Capítulo 1
Reconocimiento antes de la fuga

Era el 5 de junio de 1940. Llegamos a Laufen, unos treinta kilómetros al nordeste de Salzburgo, en el décimo día de mi cautiverio. Era nuestro punto de destino y allí nos apeamos. Mi primera impresión fue la de un pueblo encantador a orillas de un río susurrante, el Salzach. Los habitantes se alineaban junto a la carretera y nos contemplaron en silencio cuando pasamos ante ellos. En este lugar, el Salzach separa Baviera de Austria. Vimos, junto al río, el enorme bloque de un edificio que recordaba un poco un Schloss[1] medieval, y aún más un enorme asilo. Era el antiguo palacio del arzobispo de Salzburgo, sentimentalmente reverenciado como el lugar donde Mozart compuso e interpretó muchas de sus obras. Para nosotros resultaba notable, a primera vista, tan sólo por el sorprendente número de ventanas que tenía; sólo en uno de los muros conté más de sesenta. Aquél iba a ser nuestro hogar.

Eramos los primeros en llegar. En lo que se refiere a alambradas de espino y guardianes apiñados uno junto al otro todo estaba preparado para nosotros. Formamos mientras hacía su aparición el comandante, rodeado por sus oficiales y dispuesto a pronunciar un discurso. Por primera vez, fuimos registrados uno por uno y a fondo. Nos afeitaron las cabezas a pesar de nuestras ruidosas protestas, y a cada uno se le entregó un pequeño disco de aluminio con un número. Nos fotografiaron de uno en uno y después se nos dejó vagar por un pequeño recinto, como prisioneros de guerra ya debidamente identificados. El capitán Patrick Reid, RASC, se había convertido en el Kriegsgefangenenummer 257[2]. La prisión era el Oflag VII C.

El 12 de junio nos trajo otros doscientos huéspedes, con lo que nuestro número ascendió a cuatrocientos. Se nos dijo que cuando el campo estuviera lleno albergaría a mil quinientos oficiales. Muchos de los recién llegados fueron destinados a nuestra habitación, la número 66, y entre ellos estaba el capitán Rupert Barry, del 52.º de Infantería Ligera. Justo en el momento en que empezamos a hablar, ya mencionamos el tema de la fuga.

Estaba sentado en un banco delante de una larga mesa, como de cocina, haciendo un solitario con un juego de cartas que se había fabricado con trozos de papel, cuando yo entré en la habitación. Me senté ante él y guardé silencio durante largo rato, apoyando la barbilla en las manos. Mi pensamiento vagaba a cientos de kilómetros de allí, camino de un hogar en Inglaterra.

El hombre sentado delante de mí continuó su solitario, pacientemente, alisando y ordenando cuidadosamente sus trozos de papel. De vez en cuando, se atusaba su largo bigote con un movimiento lento y controlado de sus largos dedos. Mi pensamiento se concentró finalmente en él.

«Control… Sí, sin duda el hombre que tengo delante ha aprendido a controlarse. Tal vez lo necesite. Las aguas más tranquilas son también las más profundas», pensé.

Levantó la mirada. Sus ojos oscuros centelleaban, pero en ellos había amabilidad, y la sonrisa que me dedicó era agradable.

—Estoy dispuesto a largarme de aquí dentro de tres meses —dije, preguntándome inmediatamente por qué había confiado en él.

—Eres muy optimista. ¿Por qué tanta prisa?

—Tengo una cita en Navidad que no quiero perderme. Si me marcho a principios de septiembre, tengo la esperanza de salir por vía marítima desde Gibraltar o Lisboa con el tiempo justo.

—No me importaría ir contigo —dijo Rupert Barry—. Mi esposa nunca me lo perdonará si no huyo de aquí. Me acusará de no pensar ya en ella.

—Al parecer tu mujer tiene una personalidad muy fuerte.

—Es una de las cosas que me gustan de ella —repuso, y añadió—: Evidentemente, tú no estás casado.

—No, soy soltero, y el poco atractivo que pudiera poseer se está marchitando rápidamente con cada día que paso aquí.

—¿Qué te parecería hacer un reconocimiento sistemático del lugar?

—Muy bien, empezaremos cuando quieras.

Rupert tenía veintinueve años, y, con una estatura cercana a un metro ochenta, era un hombre bien proporcionado. Teniendo en cuenta las circunstancias, vestía con elegancia y exhibía una personalidad impresionante, con una cara atractiva y una tez más bien morena, presidida por su imponente mostacho y una barbilla voluntariosa. Con su nariz recta, sus ojos pardos y sus cabellos de color castaño oscuro (cuando volvieron a crecerle), era hombre capaz de causar estragos entre el sexo femenino, pero en realidad sólo vivía pendiente de su esposa «Dodo» y sus dos chiquillos. Era un militar profesional y había recibido su educación en la King’s School de Canterbury.

Durante varios días, exploramos juntos el campo de prisioneros, efectuando misiones de reconocimiento. Examinamos todas las posibilidades de pasar por la maraña de alambradas de espino que lo rodeaban, discutimos los pros y los contras de atravesar la cerca de entrada, y llegamos a la conclusión de que escalar los muros podía considerarse un acto suicida. Cuando, al llegar la noche, se encendían los reflectores, estudiamos las medidas y las posiciones de las sombras, examinamos los recorridos de los centinelas y durante largas horas observamos cuidadosamente a través de las ventanas si los centinelas se mostraban perezosos o cambiaban sus costumbres a primera hora de la madrugada, acechando en busca de alguna oportunidad. Finalmente, llegamos a concentrarnos en una esquina concreta de un edificio alto en el cuadrilátero interior, y nuestras ideas se orientaron hacia dos programas opuestos. El primero, que fue idea de Rupert, consistía simplemente en un túnel; el segundo, del que yo era autor, implicaba una larga escalada hasta el tejado y un descenso por una cuerda. Éstos fueron los embriones a partir de los cuales surgió el primer intento de fuga desde Laufen. El plan de Rupert exigía una laboriosa tarea que había de durar meses. El mío era un «Blitz»[3]. Acordamos que bien valía la pena realizar un experimento con mi plan antes de decidir cuál era el que más convenía adoptar. Necesitábamos dos ayudantes como observadores mientras yo efectuaba mi recorrido de prueba por encima de los tejados, y el teniente Nealy, de la Aviación Naval, y el capitán Kenneth Lockwood, del Regimiento Real de la Reina, se prestaron para ayudarnos. Sin mostrarse excesivamente curiosos, los dos habían expresado cierto interés acerca de nuestra tentativa y nos habían manifestado su intención de fugarse. Los cuatro vivíamos en la habitación 66.

Celebramos una reunión y yo tomé la palabra para explicar a Nealy y Kenneth las alternativas, e informarles acerca de nuestra intención de empezar por el tejado. Después les dije:

—Para la primera prueba necesitamos una noche sin luna, ya que cuanto más oscura sea la noche tanto mejor.

—Sí, pero no os interesa que llueva —repuso Nealy—. Resbalaríais por el tejado como si fuera un tobogán; y de todas maneras tendréis que llevar zapatillas de gimnasia.

—El viento no importaría. En realidad, sería una ayuda —dijo Kenneth.

—Ya comprendéis la idea. Necesitamos, si es posible, todas estas condiciones. Rupert es el más fuerte, y por lo tanto sugiero que él me haga bajar por la cuerda de sábanas hasta el tejado inferior.

