Capítulo 18
La estrategia de la evasión

El temor que tenía Mike Sinclair de haber cerrado otra salida para sus compañeros del campo no era real. Poco después de su intento, el capitán «Ni un momento inactivo» Paddon fue convocado para comparecer ante un consejo de guerra, en un campo de prisioneros situado en el nordeste de Alemania. Fue debidamente equipado para una posible evasión y salió rumbo a su destino fuertemente custodiado. Era un viaje largo, que duraría varios días. Al convertirse los días en semanas, el coronel Stayner expresó su preocupación y pidió explicaciones al comandante del campo. Encogicendose resignadamente de hombros, éste contestó:

Es war unmóglich, trotzdem is er geflohen (Era imposible, pero a pesar de todo escapó).

Finalmente, Paddon había llegado a Suecia y después, sano y salvo, a Inglaterra. Fue el segundo inglés que regresó a su patria desde Colditz.

Un día muy caluroso del mes de agosto de 1942, yo estaba tendido en mi litera, y «Lulu» Lawton (el capitán W. T. Lawton, del Regimiento Duke of Wellington), reposaba en otra litera cercana. Lulu había efectuado una breve evasión desde Colditz y, a las pocas horas de camino, habían vuelto a echarle el guante. Había nacido en Yorkshire y, como es lógico, prefería el olor del aire que se respiraba más allá de los recintos del campo. Durante mucho tiempo reflexionó, y después, con un tono de tristeza en la voz, se volvió hacia mí y me dijo:

—Por lo que veo, Pat, es inútil seguir intentando evasiones desde Colditz. Este lugar está herméticamente cerrado, y ni una rata muerta de hambre encontraría un agujero que le permitiera salir. —Y después añadió, con nostalgia—: De todos modos, no me importaría nada hacer otra tentativa, si es que se me ocurre alguna idea.

—Debes considerar el problema fríamente —repliqué—. El primer principio para conseguir el éxito en cualquier batalla, consiste en atacar al enemigo en su punto más débil, pero en cuestión de evasiones lo que siempre resulta más difícil es saber dónde está este punto débil del enemigo. No se trata, por ejemplo, de ese punto débil aparente en la alambrada o en el muro, porque éstas son sus defensas de última línea. Debemos recorrer un largo camino antes de llegar a ellas. Lo importante son sus defensas de primera línea, y están dentro del campo. El arma más poderosa del alemán es su capacidad para frustrar de entrada las evasiones, antes de que podamos llevarlas a cabo. Los alemanes hacen esto en el interior del campo, y salen airosos en un noventa y ocho por ciento de las ocasiones. Por consiguiente, debemos encontrar su frente más débil dentro del campo, y después el resto será un paseo militar. —Y añadí—: Por ejemplo, si me preguntaras dónde está el punto débil de los alemanes en este campo, yo te diría que se trata del despacho del propio Gephard. A nadie se le puede ocurrir que se inicie un intento de evasión desde la oficina del propio sargento mayor alemán.

—Todo eso está muy bien —repuso Lulu—, pero en la oficina de Gephard hay una cerradura en forma de cruz y, además, un candado que no tiene muy buen aspecto.

—Tanto mejor —contesté—. En este caso, nadie te molestaría.

—Pero ¿y cómo entro allí?

—Ése es tu problema —concluí.

Ni por un momento pensé que se tomara en serio esta cuestión, pero nadie puede discutir la obstinación de la que es capaz un hombre del Yorkshire.

Había en el campo un capitán holandés de roja barba, llamado Van Doorninck, que solía reparar relojes en sus horas libres, y que incluso los arreglaba a veces para el personal alemán, a cambio de herramientas con las que practicar su oficio. Por consiguiente, poseía un equipo de reparación que consistía en varias herramientas en miniatura y materiales diversos, que estaban rigurosamente prohibidos a otros prisioneros. En ninguna ocasión dio su palabra en lo referente al empleo de estas herramientas.

