Capítulo 6
El segundo túnel
Pasada la Navidad, volvió a reinar el optimismo y empezamos a preguntarnos cómo podíamos perforar los muros de nuestra inexpugnable fortaleza. Los túneles parecían ser la mejor solución y los británicos éramos tan pocos y estamos tan unidos en nuestra resolución de escapar de allí, que trabajábamos como un equipo. El teniente coronel Guy German (del regimiento Royal Leicestershire), nuestro jefe superior, me puso al frente de las operaciones y él se mantuvo al margen, para mantener una posición firme frente a los alemanes. No obstante, ansiaba participar en cualquier fuga en la que pudiera tomar parte.
Como ya habíamos hecho en Laufen, nos concentramos en partes del castillo que no utilizábamos. Nuestro «début» fue a principios de enero de 1941, en un cuarto de la planta baja que los alemanes tenían bien cerrado con llave. Estábamos aprendiendo de los polacos el arte de abrir las cerraduras con ganzúas y, en aquel cuarto vacío, con nuestros habituales centinelas dispuestos a dar la alarma, iniciamos nuestra tarea. Tras arrancar unas tablas del suelo, encontramos tierra suelta y, al poco tiempo, abrimos un hoyo de tamaño suficiente como para que un hombre pudiera trabajar en él, cuando se hubieran colocado de nuevo las tablas.
Al poco tiempo, empezó a inquietarme la entrada de aquel túnel, puesto que las tablas eran muy viejas y se podían levantar con gran facilidad cualquiera de ellas; además, al pisarlas sonaban ominosamente a hueco. Construí entonces una trampa corredera con listones de madera de las camas, que se ajustaba entre las vigas que soportaban el suelo. La puerta en cuestión consistía en un largo cajón abierto por arriba y que se deslizaba horizontalmente sobre unas guías de madera. El cajón estaba lleno de tierra extraída del mismo cuarto. Cuando esta puerta trampilla estaba cerrada, cualquier alemán podía levantar las tablas del suelo sin ver nada sospechoso, e incluso podía quedarse de pie sobre la falsa puerta. Al mismo tiempo, el relleno de tierra disimulaba el sonido hueco. Sin ningún voto en contra, esta trampa fue bautizada como «Leñera II».
Pronto la pusimos a prueba. Hank Wardle y yo fuimos sorprendidos un día cuando los alemanes entraron en el cuarto antes de que nosotros pudiéramos desaparecer, pero, por suerte, no antes de que hubiéramos cerrado la trampilla y puesto de nuevo en su lugar las tablas del suelo.
Ignoro por qué se dirigieron directamente a ese cuarto. Era muy improbable que entonces tuvieran —como los tuvieron más tarde— detectores de ruidos alrededor de los muros del castillo, capaces de captar cualquier sonido que se produjera al excavar un túnel. Tal vez sus espías, apostados en varias ventanas, habían detectado el movimiento inusual de oficiales británicos a través de ciertas puertas de los edificios no utilizadas antes, o tal vez ciertos ordenanzas polacos (prisioneros de guerra), cuyas habitaciones se encontraban cerca de nuestro lugar de trabajo, no fueran muy de fiar.
Sea como fuere, pasamos un mal rato cuando los alemanes abrieron aquel cuarto vacío y vieron a dos oficiales británicos efectuando ejercicios físicos y flexiones, mientras contaban en voz alta: «Uno… dos… uno… dos… tres y cuatro… uno… dos…», con seráfica inocencia retratada en sus rostros. Afortunadamente, no hablábamos alemán y sólo pudimos gesticular como respuesta a sus gritos. Se nos permitía salir, pero se nos dio a entender que el asunto no iba a terminar allí. Después de marcharnos, los alemanes registraron el cuarto y levantaron las tablas del suelo, y por fin se largaron.
El túnel ya no podía llegar a buen término; esto, por lo menos, quedaba bien claro, y en seguida lo descartamos. Aquella misma tarde, Hank y yo, junto con otros cuatro que habían cometido algún delito menor, fuimos escoltados hasta el cuarto donde estaba la «Leñera II» y nos encerraron en él.
