Capítulo 16
La doncella del rin

A partir del último intento de evasión de Niki desde el tejado del puesto de guardia, y de dos intentonas sucesivas, desde hospitales, llevadas a cabo por un teniente llamado Joseph Just, que le llevaron hasta la frontera suiza pero, por desgracia, no al otro lado de ella, los polacos parecieron retirarse de la vanguardia de la evasión. Desde luego, el «informador» nos había estado incomodando durante mucho tiempo, pues debían sospechar de él y eso quizá obstaculizó enormemente todos sus esfuerzos. También estaban amenazados por la posibilidad de que fueran sometidos a extorsión si cometían el menor delito, ya que sus familias estaban a merced de los alemanes. En enero de 1942, sin ningún aviso previo, les dijeron que empaquetaran sus cosas. Muy apesadumbrados, nos despedimos, y al estrecharnos las manos nos expresamos un deseo mutuo.

Auf Wiedersehen, nach dem Krieg![22]

Poca cosa más supimos de ellos. Fueron trasladados a fortalezas semiocultas en la zona de Poznan. Unos pocos de ellos consiguieron dirigirse hacia el oeste cuando ya casi terminaba la guerra. Niki murió tuberculoso.

Durante mucho tiempo, las salas que habían ocupado los polacos quedaron libres. Después, una mañana de primavera, llegó el gueto. Oficiales franceses judíos, procedentes de distintos campos de prisioneros, fueron reunidos y enviados a Colditz. ¿Por qué se les encarcelaba allí? Esta pregunta conducía a una cierta reflexión sobre cuál iba a ser el destino final de todos los huéspedes de Colditz. Éramos «malos chicos», así como un peligro y una molestia pública. Personalmente, yo no creía que tuviéramos grandes posibilidades de sobrevivir a la guerra. Si ganaban los Aliados, cosa que considerábamos casi como una certeza, Hitler y sus maníacos procurarían satisfacer todos sus deseos de venganza antes de bajar a los abismos y de que el Führer cumpliera la profecía del Gótterdámmerung, su ópera favorita. Aquella reunión de judíos franceses era de mal agüero. Si los alemanes ganaban la guerra, ellos, al menos, no sobrevivirían. ¿Y nosotros?

El contingente francés también había estado tranquilo durante algún tiempo. Parecía que se hubieran dormido en los laureles de la fuga de Lebrun. Por consiguiente, nos sentimos satisfechos, aunque dudando un poco acerca del resultado, al recibir la noticia de que los franceses habían comenzado un túnel. Su entrada estaba situada en lo alto de la torre del reloj, a treinta metros sobre el nivel del suelo, y tuve que reconocer que, de todas maneras, no dejaba de ser un buen comienzo.

Los túneles eran muchos, y generalmente sus salidas estaban al nivel del suelo, así que en Colditz, al menos, representaba una pérdida de tiempo casi segura empezar a trabajar según los métodos convencionales. Si alguien pensaba en el túnel, examinábamos las buhardillas, y si alguien proyectaba huir a bordo de un planeador (estoy hablando en serio, pues en Colditz llegó a fabricarse un planeador y, que yo sepa, todavía está oculto allí), empezábamos, si ello era posible, bajo el suelo. El corto túnel de Laufen y el túnel de la cantina de Colditz empezaron al nivel del suelo, aunque los alemanes habían asegurado las entradas de ambos con fuertes cerraduras. Las entradas clandestinas ascendieron al nivel de la segunda planta en la evasión del teatro, bajaron a la primera con el túnel de nieve, después volvieron a ascender hasta el tercer piso, con el túnel del pozo vertical de los holandeses, y ahora los franceses batían todas las marcas al iniciar su túnel en lo alto de una torre de reloj.

El peligro más serio, desde luego, a la hora de intentar construir túneles en Colditz, residía ahora en los detectores de ruidos instalados alrededor del castillo. Las fulgurantes apariciones de Priem en nuestro túnel de nieve y en el túnel de los holandeses habían sido demasiado rápidas, en comparación con lo que podía dar de sí la vigilancia habitual de los alemanes. Al mismo tiempo, en lo que se refería a las entradas de los túneles, las exploraciones que efectuaban los alemanes en suelos y paredes disminuían de manera inversamente proporcional al incremento de la altura en la que se trabajaba a partir del suelo.

El túnel francés era una empresa gigantesca. De momento, nos limitaremos a su entrada.

