Capítulo 11
Porcelana holandesa
La reputación de los británicos como protagonistas de evasiones había tocado fondo, y lo poco que nos quedaba a este respecto no tardaría en recibir un nuevo golpe, esta vez por otra obra de los holandeses. Desde el principio, mantuvimos excelentes relaciones con ellos, y, aunque en los primeros momentos esto no significara revelar completamente los detalles de nuestros respectivos planes, no tardó en convertirse en una estrecha cooperación, dirigida, por parte holandesa, por el capitán Van den Heuvel.
Los holandeses no llevaban mucho tiempo en Colditz cuando Van den Heuvel me advirtió acerca de un próximo intento de evasión. «Vandy», como inevitablemente se le llamaba, era un hombre alto y atlético, de cara redonda y tez rubicunda, y que exhibía una amplia sonrisa casi permanente. En reposo, su boca era ya bastante grande, pero cuando sonreía le llegaba de oreja a oreja. Ocultaba en lo más profundo de su interior una buena dosis de orgullo y un temperamento irascible que se revelaba sólo en muy raras ocasiones. Hablaba bien el inglés, pero con un fuerte acento holandés.
Cuando yo le preguntaba: «¿Cómo estás, Vandy?», su respuesta invariable era: «Bastante bien, gracias», cargando el acento en el «bastante».
—Patt —me dijo un día—, nos disponemos a intentar nuestra primera evasión desde Colditz. Sólo puedo decir que iremos en dirección al parque y que tendrá lugar el domingo.
El domingo transcurrió plácidamente y, por la tarde, fui a ver a Vandy.
—Bueno, Vandy, todo sigue en calma. ¿Qué escondes bajo la manga? —le pregunté.
—¡Ah, Patt! —contestó, con un guiño malicioso—. Tengo dos cartas más bajo la manga para el próximo domingo. ¡Hoy ya han salido dos!
Sonreía como de costumbre y parecía un perro que acabara de apoderarse de un hueso. Su alegría resultaba contagiosa y no pude evitar echarme a reír.
Sin embargo, en el Appell matinal del lunes, faltaron dos holandeses. Unos días después (aunque no el domingo siguiente, por razones técnicas), desaparecieron otros dos.
Los alemanes estaban ya más que preocupados con los dos primeros, pero enloquecieron cuando el número ascendió a cuatro, y cuando los ausentes sumaron seis perdieron por completo el tino. Se produjo una serie de registros en todo el recinto del campo, y el parque fue sometido a una cuidadosa inspección. Observé que los alemanes colocaban barrotes a través de la pequeña tapa de madera de una caja de registro en el campo de fútbol, a pesar de que ya estaba asegurada con un juego de tornillo y tuerca de grandes dimensiones.
Finalmente, logré que Vandy me contara el método mediante el cual él, relativamente novato en el campo de prisioneros, se las había arreglado con tanta facilidad para organizar la fuga de sus seis holandeses desde la fortaleza de Colditz.
Su treta era tan sencilla que me avergoncé al pensar que los demás —polacos, franceses y británicos, unos doscientos cincuenta en total— no habíamos pensado en ella. La evasión se había realizado, de hecho, desde la alcantarilla en el campo de fútbol.
—Es fantástico —dije a Vandy—. Todos examinamos aquella tapa hasta que se nos subió la sangre a la cabeza, sin conseguir idear un proyecto satisfactorio.
—¡Ah, Patt! —replicó él—. ¿Qué juego os enseñaron los polacos? ¿El gapin, verdad? Pues bien, yo pensé en el gapin y contemplé aquella tapadera desde otro ángulo.
