Capítulo 9
Valor francés y temperamento polaco
El teniente Mairesse Lebrun era un oficial francés de caballería, alto, apuesto y jovial, digno compatriota de aquel famoso coracero de Napoleón cuyas legendarias huidas fueron tan dignamente narradas por Conan Doyle en su libro Hazañas del brigadier Gerard.
Lebrun ya había burlado a los cancerberos de Colditz una vez mediante lo que, relatado sin más, puede parecer una simple treta. De hecho, sin embargo, hacía falta una mano experta. Un oficial belga muy bajito fue su cómplice. En una de las salidas al «Parque», este oficial belga se ocultó bajo los amplios pliegues de la capa de un compañero suyo, muy alto, y así no fue incluido en el recuento efectuado al salir. Durante el tiempo de recreo en el Parque, Lebrun, ayudado por las oportunas actividades de diversión, trepó hasta las vigas de un pabellón situado en medio del recinto. Nadie lo echó en falta porque el belga ocupó su lugar durante el regreso, y, por otra parte, los perros no detectaron su presencia. Después bajó y, elegantemente vestido con un traje de franela gris, enviado por un amigo desde Francia, se encaminó hacia una estación de ferrocarril cercana y en la taquilla pagó con un billete de cien marcos. Por desgracia, el billete era de una serie antigua que ya no estaba en circulación. El jefe de estación sospechó de él y finalmente encerró a Lebrun en el guardarropa y telefoneó al campo. El comandante contestó que no faltaba nadie y que su contingente de prisioneros estaba completo. Mientras telefoneaba, Lebrun forzó una ventana y saltó desde ella, cayendo sobre una anciana que, como es lógico, se indignó y dio rienda suelta a su lengua. Se produjo entonces una movida persecución hasta que finalmente Lebrun fue acorralado por el personal de la estación y nuevamente capturado. A su debido tiempo, fue devuelto el castillo y entregado al comandante, aún convencido de que no le faltaba ningún prisionero.
Esta aventura privó a Mairesse de su excelente traje y le obligó a cumplir un mes de confinamiento «solitario» junto con Peter Allan.
Una tarde espléndida, oímos numerosos disparos en el campo de juegos y nos precipitamos hacia las ventanas, pero no pudimos ver nada a causa de los árboles. En seguida empezó a reinar una tremenda excitación en los alojamientos de los alemanes y vimos pelotones de soldados con perros bajar a la carrera desde el castillo y desaparecer en la arboleda. Durante algún tiempo, continuaron los disparos y los gritos, acompañados por los ladridos de los perros, hasta que por fin el ruido se perdió en lontananza.
Por medio de un mensaje de Peter Allan supimos lo que había ocurrido. Los «solitarios» —que en aquellos días sólo sumaban una media docena— estaban haciendo sus ejercicios físicos diarios en el parque, ocasión durante la cual se les permitía mezclarse libremente. Por ser tan pocos, sus guardianes también lo eran y se habían situado en un extremo del recinto, donde los prisioneros jugaban al fútbol entre los árboles. Lebrun solía hacer sus ejercicios con otros dos franceses, con los que practicaba toda clase de saltos. Lebrun era un atleta. Estábamos en pleno verano y él vestía lo poco que le quedaba de su antes bien surtida guardarropía —pantalones cortos, un jersey amarillo, una camisa deportiva y zapatillas de gimnasia—, prendas muy poco aptas para emprender una fuga; pero él sabía que los alemanes también pensarían esto. Mientras dos de los guardianes miraban soñolientos, más allá de las alambradas, a cualquier cosa menos a los prisioneros, Lebrun seguía practicando inocentemente sus saltos con los otros franceses.
Todo ocurrió en breves segundos. Uno de los franceses se situó junto a la alambrada y, formando con las manos un estribo en el que Lebrun puso el pie, lo impulsó hacia arriba. Con este método, los acróbatas consiguen proyectarse a distancias muy considerables; su secreto consiste en la precisión en la sincronización del esfuerzo muscular. Lebrun y su amigo lo consiguieron, y el primero salió disparado por encima de aquella alambrada que medía más de tres metros de altura.
Esto representaba tan sólo la mitad de la batalla. Lebrun corrió una veintena de metros a lo largo de la cerca hasta llegar al muro principal del parque. Tuvo que volver a escalar la alambrada, utilizándola como escala, para izarse hasta lo alto del muro, que en ese punto medía unos cuatro metros. En lugar de ofrecer un blanco de lento movimiento durante esta escalada, Lebrun atrajo deliberadamente el fuego de los dos centinelas más cercanos, corriendo adelante y atrás a lo largo del muro. Cuando se agotaron las balas de los fusiles (sin haber hecho blanco), empezaron a cargarlos de nuevo y eso dio a Lebrun los segundos adicionales que necesitaba. Se encontraba ya sobre el muro cuando los alemanes volvieron a disparar y se dejó caer al otro lado bajo una lluvia de balas, al hacer también fuego los centinelas más lejanos.
