Capítulo 7
La comunidad de naciones
Corría el mes de marzo de 1941. El campo se iba llenando poco a poco y el contingente británico había aumentado gracias a la continua llegada de nuevos huéspedes, fugitivos todos ellos, exceptuando unos cuantos «saboteadores del Reich», entre los que había tres curas castrenses. Un día llegaron unos sesenta oficiales holandeses. Curiosamente, su oficial superior era el mayor English, cuando el nuestro era el coronel German[13]. Los holandeses formaban un grupo selecto de hombres que dejaban muy alto el pabellón de su país. Todos eran oficiales de las colonias holandesas en las Indias Orientales. Al estallar la guerra, habían embarcado con sus tropas rumbo a Holanda, para ayudar a su patria. Cuando Holanda fue ocupada, el Alto Mando alemán ofreció una amnistía a todos aquellos oficiales holandeses que firmaran cierto documento, el cual, si se cumplían sus estipulaciones, prohibía al oficial tomar parte en todo lo que se opusiese a los deseos del Reich alemán, y también exponía condiciones relativas al mantenimiento de la ley y el orden, así como a la obediencia en el interior del país. Era, aparentemente, un documento astutamente redactado y, en su gran mayoría, los oficiales del ejército territorial holandés lo firmaron.
En cambio, casi todos los coloniales se negaron a firmarlo, e inmediatamente fueron enviados a prisiones alemanas. Tras numerosas vicisitudes, entre ellas interminables batallas orales con los alemanes y numerosos intentos de fuga, finalmente dieron con sus huesos en Colditz. Dado que todos ellos hablaban fluidamente alemán, eran tercos como mulas y bravos como leones, odiaban cordialmente a los alemanes y no se abstenían de demostrarlo, resultaban especialmente problemáticos como prisioneros.
Siempre se presentaban en la revista impecablemente vestidos y entre ellos mantenían un alto nivel de disciplina. Lamento decir que los franceses y nosotros éramos las ovejas negras en lo que se refiere a la indumentaria para las revistas. En el mejor de los casos, el oficial francés nunca presenta un aspecto pulcro. Su uniforme no es demasiado elegante y, por otra parte, a los franceses no les preocupa demasiado la «fachada».
Los británicos eran todavía más infortunados, pero tenían una excusa para aparecer como un grupo más bien harapiento. El uniforme británico de combate no es muy elegante que digamos, y la mayoría habíamos perdido una parte del mismo cuando fuimos capturados —gorra, chaqueta o polainas— y también eran muchos los que llevaban zuecos con suelas de madera, que nos habían dado los alemanes. Alguna que otra vez llegaba de casa un valioso paquete que contenía recambios para nuestro ajado vestuario, y una vez la Cruz Roja envió toda una partida de uniformes que representaron una gran ayuda. Sin embargo, éramos una compañía pintoresca, por no decir impresentable. Los prisioneros de otras nacionalidades habían conseguido traer consigo gran parte de su guardarropía y, al menos hasta que el tiempo dejó su huella en ellos, nos aventajaban sin lugar a dudas. Era corriente, por ejemplo, que un británico se presentara en la revista con un pasa— montañas de lana o sin nada en la cabeza, una chaqueta caqui, pantalones azules de la RAF o rojos del ejército checo, calcetines hechos en casa y de cualquier color, y con los pies calzados con un par de zuecos.
Y hablando de espectáculos pintorescos, la nota de color en las revistas la proporcionaban dos oficiales yugoslavos que se habían unido a nuestra feliz comunidad. Su uniforme, que consistía en amplios pantalones rojos y guerreras azul celeste con bordados, nos hacían comprender en qué Comunidad de Naciones habíamos llegado a convertirnos.