Poco después de haber comenzado su túnel, los franceses volvieron a hacer gala de su originalidad. Una tarde de primavera, un grupo mixto de prisioneros franceses, holandeses y británicos atravesó la tercera puerta de entrada, camino del campo de ejercicios, o el parque, como se le denominaba. La mayoría de ellos habían descendido ya la rampa que conducía a la carretera, cuando pasó por su lado una muchacha alemana de aspecto extraordinariamente atractivo. Altaneramente, no se dignó dirigir ni una sola mirada a los prisioneros y pasó junto a ellos, camino de la rampa que conducía al patio alemán del castillo. Se produjeron silbidos de admiración, procedentes de los prisioneros más osados, ya que se trataba de una verdadera doncella del Rin, con una dorada cabellera. Llevaba un sombrero de amplias alas y una blusa y una falda muy elegantes, así como zapatos de tacón alto. Era una muchacha alta y extraordinariamente hermosa, la pareja adecuada para uno de los semidioses alemanes…

Al pasar junto a nosotros, un valioso reloj de pulsera se desprendió de su muñeca, y cayó a los pies del capitán de aviación Paddon, que caminaba delante de mí. Este capitán era familiarmente conocido como «Ni un momento inactivo» Paddon, porque siempre se metía en conflictos, una y otra vez. La doncella del Rin no había advertido la pérdida de su reloj, pero Paddon, que era todo un caballero, lo recogió y gritó:

—¡Oiga señorita! ¡Se le ha caído el reloj!

La doncella del Rin, como un velero impulsado por el viento, se había alejado ya hasta casi perderse de vista. Entonces, Paddon gesticuló frenéticamente ante el guardián más cercano, explicándole:

Das Fraulein hat ihre Uhr verloren. Ja! Uhr… verloren[23] —y le enseñó el elegante reloj.

Ach so! Danke[24] —replicó el soldado, comprendiendo lo sucedido.

Cogió el reloj que le ofrecía Paddon y gritó a un centinela del patio que detuviera a la muchacha. Ésta se dirigía ya hacia la otra puerta, que conducía fuera del campo. El centinela la detuvo y a continuación le habló afablemente, explorando sin duda los ojos de la bella muchacha, que, por desgracia, no correspondieron con el mismo afecto. El centinela, al ver que ella no contestaba a sus frases amables, debió suponer que era demasiado altiva o quizá estúpida, o tal vez simplemente una mal educada.

Volvió a mirarla y esta vez advirtió algo: la cabellera rubia parecía mostrar un detalle extraño. La segunda inspección, a un metro de distancia, fue suficiente. Cuando nuestro guardián llegó jadeante, con el reloj, a la doncella del Rin le habían quitado ya su Tarhelm[25] y, una vez desprovista del sombrero y la peluca, había aparecido la cabeza del teniente Bouley (Chasseur Alpin) que por desgracia no hablaba ni una sola palabra de alemán.

Esta evasión había sido el resultado de largos meses de pacientes esfuerzos, y preparada con la ayuda de la esposa del oficial, desde Francia. A los franceses se les permitía recibir paquetes directamente de sus familiares, y uno de ellos posibilitó el intento de evasión. El teniente se encontró en posesión de un equipo completo de ropa femenina, que incluía unas medias de seda. La cabellera dorada era la obra maestra de un peluquero, confeccionada con cabellos auténticos, teñidos, rizados y debidamente cosidos. La cabellera se fabricó en Colditz. El gran sombrero de paja era un producto de la moda francesa y de una hábil labor de tisaje, utilizando paja de Colditz. La transformación se había llevado a cabo durante semanas y equivalía a un truco de prestidigitación que, con gran pesar por mi parte, nunca vi ensayar. El «prestidigitador» tenía tres cómplices y disponía de los habituales «espías» para distraer momentáneamente la atención de los centinelas, cuando volviera la esquina de la salida que conducía al parque. Llegado a este punto, el «prestidigitador» podía contar con unos segundos de «invisibilidad», que podían alargarse hasta diez o doce si un buen ayudante se ocupaba del guardián situado inmediatamente detrás de él. Estos guardianes marchaban a lo largo de las hileras de prisioneros, a ambos lados, a una distancia entre sí de diez metros.

Parte de la transformación se realizó durante la marcha, antes de llegar a la esquina; por ejemplo, se puso el reloj de pulsera, se ajustó las medias de seda, se pintó los labios y se empolvó la cara. Cuando llegó a la puerta de salida, se calzó los zapatos de tacón alto. Llevaba ya puesta la blusa, con senos artificiales debajo, todo ello oculto por una capa puesta sobre sus hombros. Llevaba la falda enrollada alrededor de la cintura. Sus cómplices transportaban la peluca, el sombrero y el bolso de la dama. Esta historia tiene una moraleja que merece ser comentada. Yo no había sido informado acerca de este intento y, desde luego, estaba de acuerdo con los franceses, que quisieron guardarlo en el mayor secreto. Era mucho mejor, por ejemplo, que el grupo que marchaba hacia el parque ignorase por completo lo que estaba ocurriendo. Los participantes se comportaron así con toda naturalidad, mientras que el menor susurro, o el gesto de alzar la cabeza o ponerse de puntillas —cualquier movimiento consciente— hubiera podido malograr el plan. No obstante, si me hubieran informado no habría sido muy diferente. Yo no hubiera podido advertir a todos los británicos que marchaban con aquel grupo, porque hubiera sido peligroso. Sin embargo, la moraleja es la siguiente: ya que daba la casualidad de que yo me encontraba detrás de Paddon durante aquel paseo, si hubiera sabido lo que se tramaba hubiera podido evitar el incidente del reloj, y la fuga probablemente se hubiera realizado.