—Necesitaremos como mínimo dos sábanas, y mejor si son tres, para un descenso de tres metros y medio —intervino Kenneth.

—Yo bajaré y después me situaré en el tejado principal. Tú, Kenneth, deberás vigilar todo mi recorrido y comprobar la visibilidad, las sombras y el ruido. Tú, marinero, será mejor que observes a todos los centinelas mientras yo me aproximo a su campo visual y su zona de vigilancia, y que compruebes cualquier reacción por su parte.

—La idea consiste —dijo Rupert— en que Pat llegue hasta el extremo del tejado más largo y vea si resulta posible efectuar un descenso, con sábanas, hasta el exterior de la prisión. Hay un centinela de guardia, junto a la esquina, pero no sabemos hasta dónde alcanza su visibilidad. Pat puede comprobar también este punto. Casi todo depende de las sombras que rodeen al lugar donde se efectúe el descenso.

Apenas habrá luna el día 30 de junio. Es domingo —proseguí—, y los guardianes habrán bebido su buena ración de cerveza, y es posible que estén más adormecidos que de costumbre. Sugiero que acordemos esta fecha, siempre y cuando el tiempo nos sea propicio.

Quedó acordada esta fecha y entonces discutimos todos los detalles de la escalada. Éramos unos principiantes en todos los sentidos y sólo nos apoyaban el entusiasmo y la determinación. De pronto tuve una idea:

¿No resultaría mejor la escalada si pudiéramos apagar todas las luces? Yo creo que es posible conseguirlo.

—¿Cómo?

—Ya sabéis que los cables recorren los muros de los edificios, de un aislador a otro, y que éstos sólo están separados por unas distancias de medio metro entre sí. Tan sólo se trata de cortocircuitarlos.

—¿Y cómo podríamos hacerlo?

Reflexioné unos instantes.

Ya lo sé. Una de las ventanas de la habitación 44 se encuentra tan sólo a poco más de un metro por encima de los cables y siempre está sumida en la sombra. Si podemos reunir unas cuarenta hojas de afeitar, yo las sujetaré con alfileres a un trozo de madera, formando al mismo tiempo un conductor y un instrumento cortante. Atornillaré el trozo de madera al mango de una escoba, y tendremos lo que necesitamos.

—Buena idea —aplaudió Rupert—, y si el 30 de junio es nuestra fecha de partida, cuanto antes construyamos este aparato tanto mejor.

—Pretendo hacer el cortocircuito el mismo día 30.

—No creo que esto sea prudente. Podría armar un alboroto, y puede que volvieran a funcionar las luces precisamente en el momento en que tú estuvieras colgado de las sábanas. Sería mejor hacer también una prueba con este apagón. Así podremos ver cuánto tiempo necesitan para reparar la avería.

—Está bien —admití—. Entonces, yo me ocuparé de esta tarea y, mientras provoco el apagón, será mejor que los tres toméis posiciones alrededor de los edificios para observar si otras partes del sistema de alumbrado no se apagan con las demás.

A su debido tiempo, hicimos la prueba del cortocircuito. El aparato hecho con hojas de afeitar funcionó a la perfección. En cuestión de un minuto, aserrando suavemente, corté la gruesa capa aislante, y después se produjo un fuerte chispazo y todos los reflectores que yo podía ver se apagaron. Se oyeron unos gritos y carreras junto a la caseta de la guardia. Al cabo de tres minutos, las luces volvieron a encenderse. Este intervalo de tiempo no era sucficiente para nuestros fines.

Uno de los principales problemas de las fugas, que supimos identificar a fuerza de tiempo y a través de amargas experiencias, era el de decidir, en el momento justo, si todas las condiciones para una fuga eran las adecuadas, y, en caso contrario, cuáles de ellas podían ser ignoradas. No aprovechar una oportunidad significaba que quizá ésta no volvería a producirse durante meses o años, lo cual nos obligaba a saber aprovecharla; en cambio, si la fuga se organizaba en unas condiciones adversas, o bien si les concedíamos, erróneamente, una importancia secundaria a condiciones realmente trascendentales, la fuga podía acabar mal. En este caso significaba que habíamos perdido otra oportunidad y que a partir de entonces, otro hueco de las defensas enemigas se cerraría para siempre.

Había, además, un segundo problema. El hecho de que un centinela disparase o no al advertir algo era una cuestión totalmente aleatoria; lo más probable era que lo hiciera. Tenía órdenes de disparar, y esto nos había sido detalladamente explicado por el comandante del campo, en la memorable revista a la que fuimos sometidos al llegar. Nos había soltado un largo discurso, y sobre el tema de las fugas había dicho:

Es inútil tratar de escapar. Miren a su alrededor y contemplen estas barreras infranqueables, este formidable dispositivo de ametralladoras y fusiles. La fuga es imposible. Todo el que la intente será blanco de nuestros disparos.

Hablaba bien el inglés y escupió la palabra «disparos» con una maliciosa entonación que, sin duda, tenía la intención de disipar para siempre en nuestras mentes la idea de la fuga.

—Éstas son las órdenes estrictas que he dado a los centinelas, y éstos cumplirán mi orden al pie de la letra. —El silencio fue seguido por carcajadas cuando añadió con una seriedad muy teutónica—: Y si escapan por segunda vez, serán enviados a un campo de prisioneros especial.

El día 30 de junio hacía un tiempo espléndido. Caía la tarde y empezaban a aparecer las estrellas, sin un soplo de viento y sin nubes. A las 10.30, Rupert y yo salimos de nuestra habitación y recorrimos los pasillos, que eran sometidos a inspecciones irregulares, hasta llegar a la habitación desde la cual debía empezar nuestra tarea. Acechamos cuidadosamente a través de la ventana y escuchamos. En el exterior, la luz era todavía intensa, pero las sombras tenían su habitual tono oscuro y se oía un nuevo ruido que no habíamos advertido antes. El río, aquella corriente de agua con su agradable murmullo, descendiendo enérgicamente desde las montañas, compensaba el silencio que reinaba por doquier. Sí, valía la pena intentarlo.

Rupert llamó a Nealy y a Lockwood, que ocuparon sus posiciones en las ventanas clave. Calculé que la excursión requeriría más o menos una hora y dije que no regresaría antes. La hora cero eran las 11.30 de la noche.