Primero estaba el contingente polaco. Después los ingleses, irlandeses y escoceses. El Imperio estaba representado por oficiales de la RAF procedentes de Canadá, Australia y Nueva Zelanda, y por un médico militar, el capitán Mazumdar, de la India. Entre los franceses se contaban varios oficiales de Argelia y el contingente judío. Estaban los dos yugoslavos y varios oficiales belgas. Los Países Bajos eran representados por un ayudante de campo de la reina Guillermina, y en último lugar, pero no por orden de importancia, la compañía holandesa de las Indias Orientales que completaba esta procesión de naciones.
Colditz era el único campo de esta clase en Alemania y la solidaridad existente entre las diversas nacionalidades siempre había sorprendido a los alemanes. Esta Alianza entre nosotros no se basaba en ninguna razón artificial, sino que era natural y procedía de algo muy profundo de nosotros mismos, y era capaz de resistir múltiples pruebas. Era un vínculo lo bastante sólido como para resistir todo intento alemán encaminado a enemistar a una nacionalidad con otra.
Uno de los castigos comunitarios más frecuentes que se imponía a cualquiera de los contingentes, consistía en la reducción de las horas de recreo permitidas en el boscoso parque del castillo. Cuando esto ocurría, todos saboteábamos la parada que se organizaba para salir hasta que los alemanes levantaban la prohibición. Si un oficial de cualquier nacionalidad era tratado injustamente, todo el campo se declaraba en huelga sin titubear, y lo único que sometíamos a discusión era la forma que debía tomar la huelga. En cierta ocasión, el capitán Mazumdar, fiel a una noble tradición, se declaró en huelga de hambre, y lamento decir que en esta ocasión no le imitó todo el campo. No era fácil conseguir la unanimidad y el sacrificio mutuo en lo referente a un medio de supervivencia tan elemental. En otra ocasión, el médico alemán del campo, de una forma neurótica, empezó a odiar a los polacos. Insistió en que Polonia ya no existía y que, en consecuencia, todo oficial polaco, cualquiera que fuese su graduación, debía saludarle marcialmente. Él era capitán, o Stabsarzt y, cuando intentó que el general polaco le saludara y armó un alboroto por esta causa, fue demasiado para los polacos. Todo el contingente inició una huelga de hambre y el resto del campo los apoyó… moralmente. Los jefes superiores de todas las otras nacionalidades cursaron quejas paralelas, sobre la actitud del médico, al comandante alemán. Tres días después, el comandante abroncó a su subordinado y los hambrientos oficiales polacos, tras haber obtenido un malhumorado saludo del Stabsarzt, se lanzaron de nuevo sobre sus vituallas con redoblado ardor.
La sentencia alemana para los cuatro que habíamos desaparecido una noche, consistió en una quincena de confinamiento solitario. Durante este encierro, ocurrió un tercer incidente desdichado que obstaculizó aún más nuestro plan acerca del túnel de la cantina. Un francés y un polaco se las arreglaron para desaparecer un día, y no se les echó de menos hasta el Appell de la tarde. Los alemanes sospecharon que se habían fugado cuando los prisioneros regresaron de su recreo en el parque, y buscaron todos los escondrijos posibles en las proximidades de la carretera que conducía a él. Los dos oficiales fueron hallados, ocultos en espera de que cayera la noche, en el sótano, que se utilizaba poco, de una casa cercana a la carretera (era usado como refugio antiaéreo). Se habían introducido en él sin ser vistos, pero esta operación no fue nada fácil. La habían llevado a cabo en cuestión de segundos, con la ayuda de otros oficiales que habían logrado distraer a los guardianes que acompañaban a los prisioneros en su marcha. Estos oficiales se habían situado estratégicamente entre la formación, para estar cerca de los soldados alemanes que, distribuidos a intervalos, caminaban a cada lado del cortejo. Cuando los dos oficiales que se disponían a fugarse llegaron a un punto predeterminado del camino, los otros hicieron gestos u observaciones destinados a distraer la atención de los alemanes más cercanos y lograr que apartaran la vista del lugar en el que iba a desarrollarse la acción. Tres segundos después de llegar a la altura del punto fijado, el francés y el polaco abandonaron la formación, y cinco segundos más tarde se encontraban detrás de una tapia que los ocultaba. Durante estos cinco segundos, fue preciso conseguir que ocho guardianes mirasen a la vez hacia el lado opuesto… Las posibilidades de éxito eran muy escasas, pero el truco funcionó. Cuando se hizo el recuento, después del período de recreo, frente a la entrada del patio, los mismos oficiales sembraron la confusión y uno de ellos, que hablaba alemán, logró que el sargento que estaba al mando de la formación llegara a creer que había contado mal, e incluso bromeó acerca de su discrepancia en torno a los números.