Van Doorninck era todo un «cerebro». Tenía amplios conocimientos de matemáticas superiores, y durante un cierto tiempo me dio, a mí y a otros pocos prisioneros, todo un curso universitario sobre geodesia, asignatura que jamás había conseguido dominar en mis tiempos de estudiante. Además de manipular relojes, Van Doorninck no se negaba tampoco a manipular cerraduras, como pudo descubrir Lulu Lawton, de manera que el primero ideó un método para abrir cerraduras del que se hubiera enorgullecido el mismo Raffles.

He descrito antes el aspecto exterior de la cerradura cruciforme, un aspecto que recordaba el de una cerradura Yale con cuatro brazos. Sus elementos interiores esenciales consistían en unos diminutos pistones, cuyo número iba de seis a nueve y cuyo diámetro era aproximadamente de unos tres milímetros. Para abrir la cerradura, estos pistones debían moverse dentro de sus cilindros al insertar la llave, y cada pistón recorría una distancia diferente, cuya precisión se calculaba en centésimas de milímetro.

El principio de su funcionamiento era el mismo que se emplea en la cerradura Yale, pero el agujero para la llave tenía forma de cruz, y cada brazo de ésta presentaba una anchura de un milímetro y medio, mientras que la cerradura Yale tenía una abertura en zigzag para la llave. Este modelo hubiera representado más dificultades para Van Doorninck, aunque estoy seguro de que él las hubiera superado; sea como fuere, resolvió el problema fabricando un calibre especial micrométrico, que señalaba el desplazamiento exacto que requería cada pistón. Después, como complemento, fabricó una llave, utilizando el calibre para comprobar las diferentes caras de la llave a medida que las limaba. La llave resultante recordaba una llave Yale, pero con cuatro aspas.

Van Doorninck consiguió un éxito brillante allí donde yo había fracasado estrepitosamente. Enrojecía de vergüenza cada vez que recordaba las torturas que yo había infligido a tantas víctimas condenadas al sillón del dentista. La nueva llave fue todo un éxito. Además, Van Doorninck pudo, a partir de entonces, «triunfar» sobre todas las cerraduras cruciformes, aunque cada una fuese diferente de las demás. Desde aquel día, como si fuéramos espectros, pasamos a través de puertas que los alemanes creían herméticamente cerradas.

Y, volviendo a la puerta del despacho de Gephard, cuando estuvo «vencida» la cerradura cruciforme, el otro sistema de seguridad, es decir, el candado, no ofreció la menor dificultad.

El plan siguió su curso. Lulu Lawton había formado equipo con el teniente de aviación «Bill» Fowler, de la RAF, y los dos constituyeron un cuarteto con Van Doorninck y otro holandés. Como oficial encargado de las fugas, Dick Howe dirigía las operaciones, y un buen día acudió a mí.

—Pat, tengo un trabajo para ti —me dijo—. Lulu y otros tres quieren forzar la ventana de la oficina de Gephard. ¿Quieres echarle un vistazo? También me gustaría que te encargaras tú de esta tarea.

—Gracias por el cumplido —contesté—. ¿Cuándo empezamos?

—Cuando tú quieras.

—No me gusta mucho esta idea de la ventana, Dick —dije—, pero la estudiaré detenidamente. La ventana está muy cerca de uno de los centinelas, y puede que incluso entre en su campo visual.

—Kenneth Lockwood enfermará cuando tú lo tengas todo a punto —continuó Dick—, se instalará en la sala de la enfermería contigua a la oficina de Gephard, y desde allí manipulará todas las llaves necesarias.

—¡Excelente! Por la noche no hay ningún médico alemán en la enfermería, y por lo tanto puedo esconderme debajo de la cama de Kenneth, después del Appell de la tarde, hasta que se apaguen las luces. Entonces, empezaré a trabajar. Haré que alguien me eche u na mano.

—Sí, por favor —rogó Dick—, pero esta vez no te lleves a Hank. Él ya es un veterano. Debemos adiestrar a más hombres en nuestras técnicas de evasión. Busca a otro.

Eché un vistazo a la oficina. Era una habitación pequeña y alargada, con una ventana enrejada en una alcoba, en el extremo opuesto a la puerta.