Desapareció y nunca volvieron a capturarlo. Indudablemente, merece la mayor admiración por esta evasión realizada según la mejor tradición de la caballería francesa y que exigió mucho coraje, si tenemos en cuenta que fue realizada a sangre fría y disponiendo de tiempo suficiente para reflexionar sobre las consecuencias de un paso en falso. Un oficial británico, que hizo un intento similar unos años más tarde, fue muerto a tiros. Esta fuga honra a toda una generación de franceses que en su mayoría desaparecieron en los campos de batalla de la primera guerra mundial y que, por desgracia, nunca tuvieron la oportunidad de criar y educar una generación que siguiera sus pasos.
Esta pérdida, tan profundamente sentida en los años treinta y que halló su manifestación física durante los críticos días de 1940, se está desvaneciendo, por suerte, en los cincuenta como si fuese un mal sueño. La sangre joven de Francia se acelera de nuevo y flota en el aire un renovado valor.
Vi a Lebrun mucho más tarde, ya terminada la guerra, y éste es el final de su historia.
Lebrun huyó el 1 de julio de 1941. Aunque al cabo de diez minutos tenía tras de sí un pelotón de alemanes con una jauría de sabuesos, consiguió ocultarse en un campo de trigo. (Donde se puede caminar hacia atrás, volviendo a poner en su lugar al mismo tiempo las espigas). Allí permaneció escondido toda la tarde, mientras un avión describía continuamente círculos sobre él, buscándolo. A las 10 de la noche, se puso en marcha. Llevaba encima veinte marcos que habíamos introducido en su celda de castigo. Caminó unos ochenta kilómetros y después robó una bicicleta con la que recorría de noventa a ciento cincuenta kilómetros diarios. Se hacía pasar por un oficial italiano y pedía o compraba alimentos en granjas aisladas, tras asegurarse, mediante una atenta vigilancia previa, de que sólo hubiera mujeres en la casa. Su bicicleta acabó por averiarse, pero la abandonó y robó otra. En su viaje hacia la frontera suiza, lo pararon en dos ocasiones policías alemanes, y tuvo que recurrir a la fuga. En la segunda ocasión, a unos cuarenta kilómetros de la frontera, hizo tropezar y caer al guardia con la ayuda de su bicicleta, y lo puso fuera de combate con la bomba de hinchar los neumáticos. Se metió en el bosque y el 8 de julio cruzó la frontera sano y salvo.
Al cabo de una semana, estaba en Francia. En diciembre de 1942 atravesó los Pirineos y fue hecho prisionero por los españoles, que lo encerraron en un castillo. Allí, saltó desde una ventana al foso, se rompió la columna vertebral al aterrizar contra unos pedruscos, lo recogieron y lo dejaron sobre una colchoneta para que muriese. Sin embargo, un cónsul francés de la localidad, que antes había estado tratando de lograr la libertad de Lebrun, se enteró del accidente e insistió en que se operase inmediatamente al herido. La vida de Lebrun fue salvada. Finalmente, llegó a Argelia para continuar la guerra. Actualmente, aunque inválido permanente a causa de su caída, es considerado como uno de los pilares de su país.
Si cualquier alemán hubiese examinado la celda de Lebrun en Colditz, cuando el teniente salió de ella para ir a hacer ejercicio el día 1 de julio, habría frustrado la evasión del teniente antes de que se iniciara. Lebrun había empaquetado sus pertenencias y se las había dirigido a sí mismo en Francia. Meses más tarde llegaron, enviadas nada menos que por el Oberstleutnant Prawitt, el comandante del campo de prisioneros de Colditz…
El más audaz de los oficiales polacos en Colditz, entre un nutrido grupo de hombres audaces, era «Niki», es decir, el alférez N. Surmanowicz. Era un joven bajo y flacucho, con una cara irregular que parecía formada por triángulos de lados desiguales. El fuego que ardía en su alma sólo aparecía en sus ojos, que brillaban con un ardor fanático. Era un gran amigo mío y juntos hicimos numerosas expediciones en busca de algún botín, a través de las zonas prohibidas del campo. Él me enseñó cuanto llegué a saber acerca del arte de forzar cerraduras, en el que él era un experto. Niki fue uno de nuestros primeros visitantes cuando llegamos a Colditz y la fabricación de brújulas era también uno de sus pasatiempos. Las hacía con la ayuda de un solenoide de fabricación casera y empleando la corriente eléctrica de la instalación del castillo, que era corriente continua. El número de brújulas que fabricó él solo, junto con sus pivotes, cuadrantes y estuches provistos de cristal, alcanzaba las cincuenta.
Sus planes de evasión eran, en mi opinión, demasiado osados en su gran mayoría como para soportar un examen a fondo. Por su parte, él juzgaba prosaicas mis ideas y yo sabía que, en su interior, maldecía la minuciosidad con que trataba los problemas de las evasiones.