Fue una lástima que, en este caso, tan brillante comienzo no condujera a un final feliz y que no persistiera la confusión en el recuento en el siguiente Appell general. Generalmente, se efectuaba el Appell cuando ya había oscurecido, en el patio iluminado, pero en aquella ocasión se nos convocó a la luz del día, posiblemente a causa de que las sospechas del sargento alemán le movieron a dar este paso. Las horas del Appell variaban a menudo sin previo aviso, especialmente para descubrir la ausencia de prisioneros, y este detalle no hubiera debido pasarles por alto a los organizadores.
Sea como fuere, los dos oficiales, una vez capturados, explicaron una historia que ocultaba su verdadero método de fuga y que indujo a los alemanes a sospechar que habían descendido con cuerdas desde una claraboya de la buhardilla hasta el campo de césped bajo el cual quedaba camuflada la salida de nuestro túnel. A partir de entonces se colocó allí un centinela que hacía un recorrido por el cual podía ver la salida de nuestro túnel a intervalos de un minuto, tanto de día como de noche.
Este incidente me indujo a presentar una queja a través del coronel Germán y a pedir mayor conexión y cooperación entre las diversas nacionalidades, para que todos pudiéramos abandonar el campo casi pisándonos los talones. Prevaleció el sentido común y, a partir de esta fecha, no se dieron más casos graves de ocultación en los planes de evasión.
No obstante, nuestro túnel se había convertido en un callejón sin salida. Me desagradaba la idea de prolongarlo y convertirlo en un trabajo que durara mucho, ya que el tiempo iba contra el éxito de la empresa. Por su parte, los alemanes empezaron, gradualmente, a instalar nuevas cerraduras en lugares clave a lo largo del campo. Comenzaron por la de la cantina, y con ello nos privaron temporalmente de pasar largas horas trabajando en el túnel que había debajo.
Otorgamos el calificativo de «cruciformes» a las nuevas cerraduras. La descripción más simple que puedo dar de ellas consiste en compararlas con cuatro cerraduras Yale diferentes fundidas en una sola. Kenneth Lockwood obtuvo un molde a partir de la cera de una vela, de las cuatro aletas de la llave cruciforme que abría la cantina, y yo trabajé durante largo tiempo en la fabricación de una llave falsa. Había en el campo un consultorio de dentista que normalmente estaba cerrado, como lo estaba también el armario que contenía los instrumentos del dentista, pero estas cerraduras presentaron pocas dificultades para unos ladrones principiantes como nosotros. Desgasté varios dientes de la fresa eléctrica del dentista en el proceso de fabricación de mi llave, pero todos mis esfuerzos fueron vanos. Mucho me temo que, cuando hube terminado con ellas, muelas y fresas habían perdido ya toda su capacidad de corte o su poder abrasivo. A partir de entonces, siempre que oía los gritos de agonía de los pacientes en la silla del dentista, me angustiaba el remordimiento de haber sido yo la causa de tantos dolores inútiles. A menudo me he preguntado cuál hubiera sido mi destino si todos los visitantes del dentista se hubieran enterado de mi pecado oculto. Afortunadamente para mí, sólo uno o dos de mis fieles compañeros lo sabían, y mantuvieron el secreto. El dentista, que era un oficial francés prisionero, debió sacar una impresión muy penosa acerca del acero alemán de aquellos instrumentos. Realizó un trabajo excelente al empastarme una muela antes de que yo le estropeara su instrumental, utilizando no sé qué clase de porquería como empaste. No puedo explicarme la existencia de aquella silla de dentista y aquel instrumental tan modernos. Los polacos decían que ya estaban allí cuando ellos llegaron. Antes de la guerra, el castillo había sido utilizado, entre otras cosas, como asilo de dementes. Tal vez consideraban demasiado arriesgado permitir que los dementes visitaran un dentista en la ciudad…
