal de alarma y doblé la esquina. La carretera estaba casi desierta. Unas pocas personas limpiaban sus escaparates, el propietario de un restaurante clavaba la hoja del menú, y una muchacha fregaba la acera. Pasaron dos ciclistas. Todavía reinaba en la población el ambiente de la madrugada y del sueño. Recibí algunas miradas casuales, pero no llamé la atención de nadie.
Después de haber recorrido unos doscientos metros, oí las fuertes pisadas de dos personas que me seguían marcando el paso. Llegué a una plaza y la atravesé diagonalmente, en dirección al puente que cruzaba el río. Los pasos resonaron cada vez más cercanos y potentes. Me estaban siguiendo… El centinela, sospechando algo, me había hecho seguir por una patrulla. Los hombres de la patrulla no corrían, por temor a que también yo echara a correr. Mi juego había terminado. Todo había concluido, pero pensé que valía la pena jugar hasta el final, y, con mis fardos, crucé el puente, sin atreverme a mirar detrás de mí. ¡Cómo resonaban aquellos pasos, primero en la calle y ahora en el puente! La patrulla llegó junto a mí y me adelantó sin decirme nada. Levanté la cabeza y, con gran alivio por mi parte, vi a dos jóvenes excursionistas. Eran Rupert y Peter, que caminaban animosamente delante de mí. No esperaba que se reunieran tan pronto conmigo.
Unos cien metros más allá del puente, me dirigí hacia la derecha, siguiendo a los otros dos. Esta ruta me condujo a una línea ferroviaria local, en dirección a las afueras del pueblo. Desde el campo podíamos ver estas vías, y habíamos acordado que seguiríamos el camino paralelo a ellas y nos reuniríamos en el bosque, más o menos a medio kilómetro de la población.
Cuando doblé la esquina, una niña que estaba jugando me miró y llamó mi atención. En su cara había una expresión de asombro. Pensé que yo podía resistir la mirada casual de un observador adulto, pero no la penetrante observación de una niña. Ésta siguió mirándome, con los ojos muy abiertos, mientras pasaba ante ella, y cuando ya había recorrido unos metros oí que entraba corriendo en la casa, sin duda para decirles a sus padres que salieran y contemplaran el extraño espectáculo de aquel hombre disfrazado de mujer. Nadie salió, y llegué a la conclusión de que no habían dado crédito a sus palabras. ¡Los adultos siempre son más inteligentes que sus hijos pequeños!
Era una mañana neblinosa, que auguraba un día de calor. Seguí la línea férrea hasta el bosque, donde las vías se dirigían hacia la izquierda, formando una amplia curva. Oí que se acercaba un tren y me oculté entre los árboles. Pasó el tren y yo seguí caminando un corto trecho, esperando ver a los otros dos aguardándome. No había ni rastro de ellos y empecé a preocuparme. Silbé, pero no hubo ninguna respuesta. Seguí caminando lentamente, silbando: «Colgaremos nuestras ropas en la Línea Sigfrido…». Debían estar en el bosque, cerca de mí, pero seguía sin recibir respuesta, y poco después oí disparos a lo lejos y ladridos de perros. Inmediatamente, me adentré en el bosque y decidí ocultarme y cambiarme rápidamente de ropa. No podía seguir caminando con mi falda improvisada. Era muy posible que los padres de aquella niña hubieran telefoneado al campo o a la policía, en cuyo caso estarían buscando a un hombre vestido con una falda de mujer…
Estaba cerca del río y no tardé en introducirme entre los juncos, aprovechando para empezar a cambiarme. Eran casi las 7.15. Los disparos proseguían con un ritmo espasmódico y el ladrido de los perros iba en aumento. Yo tenía los nervios de punta; estaba seguro de que había comenzado nuestra persecución, y además había perdido a los otros dos. Rupert tenía la única brújula, una excelente brújula del ejército que le había regalado otro oficial y que habíamos conseguido ocultar a pesar de todos los registros. Yo no podía llegar muy lejos sin una brújula.
De pronto oí que se acercaba alguien por un sendero del bosque, cerca del juncal. Me agazapé y esperé hasta que pude verlos. ¡Gracias a Dios, volvían a ser mis dos excursionistas!
—Creí que os había perdido definitivamente —dije, finalizando rápidamente mi cambio de indumentaria y ocultando la falda entre los juncos—. Ya me estaba preguntando cómo llegaría a Yugoslavia sin una brújula.
—¿Qué son esos disparos? —preguntó Peter.
—No tengo ni la menor idea, pero no me gustan. Probablemente, han descubierto algo y los centinelas del campo están disparando. De un momento a otro, saldrán a perseguirnos. Tenemos que escondernos.
—A mí me suena como si fueran prácticas de tiro —observó Rupert.
—Sí, pero ¿por qué no los hemos oído nunca hasta hoy? —Repuse—. ¿Y qué me dices de los perros?
Son, probablemente, los perros del pueblo que ladran al oír los disparos.
—Lo cierto es, Rupert, que nunca hemos oído hasta hoy un tiroteo como éste, y además todavía hay niebla en muchos lugares. Yo creo que nos están persiguiendo y que lo mejor será ocultarnos cuanto antes.
—Y yo te apuesto cinco libras a que se trata de un ejercicio de tiro. Además, de nada sirve esconderse aquí. Estamos demasiado cerca del pueblo. Vamos, alejémonos cuanto antes.