El lugar pensado para el descenso se encontraba en el centro del campo visual de un centinela situado a unos 40 metros de distancia, que podía enfocar sin dificultad un reflector hacia cualquier punto que él deseara. Descendí, rápida y silenciosamente, hasta el tejado plano, mientras los pasos del centinela indicaban que me volvía la espalda. Yo llevaba los pies protegidos por calcetines, otros calcetines viejos, cortados como mitones, me cubrían las manos, y un pasamontañas que alguien me había prestado ocultaba la mayor parte de mi cara. Todo funcionaba a la perfección. Una vez en el tejado plano, quedé oculto a la vista de todos y continué hasta otro tejado más alto que seguía al primero formando un ángulo recto. Aunque hice algunos ruidos innecesarios, había conseguido ya trepar por un metro y medio de tubería, expuesto a la vista de un segundo centinela pero protegido por las sombras, cuando empezó a producirse un cierto alboroto entre los centinelas, con carreras de un lado a otro, resplandor de linternas y órdenes gritadas a pleno pulmón. Me tendí como si fuera un muerto con los brazos y las piernas abiertos sobre el tejado. El alboroto aumentó, pero los ruidos no llegaron hasta el lugar donde me encontraba yo. A medianoche, empezó a oírse un rumor de voces en el más lejano de los cuatro patios y, tras escuchar durante algún tiempo, decidí que el jaleo se debía a la llegada de otra partida de prisioneros. Continué mi camino con el ánimo más alegre, ya que la lejanía del rumor incluso podía ayudarme. Al avanzar, las pizarras resonaban como disparos de pistola, o al menos así me lo pareció, y algunos fragmentos rotos se deslizaban hacia abajo con un prolongado crujido. Debía atravesar el borde del tejado, ya que, si iba más allá del gablete, quedaría a la vista de todos, en el lado más cercano. En el otro extremo, quedaba fuera del campo visual de cualquiera y, además, sumergido en una densa sombra. Traté de distribuir mi peso de la manera más equitativa posible y descubrí que el mejor sistema para avanzar consistía en hacerlo echado sobre la espalda, con los brazos y las piernas extendidos, moviéndome lentamente como un cangrejo. El tejado tenía unos cuarenta metros de longitud y el salto hasta el suelo era de casi 20 metros. Algo ventajoso para mí en esta larga etapa del viaje fue un camino trazado para los deshollinadores, que recorría el tramo en casi la mitad de su longitud, pero también esta ruta incluyó crujidos y otros ruidos realmente alarmantes. Esto me aterrorizó, en especial cuando una plancha de madera suelta se desprendió y cayó, estrepitosamente, hasta el borde del tejado. Esperé, horrorizado, el momento en que se precipitara hacia el suelo, pero finalmente se detuvo y quedó en equilibrio sobre un desagüe. Tenía que controlar mis movimientos hasta el punto de que me encontraba continuamente en peligro de sufrir un calambre. En el extremo más lejano del tejado pude echar un vistazo por encima del gablete, y con ello hacer un cierto reconocimiento.

El muro extremo del edificio descendía hasta un estrecho pasadizo que conducía fuera de la prisión. Había un centinela que recorría aquel callejón, manteniéndose paralelo al edificio. Estudiando y calculando todos sus pasos, habíamos constatado previamente que en cada recorrido del centinela había que esperar un intervalo «ciego» de unos tres minutos en el callejón. Esperábamos aprovechar este detalle, siempre y cuando las sombras fueran lo bastante largas o el paisaje proporcionara cualquier otro medio de ocultación. Ésa era la finalidad del reconocimiento: inspeccionar el callejón y sus alrededores, en el momento justo de la noche en que se había proyectado la fuga. Había también otros puntos que debían quedar bien claros: si el descenso a lo largo del muro era factible, debíamos saber la velocidad con la que podíamos hacerlo sin producir ruidos que pudieran llamar la atención, y también si había oscuridad suficiente en los puntos del descenso que quedaban al descubierto.

Tres horas y media después, regresé, tras haber invertido casi media hora en hacer el descenso elegido. Estuve a punto de desfallecer durante la escalada de cuatro metros que debía llevarme de nuevo a la ventana. Estaba muy cansado y el débil régimen alimenticio de un mes me había pasado su factura. Rupert me ayudó a subir. Mis últimos movimientos no tuvieron la menor precisión, pero por suerte el centinela debía estar medio dormido. Eran las tres de la madrugada. Al día siguiente celebramos una segunda reunión, en la que expuse mi opinión.

—El punto de descenso propuesto no es válido. Colgar una cuerda en otro punto exigiría transportar unas veinticinco sábanas o mantas. Deberíamos llevar también sacos de dormir y botas. El callejón es un pasaje sin salida, pero creo que las sombras no son adecuadas para lo que queremos. La cuerda sería perfectamente visible en cualquier posición.

—Yo te he oído claramente varias veces —informó Kenneth, a lo cual Nealy añadió:

—Hubo un momento en que creíamos que te habías caído desde el tejado. No podía verte porque te encontrabas en el otro extremo, pero a lo largo de las tuberías de desagüe oímos un prolongado ruido y después una especie de colisión.

Creo que será mejor que descartemos esta posibilidad —dijo Rupert—. Si un hombre sin ningún equipaje arma todo este jaleo, ¿qué pasará cuando lo intenten cuatro? Francamente, Pat, creo que te ha salvado el barullo que han armado los recién llegados. Y además, si la cuerda ha de quedar a la vista de todos, nunca conseguiremos nuestro propósito. Yo no puedo bajar veinte metros con una cuerda de fabricación casera y darte tiempo para que vuelvas a izarla, todo ello en tres minutos.

Estuvimos todos de acuerdo y decidimos estudiar a continuación la idea del túnel de Rupert.

En cuanto a los que llegaron aquella noche, resultaron ser cuatrocientos oficiales de la 51 División, que habían sido capturados en St. Valéry, en la costa septentrional de Francia, alrededor del 12 de junio. Esto significaba que habría más gente en las habitaciones, y nuestra sala número 66 acabó por albergar a cincuenta y siete ocupantes. Esta habitación tenía más o menos quince por doce metros, con una altura de poco más de tres metros y medio. En este espacio había diecinueve literas triples de madera, media docena de mesas, una estufa y diez pequeños armarios roperos. Cincuenta y siete oficiales comían, dormían y vivían en esa sala, puesto que en aquella época no se había oído hablar de las llamadas «salas de día».

Mientras yo me concentraba en mi idea de escapar a través de los tejados, Rupert había estado efectuando por su cuenta discretos «husmeos». La palabra «husmeo», pronto fue reconocida como propia de la terminología del campo de prisioneros. Significaba recorrer el campo detenidamente, y era aplicada a la vez a los alemanes y a los británicos. Los alemanes empleaban husmeadores profesionales o «hurones» que llegaron a convertirse en figuras familiares del campo. Lo extraordinario era cuán pocas personas husmeaban en realidad. Generalmente, los husmeadores podían ser distinguidos entre una multitud a una distancia de un kilómetro, ya que tenían todo el aspecto de los habituales ladrones que buscan la mejor manera de robarle la cartera a los demás. Rupert era un buen husmeador, sobre todo porque resultaba imposible mirarle sin tomarle por un hombre demasiado honrado y orgulloso como para rebajarse a tales extremos. Fue él quien descubrió una pequeña habitación cerrada en el extremo del edificio, que daba al mismo pasaje sin salida que yo había visto desde los tejados, y el que descubrió que este cuarto era un semisótano. Un día, mientras Kenneth vigilaba a los «hurones» alemanes, Rupert, Nealy y yo abrimos la cerradura de la puerta y entramos. Encontramos unos escalones que conducían hasta abajo, situado a poco más de un metro por debajo del nivel del exterior. Rupert propuso horadar la pared al nivel del suelo, excavando un túnel a través del callejón para llegar, a través de éste o por debajo, hasta los cimientos de un viejo edificio de piedra, en el otro lado. Nealy prefería cruzar por debajo del pasaje y después ascender hasta llegar a un pequeño cobertizo situado junto a una casa particular. Las paredes del cobertizo consistían en tablones verticales de madera, con huecos entre ellos. En el interior, pudimos ver montones de leños para las estufas. Seguimos la sugerencia de Nealy por creer que no encontraríamos unos cimientos demasiado gruesos en el extremo final de nuestro túnel. En realidad, después descubriríamos que teníamos razón, aunque siguiendo esta dirección no sabíamos de qué forma íbamos a efectuar nuestra salida. Tratamos de penetrar en el muro el 14 de julio. Yo consideré que era un día propicio, puesto que se trataba del aniversario de la toma de la Bastilla.