En esta fase aciaga, cuando discutíamos acerca de qué podíamos hacer con nuestro túnel, Peter Allan y Howard Gee (un recién llegado), que hablaban los dos un alemán excelente, informaron sobre la existencia de un centinela alemán complaciente. Era un tipo simpático y empezó a dedicarse a hacer contrabando a pequeña escala en beneficio nuestro: un huevo fresco de vez en cuando a cambio de chocolate inglés, o una libra de café auténtico por una lata de cacao, y así sucesivamente. Corría un riesgo tremendo, pero parecía hacerlo con ecuanimidad —tal vez con un exceso de ecuanimidad— y decidimos arriesgarnos también y atacar a fondo. En varios encuentros clandestinos, en umbrales de puertas y en los rincones de los muros del patio, Peter y Howard Gee se ganaron al centinela y finalmente sugirieron que podría obtener una buena suma en metálico si por una vez «miraba hacia el otro lado» mientras ocupaba su puesto de centinela.
Al soldado le agradó la idea. Se le dijo que tendríamos que arreglar las cosas de modo que él hiciera una ronda como centinela por espacio de dos horas, en un día determinado, efectuando cierto recorrido, y que en el intervalo de diez minutos, entre dos señales acordadas, debía quedarse plantado (lo cual estaba permitido) en un punto concreto de su ronda. Recibiría como adelanto cien Reichmarks de recompensa, de una suma total de quinientos Reichmarks (unas 34 libras esterlinas de la época), y el resto le sería lanzado desde una ventana adecuada, una hora después del intervalo de diez minutos. Se le dijo también al soldado que no dejaríamos ninguna pista que pudiera levantar sospechas o permitir acusarle de negligencia en su deber. Él escuchó atentamente y se mostró conforme. ¡La evasión había comenzado!
El primer grupo de fuga estaba formado por doce oficiales, entre ellos cuatro polacos. Franceses y holandeses eran todavía unos recién llegados, mientras que los polacos era ya viejos camaradas en los que se podía confiar, lo cual justificaba su inclusión. Además, se decidió que participaran oficiales de otra nacionalidad porque disponer de una diversidad de idiomas era muy conveniente, y también en beneficio de la moral del campo. Los polacos se habían mostrado más que dispuestos a ayudar desde que llegamos nosotros, en su mayoría hablaban alemán fluidamente, algunos conocían bien Alemania, y aquellos que pensábamos dirigirnos hacia el mar del Norte o Polonia escogimos a polacos como compañeros de viaje. Unos pocos decidieron viajar solos.
Mi mente estaba ocupada por otro problema: ¿cómo conseguir la entrada de trece oficiales, doce dispuestos a intentar la evasión y uno para cerrar la entrada, en la cantina? Durante las horas en que ésta estaba abierta, examiné detenidamente la cerradura cruciforme y llegué a la conclusión de que, desde el interior, podría desmontarla casi por completo, lo que permitiría abrir la puerta.
Intentaríamos la evasión después de la revista nocturna y en plena oscuridad.