En las dos primeras ocasiones, unos cuantos holandeses, presididos por uno de ellos, un hombre barbudo y de aspecto venerable, llamado Van Doorninck, habían celebrado sesiones de lectura bíblica, precisamente alrededor de la caja de registro. Anteriormente, habían medido el tamaño del tornillo y la tuerca. Durante la lectura de la Biblia, aflojaron el tornillo con unos grandes alicates fabricados con piezas de hierro de las literas. El tornillo tenía un diámetro de dos centímetros en su parte roscada. Después de llamar la atención de los centinelas hacia el partido de fútbol que se estaba jugando, dos holandeses desaparecieron en la alcantarilla. Y eso fue todo, de momento. Inmediatamente después del partido, y antes de que los prisioneros regresaran al castillo, el campo de fútbol era cuidadosamente examinado, incluyendo la entrada de la alcantarilla, por dos o tres soldados alemanes nombrados al efecto. También soltaban perros para que husmearan posibles escondrijos o fosas abiertas entre los árboles.
—¿Y cómo ocultasteis la tapa abierta? —pregunté—. Eso es lo que no logro comprender.
—Fabricamos otro tornillo, un tornillo de una clase muy especial —contestó Vandy—. Lo hicimos con un tubo de cristal, con la cabeza de madera, y pintado como el auténtico.
Ése era, en efecto, el secreto de esta evasión, sencilla pero brillantemente concebida. Los dos fugitivos conservaron, en la alcantarilla, el tornillo auténtico. Al caer la noche, empujaron la tapa desde dentro y rompieron el tornillo de vidrio. Antes de marcharse, limpiaron el terreno para no dejar ningún fragmento, y volvieron a colocar el tornillo original exactamente como estaba antes, aplicando barro y polvo para disimular toda señal dejada en el hierro. A partir de entonces, su salida, sólo obstaculizada por una alta pared y una alambrada de espino, no presentaba dificultades, gracias a la oscuridad y a que el centinela más cercano estaba situado a unos cuatrocientos metros de distancia. Para entonces, los alemanes habían pasado lista nada menos que cuatro veces en la formación diaria, antes y después del tiempo de recreo: dos veces en el parque y otras dos en la entrada del patio. Durante algún tiempo, Vandy mantuvo en secreto cómo se las había arreglado para ocultar las ausencias.
Los primeros cuatro holandeses que se fugaron eran los capitanes A. L. C. Dufour y J. G. Imit, pertenecientes al ejército colonial, y los tenientes E. H. Larive y F. Steinmetz, de la Real Marina Holandesa, y los dos últimos llegaron a Suiza. Los otros dos fueron capturados de nuevo en la frontera y finalmente regresaron a Colditz. La tercera pareja desapareció algo así como un mes después, durante un partido internacional de fútbol entre polacos y holandeses. Se trataba del mayor C. Geibel y del segundo teniente O. L. Drijbar, ambos del Real Ejército Colonial. Llegarían a Suiza sanos y salvos.
Los alemanes todavía creían en la inexpugnabilidad del Oflag IV C (desde su interior), de modo que los fugitivos, cuando eran atrapados de nuevo, no eran enviados a otra parte, según la costumbre, sino que invariablemente regresaban a Colditz. Por esta razón, la población del castillo aumentaba incesantemente; era un centro de gravedad al que llegaban evadidos procedentes de todos los puntos de Alemania, cuando no se movían en la dirección opuesta por sus propios medios. Era, por tanto, una fortaleza que requería el continuo aumento del número de centinelas. El número de alemanes superaba con mucho al de prisioneros, aunque hay que reconocer que nuestros carceleros no eran soldados de la clase A1. Estos desproporcionados efectivos de la guarnición eran, probablemente, motivo de irritación para el alto mando alemán, ya que en cierto momento éste ordenó una serie de inspecciones, entre ellas una visita efectuada por dos oficiales alemanes que habían huido de campos aliados. Uno de ellos era el Hauptmann Von Werra, el aviador alemán que, tras proporcionar muchos quebraderos de cabeza a nuestras autoridades de los campos de prisioneros de guerra, finalmente huyó de Canadá a Estados Unidos. Saltó desde un tren cerca del río San Lorenzo, robó una barca con motor que le permitió cruzarlo y por fin logró llegar al consulado alemán de Nueva York. Durante uno de sus permisos, visitó nuestro campo para asesorar a su comandante, y poco después supimos que había sido derribado y muerto en algún lugar del frente ruso.