Decidimos trabajar cada uno dos turnos de dos horas por día, y además por la tarde, ya que era el momento más tranquilo en la actividad interior del campo, y, al mismo tiempo, el más ruidoso, a causa de los rumores callejeros del exterior, que nos podían ayudar mucho a disimular los ruidos producidos con nuestra tarea. Mantuvimos lo del túnel en absoluto secreto, excepto para un oficial, el mayor Poole, que había sido prisionero de guerra en la contienda de 1914-1918, al que le pedimos consejo. La tarea era bastante sencilla: un hombre trabajaba junto al muro; otro hombre se sentaba en una caja dentro de la habitación, con el ojo pegado a la cerradura de la puerta, acechando el callejón; un tercer hombre leía un libro o se dedicaba a cualquier otra actividad aparentemente inocente, sentado en los peldaños de piedra de la única entrada del edificio, a unos metros del callejón, y un cuarto hombre se entretenía, o se ejercitaba, en el patio más lejano. Pasadas unas dos horas, los dos hombres del exterior y los dos del interior intercambiaban sus puestos. Para advertir que se aproximaba un alemán se recurría a señales no comprometedoras, tales como sonarse la nariz, indicando la dirección por la que aparecía el alemán. Inmediatamente, apenas recibía la señal el hombre situado junto al muro dejaba de trabajar.

La puerta de aquel cuarto se abría y se extraían los tornillos que sostenían el soporte del pasador. Éste era atornillado de nuevo durante cada turno. En aquel lugar había leña, y además una amplia variedad de blancos de madera para las prácticas de tiro. En estos blancos se habían pintado soldados franceses e ingleses, arrodillados, tendidos y en posición de carga, así como dianas normales. Si un alemán decidía entrar allí, la única esperanza que les quedaba a los hombres del interior consistía en ocultarse entre los montones de leña, o bien en un pequeño espacio triangular situado bajo los escalones de piedra. La entrada del túnel se encontraba en el extremo más lejano del cuarto y así quedaba oculto en la oscuridad, debajo de una vieja mesa. En cuanto a las herramientas, empezamos con tres recios clavos de quince centímetros de longitud. Al cabo de unos días, conseguimos el refuerzo de un pequeño martillo.

El martillo fue la causa de uno de los primeros «incidentes» graves del campo de prisioneros, y nos proporcionó un amigo en la necesidad, en la persona de un teniente del Real Regimiento de Carros de Combate, llamado O’Hara, que con el tiempo se convertiría en «Scarlet O’Hara», uno de los prisioneros de guerra más famosos en Alemania. Su cara era tan rubicunda que la menor excitación llegaba a otorgarle un tono verdaderamente escarlata.

Aquel día, llegó un camión a uno de los patios con suministros para la cantina y, aunque quedó custodiado por un centinela, O’Hara, junto con un compinche, «Crash» Keeworth, se apropió del martillo y de un excelente mapa de carreteras alemanas, procedentes del cajón de herramientas situado bajo el asiento del conductor. Keeworth fingió robar algo en la parte posterior del camión, con lo que distrajo al centinela durante el tiempo suficiente como para asegurarse de que Scarlet realizaba su tarea con la mayor facilidad. El robo, desde luego, no tardó en ser descubierto. El centinela fue relevado y pronto se convocó un Appell o parada especial. Casualmente, este Appell nos proporcionó momentos de angustia, puesto que tuvimos que sacar a nuestros dos hombres de su madriguera con la mayor rapidez, eventualidad para la que siempre debíamos estar preparados, ya que nunca sabíamos qué delito podían estar cometiendo otros prisioneros.

El comandante apareció ante el personal formado, echando espumarajos de irritación. Todos sus subordinados le imitaron debidamente y gritaron, entregándose a un paroxismo de cólera, alentados por las risas burlonas de los prisioneros británicos. Después de unas interminables arengas, tanto en inglés como en alemán, se nos dio a entender que nos serían retirados todos los privilegios hasta que reaparecieran el martillo y el mapa. La parada fue disuelta seguidamente, en medio de silbidos, murmullos y toda clase de burlas. Scarlet había realizado su tarea, a la perfección. Y pronto descubrimos que un martillo debidamente envuelto en un trapo era una herramienta mucho más eficaz que una piedra toscamente modelada para este fin.

Al cabo de tres semanas, nuestro túnel había alcanzado casi un metro. Habíamos atravesado el muro de piedra y ladrillos, encontrando tierra en el otro lado, lo cual nos proporcionó una gran satisfacción. A partir de entonces íbamos a progresar mucho más rápidamente, pero también sabíamos que era necesario un revestimiento de madera para impedir que el techo del túnel se derrumbara. Encontramos unos tablones de ocho por cinco centímetros entre los blancos de tiro que estaban en la habitación donde trabajábamos, que, junto con otros de las camas, cuyo número era ilimitado, nos permitieron asegurar nuestro túnel. Nuestros camastros sostenían el cuerpo humano por medio de unas diez tablas que cubrían la anchura del lecho. El grosor de estos tablones era de unos dos centímetros, con una longitud de casi setenta centímetros, y con el tiempo demostraron su prodigioso valor para innumerables fines. Eran la materia prima más importante para todo el que planeara una fuga. Estos tablones de cama podían ser utilizados para afianzar un túnel, tallarse para construir falsas pistolas o bayonetas alemanas, y convertirse en falsas puertas o armarios fingidos. Adelantándonos un poco al tiempo de nuestra narración (de hecho, casi un año), en Laufen se construyó, bajo la dirección del capitán Jim Rogers, de los Royal Engineers, un túnel en el que se emplearon no menos de mil doscientos tablones de cama.

La experiencia nos enseñó la mejor manera de transportar estas maderas y llegó el momento en que adquirimos la suficiente confianza como para pasar junto a un oficial alemán con un par de ellas debidamente ocultas bajo un capote echado sobre los hombros.

El túnel progresó a partir de entonces con mayor rapidez, hasta el punto de que nos resultaba imposible libramos de la tierra extraída con la debida celeridad si utilizábamos el método clásico, consistente en esconderla en nuestros bolsillos, especialmente alargados para este fin hasta llegar a las rodillas, y vaciarla disimuladamente cuando nos tendíamos en el césped del recinto. Un día, Rupert y yo nos dedicábamos a realizar esta tarea tan poco agradecida, cuando decidimos hablar de ella.

—A este paso, Pat —rezongó Rupert—, el túnel nos exigirá seis meses.

—La única alternativa es amontonar la tierra en el cuarto de los blancos de tiro, y esta solución no me gusta —repuse.

—Podemos ocultarla en la esquina, debajo de los escalones.

—No toda. No hay el suficiente espacio.

—Podemos ocultar la que sobre con blancos de tiro y otras porquerías.

—Si los alemanes echan un simple vistazo a aquel cuarto, no les pasará por alto.

—Y si seguimos excavando durante seis meses, sin duda los alemanes descubrirán el túnel —insistió Rupert.

—¿Por qué?

—Sólo es cuestión de tiempo, antes de que nos pesquen. Cada día corremos riesgos y, cuanto más tiempo trabajemos, más disminuyen las probabilidades en nuestro favor. Un día, un Otto se presentará allí en el peor momento. Y cuanto más tiempo trabajemos, mayores son las posibilidades de que esto suceda.