Se decidió el gran día: sería el 29 de mayo. Planeé el derribo de la pared falsa para el día antes, para sacar todas nuestras provisiones y el material de fuga. Esta operación fue relativamente sencilla. Durante las dos horas que duraba el almuerzo, la cantina estaba cerrada, pero antes de que la cerraran yo disponía de dos horas para prepararlo todo. Eché abajo el falso tabique, saqué todo lo que habíamos guardado detrás para la fuga, lo escondí en el armario y preparé la salida del túnel para que luego tuviéramos el mínimo trabajo al efectuar la abertura final. Después de las dos, con la ayuda de una barrera formada por oficiales, salí del armario y todos los víveres y materiales fueron transportados a nuestros dormitorios.
Las disposiciones tomadas para la evasión eran las siguientes: Howard Gee, que no formaba parte del primer grupo, debía entenderse con el centinela, transmitiéndole la primera señal al recibir una indicación nuestra desde el túnel. Ésta debía darla primeramente yo, desde la salida del túnel, pasándola al decimotercer hombre de guardia, junto a la ventana de la cantina, en el patio, el cual la transmitiría a nuestras habitaciones por medio de una discreta señal luminosa. Seguidamente, Gee transmitiría la señal al centinela desde una ventana exterior. El «camino libre» se daría del mismo modo, con la salvedad de que nuestro decimotercer hombre debería trasladarse a la salida del túnel para que yo le diera la consigna, cuando ya hubiese cerrado debidamente la salida después de que todos hubieran abandonado el túnel. Lo haríamos por medio de su cordel del que tiraríamos a través de la capa de tierra. Yo me encontraría ya en el muro situado en el extremo más lejano del campo de césped antes de que la señal fuera transmitida al centinela.
El 29 de mayo amaneció muy nublado y pronto empezó a llover. Durante todo el día llovió a cántaros y fue, en realidad, uno de los días más lluviosos que habíamos tenido, pero esto suponía una noche oscura y no obstaculizaba nuestros planes. Aquella tarde indicamos al centinela qué puesto debía ocupar. Se le entregó su adelanto en metálico y se le explicó que debía detenerse en su ronda hacia la cantina cuando recibiera desde cierta ventana una señal convenida, así como mantenerse alejado de este lugar hasta recibir otra señal.
A medida que caía la tarde, la excitación iba en aumento. Los doce afortunados se vistieron con las prendas preparadas durante varios meses de paciente trabajo. Desde unos increíbles escondrijos salieron pantalones y gorras confeccionados con mantas grises alemanas, pullovers de punto multicolores, capotes militares transformados y teñidos, camisas caqui también teñidas y corbatas tejidas a mano. Todo ello quedó oculto y cubierto bajo otras prendas de aspecto más militar. También aparecieron mapas y brújulas de fabricación casera, y se discutió por última vez acerca de las rutas a seguir y las instrucciones para la evasión. A medida que pasaba el tiempo, la impaciencia iba en aumento. Yo sentía alternativamente calor y frío, y tenía las manos sudorosas y la boca seca. Todos experimentábamos la misma sensación, como pude comprobar al observar las risas forzadas y las bromas nerviosas que circulaban entre nosotros.
Permanecía oculto en la cantina cuando la cerraron al caer la noche, y desmonté la cerradura. Cuando se oyó el Appell nocturno, salí de la cantina aprovechando la presencia de un grupo de oficiales estratégicamente situado. Si, por cualquier motivo, un alemán empujaba la puerta, todo habría terminado, ya que sólo la sostenía una cuña de papel. Para el Appell, se habían apostado centinelas en todos los lugares estratégicos, y uno de ellos estaba muy cerca de la cantina. Apenas terminara el Appell, tendríamos que trabajar a toda prisa, pues todos los prisioneros tenían que volver a sus habitaciones, las puertas del patio se cerraban, y un oficial alemán comprobaba que todas las puertas estuvieran bien aseguradas. Los trece debíamos meternos en la cantina, protegidos por la barrera que nos ofrecían otros oficiales, sin perder ni un segundo de tiempo. Los doce fugitivos debían comparecer en la revista vestidos con sus ropas para la evasión, debidamente disimuladas bajo capotes y pantalones militares. Todas las mochilas, ya llenas, debían colocarse ordenadamente en el túnel durante las horas de cierre del mediodía, como ya habíamos hecho antes.