Kenneth no tardó en acudir, acuciado por la curiosidad, y, apenas se hubo retirado el pelotón de alemanes, se colocó junto a la puerta para hacernos preguntas impertinentes.
—¿Os gusta vuestra nueva habitación?
—No nos gusta. Ve a contarle lo sucedido al coronel Germán. Él sabrá organizar un buen jaleo con el Kommandant. ¡Esto representa encarcelamiento sin juicio previo!
—Yo no me preocuparse tanto, Pat. Dentro de un mes, más o menos, os dejarán salir, y no deja de ser un buen lugar para hacer gimnasia. Cuando salgáis, estaréis en plena forma.
—Ya estoy en la suficiente buena forma —repliqué— como para hacerte papilla la cabeza si no haces algo en seguida.
—¡Pero si tenéis un túnel para entreteneros! No tenéis que pensar en hacer turnos, puesto que podéis seguir trabajando sin parar. Tal vez dentro de un mes salgáis por el túnel en lugar de hacerlo por la puerta.
—¡Kenneth! —gritó exasperado—. Saldrá de aquí hoy mismo. Ve a buscar mi llave «universal».
Obedeció, y momentos después volvió con ella.
—¿Y qué quieres que haga con ella? —le preguntó.
—Abrir la puerta, idiota. ¿Qué otra cosa ibas a hacer?
—Pero ¿por qué? Es una oportunidad tan soberbia para continuar el túnel que creo que voy a dejaros aquí.
—¡Abre! —aullé.
En el cuarto, los seis cautivos estábamos irritados ante aquel atentado contra nuestras libertades. Hank, un apuesto canadiense, alto y de largas piernas, pecoso y con el cabello rizado, sugirió:
Saquemos esa maldita puerta de sus goznes y arrojémosla a algún barranco.
—Buena idea —aprobé yo—, si primero arrancas las rejas de una ventana. Yo propongo que paseemos la puerta en procesión alrededor del campo, como protesta, y después la arrojemos desde lo alto del castillo.
Kenneth abrió la puerta y yo le ordené:
Kenneth, ve arriba y reúne gente para que toquen la marcha fúnebre.
Sacamos la puerta de sus goznes en breves segundos, y después los seis la paseamos solemnemente como si fuese un ataúd, a paso lento, alrededor del patio. A los pocos minutos, empezó a oírse la marcha fúnebre. Después de dar tres vueltas alrededor del patio, y cuando ya se había incorporado al cortejo una multitud de acompañantes, empezamos a subir lentamente por la escalera de caracol.
Las escaleras, de las que había tres en el castillo, pese a su sencillo diseño, eran hermosas, pues consistían en escalones de piedra de unos dos metros de anchura que ascendían en una espiral perfecta en torno a una columna central. Cada escalera formaba una torre redonda que se alzaba en una esquina del castillo, y las puertas de todas las habitaciones se abrían al exterior desde las torres, en diversos niveles. En cierto período de nuestro cautiverio, el contingente británico estuvo alojado a una altura de ochenta peldaños sobre el nivel del suelo. Llegar a un punto más alto representaba subir cien escalones, más o menos.
Cuando nuestra procesión se encontraba a mitad de camino, en la escalera, un oficial alemán y dos cabos, jadeantes, nos alcanzaron y se situaron detrás de nosotros. El oficial, un capitán conocido como Hauptmann Priem, poseía una cualidad inusual entre los alemanes: sentido del humor. Se reclamó la presencia de un intérprete.
—Herr Hauptmann Reid —me dijo—, ¿qué significa esto? Hace unos momentos, les encerré a todos bajo llave.
—Precisamente por eso nos encontramos ahora aquí —repliqué.
—Ni mucho menos, Herr Hauptmann; se encuentran ahora aquí porque han abierto y desmontado la puerta de su celda. ¿Por qué lo han hecho? ¿Y cómo lo han hecho?