—De acuerdo —admití—, estoy de acuerdo contigo. Convertiremos este trabajo en un «blitz».

Durante la semana que siguió a nuestra decisión, avanzamos tres metros.

A la derecha del túnel, lo hacíamos a lo largo de un viejo muro de ladrillo. La curiosidad que sentíamos acerca de la finalidad del mismo nos llevó a un feliz descubrimiento, así como a un desdichado incidente. Hicimos nuevas mediciones y descubrimos que no nos encontrábamos más allá del muro principal del edificio, como habíamos pensado, sino que avanzábamos junto a lo que era una habitación totalmente cerrada, debajo de los lavabos del primer piso. Utilizando un pequeño espejo sostenido en la ventana de estos lavabos, pudimos ver una boca de acceso en el pasaje contiguo a esta cámara cerrada, y supusimos que se trataba de un antiguo pozo negro, cuya salida era precisamente aquel acceso. Si conseguíamos entrar en el pozo y salir por la tapa de acceso, dispondríamos de una salida perfecta en el túnel, una salida que podría ser utilizada una y otra vez. Decidimos correr el riesgo de penetrar a través de la pared, a nuestra derecha. Fue una suerte que hubiéramos realizado mediciones, pues, de haber seguido adelante con el túnel, creyendo que nos encontrábamos más allá del muro principal, siempre habría existido una diferencia de tres metros con respecto a nuestros cálculos acerca de la longitud del túnel.

Sin embargo, estuvimos a punto de dar al traste con todo el plan cuando penetramos a través de la pared que había a nuestra derecha. Yo estaba trabajando en el muro, que cedía con facilidad, y me disponía a retirar un último ladrillo, cuando una oleada de líquido infecto se precipitó sobre mí, apagando la lámpara. (La luz procedía de grasa de cocinar alemana que habíamos puesto en una lata de cigarrillos, con una mecha fabricada con el cordón del pijama). Me quedé tendido en una oscuridad total, mientras un impetuoso torrente fluía a mi alrededor. Grité entonces a Rupert, que era quien estaba haciendo guardia:

—¡Se ha producido una inundación! Trataré de detenerla. El olor es asfixiante. ¡Por el amor de Dios, sacadme del túnel si me desmayo!

Oí que Rupert decía:

—Puedo olerlo desde aquí. Te llamaré cada medio minuto y, si no contestas, vendré a buscarte.

Con una ansiedad febril, empecé a trabajar en el agujero como pude, ayudándome con ladrillos y barro. El túnel hacía pendiente y la inundación iba ascendiendo. Afortunadamente, la presión no era muy grande en el otro lado, y al cabo de cinco minutos de frenética actividad conseguí reducir el torrente a un pequeño chorro. Entonces salí del túnel.

Rupert estuvo a punto de caerse de su caja cuando vio el infecto objeto que salía del agujero. Era poco el líquido que había entrado en el cuarto, gracias a la pendiente del túnel, destinada a ventilar el extremo en el que trabajábamos. Durante todo el día, trabajamos para detener la inundación. Yo me aseé en el baño contiguo, y me proporcionaron ropas secas.

Al día siguiente, volví a bajar con una luz y construí la presa que necesitábamos con barro, material del que no carecíamos, reforzado por tablones introducidos en el suelo del túnel. Es innecesario añadir que abandonamos el plan del pozo y continuamos en línea recta. Aún persistía una pequeña infiltración que nos obligó a instalar tablones a lo largo de todo el túnel. Por suerte, el nivel de éste nos conducía justo por debajo de la base del muro principal exterior, ya que hubiera sido un trabajo ímprobo atravesar un metro de mampostería desde el limitado espacio del túnel. Sin más incidentes, a fines de agosto llegamos debajo del cobertizo situado en el otro lado del callejón.

A mediados de agosto, habían advertido a Nealy que pronto sería trasladado a un campo de prisioneros de la marina, puesto que él pertenecía a la aviación naval. Al mismo tiempo, a medida que el túnel se alargaba necesitábamos más ayudantes, y recurrimos al consejo del mayor Poole. Finalmente, pedimos al alférez «Peter» Allan, al capitán «Dick» Howe y al capitán Barry O’Sullivan que se unieran a nosotros, lo cual hicieron, aunque de mala gana.

Nuestra elección recayó primero en Peter porque hablaba fluidamente el alemán, y, de hecho, había sido utilizado por los alemanes como intérprete en diversas ocasiones. Cuando se efectuara la fuga, sería una buena ayuda disponer de un compañero que hablase el alemán, ya que los demás desconocíamos este idioma. El mayor Poole nos advirtió que revisáramos cuidadosamente sus credenciales. ¿Dónde había aprendido el alemán? La respuesta fue que lo había aprendido en una escuela en Alemania. ¿Por qué fue a una escuela alemana? Su padre había tenido relaciones comerciales con Alemania. Estas indicaciones y otros datos sobre su pasado fueron comprobados, en su mayor parte indirectamente y con la mayor discreción, entre oficiales que aseguraron haberlo conocido antes de la guerra.

Todo esto pretende sugerir, desde un buen principio, que en los campos de prisioneros de guerra temíamos siempre la posibilidad de que se infiltrara entre nosotros un «agente provocador». Varios oficiales habían leído que éstos actuaban ya en los campos de prisioneros de la primera guerra mundial como espías, y no nos cabía duda de que la Alemania nazi sería capaz de hacer lo mismo en la actual contienda. Más tarde, estos agentes fueron conocidos con el nombre de «stool pigeons», o sea, soplones.

Peter pasó todas las pruebas —después nos reímos muchas veces, al recordarlo— y resultó ser tan blanco y puro como la nieve. Era un subteniente de los Cameron Highlanders, de baja estatura, pero lucía su kilt tan airosamente como el más alto de sus compañeros, y sus robustas piernas mostraban que era capaz de recorrer largas distancias. Estaba en buena forma, a pesar de la precaria dieta alimenticia. Educado en Tonbridge, jugaba muy bien al rugby y al fútbol, y era un excelente jugador de bridge y ajedrez. Siempre conseguía poner frenéticos a sus adversarios mediante su invariable estratagema, consistente en comerse uno o dos peones al comienzo de la partida, y seguir después cambiando pieza por pieza. Él y Rupert formaban una terrible pareja en el bridge.

También Dick Howe y Barry O’Sullivan fueron puestos a prueba, pero no presentaron ninguna dificultad. Barry era hijo de un general británico, y numerosos prisioneros que se encontraban entonces en Laufen habían conocido a Dick en Inglaterra. Ambos pertenecían al Real Regimiento de Carros de Combate. Barry tenía un carácter chispeante, y había pasado algún tiempo en la India. Nos fue recomendado por Poole para que lo aceptáramos por su astucia y su determinación de escapar a toda costa, y la recomendación resultó ser muy acertada. Dick Howe fue un fruto de nuestra propia elección. Vivía con nosotros en la sala 66 y tenía mucha iniciativa a la vez que sentido común, lo cual le convirtió en el posible jefe de un segundo grupo que escapara a través de nuestro túnel. Ya habíamos pensado en algo para ocultar la salida del túnel, a fin de que pudiera ser utilizado en repetidas ocasiones.