El Appell transcurrió sin el menor incidente. El coronel Germán, que formaba solo ante los demás, había engordado considerablemente, puesto que también se evadía con nosotros. Sin embargo, no suscitó el menor comentario. Inmediatamente después del «rompan filas», y casi ante las narices del centinela más cercano, los trece elegidos nos deslizamos silenciosamente junto a la puerta hasta encontrarnos dentro de la cantina.
—¿Y adónde iremos desde aquí? —preguntó uno de los oficiales polacos, que nunca había trabajado en el túnel.
—¡Debemos salvar la empalizada! —contesté, señalando el alto tabique de madera, sobre el cual ya se habían tendido sábanas.
El polaco se agarró a ellas y empezó a escalar el tabique de separación, con un ruido semejante al de un tambor. Unos fuertes resuellos, que recordaban el ruido de una cisterna de WC al vaciarse, acompañaron sus esfuerzos.
—¡Por el amor de Dios! —exclamé—. ¡Ahora no estás tocando en la orquesta de Paderewski!
—No —contestó el polaco dramáticamente, desde lo alto del tabique—, pero esta noche su espíritu me acompaña…
Por suerte, los ruidos procedentes del patio sofocaron todos los que hicimos nosotros en aquellos momentos.
Mientras volvían a poner la cerradura de la puerta, me quité el uniforme militar y lo entregué a nuestro hombre número trece. Éste tenía la misión de recoger todas las prendas sobrantes, ocultarlas en el armario y hacerlas desaparecer al día siguiente, con la ayuda de otros. Me dirigí, sin perder tiempo, al extremo del túnel, seguido de cerca por Barry, pues íbamos juntos, y empecé a trabajar en los dos palmos de tierra que había debajo de la superficie de la abertura. Afuera había oscurecido ya, y seguía lloviendo. El agua empezó a filtrarse a través de la tierra que cubría la salida del túnel, y al cabo de cinco minutos quedé empapado de agua fangosa. La patrulla de vigilancia comprobó la puerta de la cantina y pasó de largo. Pronto reinó la tranquilidad más absoluta en el campo. Al cabo de una hora, unas señales luminosas comunicaron que nuestro centinela había ocupado su puesto, y yo di la señal para que se mantuviera alejado de la ventana de la cantina.
Trabajé frenéticamente en la superficie del césped, recortando el cuadrado previsto, y después elevé lentamente la tapa de la abertura. El cuadrado se desprendió y, al hacerlo, un brillante resplandor inundó el túnel. Durante unos segundos, quedé cegado y además estupefacto. Era, desde luego, la luz del reflector situado a unos diez metros de distancia de la salida, que iluminaba todo el muro en aquella parte del castillo. Subí la tapa por encima del nivel del suelo y chorros de agua fangosa cayeron en el túnel a mi alrededor. Me impulsé hacia arriba y, con la ayuda de Rupert detrás de mí, salí al exterior.
Una vez fuera, miré a mi alrededor. Me sentí como un actor en un escenario. El reflector proyectaba una enorme y grotesca imagen mía en la blanca pared. Hileras y más hileras de ventanas hostiles, pertenecientes a la Kommandantur alemana, me miraban ceñudamente. Estas ventanas no tenían cortinas y, detrás de ellas, un ojo inquisitivo podía localizarme sin la menor dificultad. Sin embargo, se trataba de un riesgo inevitable. Rupert empezó a salir del agujero, mientras yo daba los últimos toques a la tapa para cerrarlo. Mi compañero tenía ciertas dificultades, pero me había entregado ya mi mochila y estaba subiendo cuando a mí se me ocurrió apartar la vista de mi tarea para echar un vistazo a la pared que tenía delante, y en ella vi una segunda sombra gigantesca, que se perfilaba junto a la de mi figura agazapada. La segunda sombra empuñaba un revólver.