—Protestamos por haber sido encarcelados sin previa sentencia y sin un juicio justo. Somos prisioneros de guerra y deben ustedes tratarnos de acuerdo con el Código del Ejército alemán y la Convención de Ginebra.
Priem sonrió ampliamente y dijo:
—¡Está bien! Si vuelven a colocar esta puerta en sus goznes, quedarán en libertad, en espera de juicio.
Dije que estaba de acuerdo y toda la solemne procesión dio media vuelta y bajó por la escalera. La puerta fue colocada de nuevo en su sitio, ceremoniosamente, con acompañamiento de saludos y taconazos.
A Priem le intrigaba saber cómo habíamos sacado una puerta cerrada de sus goznes, por lo que le entregué un trozo de alambre retorcido que me había agenciado expresamente ante la eventualidad de un registro. Esto puede parecer una imprudencia, mas para entonces los alemanes sabían ya, perfectamente, que nosotros podíamos pasar a través de una puerta cerrada sólo con llave. Habían desistido de separar las diferentes nacionalidades por esta razón, entre otras, y un trozo de alambre inservible no significaba nada. No volvimos a oír hablar del incidente.
Continuamos buscando los puntos débiles de la armadura del castillo. Empezaban a atraerme, entonces, los desagües, y un ordenanza polaco de confianza me dijo que una vez, al levantar la tapa de una caja de registro en el patio, vio varios pequeños túneles de ladrillo que seguían diversas direcciones. Esto parecía prometedor. Había, en el patio, dos grandes tapas redondas de alcantarilla, pero, por desgracia, quedaban a la vista de los espías situados en las ventanas y también del puesto de observación, en la entrada principal del patio.
Decidí efectuar un reconocimiento por la noche. En la oscuridad, podíamos abrir nuestra puerta, que comunicaba la escalera con el patio —por la noche, siempre nos encerraban con llave— y, siempre y cuando el centinela del callejón no se inquietara o no cayera en la tentación de encender las luces del patio, lograríamos llevar a cabo nuestra investigación. No había luna; era el mes de febrero y hacía mucho frío. Sabíamos que las tapas de alcantarilla se habían helado y estaban firmemente adheridas a sus bases, pero habíamos preparado agua hirviendo en nuestra cocina, debidamente a oscuras. Con Kenneth como conserje, con su llave, Rupert salía cada diez minutos y vertía el contenido de una tetera hirviendo alrededor de la tapa más cercana. Después salimos los dos, yo con una gruesa pieza de hierro extraída del soporte de una puerta, y entre los dos logramos aflojar y levantar la tapa. El agujero no era muy profundo y, tal como había dicho el soldado polaco, había túneles. Me introduje en el hoyo y Rupert volvió a colocar la tapa y desapareció. Debía regresar al cabo de media hora.
Mi reconocimiento a través de aquellos túneles resbaladizos, cuya sección medía unos noventa por sesenta centímetros, con el suelo llano y la parte superior abovedada, me reveló uno que conducía al edificio del campo donde estaba la cantina. Había un tabique de ladrillo en la entrada de la cantina, pero era obvio que continuaba en su interior. Otro conducía hasta las cocinas, lo cual explicaba la presencia de aquel lodo viscoso. Un tercero era la alcantarilla de salida y seguía bajo el patio hacia otro conducto. Parecía prometedor y me metí, pero un par de metros más allí de la segunda tapa de alcantarilla lo encontré también bloqueado por una pequeña tubería en el suelo que servía para drenar el sistema. La tubería continuaba por debajo de la entrada principal del patio. Yo disponía de mi herramienta, de un encendedor y de una de nuestras lámparas de fabricación casera. Palpé los ladrillos, pero sus uniones eran muy sólidas y poca huella dejé en ellas. El tabique era de reciente construcción y era evidente que habían prestado especial atención a su resistencia.
Rupert volvió en el momento oportuno y entre los dos —yo empujaba hacia arriba desde el interior— conseguimos extraer la pesada tapa. Yo estaba sucio de pies a cabeza y olía a rayos, pero ya había dos direcciones esperanzadoras…
Durante varias noches seguidas, trabajé por turnos con Rupert y Dick Howe, atacando el tabique de ladrillo del túnel con un surtido de piezas y clavos de acero que habíamos conseguido de diversas maneras.