Dick era un londinense educado en la Bedford Modern School y poseía una gran habilidad para la ingeniería mecánica, así como para la teoría y práctica del telégrafo. Acababa de recibir la medalla militar por su valor en Calais, donde lo habían desembarcado junto con su grupo en una acción repentina que retrasó durante varios preciosos días la toma de este puerto por los alemanes.

Era un hombre apuesto y robusto, tal vez algo tosco, y medía alrededor de un metro setenta y cinco. Se reía con una especie de relincho de caballo, tenía un gran sentido del humor y realizaba todas sus actividades con calma y una leve sonrisa, como si estuviera buscando la manera más divertida de desempeñarlas.

Nealy partió a fines de agosto y ambos acordamos que escribiría a sus padres, si la fuga tenía éxito, para hacerles llegar noticias suyas. [4]

Unos días más tarde sufrimos un grave contratiempo. Barry O’Sullivan estaba excavando en la parte frontal, yo transportaba la tierra en cajas improvisadas —arrastrarse sobre el vientre de un lado a otro era una tarea muy dura—, y Peter Allan vigilaba a través del agujero de la cerradura. Desde el exterior recibió la señal de «peligro, dejad de trabajar». Apenas nos había advertido, cuando un suboficial alemán llegó a través del callejón, y, sin titubear, se acercó a nuestra puerta, abrió la cerradura y empujó. La puerta se negó a abrirse. Habíamos instalado un pasador de seguridad en el interior: un tosco dispositivo que nos sirviera sólo en una situación como ésta. Era nuestra última defensa para un imprevisto de este tipo. El alemán lanzó un juramento, empujó la puerta con todas sus fuerzas, rompiendo el pasador, y después volvió a empujar y atisbo a través de la estrecha abertura, descubriendo un barrote de hierro que le cerraba el paso. Este retraso concedió a Peter Allan el tiempo suficiente para bajar por los escalones, agazaparse detrás de los blancos de tiro e introducirse en el túnel. Por suerte, todos llevábamos zapatos de suelas blandas, pues de lo contrario el alemán hubiera oído a Peter.

Unos momentos después, el alemán abrió la puerta de par en par; ignoro lo que pensó, pero seguramente debió engañarle nuestro dispositivo de seguridad. Éste había sido fabricado con materiales de aspecto muy viejo y ahora había quedado en una posición que podía hacer pensar a cualquier persona que se encontrara ante aquel cuarto vacío y cerrado por dentro, que había caído por sí solo la última vez que se cerró la puerta. Nosotros sabíamos que esto había ocurrido dos o tres meses antes. Era una posibilidad muy remota, pero era la única que teníamos, y dio resultado. Peter nos explicó lo ocurrido en nuestro extremo del túnel, y más tarde nuestros compañeros nos contaron el resto. El alemán entró, empujó los blancos de tiro contra el extremo de nuestro túnel, y volvió a salir. Después de un rato, Peter salió para inspeccionar, pero no tardó en arrastrarse hasta nosotros, diciendo:

—¡Los alemanes vuelven!

Esta vez entraron varios de ellos, cargados con un surtido de blancos de tiro que amontonaron en los espacios vacíos. Después clavaron unos cuantos clavos de diez centímetros en la cerradura, doblándolos hacia el interior, la aseguraron y se marcharon. Cinco minutos más tarde, una discreta llamada en la puerta nos indicó que nuestro centinela se encontraba ya en el exterior. Peter y yo nos aproximamos a la puerta y murmuré:

No podemos salir. Han metido aquí unos clavos de diez centímetros y los han doblado por la parte interior. Nunca podréis sacar la cerradura.

—Una cárcel dentro de una cárcel —musitó Kenneth desde el exterior—. ¿No podéis doblar los clavos otra vez?

—¡Ni pensarlo! La madera se astillaría si lo intentáramos. Son clavos gruesos como mi dedo meñique.

—Bueno, pues vaya lata… Tendréis que quedaros aquí hasta que hayáis adelgazado lo suficiente como para salir por debajo de la puerta.

—¡No digas más estupideces, Kenneth! Tengo una idea. ¿Puedes encontrarme una lima?

—¡Claro que sí, hombre! La ferretería está a la vuelta de la esquina —y le oí reírse, de un modo que me irritó, al otro lado de la puerta.

—No es momento de hacer chistes. Tú estas fuera, pero nosotros estamos dentro. Estoy seguro de que Scarlet O’Hara sabrá encontrar una lima. ¡Por favor, date prisa!

Al cabo de muy poco tiempo apareció la lima y pasó por debajo de la puerta. Limé los clavos en el punto en que habían sido doblados. Desde el exterior, Kenneth apalancó la cerradura contra la madera, y así pudo extraer los clavos limados. Abandonamos aquel antro, volviendo a colocar rápidamente los clavos en su lugar, y nos alejamos de allí. Al día siguiente, para una mayor seguridad, volvimos a acortar los clavos y, tras doblar de nuevo los extremos limados, los colocamos en sus posiciones originales, sin dejar ni rastro de nuestra manipulación.

El túnel siguió avanzando. Todos nosotros fuimos entrevistados y se nos recomendó pasar un examen médico para comprobar si estábamos en condiciones de efectuar el difícil viaje hasta la frontera. El examen médico incluyó una prueba consistente en subir y bajar a la carrera cuatro tramos de escaleras, a toda velocidad, a lo que seguía una comprobación del ritmo cardíaco. Se nos comunicó el resultado de la revisión médica y, por desgracia, pidieron a Barry O’Sullivan que se retirase y dejase su puesto a otro hombre. Su problema era que sufría una malaria periódica que había contraído en Oriente. Era un hombre demasiado sincero como para ocultarle este hecho al médico, y éste consideró, y no sin razón, que el problema era demasiado grave.

Nos apenó perder a Barry. Aunque en aquellos momentos esto no consoló a nadie, ahora es agradable recordar que Barry escapó poco después de otro campo y fue, prácticamente, el primer fugitivo británico que llegó a Suiza sano y salvo.

Elegimos a Harry Elliott, un capitán de los Irish Guards, para que ocupara su puesto. Elliott pasó todas las pruebas y todos estuvimos de acuerdo en admitirlo, de modo que el primer grupo de fuga siguió estando formado por seis oficiales, aunque yo esperaba que otros pudieran seguirnos.

Tenía un motivo importante para limitar el primer grupo a seis personas. Íbamos a salir del cobertizo y desde allí, pasando al callejón lateral, recorriéndolo unos 30 metros, llegaríamos por fin a la carretera principal. Este callejón lateral quedaba dentro del campo de visión de un puesto de guardia permanente, nocturno y diurno, situado en una pasarela a unos cuarenta metros del camino del cobertizo. Aunque nos alejáramos de él, el centinela forzosamente tenía que vernos. Seis hombres emergiendo de un callejón sin salida no dejaban de ser un espectáculo que a nadie podía pasarle inadvertido. Por consiguiente, planeé que saliéramos de allí de uno en uno o por parejas, a intervalos, y, además, que al menos dos de nosotros se disfrazaran de mujeres para esta ocasión. También decidimos que, después de la fuga, nos separaríamos en dos grupos de tres hombres cada uno. Rupert y Peter Allan acordaron unirse a mí, y los otros tres formaron el segundo grupo. El mío hizo planes para llegar a Yugoslavia, mientras los otros tres se encaminarían hacia Suiza.