—¡Atrás, atrás! —grité a Rupert, mientras una voz gutural gritaba también detrás de mí:
—Hande hoch! Hande hoch!
Me volví y me encontré ante un oficial alemán que me apuntaba con su pistola, mientras otro saltaba hacia la salida del túnel, al parecer dispuesto a disparar a través de ella.
—Schiessen Sie nicht! —grité varias veces.
Un par de disparos en el interior de aquel túnel revestido de piedras y ladrillo hubieran causado daños incalculables, puesto que estaba lleno de cuerpos humanos. El oficial situado junto a la abertura no disparó.
De pronto, aparecieron alemanes por doquier y todos los oficiales se dedicaron a dar órdenes al mismo tiempo. Me llevaron a la Kommandantur y, una vez en ella, me acompañaron a un cuarto de baño donde me desnudaron por completo y me permitieron lavarme, y después me condujeron a un despacho donde me encontré ante el Hauptmann Priem.
Éste estaba visiblemente satisfecho de su tarea nocturna y de buen humor.
—Ah hah! Es ist Herr Hauptmann Reid. Das ist schon![14] —dijo cuando entré, y continuó—: Nadie podía saber quién era el negro hasta que lo lavaron. Y ahora, cuando el negro ya ha salido del lavabo, ¿qué puede explicarnos?
—Creo que el negro del lavabo era cierto centinela alemán, ¿no es así? —pregunté a mi vez.
—Ciertamente, Herr Hauptmann. Los centinelas alemanes saben cuál es su deber. Todo este asunto me fue explicado desde un buen principio.
—¿Tal vez antes del principio?
—Herr Hauptmann Reid, esto no es lo que importa. ¿De dónde sale su túnel?
—Creo que es más que evidente —repliqué.
—¿De la cantina, pues?
—Sí.
—Pero a ustedes se les había encerrado en sus habitaciones. ¿Tienen un túnel que va desde ellas hasta la cantina?
—¡No!
—¡Claro que sí! Habían sido vistos en el Appell. Hace horas que la cantina ha sido cerrada. ¿Tienen un túnel?
—¡No!
—Ya lo veremos. ¿Cuántos de ustedes se encontraban allí?
—Tantos que nunca he podido contarlos con exactitud.
—Vamos, vamos, Herr Hauptmann, ¿todo el campo de prisioneros o sólo unos pocos?
—¡Sólo unos pocos!
—Perfectamente. Entonces espero que nuestros alojamientos para el confinamiento solitario no acaben demasiado poblados —dijo Priem, sonriendo de oreja a oreja, y añadió—. Cuando le vi, me sentí preocupado. Inmediatamente di órdenes para que nadie disparase. Sepa que tenía a mis hombres apostados en todas las ventanas y también abajo, en la carretera. Debían disparar si algún prisionero echaba a correr u ofrecía resistencia. Vi una figura, que era usted, retorciéndose en el suelo. ¡Creí que se había caído desde el tejado y se retorcía de dolor!
Mientras sucedía todo esto, dentro de la prisión se había desencadenado una fenomenal algarabía. El patio estaba lleno de soldados, y las patrullas corrían de un lado a otro tratando de localizar el extremo interior de nuestra ratonera. En nuestras salas se efectuaba la habitual revista en el cuarto de día, mientras los alemanes revolvían las camas y descubrían los previsibles trece muñecos inertes confeccionados con capotes y mantas. Primero estaban convencidos de que el túnel comenzaba en nuestros dormitorios del primer piso y, en consecuencia, levantaron todas las tablas del suelo, pero poco a poco empezaron a pensar que tal vez valiera la pena buscar en la cantina.