La tarea resultó vana, sobre todo porque no nos atrevíamos a hacer mucho ruido. En el silencio de la noche, el ruido del martilleo podía oírse claramente en el patio, aunque trabajáramos bajo el suelo. Túneles y tuberías transmitían el sonido a lo largo de un buen trecho.
Pensamos en efectuar el trabajo de día y llegué a bajar dos días seguidos, a la vista de aquellos oficiales que estaban haciendo ejercicio en el patio, pero protegido en la dirección de la puerta principal por un pequeño grupo de británicos mientras quitábamos la tapa de la alcantarilla. Aunque descargué unos martillazos capaces de despertar a los muertos, causé muy pocos estragos en el tabique. Los ladrillos estaban unidos por lo que los franceses llaman ciment fondu, un cemento de especial resistencia.
Intentamos ir por la segunda dirección. Dentro de la cantina, donde comprábamos nuestras hojas de afeitar y otros artículos, había, delante del mostrador y en el lado de los clientes, la tapa de una de las alcantarillas. No me fue necesario buscar ayuda para abrir esa tapa, pues Kenneth ya había encontrado la solución. Unas semanas antes se las había arreglado para que lo nombrasen subdirector y contable de la cantina.
Kenneth había trabajado en la bolsa de valores de Londres y la idea de ocuparse aunque sólo fuera de las reducidas cuentas de la cantina le hacía sentirse, evidentemente, más cerca de casa. Había sido educado en la Whitgift School y era, por naturaleza, un hombre pulcro y ordenado, tan meticuloso en sus cosas como en su lenguaje. Se obstinó en doblar la punta de la pluma utilizada por el Feldwebel encargado de la cantina, de modo que el desdichado alemán siempre comenzaba las cuentas del día con un gran borrón en lo alto de la página. Kenneth explicó al Feldwebel, en la primera ocasión que tuvo, que las plumillas fabricadas con el acero deficiente propio de épocas de guerra siempre se doblaban si se las empleaba con tinta de mala calidad, también propia de tiempos de guerra, debido a una «falta de elasticidad» de la plumilla, afectada por una capa de corrosión. Después consolaba al Feldwebel cada vez que éste caía en la trampa. Siempre agregaba una pequeña dosis de propaganda desmoralizadora, como la que consistía en decir que toda guerra era una vergüenza y que estaba seguro de que los alemanes la deseaban tan poco como los ingleses. A los pocos meses había quebrantado la moral del Feldwebel hasta el punto de que éste empezó a predicar la sedición entre sus colegas y tuvo que ser trasladado a otro lugar.
La mesa que Kenneth y el Feldwebel utilizaban para escribir estaba situada bajo la única ventana de la habitación, a cierta distancia del mostrador. Mientras varios hombres se ponían ante el mostrador y Kenneth distraía al alemán llamándole la atención sobre alguna cuenta, era relativamente sencillo manipular la tapa de la alcantarilla.
Incidentalmente, dado su cargo de contable de la cantina, Kenneth tenía que ocuparse también del correo. Esto le permitía establecer contacto con el intérprete alemán del campo, responsable de censurar las cartas que nosotros enviábamos a nuestras casas. Este intérprete se llamaba Pfeiffer —la traducción literal es «silbador»— y, fiel a su nombre, su voz nunca descendía de la clave de sol.
Nuestro grupo se apiñaba frente al mostrador, preparado para echar mano a la tapa de la alcantarilla, cuando Pfeiffer entró en la cantina y preguntó por Kenneth. Debo decir, entre paréntesis, que en raras ocasiones se nos había permitido enviar a casa, junto con nuestras cartas, fotos tomadas por un fotógrafo civil alemán.
Pfeiffer se dirigió a Kenneth:
—Herr Hauptmann, una vez más debo decirle que los oficiales escribir en el dorso de las fotografías prohibido tienen. ¿Quiere usted procurar que mis instrucciones sean seguidas?