La mesa escritorio y el sillón de Gephard ocupaban la alcoba. El resto de la oficina estaba lleno de estantes, en los que había todo un surtido de artículos. Muchos de ellos, como linternas de campaña, linternas de bolsillo, pilas, clavos y destornilladores, nos hubieran sido muy útiles, pero no tocamos nada. Salir por la ventana representaba un gran peligro. Mediante una cuidadosa inspección y tomando algunas medidas, comprobé que, con un poco más de paciencia, podíamos practicar una abertura en el suelo de la oficina de Gephard, perforar una pared de casi medio metro de espesor, entrar en un almacén que se encontraba debajo y, desde allí, abriendo simplemente la cerradura de una puerta, los fugitivos podían llegar a un camino que utilizaban centinelas y que circundaba el castillo. Había, sin embargo, una incógnita. ¿La puerta del almacén tenía cerradura cruciforme o del tipo ordinario?

Lo comprobamos vigilando durante varios días desde una ventana que dominaba la zona de este almacén. La puerta no quedaba visible, pero todo alemán que se acercara a ella sí, y, en un momento dado, vimos a uno de los alemanes acercarse a la puerta sosteniendo en la mano una llave del tipo ordinario. Van Doorninck utilizaría, pues, una serie de llaves, y no habría dificultad. La alternativa, que habría exigido mucho más tiempo, hubiera consistido en que yo construyera una pared camuflada para examinar a mi antojo el almacén. Sin embargo, esta fuga debía ser una operación «blitz»: el agujero quedaría terminado al cabo de tres días. La experiencia había demostrado que los trabajos a largo plazo implicaban graves riesgos, a causa del tiempo empleado, y a menudo yo me preguntaba acerca de las posibilidades del túnel francés, que avanzaba lentamente, día tras día…

La operación debía efectuarse por la noche, ya que durante todo el día la oficina de Gephard estaba ocupada. Se encontraba cerca del extremo de un pasillo, en la planta baja, y en el extremo opuesto del mismo estaba la enfermería del campo. Esta enfermería se hallaba situada al otro lado del patio, vista desde nuestras dependencias, con lo que la empresa exigía entrar en ella antes de que se cerraran las puertas principales, por la noche, y ocultarnos allí, debajo de las camas, hasta que todo estuviera en calma; en aquella época había un centinela en el patio durante todo el día y toda la noche. Las camas de la enfermería no se encontraban a mucha distancia del suelo y estaban bastante juntas, por lo que representaban un buen escondrijo, al menos por un tiempo.

Elegí al teniente Derek Gili (de los Royal Norfolks) para que viniera a ayudarme; era el tipo más adecuado, un hombre imperturbable. Empezamos a trabajar apenas Kenneth estuvo cómodamente instalado en su lecho de enfermo, con graves trastornos del estómago. Cuando las puertas se cerraron y las patrullas se alejaron, Kenneth cogió las llaves, abrió la puerta de la enfermería, después la de la oficina de Gephard, nos encerró para que pasáramos allí la noche, y él fue a acostarse.

Retiré las tablas que necesitaba del suelo, debajo de la ventana, y también algunas de debajo del escritorio ante el cual se sentaba Gephard cada día. A continuación, empecé a trabajar en la pared. Las junturas entre las piedras eran antiguas, como ya había sospechado, y antes de que amaneciera los dos habíamos llegado al extremo opuesto. Advertí que había yeso en el otro lado. Era también lo que esperaba, pues se trataba de la pared del almacén. Ya era suficiente para la primera noche. Nos llevamos la mayoría de las piedras grandes en un saco, y en la grava, bajo el suelo, cavamos un pasadizo, con un ángulo de cuarenta y cinco grados, para que una persona pudiera deslizarse en el agujero. Tendimos mantas sobre la grava para disimular el sonido a hueco, y después colocamos cuidadosamente las tablas de madera debajo del escritorio de Gephard. Volvimos a poner los clavos y los cubrimos con nuestra pasta patentada, que tan bien imitaba el polvo. Rellenamos todas las grietas con polvo y tierra. A primera hora, tal como habíamos convenido, Kenneth nos dejó salir y volvió a cerrar. Nos retiramos a la enfermería, cuya puerta debía quedar también cerrada, y descansamos confortablemente hasta que llegó el ordenanza sanitario alemán para hacer su ronda matinal; entonces nos escondimos debajo de las camas. La noche siguiente, Derek y yo reanudamos el trabajo. Esta vez, la tarea resultó más difícil, puesto que debíamos ampliar el agujero de la pared para permitir el paso de un hombre corpulento (Van Doorninck), y al mismo tiempo debía quedar intacta la capa de yeso del otro lado. Yo sabía que el agujero estaba situado a cierta altura en la pared del almacén, probablemente a dos metros y medio o tres desde el nivel del suelo. Terminamos nuestro trabajo con éxito y, por la mañana, nos retiramos como el día anterior.