Pedí que Scarlet O’Hara fuera el primero de la lista en toda fuga que se efectuara a partir de entonces desde aquel túnel. Era ya un hombre que los alemanes habían tachado de peligroso, y cada vez que uno de los «husmeadores» lo veía, la sospecha se cernía sobre él. Rara vez no tenía ningún problema y su actitud era totalmente ingobernable. Scarlet no tardó en poseer una amplia variedad de herramientas y utensilios útiles, prendas de ropa civil, mapas y otros artilugios apropiados para la fuga, que ocultó en diversos escondrijos diseminados por todo el campo. Era un canadiense bajito y nervudo, y odiaba a los alemanes hasta el punto de que no le era posible pasar junto a ellos sin murmurar semiaudibles juramentos e insultos. Tenía un carácter que rebosaba excitación e intriga, y nunca se sentía tan feliz como en aquellos momentos en que desarrollaba algún proyecto destinado a largarse del campo de prisioneros. Él y «Crash» Keeworth eran los dos hombres más aborrecidos por los alemanes.

Un día, Scarlet se dirigía a uno de sus escondrijos, que estaba situado detrás del escotillón de limpieza de un tubo de chimenea. Tenía una llave que encajaba en la cerradura del escotillón y utilizaba aquel considerable espacio como alacena adicional, destinada sobre todo al contrabando. La escotilla se encontraba en la esquina de un pasillo, a unos dos metros y medio del suelo. El comandante del campo acababa de anunciar que debíamos entregar nuestras escudillas para el rancho, ya que podían ser un instrumento ilegal que propiciaba las fugas. Todo oficial que conservara uno de aquellos recipientes podía ser sometido a un severo castigo, en vista de lo cual Scarlet trabajó de lo lindo para ocultar varias de estas escudillas. Su «espía», o sea el oficial que se ocupaba de la vigilancia, le pasó los recipientes uno tras otro, pero en el momento de entregarle el último, un sargento alemán, o Feldwebel, le sorprendió. El espía sólo tuvo tiempo para decirle: «Alemán a la vista» y tirar de los pantalones de Scarlet al mismo tiempo, y después se alejó disimuladamente mientras el sargento se acercaba y miraba fijamente a Scarlet. Scarlet tenía la cabeza metida en la escotilla y no oyó la contraseña. Gritó:

—¿Qué demonios estás haciendo? ¿Quieres que me caiga del taburete?

No hubo respuesta.

—¡En ese maldito agujero no hay lugar suficiente! Creo que algunos os tendréis que buscar otros escondrijos. Al fin y al cabo, yo no soy un contratista de obras. ¡Maldita sea la madre que parió a esos hunos! Me gustaría retorcerles el cuello y golpearles sus cabezas cuadradas hasta que se les cayeran los dientes. ¡Oye! ¡Aguanta esa lata! Estoy tratando de hacer sitio.

Silencio.

—Te he dicho que cojas esa jodida lata.

La escudilla le fue arrebatada de la mano por el Feldwebel, que al mismo tiempo empezó a tirar violentamente de los calzones de Scarlet.

—¿Serás estúpido? ¡Acabarás haciéndome caer! ¿Qué diablos quieres?

Y en aquel momento el rubicundo rostro de Scarlet salió de la escotilla y pudo contemplar, debajo de él, a su enemigo mortal, que sostenía una de sus preciosas escudillas.

Era evidente que Scarlet no era la persona adecuada para ayudar a construir el túnel. Era un hombre demasiado conspicuo. Por consiguiente, se le confió la tarea de cerrar el túnel cuando los seis hubiéramos partido, con la intención de que aprendiera el oficio y huyera con la segunda remesa.

Harry Elliott empezó a trabajar en el túnel en unas curiosas circunstancias. En su primer turno se le asignó el puesto de centinela junto a la cerradura, lo cual generalmente implicaba padecer una intensa irritación del ojo durante varios días, cuando ya se había efectuado la tarea. Apenas Harry había ocupado su puesto, en su primer día, cuando se aproximó a la puerta uno de los «tipos atléticos» del campo. Teníamos varios «tipos atléticos». Algunos recorrían al recinto durante varias horas, otros caminaban como si los persiguiera el diablo, otros efectuaban ejercicios y acrobacias, y parecía que se pasaran la mayor parte del día caminando sobre sus manos en vez de hacerlo sobre los pies.

El «tipo atlético» que se acercó a la puerta era un boxeador. Más tarde, Harry nos contó lo sucedido.

—Era evidente que aquel hombre era aficionado a repartir y recibir puñetazos desde su primera infancia. Su nariz contaba la historia de toda su vida. Yo creí que se dirigía al lavabo que había en la puerta contigua. Desde luego, necesitaba una ducha, pues sudaba tanto que parecía que ya saliera de ella. Había ido boxeando mientras recorría todo el pasaje, sin quitarse los guantes de los puños. Al pasar por el campo visual que me permitía abarcar la cerradura, empezó a resoplar vigorosamente. Seguidamente, oí un tremendo golpetazo en la puerta, que me obligó incluso a retroceder. Rápidamente, volví a aplicar el ojo a la cerradura para ver qué ocurría, y de nuevo fui proyectado hacia atrás mientras la puerta se estremecía al recibir otro golpe. Otro y otro más siguieron en rápida sucesión. El hombre era un formidable adversario, incluso con una puerta entre los dos. Le grité a través de la cerradura, pero con sus resuellos y aquellos mazazos que parecían asestados por un ariete, ni siquiera habría oído la sirena de un barco. Entonces me di por vencido y me oculté en el túnel. Creí que éste sería el mejor lugar en que podría hallarme cuando llegaran los alemanes.

»Pasados diez minutos, y cuando la puerta parecía ya desintegrarse, el «tipo atlético» se retiró… Supongo que finalmente decidió refrescarse en el lavabo. El silencio que siguió me dio la impresión de encontrarme en una tumba más que en un túnel.

Harry tenía una risa contagiosa, una especie de risita que resultaba irresistible. Cuando contaba algo, sus oyentes empezaban, al principio, invariablemente, a reírse y no dejaban de hacerlo durante un día o dos. Era un alumno de Harrow, de más edad que la mayoría de nosotros, y tenía varios hijos. Odiaba su condición de prisionero más que cualquiera de los que yo conocía en el campo, pero nunca lo demostraba, excepto cuando se concedía unos momentos para expresar sus sentimientos respecto a la raza alemana, el Herrenvolk, con una pintoresca inventiva difícil de imitar. Era un hombre más bien bajo y fornido, con unos ojos azules y penetrantes en una cara tostada por el sol. Su voz recordaba la de un militar británico que regresara de la India después de pasar años jugando al polo y cazando jabalíes. Decía que él siempre podía comprobar si un hombre era un «oficial y caballero» pidiéndole que repitiera una frase, a saber: «Vi miles y miles de boy scouts caminando con sus pantalones pardos». Hizo esta prueba a numerosos oficiales, no sin dejar de lanzar carcajadas ante los resultados. Nadie se sintió ofendido ni humillado por ello. Tan sólo era Harry practicando su broma favorita…