Antes de que Kenneth pudiera contestar, un oficial polaco, Félix Jablonowski, irrumpió en la cantina, con la cara radiante, y gritó:
—¿Habéis oído la noticia? ¡Ha caído Benghasi!
(Esto ocurría a principios de febrero de 1941).
Olvidamos la tapa de la alcantarilla y prorrumpimos en vivas. El cerebro de Pfeiffer debió de trabajar a toda máquina buscando una réplica sarcástica para combatir aquella exhibición de moral triunfalista. Hubo una breve pausa en las aclamaciones y trinó con voz chillona:
—Todo esto usted también a los marinos puede decir.
Los gritos de alegría redoblaron su intensidad.
Cuando se calmó la excitación, proseguimos nuestro trabajo. La tapa cedió tras una cierta disuasión y allí estaban, desde luego, dos túneles que seguían dos direcciones diferentes: uno que comunicaba con el túnel que ya observamos desde el patio, y otro que discurría por debajo de la ventana junto a la que se sentaban Kenneth y el alemán. Un segundo reconocimiento, efectuado con mayor detalle, reveló que este último tenía unos dieciséis metros de longitud y formaba una curva. Debajo de la ventana, estaba bloqueado por grandes piedras desbastadas y unidas con argamasa. Más allá de la ventana de la tienda y al nivel del suelo de la cantina, había una zona de césped, que también conducía a la parte alemana del castillo. En el límite exterior de este césped había una balaustrada de piedra, y después un desnivel de doce metros, junto a un muro de contención, hasta alcanzar el nivel de la carretera que llevaba al valle donde estaba situado nuestro campo de fútbol. Tal vez el túnel saliera en ese muro. Debíamos averiguarlo.
Unos días más tarde, habíamos fabricado, con la pieza metálica de una cama, una llave que abría la puerta de la cantina. Trabajando de noche como antes, abrimos nuestra puerta de entrada en la escalera y atravesamos una distancia de diez metros en el patio, hasta la puerta de la cantina. Ésta se abrió, entramos y volvimos a cerrar la puerta. Tuvimos entonces que escalar un alto tabique de madera para entrar en la cantina propiamente dicha, ya que la puerta de este tabique tenía una cerradura Yale de modelo alemán que desafiaba todos nuestros esfuerzos. El tabique de separación distinguía la cantina de la oficina del campo, una habitación en la que tenían lugar los debates entre nuestro oficial superior y el comandante alemán del campo en sus visitas periódicas. El tabique fue superado con la ayuda de un par de sábanas utilizadas como cuerdas.
Al entrar en nuestro túnel, nos enfrentamos a la pared del extremo y esta vez tuvimos suerte. La argamasa cedió con facilidad y pronto pudimos extraer grandes piedras que trasladamos al otro túnel (el que conducía hasta el patio). Aunque la pared tenía un espesor de más de un metro, la atravesamos tras permanecer una semana trabajando por turnos por la noche. Por desgracia, el túnel no continuaba por el otro lado. Más allá de la pared, sólo había una arcilla amarillenta y pegajosa.
Mi siguiente idea consistió en hacer un pozo vertical que hiciera salir al túnel por la zona cubierta de césped. Construyó una trampilla que quedara cubierta por la hierba y pudiera abrirse cuando fuese necesario, repitiendo así mi proyecto de Laufen, consistente en dejar el túnel de escape intacto para su utilización posterior. Las fugas exigían un trabajo tan inmenso, a veces para que sólo se escaparan uno o dos hombres, que siempre valía la pena dejar la salida dispuesta para una nueva utilización.