Una vez allí, mientras un fugitivo tras otro salía de la caja de registro entre gritos de «¡Otto a la vista!», a lo largo del túnel, mezclados con gritos de «Hande hoch! Hande hoch!» en la parte superior, los alemanes empezaron a saltar de excitación mientras sus pistolas apuntaban en todas direcciones. El oficial alemán que los mandaba era un segundo teniente ya de cierta edad. Tenía los labios blancos y temblaba de pies a cabeza. Fue un milagro que no se disparase ninguna de las armas, ya que los alemanes habían perdido todo el control sobre sí mismos. En su afán por no dejar escapar ni una pizca de su botín, desnudaron prácticamente de pies a cabeza a los frustrados fugitivos.
Éstos, en cambio, se mostraron relativamente tranquilos. Cuando uno de ellos encendió un cigarrillo, se produjo un tumulto, y sus guardianes se dirigieron hacia él, enfurecidos. El subteniente alemán se encontraba a su lado y los dos se vieron acorralados en una esquina, rodeados por un tropel de hombres armados e iracundos. Se produjo una nueva conmoción cuando la cara del coronel Germán apareció en la entrada del túnel. A la consternación le siguió la acción y nuestro coronel apenas logró salir del túnel, dado el número de alemanes que se apiñaban a su alrededor. Debían pensar que aquélla era una pieza de caza mayor.
Finalmente, se restableció algo semejante al orden y cada oficial, por turno, tras un minucioso registro, fue escoltado hasta nuestras habitaciones en paños menores.
Al día siguiente se efectuó la habitual investigación judicial. Los alemanes habían inspeccionado el túnel, pero lo que les desconcertaba era el hecho de que trece hombres pudieran encontrarse dentro de la cantina, que estaba cerrada con su irrompible cerradura cruciforme, inmediatamente después de un Appell y tras haber sido aparentemente encerrados en sus aposentos para pasar la noche.
Se dedicó especial atención a Kenneth Lockwood, como ayudante de la cantina. Le hicieron sentarse ante una mesa sobre la cual había un solo objeto: la llave oficial de la cantina. Dos oficiales alemanes se enfrentaron a él y repitieron ominosamente, en alemán, la pregunta:
—¿Cómo entraron en la cantina?
Kenneth fingió ignorar aquella llave hipnótica y les preguntó a su vez:
—¿Han leído Alicia en el País de las Maravillas?
La pregunta fue debidamente traducida.
—No —contestaron—. ¿Por qué?
—Porque Alicia pasaba a través de puertas muy pequeñas y ojos de cerradura comiendo algo que reducía su tamaño.
El intérprete tuvo cierta dificultad para aclarar esta respuesta, pero de pronto los oficiales prorrumpieron en carcajadas y Kenneth fue despedido sin que le hicieran más preguntas.
Durante largo tiempo, buscaron un túnel que comunicase con nuestros dormitorios, pero finalmente abandonaron la empresa. Supongo que finalmente descubrieron el método utilizado, cosa que no era tan difícil.
A su debido tiempo, fuimos sentenciados todos a quince días de encierro «solitario», pero, como de costumbre, todas las celdas individuales estaban ocupadas, por lo que cumplimos la condena en dos pequeñas habitaciones comunitarias. Irónicamente, uno de estos cuartos era aquél en el que comenzamos nuestro primer túnel, y donde Hank y yo habíamos sido sorprendidos.
La «Leñera II» todavía estaba en buenas condiciones, y, dado que anteriormente habíamos ocultado allí algunas provisiones, por fin las aprovechamos y durante nuestro encierro «solitario» no nos faltaron raciones extra. En este caso, el encierro «solitario» con trece oficiales apiñados en dos cuartos de reducidas dimensiones recordaba más bien el «Pozo Negro» de Calcuta.
Es innecesario decir que nunca más volvimos a ver a «nuestro centinela». Al menos, no recibió sus cuatrocientos Reichsmarks, lo que no dejaba de ser un consuelo. Y, por otra parte, los alemanes se preguntaron, perplejos, de dónde obteníamos el suministro de dinero alemán.