La puerta de salida para la evasión estaba ya a punto. Dick, Lulu, Bill y yo estudiamos juntos el plan. Se basaba en que, a veces, los suboficiales alemanes entraban en el almacén junto con prisioneros polacos que trabajaban en el pueblo de Colditz. Cogían y dejaban algunos repuestos, cestas llenas de uniformes viejos, ropa interior en grandes cajas de madera, zuecos y toda una serie de artículos inservibles para la vida militar. Llegaban a horas irregulares, casi siempre por la mañana, en ocasiones a las siete, y era raro que vinieran más de dos veces por semana. Habíamos observado y anotado debidamente todo esto durante todo un mes. Habíamos acordado que el grupo de evadidos se incrementaría hasta llegar a seis, y, en consecuencia, fueron seleccionados otros dos oficiales. Eran «Stooge» Wardle, nuestro submarinista, y el teniente Donkers, un holandés. Se decidió que Lulu viajara con el segundo holandés, y Bill Fowler con Van Doorninck.

Los centinelas eran relevados a las siete de la mañana, y se trazó el plan teniendo esto en cuenta. Van Doorninck, que hablaba perfectamente alemán, se convertiría en un suboficial alemán, y Donkers sería un soldado de la misma nacionalidad. Los otros cuatro serían ordenanzas polacos.

Saldrían del almacén poco después de las siete y Van Doorninck cerraría la puerta. Los cuatro ordenanzas transportarían dos grandes cajas de madera, y el soldado alemán cubriría la retaguardia. Avanzarían por donde hacían la ronda los centinelas, pasando por delante de dos de éstos, hasta llegar a una entrada en las alambradas, donde Van Doorninck ordenaría a un tercer centinela que abriese la cerca y los dejara pasar. Con un poco de suerte, los centinelas supondrían que ese grupo de trabajo había entrado en el almacén poco antes de las siete. Después de cruzar la alambrada, los seis hombres bajarían hasta la carretera que se dirigía la parque. Sin embargo, cuando hubieran recorrido los primeros cincuenta metros, darían un rodeo y seguirían andando junto a un cuartel alemán, para llegar a la gran puerta de la muralla que rodeaba el recinto del castillo, la misma que Neave y Thompson habían escalado en su evasión. Cuando llegaran a esta puerta, Van Doorninck debería utilizar más llaves. Si éstas no le daban resultado, tendría que emplear su ingenio. De hecho, si conseguía llevar a su grupo hasta ese punto tan lejano, sería muy capaz de telefonear al comandante del campo y pedirle que bajara para abrir la puerta…

El plan exigía la construcción de dos grandes cajas, en secciones, para que pasaran a través del boquete del almacén, y que al mismo tiempo pudieran volver a montarse rápidamente.

El día de la evasión se fijó poco después de una visita rutinaria al almacén, para que no fueran tantas las posibilidades de encontrarnos con un grupo de alemanes y polacos auténticos. Rezamos para que no se produjera este encuentro, pero no era posible predecir las visitas y teníamos que correr aquel riesgo a la fuerza.

La tarde antes de la fuga, después del último Appell, nueve oficiales entraron, a intervalos irregulares, en el pasillo de la enfermería. Había allí un cierto ajetreo, y nadie sospechó de nada. Las secciones de las cajas de madera habían sido trasladadas a la enfermería, a intervalos, durante el día, y escondidas debajo de los capotes. Ocho oficiales se ocultaron debajo de las camas, mientras Kenneth se acostaba en la suya y procuraba que los pacientes de la sala estuvieran quietos y se comportaran debidamente. Eran, en su mayor parte, franceses y se mostraron muy excitados ante una visita tan extraña. Kenneth tenía una especial habilidad para tratar con sus compañeros de armas, cualquiera que fuese su nacionalidad. Se sentó en la cama y se dirigió a todos los presentes:

—Le romperé la cabeza al primero que haga ruido o que empiece a hacer el tonto. Comprenez? Je case la tete á n’importe quifait du bruit ou qui commence á faire des bétises.