Al igual que Lebrun, confiaba en el «valor», al que añadía una dosis de astucia difícilmente comparable. Como todos los polacos, odiaba a los alemanes, pero, desgraciadamente, y también como tantos polacos, subestimaba a su enemigo, menosprecio que, sin embargo, no es monopolio de los polacos.
Niki pasó tanto tiempo en encierros solitarios como con el «rebaño común». En cierta ocasión, durante el verano de 1941, ocupó una celda que, en lo alto de una pared, tenía una ventanilla que daba a nuestro patio. Otro oficial polaco, el teniente Meitek Schmiel, amigo de Niki, ocupaba la celda contigua. Un día recibí un mensaje de Niki, en el que me decía que él y Schmiel iban a fugarse aquella noche y me invitaba a unirme a ellos.
Decliné la invitación por dos razones: primero, porque pensé que Niki se había vuelto loco, y, en segundo lugar, porque yo había abandonado la idea de evadirme mientras ocupara el cargo de Oficial de Evasiones. Con un contingente británico que aumentaba rápidamente, esta actitud era la única que podía adoptar si deseaba mantener la confianza de nuestro grupo, como árbitro y consejero imparcial.
Transmití la invitación de Niki a algunos de los hombres más obstinados de nuestro grupo, pero todos la rechazaron cortésmente.
Nadie creía que hablara en serio. Nadie creía que pudiera salir de su celda, provista de fuertes rejas y una buena cerradura, abrir después la celda de su amigo y finalmente forzar la puerta principal del pasillo de las celdas «solitarias», que daba al patio. Y tras realizar semejante hazaña, se encontraría en el interior del campo de prisioneros, como todos los demás… Pero a Niki le gustaban los desafíos y se carcajearía toda su vida si conseguía demostrar a los alemanes, de una vez por todas, que se necesitaba algo más de lo que hacían ellos para mantener cautivo a un polaco.
Dejó abierta la invitación, fijando una cita en el patio, fuera de las celdas de arresto solitario, a las 11 de aquella noche.
Yo me encontraba ante mi ventana a las 11 en punto, y exactamente a aquella hora vi que la puerta de las celdas se abría lentamente. Reinaba la oscuridad y sólo pude distinguir con dificultad dos siluetas que se deslizaban hacia el exterior. Después, algo cayó desde una ventana desde la altura de los dormitorios de los polacos. Era una cuerda confeccionada con sábanas y con un fardo atado en el extremo inferior: su equipo de evasión, con ropas y mochilas. A continuación, vi que las siluetas trepaban por la cuerda, una tras otra, hasta una cornisa situada a doce metros del suelo. Lo que se disponían a hacer era imposible, pero antes habían logrado ya algo también imposible. Yo no daba crédito a mis ojos. La repisa en la que se encontraban sobresalía diez centímetros en el muro del edificio. Ambos se aferraban a la cuerda, que seguía colgando de la ventana, sobre sus cabezas. Mi corazón me golpeaba fuertemente las costillas mientras los miraba, a considerable altura sobre mí, con las espaldas apoyadas en la pared, avanzando palmo a palmo por la cornisa, hasta recorrer una distancia de diez metros y llegar a la seguridad que les ofrecía una tubería de desagüe junto al alero del puesto de guardia de los alemanes.
Una vez allí, estaban relativamente a salvo y fuera de su campo visual, si se encendían las luces del patio. Les vi entonces trepar hasta el tejado y llegar a una claraboya a través de la cual desaparecieron, arrastrando detrás de ellos la larga cuerda de sábanas, que sus compatriotas ya habían soltado.
Yo sabía que su siguiente maniobra consistiría en descender desde una estrecha ventana que había en el extremo exterior de la buhardilla del puesto de guardia alemán. Era un descenso de treinta y cinco metros, que continuaba a lo largo del risco sobre el que se alzaba el castillo.
Volví a mi litera, con las piernas temblorosas, como si yo mismo hubiera efectuado aquella escalada.
A la mañana siguiente, los dos polacos volvían a ocupar sus celdas de castigo. Me resulta difícil contar el final de la historia. Niki llevaba zapatillas de gimnasia para efectuar el ascenso, pero su compañero, con el consentimiento de Niki, prefirió usar unas botas de escalar. Mientras los dos efectuaban su largo descenso desde el puesto de guardia, las botas produjeron un excesivo estrépito al chocar contra el muro y despertaron al oficial alemán de servicio, que dormía en el puesto de guardia. Éste abrió la ventana, vio la cuerda colgando ante él y un cuerpo suspendido pocos metros más abajo. Desenfundó la pistola y, fiel a la tradición, gritó varias veces «Hande hoch!» y llamó a la guardia.
Más tarde, yo pasé un mes en la celda de Niki y no logré descubrir de ningún modo cómo diablos había abierto la puerta…
Después de este episodio, los alemanes pusieron un centinela en el patio. Permanecía allí durante toda la noche, con todas las luces encendidas, y ello iba a ser un serio obstáculo para las posteriores tentativas de evasión.