Una vez fuera, en el campo cubierto de césped, nos arrastraríamos bajo los muros del castillo aprovechando la oscuridad, bajaríamos por el muro de contención por medio de sábanas, y entonces seguiríamos más allá de los dormitorios de la guardia hasta llegar a la última defensa: la tapia de tres metros y medio del parque del castillo, coronada en gran parte de su longitud por alambre de espino. Este obstáculo no resultaría difícil, siempre y cuando lográramos ocultarnos por completo, y dispusiéramos de tiempo suficiente para enfrentarnos con el alambre de espino artificial. En un lugar determinado debíamos atravesar el campo visual de un centinela. Éste estaba situado a sólo unos cuarenta metros de distancia, pero había alemanes que pasaban con frecuencia por el mismo punto, y, por lo tanto, la dificultad no era excesiva.
Construí, con tablas de las camas y tornillos robados, una puerta trampilla que parecía una mesa pequeña con patas plegables, para que pudiera entrar en el túnel. Además, las patas eran telescópicas, es decir, podían alargarse gradualmente hasta alcanzar una longitud de metro y medio. La mesa era una bandeja con lados verticales de diez centímetros de altura. Reposaba en un marco y estaba provista de unas tablas móviles para que yo pudiera excavar hacia arriba desde abajo, retirando la mitad de la mesa a la vez. Cuando el borde de la bandeja llegara a un par de centímetros de la superficie del césped, me bastaría con cerrar las dos alas y cortar los últimos dos centímetros de tierra alrededor de la bandeja, con un cuchillo bien afilado. Después, empujando la mesa hacia arriba podría levantarla sin dificultad, todavía llena de césped intacto. El último hombre colocaría de nuevo la bandeja en el marco y eliminaría cuidadosamente todo signo comprometedor alrededor del borde. El marco, sostenido por sus patas extensibles, fijadas con piedras en el fondo del túnel, soportaría el peso de un hombre de pie sobre la bandeja. El suelo del túnel (en la bandeja) se encontraba a un metro y medio por debajo de la superficie del césped. No creo necesario añadir que este aparato fue bautizado como «Leñera III».
Antes de que ocurriera todo esto, nuestros planes sufrieron un trastorno temporal. Una noche, dos oficiales polacos entraron en la cantina cuando nosotros no trabajábamos en ella, y trataron de cortar los barrotes del exterior de la ventana antes mencionada. Cortar barrotes es una operación que no puede efectuarse en silencio y, además, no tomaron la precaución de utilizar a sus espías, ya fuese para distraer la atención del centinela más próximo o para dar la alerta en caso de que éste se aproximara. Cuando nosotros trabajábamos en el túnel disponíamos de un sistema de comunicación con nuestras habitaciones, desde donde nos avisaban cuando se aproximaba este centinela. Normalmente, no podía ver el lugar donde debía estar la salida de nuestro túnel, pero le bastaba con ir unos pocos metros más allá en su ronda para que entrara en su campo visual.
Sorprendieron a los polacos con las manos en la masa y, pocos días más tarde, instalaron un enorme reflector en tal posición que iluminaba todo el campo de césped y todas las ventanas de la prisión que daban a él.
Éste es un buen ejemplo de lo que podía ocurrir en un campo que sólo albergaba prisioneros dispuestos a fugarse. Habíamos pedido ya a los polacos que nos comunicáramos nuestros mutuos proyectos de fuga, a fin de que no nos pisáramos repetidamente nuestros planes, y en esta ocasión el coronel Germán convocó con sus oficiales superiores una reunión en la que se logró llegar a un acuerdo. El jefe superior polaco se encontraba en una posición difícil, porque en realidad no podía controlar a sus oficiales, y sabía que intentarían escapar sin decirle nada a él ni a ninguna otra persona. Sin embargo, después de esta reunión la conexión mejoró y, cuando propusimos a unos cuantos polacos que se fugaran con nosotros a través del túnel, se llegó a una confianza mutua.
Poco después de este incidente, llegaron a Colditz unos doscientos cincuenta oficiales franceses, al mando del general Le Bleu. No todos ellos, ni mucho menos, eran fugitivos, pero sí un centenar. Entre los restantes había numerosos judíos franceses, que fueron separados de los demás por los alemanes, que los instalaron en el piso alto del castillo.