El túnel llegaba ya a su fin y nos encontrábamos debajo del porche antes mencionado y que ahora reconocíamos como un cobertizo. Debíamos determinar nuestra posición exacta. El cobertizo contenía un montón de leños, cada uno de los cuales medía aproximadamente un metro, y no nos atrevíamos a salir a la superficie, bajo el pasaje del cobertizo e inmediatamente detrás de los leños. En el cuarto de los blancos de tiro encontré una baqueta de acero que medía unos noventa centímetros y, mientras Rupert observaba con un espejo el terreno que había más allá del cobertizo, desde la ventana de los retretes, situada encima, hice un pequeño agujero en el techo del túnel y lentamente empujé la baqueta hacia arriba. Cuando Rupert la viera, debía dar un golpe en la pared de los lavabos y tomar nota mentalmente de su posición. La señal de alarma consistía en dos golpes en caso de peligro. El ruido se transmitía a través de la pared y me lo debía comunicar un escucha situado en el túnel, inmediatamente debajo de los cimientos del muro. Empecé en un punto que, según había calculado, estaba situado exactamente fuera del cobertizo, y empujé la baqueta hacia arriba, ayudándola con la misma mano, hasta que empecé a pensar que nuestro túnel se encontraba a mayor profundidad de la que habíamos calculado. De pronto, se oyó el doble golpe. Retiré en el acto la baqueta y esperé la información. Unos minutos más tarde me llegó a través de un murmullo a lo largo del túnel (en un túnel, los ruidos se transmiten con el fragor de un trueno). Mi baqueta había aparecido medio metro por encima del callejón, pero estaba tan cerca del cobertizo que incluso Rupert había pasado un rato sin verla…

Continuamos entonces más animados y, al cabo de unos días, rompí la superficie por debajo de la pila de leños y fui el primero en respirar aire fresco. Me sentí muy satisfecho, pues yo había previsto la peligrosa posibilidad de tener que retirar los troncos para formar un arco natural, y descubrí que estos troncos reposaban en una plataforma de madera situada unos 15 centímetros por encima del nivel del suelo. Además, mediante una inspección, descubrí que habían revestido el pasaje del cobertizo con unas tablas junto a la plataforma, para aislarla del suelo.

La tarea siguiente consistía en decidir cómo practicar una salida oculta. Estábamos decididos a conseguir que ese túnel sirviera para muchas otras fugas. Además, la posición de la salida y del cobertizo hacía que resultara peligroso que saliera al mismo tiempo un grupo muy numeroso de oficiales. Finalmente, decidí excavar el suelo al otro lado del revestimiento de madera y contener la tierra de este pasadizo con unos estrechos listones horizontales de madera, reforzados con dos estacas introducidas verticalmente en el suelo del túnel. En realidad, fue Dick, en su turno, el que hizo la mayor parte de la tarea, y tuvo que trabajar con gran cautela y en total silencio, mientras clavaba las estacas en el suelo. De este modo, la pared vertical compuesta de tierra relativamente suelta quedó contenida por una pequeña valla de madera, a la que bautizamos con el nombre de «Leñera». El plan de abertura del túnel era sencillo. Cuando todo estuviera a punto, los maderos serían retirados y se abriría rápidamente una salida en un ángulo de 45° hacia arriba, que daría al pasaje, empujando, al mismo tiempo, la tierra hacia el interior del túnel.

Una vez hubieran salido los fugitivos, una persona que se mantendría detrás de ellos volvería a cerrar el túnel, colocando de nuevo en su lugar los maderos, uno por uno, y apilando la tierra otra vez junto a ellos. Tratamos de aprovechar todo lo que pudiera acelerar este proceso y, por lo tanto, para evitar que se removiera la tierra, preparamos un par de resistentes cajones de madera, que, colocados detrás de los tablones, llenarían un buen espacio y ahorrarían unos segundos valiosos. El último tablón, inmediatamente detrás del revestimiento de madera, sólo tenía cinco centímetros de anchura. Con ello, la última capa de tierra exterior podría repartirse, para después ser aplastada y lograr que se confundiera con el suelo del pasadizo; a continuación se colocaría el tablón con un trozo de madera y la tierra restante se acumularía detrás de él. No podía ser un trabajo perfecto, pero era lo mejor que podíamos hacer, y creímos que el propietario del cobertizo imaginaría que había entrado en él una gallina y había removido la tierra, o tal vez que una rata de considerable tamaño había estado recorriendo el lugar.

El túnel quedó terminado el 31 de agosto. Su construcción había requerido siete semanas y su longitud era de casi ocho metros. Quedamos complacidos con nuestro trabajo, especialmente al pensar en la lentitud con que habíamos avanzado los primeros días, cuando habíamos apostado una pinta de cerveza por aquel de nosotros que sacara la piedra de mayor tamaño de la pared en cada serie de turnos de trabajo. Recuerdo que el primer ganador fue Rupert, con una piedra del tamaño de un huevo, y después gané yo otra pinta con medio ladrillo. Terminamos la competición con dos pintas para Rupert, cuando terminó la pared extrayendo un fragmento de mampostería que doblaba el tamaño de la cabeza de un hombre y que sólo a duras penas pudimos levantar.

La siguiente decisión que debíamos adoptar era la de la fecha y la hora de la fuga. Era esencial poder prever los movimientos del personal de la casa en el edificio contiguo al cobertizo. Detrás del revestimiento del túnel, nos mantuvimos vigilantes a través de un diminuto orificio, que nos dejaba ver una puerta de la casa, una ventana y una lavadora, pero por desgracia no veíamos del todo una puerta que daba al pasaje y no podíamos comprobar qué clase de cerradura tenía, si es que la tenía, lo cual era un inconveniente, ya que dicha puerta representaba nuestra salida hacia la libertad. Pensé en llevar conmigo, cuando huyéramos, un destornillador, ya que podía sernos muy útil.

Al principio, mantuvimos la guardia durante todo el día, pero no tardamos en acortarla para concentrarnos en los momentos más tranquilos. Trazamos un gráfico de los movimientos según las diferentes horas. Había una mujer alemana que pasaba mucho tiempo en el cobertizo.

Necesitábamos un período de tranquilidad que durase al menos media hora, y que distribuíamos del siguiente modo: cinco minutos para abrir, doce minutos (dos por persona) para salir, y trece minutos para cerrar de nuevo el túnel.

Dos de estos períodos parecían viables, pero no estábamos tan seguros respecto a la media hora de tranquilidad. Un centinela se situaba en la esquina del cobertizo antes de que oscureciera, y se retiraba después del alba. En realidad, pasaba la mayor parte de la noche apoyado en el cobertizo, y una buena mañana tuvo la audacia de hacer sus necesidades prácticamente sobre mi cabeza. Los dos períodos eran: uno, inmediatamente anterior a la llegada del centinela, y el otro, inmediatamente después de su retirada. Solía marcharse a las seis de la mañana, y era sustituido por una patrulla. Estas patrullas no debían olvidarse en ningún momento; algunas seguían intervalos regulares, pero la mayoría no. Siempre representaban una molestia, y sobre todo ahora, cuando llegábamos a la etapa final antes de la fuga. El 4 de septiembre, por la mañana, nuestros vigilantes nos comunicaron que el centinela del cobertizo se había retirado a las cinco. Era una buena noticia y permitía que la fuga, al ser a primera hora de la mañana, dispusiera de una luz más favorable. Según el gráfico, debíamos confiar en que la mujer no entrara en el cobertizo antes de las 6.30 y generalmente llegaba algo más tarde. Por lo tanto, en el mejor de los casos, dispondríamos de una hora y media, y, en el peor, de media hora. Decidimos no perder más tiempo e irnos a la mañana siguiente. Nuestra hora cero eran las cinco de la mañana del jueves, 5 de septiembre.