Como de costumbre, a causa de este intento de evasión el parque quedó cerrado para los prisioneros durante un tiempo. No obstante, apenas volvieron a reanudarse los paseos, Vandy anunció que sus hombres preparaban otro intento de evasión. Pregunté en qué dirección, y él me contestó que desde el parque.

Los alemanes retiraban una y otra vez el «privilegio» de ir al parque para dar un paseo de dos horas en un recinto rodeado por alambradas de espino, en el fondo del valle, a causa de las insubordinaciones de los prisioneros, como castigo por alguna evasión o simplemente para fastidiarnos. Durante esta época, a finales de la primavera de 1942, cuando no nos retiraban el privilegio, los holandeses solían sentarse juntos en la hierba, en medio del recinto de las alambradas, y uno de ellos leía para los demás. Personalmente, yo no iba muy a menudo al parque, ya que me deprimía un poco. Los centinelas alemanes se mantenían junto a las alambradas, de modo que, cuando los oficiales paseaban siguiendo el perímetro del recinto, pasaban a pocos metros de ellos. Estoy seguro de que los alemanes confiaban este servicio a centinelas que hablaban el inglés y que escuchaban todas nuestras conversaciones. De todos modos, lo que oían no era muy edificante, ya que muchos prisioneros insistían en explicar, con toda clase de detalles, lo que pensaban acerca de los alemanes, de la raza alemana y del Tercer Reich en general.

El día fijado por Vandy fui, sin embargo, al parque, y vi a los holandeses formando su grupo habitual, mientras un hombre corpulento y con barba negra, ataviado con un capote militar, leía para ellos sentado en medio de todos. Observé también que no estaba quieto ni un momento, como si sufriera extraños picores. Sostenía su libro y siguió leyendo durante una hora y media. Oficialmente, el paseo duraba dos horas, pero al principio y al final de este período se concedía un cuarto de hora para formar y contar los prisioneros presentes. Sonó el silbato y los prisioneros se acercaron lentamente a la puerta de entrada, donde se alinearon para el recuento antes de regresar al castillo. Todo se hizo como de costumbre e iniciamos el regreso. Era también habitual que, cuando los prisioneros abandonaban el parque, los alemanes soltaran sus perros. De pronto, oímos gritos detrás de nosotros, e inmediatamente nos obligaron a detenernos para contarnos de nuevo. Esta vez, los alemanes constataron la ausencia de un prisionero.

Lo que había sucedido era que el corpulento holandés de la barba negra se había sentado sobre un holandés bajito, que quedaba totalmente oculto por el capote negro del primero (un modelo alternativo para el capote militar del ejército colonial holandés) y que había excavado allí mismo una «tumba». Los otros habían ayudado a ocultar la tierra y las piedras, y a cubrir al pequeño holandés con hierba. Cuando oyeron el silbato, se dirigieron hacia la salida, dejando al hombrecillo en su sepultura, dispuesto a fugarse cuando ya no hubiera moros en la costa. Lograron confundir el primer recuento, para que los alemanes no advirtieran la ausencia del prisionero, pero, por desgracia, uno de los perros policías alsacianos se dedicó a perseguir a otro. El primero corrió directamente hacia la «tumba» y el otro lo siguió. Al llegar junto a la fosa, el segundo perro se sintió atraído por aquella tierra recién removida y empezó a excavar; al cabo de unos segundos, exhumó al holandés.

Una vez más, Vandy había empleado un maniquí, el tercero que fabricaba. Sin embargo, cuando se dio la alarma no volvió a utilizarlo. Sabía que los prisioneros serían cuidadosamente registrados y deseaba salvar su maniquí. Tampoco en esto hubo suerte. Los alemanes inspeccionaron cuidadosamente a todos los oficiales antes de que entraran de nuevo en el castillo, y descubrieron el maniquí.

La utilidad de los perros tras una de estas revistas era discutible, a no ser que estuvieran justo encima de un hombre oculto, ya que el suelo debía estar impregnado con el olor de aquellos numerosos seres humanos que acababan de abandonar la zona. No puede negarse, sin embargo, que en este caso los perros encontraron al hombre, ya fuese por casualidad o por astucia, cosa que ignoro. Los alemanes volvían a tener ventaja en la batalla de Colditz. Era necesario que perfeccionáramos nuestras técnicas…