Debíamos llegar a un acuerdo con el jefe superior francés sobre los proyectos de fuga similar al que habíamos conseguido con los polacos, pero, por desgracia, el sistema de enlace francés resultó también muy defectuoso —para desgracia de nuestro túnel— antes de llegar a un buen entendimiento.
Para volver al hilo de mi historia, diré que no se nos permitía almacenar ningún alimento enlatado, puesto que podían utilizarse en una fuga. Durante un cierto período de tiempo, todos nos habíamos dedicado a reunir una reserva para distribuirla cuando nuestro túnel quedara terminado. La reserva consistía en tres sacos bien repletos. Una noche, nos dedicamos a transportar los sacos al túnel desde nuestras habitaciones, donde estaban muy mal escondidos. Rupert los llevó, uno tras otro, desde nuestra puerta del patio hasta la cantina. En el último viaje, todas las luces del patio fueron encendidas súbitamente desde el exterior, y Rupert se encontró entre las dos puertas, como un Papá Noel atrapado in flagrante delicto. Se encaminó hacia la puerta de nuestra vivienda, que debimos abrir de nuevo para que él pudiera entrar otra vez. Con gran sorpresa por nuestra parte, no ocurrió nada más, de modo que completamos nuestro trabajo nocturno y volvimos a acostarnos. Nunca sabremos si los alemanes vieron o no a Rupert, pero era evidente que después del intento polaco nuestros guardianes parecían estar más alerta.
A este incidente le siguió otro más desafortunado. Aunque los alemanes solían hacer visitas nocturnas a nuestros dormitorios sin previa advertencia, esta práctica no nos inquietaba excesivamente. Si estábamos en el túnel, las puertas permanecían cerradas como de costumbre, y en nuestras camas había almohadas que resistían la inspección casual efectuada con una linterna cuyo haz recorría rápidamente las filas de hombres dormidos.
Sin embargo, una noche los alemanes armaron un buen alboroto; pudimos oírlos. De hecho, mantuvieron despiertos a nuestros ordenanzas y esto fue el comienzo del jaleo que se iba a armar. Teníamos cinco ordenanzas firmes y de confianza, que tenían plaza reservada en nuestra fuga a través del túnel.
Aquella noche, sin poder dormir por culpa de los alemanes, uno de los ordenanzas, llamado Goldman, un judío de Whitechapel con gran sentido del humor, empezó a lanzar pullas al centinela alemán situado en el exterior, frente a una de nuestras ventanas. Goldman había llegado a Colditz como ordenanza del coronel Germán y se mostró tan voluble cuando le interrogó el comandante del campo, que éste le confundió con nuestro nuevo oficial superior. Sus improperios al centinela debieron ser comunicados a los alborotadores alemanes, pues al cabo de poco tiempo éstos llegaron al patio en tropel y se dirigieron hacia nuestros dormitorios. Priem y otro oficial, el sargento mayor del regimiento —Oberstabfeldwebel Gephard—, el cabo conocido como «La garduña» y media docena de soldados entraron y empezaron a gritar «Aufstehen!». Despertaron a todos, revolvieron las camas y descubrieron la ausencia de cuatro oficiales.
Entonces los alemanes perdieron la cabeza. Habían subido borrachos y en desorden, dispuestos a divertirse a nuestra costa, y no se esperaban que el asunto adquiriera este cariz. Gephard, un hombre muy gordo, llevaba su uniforme de revista y un enorme sable curvo que tendía a meterse entre sus piernas. Se le ordenó que contara los ordenanzas.
Aufstehen! Aufstehen! —gritó—. ¡Cerdos ingleses! Yo os enseñaré… —Tropezó con su «hacha de combate» y, recuperando el equilibrio, reanudó su parrafada—. ¡Cerdos ingleses! Yo os enseñaré a reíros de unos soldados alemanes que están cumpliendo con su deber. Mañana al amanecer seréis fusilados. ¡Todos! Yo mismo daré la orden de disparar.
Recorrió la sala de un lado a otro, procurando erguirse al máximo para llevar el sable como era debido, pues seguía golpeando estruendosamente el suelo.