Nos encaminamos a la cumbre de la colina boscosa por la que pasaba nuestra ruta en dirección al sur. Desde lo alto podríamos ver todo el terreno circundante. Cruzamos las vías del ferrocarril, después una carretera y finalmente unos campos antes de entrar en el agradable cobijo de otro bosque. Atravesamos los campos caminando tranquilamente, mientras Rupert, que era el que estaba menos nervioso, hacía cuanto podía para mantener constante el ritmo de nuestro paso. En el bosque asustamos a un par de gamuzas que huyeron ruidosamente, dándonos un susto mayúsculo.
Habíamos dejado nuestras huellas en la hierba de lo campos, humedecida por el rocío, y además habíamos perdido el aliento a causa de nuestra marcha cuesta arriba. Descansamos unos momentos y untamos nuestras botas con mostaza alemana, que habíamos traído con nosotros para burlar el olfato de los perros, y después seguimos ascendiendo. Oímos, a lo lejos, el rumor de unos leñadores entregados a su trabajo y procuramos mantenernos lejos de ellos. Finalmente, alrededor de las nueve, llegamos a la cumbre de la colina. Habían cesado los disparos, y también los ladridos. Esto nos insufló una renovada confianza. O bien los perseguidores habían perdido nuestra pista, o todo no había sido más que una falsa alarma, como pensaba Rupert.
Era la hora del Appell del campo, o sea la llamada para pasar lista, y pronto quedaría resuelta nuestra duda. Habíamos dispuesto que, desde una ventana situada a considerable altura en el edificio del campo de prisioneros, aparecería una sábana, como si fueran a airearla: sería blanca si la situación era favorable, y con cuadros azules si nuestra ausencia había sido descubierta.
Los alemanes efectuaban dos Appells distintos: uno para los oficiales e, inmediatamente después, otro para los suboficiales y clases de tropa, en otro patio. Esto nos daba una ventaja que no habíamos dudado en aprovechar. Yo había puesto a punto un plan con seis hombres «seguros y fiables», según el cual asistirían al Appell de los oficiales y después se cambiarían rápidamente en los retretes para aparecer, con uniformes de rango inferior, en la otra revista. Hoy sólo eran necesarios tres de ellos.
Era una mañana espléndida y trepé a un árbol para contemplar el valle, ahora libre ya de niebla y bañado por la luz del sol.
La vista era magnífica, con todo el esplendor del mes de septiembre, y el río, en primer término, deslizándose sobre su pedregoso lecho como una franja de luz centelleante.
Pude ver, a lo lejos, nuestra prisión, cuyos muros reflejaban un cálido color dorado. Jamás había pensado que a nuestro Palacio Arzobispal pudiera aplicársele el adjetivo de hermoso, pero, desde lejos, ciertamente lo era. Y entonces comprendí la razón, puesto que ya no podía distinguir las ventanas de sus muros. Estábamos más lejos de lo que habíamos calculado, y el ángulo de incidencia de la luz solar no nos era favorable. No podíamos ni pensar en distinguir una sábana, cualquiera que fuese su color. Más tarde, cuando el sol hubo avanzado, Peter trepó también al árbol, pero apenas pudo distinguir las ventanas y, aunque su vista era muy aguda, no logró ver ni rastro de la sábana.
Nos ocultamos durante todo el día entre unos jóvenes abetos, en lo alto de la colina. Sólo nos causó una cierta alarma un leñador que pasó cerca de nosotros, pero que no nos vio. Efectuamos un reconocimiento a lo largo de la falda meridional de la colina, siguiendo la ruta que emprenderíamos por la noche, pero el bosque la ocultaba durante un largo trecho y pronto abandonamos esta empresa, confiando en que la oscuridad nos ayudara todo lo posible. Nuestro escondrijo era excelente y creo que sólo los perros hubieran podido encontrarnos.
Yacíamos sobre una hierba de considerable altura, en un claro entre los árboles, y allí dormitamos de vez en cuando sin apenas hablar. El sol brillaba en un cielo sin nubes. Era magnífico disfrutar de la vida, respirar el aire de la libertad, el aroma de los pinos y de la hierba seca, oír el murmullo de los insectos voladores a nuestro alrededor y los golpes lejanos del hacha de un leñador, escuchar el canto de la alondra sobre nuestras cabezas y verla volar, como una rapidísima mota en el espacio infinito de aquel cielo azul y despejado. Por fin éramos libres. Una tranquilidad pacífica y una silenciosa contemplación de aquel día tan hermoso se extendían sobre nosotros. Reinaba un discreto silencio en aquel paisaje rural, agradable y bañado por el sol, y nosotros nos sentimos en armonía con él. Nuestros corazones rebosaban agradecimiento. Llegué a pensar que los animales no necesitan hablar.
Llegado el mediodía, nos sentamos y consumimos nuestras parcas raciones. Habíamos calculado que debían durarnos doce días. Bebimos cada uno un sorbo de agua de una pequeña botella, intercambiamos unas breves observaciones acerca de las posibilidades que tendrían Dick y los otros al día siguiente, y después volvimos a sumirnos en nuestro sueño. Comenzó una hermosa tarde otoñal, y con ella llegó una nota de frescor en el aire, mientras el sol se hundía pacíficamente en el horizonte. Rara vez en toda mi vida he pasado un día más feliz. Era como si la guerra no existiera. Nos abrigamos, espolvoreamos con yeso los calcetines y las botas, y, cuando ya iba a hacerse oscuro, nos pusimos a andar cuesta abajo a través de los bosques, en dirección al sur, hacia Yugoslavia, que estaba a unos doscientos cincuenta kilómetros de distancia, a través de las montañas del Tirol austríaco. Esperábamos cubrir este camino en diez días.