Desde luego, Kenneth conocía íntimamente a todos los presentes y podía tomarse ciertas libertades con su susceptibilidad. Así, continuó diciendo:

—Lo que ocurre aquí no le importa a nadie, y por tanto no quiero curiosos. Por ejemplo, no quiero que nadie mire debajo de las camas, ni permitiré que se oiga volar una mosca. Cuando llegue la patrulla, todos se comportarán con la máxima normalidad. Yo estaré sentado y mirando. Si veo el menor movimiento innecesario, daré parte al general Le Bleu, por intento de sabotaje.

La fingida seriedad de Kenneth no era gratuita. Entre los ocupantes de la enfermería, había algunos que eran más o menos huéspedes permanentes: los neuróticos. Éstos eran capaces de cometer cualquier tontería y lo único que podía mantenerles a raya era una postura firme.

Cerraron debidamente con llave la enfermería y la noche cayó sobre el castillo. Silenciosamente, los nueve hombres se levantaron y, mientras Kenneth abría una puerta tras otra, sin la menor dificultad, pasamos todos a través de ellas. Ocho oficiales nos apiñamos en la pequeña oficina y Kenneth se fue tal como había venido.

—Derek —susurré—, tenemos mucho tiempo antes de empezar a trabajar. De nada serviría empezar demasiado temprano, ya que ello podría provocar la alarma.

—¿Cuánto tiempo crees que necesitaremos para acabar el boquete? —me preguntó.

—Más o menos una hora, diría yo, pero calcularemos el doble.

—Esto significa —dijo Derek— que podemos empezar más o menos a las cuatro.

—Será mejor empezar a las tres. Tal vez necesitemos mucho más tiempo del que suponemos para que toda esta multitud se meta por el agujero, junto con todo el equipaje. Además, el boquete debe quedar bien disimulado. ¿Has traído el agua y el yeso?

—Sí. Tengo seis botellas de medio litro, y yeso suficiente para cubrir un metro cuadrado.

—Está bien. ¿Qué hora tienes?

—Las nueve y cuarenta y cinco minutos —contestó Derek.

Nos sentamos en el suelo, dispuestos a pasar la velada. A medianoche se produjo una alarma. Oímos que los alemanes abrían puertas, y también la voz de Priem en el pasillo. Entró en la enfermería, pasó cinco minutos allí, y después salió y se acercó a la puerta del despacho de Gephard. Oímos todo lo que decía, dirigiéndose al suboficial de la guardia nocturna. Éste preguntó:

—¿Abro esta puerta, Herr Hauptmann?

—Sí, desde luego, quiero registrarlo todo —contestó Priem.

—Es la oficina del Oberstabsfeldwebel Gephard, Herr Hauptmann.

—No importa. ¡Ábrala! —Fue la respuesta.

Se produjo entonces un gran estrépito de llaves y seguidamente oímos otra vez la voz de Priem:

—¡Ah, claro! Herr Gephard tiene varias cerraduras en su puerta. Lo había olvidado. No abra; esto está seguro.

Los pasos se alejaron y finalmente se extinguieron por completo al cerrarse de nuevo la puerta exterior. Necesitamos varios minutos para recuperarnos de la angustia. Finalmente, Lulu Lawton, que estaba sentado a mi lado, susurró en mi oído:

—¡Dios mío! ¡Cuánta razón tenías!

Era realmente asombroso el olfato que había demostrado tener Priem, un olfato que casi le había permitido cazarnos a pesar de todas nuestras precauciones.