El regreso de oficiales evadidos al campo proporcionaba ciertas ventajas a sus huéspedes, ventajas que no tardamos en aprovechar. Era inevitable, sin embargo, que, si la guerra duraba el tiempo suficiente, los alemanes lograran al final ganar la batalla de Colditz, consiguiendo que su campo resultara prácticamente inexpugnable, pero ninguno de nosotros creía que esto hubiera sucedido ya en el otoño de 1941. De hecho, aunque toda fuga descubierta significaba otra salida inutilizada, los prisioneros nunca cejaron en sus intentos hasta que se produjo el avance aliado en Alemania.
También llegaron, gradualmente, a Colditz los Prominente, como los llamaban los alemanes. Uno de ellos era Giles Romilly, sobrino de Winston Churchill, al que se le concedió el honor, y la inconveniencia, de tener una pequeña celda para él solo, con un centinela en la puerta durante toda la noche. Podía mezclarse con los demás prisioneros durante el día, pero debía sufrir la molestia de que le llamara su ángel guardián —un soldado alemán de recias botas— cada noche a las nueve, lo escoltara hasta su dormitorio y lo encerrara con llave…
Como todos los demás, deseaba evadirse, pero, como es lógico, su caso presentaba todavía más dificultades. En cierta ocasión, logré que sustituyera a uno de los soldados franceses que descargaban carbón desde un camión, en el patio. El polvo de carbón era un disfraz útil —si uno se ensuciaba la cara con él—, pero no pasó la primera puerta de salida. Era evidente que, o bien lo vigilaban otros desde el interior del campo, además de sus carceleros visibles, o bien —lo que es igualmente probable en este caso— uno de los ordenanzas franceses —tal vez el que él sustituyó— comunicó a los alemanes lo que ocurría, para salvar su piel. Nunca logramos averiguarlo, pero fue el Hauptmann Priem en persona el que entró en el patio cuando el camión se disponía a marcharse y, con la mayor amabilidad, pidió a Romilly que se apeara de él. Creo que sólo se le castigó con una semana de encierro solitario y después volvió a su rutina habitual.
Fue también a finales del verano de 1941, cuando yo cumplía uno de mis acostumbrados arrestos solitarios —tres semanas en este caso— cuando las celdas de castigo se llenaron y el teniente de aviación Norman Forbes se reunió conmigo por unos días. Las celdas eran diminutas, de cuatro metros por tres, pero nos entregaron una litera doble, que nos sirvió de ayuda. En cambio, existía el inconveniente de que nuestra celda se encontraba situada exactamente encima de un semisótano en el que se guardaban los depósitos de basura del campo.
Norman y yo nos las arreglamos muy bien, y cada uno supo respetar el carácter del otro. Un día, poco antes de que él cumpliera su período de arresto, mencionó casualmente que necesitaba un corte de pelo.
«Claro —pensé—, cualquier cosa con tal de aliviar la monotonía».
—Es una curiosa coincidencia —dije— que estés cumpliendo un encierro «solitario» con un experto barbero aficionado. Aprendí el arte del peluquero de mi escuela, que dijo que yo poseía un talento natural para este oficio.
—Bueno, pues practica un poco con mi pelo —fue la respuesta.
Pronto conseguí unas tijeras para uñas y un peine que, periódicamente, hacía entrechocar entre sí de un modo muy profesional. Durante unos minutos, traté de cortarle el pelo adecuadamente, pero al poco rato comprendí que la habilidad, en este oficio, no es fácil de adquirir. Seguí trabajando, cortando grandes mechones de pelo aquí y allá, hasta que la parte posterior de su cabeza se pareció más a una calavera que a cualquier otra cosa. En la parte frontal, corté una amplia franja. El resto de la cabeza quedó convertido en un caos. Dado que la frente fue todo lo que Norman pudo ver en el diminuto espejo que poseíamos, no se enteró del desastre hasta un par de días después, cuando regresó al campo y se convirtió en el hazmerreír de todos durante varios días.