Durante aquella larga espera, empecé a trabajar discretamente, abriendo un pequeño agujero a través del yeso y después cortándolo y atrayendo los fragmentos hacia mí. Algunos pequeños trozos cayeron en el otro lado, con un ruido que me pareció el de un trueno, pero que en realidad fue casi imperceptible. Después ampliamos el agujero, de manera que una mano podía pasar a través de él, y a continuación extrajimos el resto del yeso con facilidad. Yo me había traído una sábana para ayudar a los fugitivos a descender hasta el suelo del almacén. Van Doorninck pasó el primero. Aterrizó sobre unos estantes, y, utilizándolos como una escalera, llegó sano y salvo al suelo. Unos minutos después comunicó que la puerta exterior del almacén tenía una cerradura sencilla y que estaba seguro de poder abrirla. Ésta era una esplendida noticia. Siguieron los otros cinco oficiales, después las dos cajas divididas en secciones, varios fardos con las ropas de paisano para la fuga, los uniformes de los soldados polacos, los uniformes de los alemanes y, finalmente, el yeso y el agua. ¡Nos hubiera sido muy útil disponer de una cinta transportadora!

Derek y yo les deseamos buena suerte a todos y, sin perder tiempo, empezamos a rellenar el agujero de la pared con el mayor cuidado posible, mientras Van Doorninck, en el otro lado, aplicaba una espesa capa de yeso. Las cajas de madera nos iban a ser muy útiles para llevarnos las botellas de agua vacías y el yeso sobrante, así como las ropas de paisano. Finalmente, antes de colocar en su lugar la última piedra, Van Doorninck y yo comprobamos la hora en nuestros relojes, yo murmuré unas palabras de despedida y cerré definitivamente el boquete.

A continuación, Derek y yo volvimos a colocar las mantas y las tablas del suelo, muy cuidadosamente. A las seis, la operación había terminado y, en aquel momento, oímos que Kenneth murmuraba a través de la puerta:

—¿Va todo bien? ¿Habéis terminado?

—Sí, abre.

Kenneth manipuló las cerraduras y nos retiramos a la enfermería.

Desde allí, no veríamos el resto de la función. Los fugitivos saldrían a las 7.10, mientras que la enfermería no se abriría hasta las 7.30. El Appell de la mañana era a las 8.30. Entonces empezaría el jaleo…

Alrededor de las 7.30, salimos disimuladamente. Dick nos estaba esperando y nos comunicó que todo marchaba a la perfección.

El uniforme de Van Doorninck era el de un sargento. Cada centinela había saludado rígidamente al paso del grupo, que seguía su camino hacia la entrada de las alambradas. Cuando llegaron allí, el centinela apostado en aquel lugar abrió en seguida la cerca, el grupo desfiló y nuestros vigías, ocultos en los pisos altos del castillo, lo perdieron pronto de vista.

A medida que pasaban los minutos sin que se produjera ninguna alarma, empezamos a respirar más confiadamente. A las ocho, ya dimos por supuesto, casi con toda seguridad, que nuestros amigos se habían largado.

El Appell iba a ocasionar problemas. Ya habíamos agotado todos nuestros trucos para disimular ausencias durante estos recuentos. Habíamos rellenado lugares con nuestro oficial aviador «de tamaño medio» corriendo de un lado a otro, agachado, entre las filas, y apareciendo en otro lugar para que le contaran dos veces. Habíamos conseguido que contaran dos veces toda una hilera de oficiales, distrayendo adecuadamente a los suboficiales que comprobaban los números. Habíamos tratado de confundir a los alemanes, falseando el número de oficiales enfermos. En cuanto a los maniquíes holandeses, ya no existían.

Si la fuga hubiera tenido lugar en el parque, dispondríamos de métodos más variados para elegir. En primer lugar, las revistas en el parque no incluían a todo el contingente de prisioneros, y podíamos añadir «cuerpos», como ya habíamos hecho, por ejemplo, suspendiendo a nuestro oficial «de tamaño medio», en cierta ocasión, de la cintura de un gigantesco oficial holandés, cuyo enorme capote los cubría holgadamente a los dos. En otra ocasión, habíamos fingido una falsa fuga para disimular la auténtica, mediante dos oficiales que cortaron la alambrada del parque y echaron a correr, sin ninguna esperanza de evadirse, desde luego. En este caso, el engaño consistió en que los dos oficiales actuaron como si un tercer fugitivo los precediera entre los árboles. Lanzaron gritos de aliento y de advertencia a su compañero imaginario, al que los alemanes estuvieron buscando describiendo círculos, durante el resto del día.

Pero en la presente circunstancia, habíamos perdido temporalmente toda inspiración. Tal vez hubiéramos podido disimular una ausencia, pero seis era ya algo imposible. En vista de ello, hicimos lo más obvio. Decidimos crear una reserva de oficiales de repuesto para futuras fugas, para lo cual ocultamos a cuatro oficiales en diversos lugares del castillo. ¡Faltarían diez hombres en el Appell¡. Con suerte, los cuatro escondidos en el castillo se convertirían en lo que llamábamos «fantasmas». No volverían a aparecer en los Appells, y ocuparían los huecos en evasiones futuras. Esta idea no era ya ninguna novedad para los alemanes, pero intentaríamos ponerla en práctica. Fue convocado el Appell y, a su debido tiempo, se comunicó la desaparición de diez hombres. Se celebraron apresuradas consultas y los mensajeros corrieron de un lado a otro, entre la Kommandantur y el patio. Nos volvieron a contar, una y otra vez. Los alemanes creían que les estábamos gastando una broma, puesto que los informes del puesto de guardia demostraban que la noche había sido muy tranquila y que no se había producido ninguna alarma después de la visita de Priem.

Nos mantuvieron en formación y un grupo de búsqueda recorrió todas las dependencias del castillo. Al cabo de una hora, descubrieron a dos de nuestros fantasmas, lo que les convenció de que estábamos burlándonos de ellos.

Profirieron amenazas y, finalmente, convocaron una revista de identificación, mientras el grupo de búsqueda continuaba su tarea en el castillo. Al cabo de un cierto tiempo, este grupo encontró otros dos fantasmas. A las 11 de la mañana, dado que no se habían descubierto más oficiales escondidos, los alemanes llegaron a la conclusión de que, después de todo, tal vez se hubieran fugado seis hombres. La revista de identificación continuó, hasta que descubrieron qué oficiales eran los ausentes, todo ello en medio de una creciente excitación, mientras patrullas de alemanes salían disparadas en todas direcciones, hacia la campiña.

Estábamos satisfechos por haberles dado a nuestros seis fugitivos un margen de tres horas adicionales. Más tarde, aquel mismo día, oímos decir que los alemanes, después de interrogar a todos los centinelas, habían sospechado de nuestro grupo de transportistas y, volviendo sobre sus pasos hasta llegar al pequeño almacén, habían descubierto mi boquete en la pared. Hubo hilaridad general, incluso entre los alemanes, a expensas de Gephard, puesto que debajo de su mesa escritorio se había iniciado la fuga. Dejo que el lector imagine la decepción y la cólera de Priem cuando se enteró de que, durante aquella noche, nos habíamos librado de él prácticamente por los pelos…

Antes de que anocheciera, también nosotros sufrimos una decepción, ya que Lulu Lawton y su compañero fueron capturados. Lo sentí por Lulu, que no había regateado esfuerzos en aquella evasión. Había sido, en gran parte, una idea suya, y había demostrado tanto ingenio como persistencia. Pensé que estas cualidades merecían mejor recompensa que un mes de estancia en una celda «solitaria».

Lulu nos contó que Van Doorninck condujo a su grupo junto a los cuarteles alemanes y llegó hasta la última puerta. Al acercarse a ella, un soldado del cuartel corrió detrás del grupo y preguntó a Van Doorninck si quería que le abrieran la puerta.

—¡Naturalmente! —replicó éste.

El alemán salió corriendo y, al poco rato, regresó con la llave. Abrió la puerta y volvió a cerrarla después de que pasaran los fugitivos.

Un día después, también Stooge Wardle y Donkers fueron hechos prisioneros.

Bill Fowler y Van Doorninck siguieron su camino. Lograron pasar a través de la red y, seis días más tarde, llegaron a Suiza sanos y salvos. Esto ocurría en septiembre de 1942. ¡Dos más de los nuestros habían cruzado la frontera! No había motivo para que nos avergonzáramos de nuestros esfuerzos.