Al marcharse Norman, el aburrimiento se apoderó de mí otra vez. Estudiaba ciencias económicas, pero era un tema de lectura muy pesado cuando se prolongaba una semana tras otra. Un día me acordé de mi trompeta. Como concesión, me habían permitido llevar a mi celda «solitaria», junto con libros y otros objetos, mi guitarra y mi trompeta.
Norman había logrado resistir mis rasgueos de guitarra, pero se había negado tajantemente a permitir que ensayara con mi trompeta. Pensé, sin embargo, que ahora estaba solo y podría practicar en paz, pero fueron tantas las objeciones procedentes de las celdas contiguas y también del patio —frente al cual se encontraba mi celda—, en forma de una lluvia de piedrecillas, gritos e insultos, que me vi obligado a practicar con mi trompeta en el único momento (aparte de la noche) en que nadie podía impedírmelo, o sea durante la media hora del Appell de la tarde.
Esto pareció satisfacer a todos, ya que los oficiales y suboficiales alemanes que pasaban revista apenas podían oír sus propias órdenes y los recuentos salían invariablemente mal, lo cual exigía que se repitieran varias veces. La tercera tarde, la hilaridad llegó a tal extremo que la revista se convirtió casi en una algarabía. Al parecer, muchos de los soldados alemanes creían también que mis solos de trompeta eran divertidos y ello empeoraba la situación del oficial alemán que ostentaba el mando, que llegó a enfurecerse. El cuarto día, apiadado de los alemanes que debían soportar aquellos penetrantes trompeteos superpuestos a sus voces de mando, decidí adoptar una actitud caballerosa y abstenerme de ensayar por aquella tarde.
Evidentemente, no era yo el único que había estado reflexionando el respecto, porque cuando estuvo reunido el personal para el Appell de la tarde y el oficial alemán a cargo del mismo entró en el patio (se trataba del Hauptmann Püpcke), se dirigió directamente hacia mi celda, acompañado por dos soldados, y abrió mi puerta con violencia.
—Geben Sie mir sofort ihre Trómpete![16] —gritó.
Me dolió tanto su dura actitud después de mis buenos propósitos y mi comprensión respecto al deber que cumplían los alemanes, que pensé que ahora era yo el que debía sentirme insultado.
—Nein —contesté—. Ich will nicht; es ist meine Trómpete, Sie haben kein Recht darauf[17] —y dicho esto oculté la trompeta en mi espalda.
Él la cogió y ambos iniciamos un violento forcejeo. Ordenó entonces a sus hombres que intervinieran, cosa que hicieron aporreando mis muñecas y brazos con las culatas de sus fusiles, hasta que solté el maldito instrumento.
—¡Esto le costará un consejo de guerra! —gritó el oficial antes de cerrar la puerta.
No hubo ningún consejo de guerra, lo que no dejó de ser una lástima, porque hubiera supuesto un viaje, probablemente a Leipzig, y una oportunidad de evasión. En cambio, me adjudicaron otro mes de arresto «solitario», que inicié poco después en otra celda.
Finalizaba ya el mes de septiembre y en el parque caían las hojas, pero todo lo que yo podía ver desde mi ventanilla, subiéndome encima de mi aguamanil, era la pared de una parte de nuestra prisión, conocida como el «bloque del teatro». Fue durante uno de los largos períodos que pasaba contemplando ociosamente aquella pared, cuando de pronto se encendió una luz en mi cabeza. Si yo hubiera sido ingeniero, y estuviera familiarizado con planos y alzados, y acostumbrado a reconstruir mentalmente estructuras de edificios, probablemente no se me hubiera ocurrido jamás la idea. Comprendí de pronto que la situación del escenario de madera del teatro lo hacía sobresalir por encima de una parte del castillo cerrada para los prisioneros, que conducía mediante un pasillo al tejado del puesto de guardia alemán, contiguo a nuestro patio pero en su exterior.
Este descubrimiento era una pequeña mina de oro. Lo archivé de momento, pero resolví explorar más a fondo las posibilidades cuando me encontrara fuera de la celda.