—¡Goldman! —gritó de pronto—. ¿Qué está usted haciendo con esos naipes?
Discretamente, Goldman había entregado a cada ordenanza un naipe boca abajo.
—Vamos a echar a suertes los turnos para el fusilamiento —contestó.
Gephard lanzó un rugido y echó mano a su sable.
—¡Cerdo! ¿Se atreve a insultarme personalmente? —Seguía luchando con el sable, cuya excesiva longitud no le permitía sacarlo cómodamente de su vaina—. ¡Deje inmediatamente estas cartas! Usted será el primero y no pienso esperar más. ¡Le cortaré la cabeza!
Desenvainando por fin, aunque agarrando la hoja con ambas manos, avanzó hacia Goldman, moviendo el sable en círculos por encima de su cabeza. El ordenanza desapareció debajo de una cama y la dignidad de Gephard le impidió seguirle. Se limitó a ejecutar una frenética danza alrededor de la cama, mientras descargaba mandobles contra sus patas de madera. Cuando se calmó otra vez, enfundó de nuevo su «hacha de guerra», contó rápidamente los ordenanzas, anotando significativamente la presencia de Goldman, todavía oculto bajo la cama, se retiró con gran estrépito metálico y tropezó una vez más al cerrar violentamente la puerta tras de sí.
En el dormitorio de los oficiales, la confusión era indescriptible. Los oficiales habían formado en la parte central de la sala, y entretanto los alemanes revolvían todas las camas y vaciaban en el suelo el contenido de los armarios.
Priem, con la cara sudorosa y una nariz que presentaba inconfundibles señales de que le había estado dando a la botella, luchaba entre la cólera que le inspiraba haber visto interrumpida su juerga durante más tiempo del que había previsto, y una jovialidad producto de su reacción natural después de haber estado bregando con el alcohol. Encontró una fórmula de compromiso entre ambas alternativas, agarrando el pico que llevaba uno de sus soldados y empezando a golpear el suelo con él.
Con poderosos golpes, acompañados por estentóreos gritos de guerra, atacó las tablas, astillando al mismo tiempo grandes trozos de madera. Con cada golpe, gritaba un nombre: «Benghasi», «Derna», «Tobruk» (en aquellos momentos, Rommel avanzaba en África), y al gritar «Tobruk» un buen trozo de madera quedó clavado en el extremo de su pico, y también, bajo la tabla, un sombrero de paisano, de fieltro, nuevo y flamante. Había sido cuidadosamente escondido allí por el teniente Alan Orr Ewing, de los Argyll and Sutherland Highlanders, conocido como «Scruffy», que sólo un día antes había pagado una fuerte suma en Lagergeld a un ordenanza francés para que lo introdujera de contrabando en el campo.
Esto dio una idea a Priem. Ordenó que trajeran los perros. Éstos llegaron, fueron conducidos a las literas de los oficiales ausentes, se les obligó a olerlas, y después los soltaron. Los perros salieron del dormitorio y se dirigieron al cubo de los desperdicios, en la cocina, donde Goldman estaba fregando unos cacharros. Priem los siguió y, al ver a Goldman, lo cogió por el cuello de la guerrera y preguntó:
—¿Qué dirección han tomado los oficiales ausentes?
A lo que Goldman contestó:
—¡Eso es! ¡Pregúntemelo a mí, Hauptmann Priem! Cada vez que un oficial quiere escapar, se presenta a mí y dice: «Por favor, Goldman, ¿puedo ir a Suiza?».
Priem comprendió la lógica del ordenanza, soltó su presa y alejó los perros del depósito de los desperdicios. Los perros salieron entonces disparados hacia la escalera, seguidos por Priem y las palabras de despedida de Goldman:
—¡Así se hace, perritos! ¡Saltaron desde el tejado!
Cuando comprendió que sus perros no encontrarían nada, Priem ordenó que formase todo el personal del campo. Eran casi las dos de la madrugada. De pronto, Wardle, un oficial de submarinos que había llegado hacía poco y que era nuestro vigía, gritó:
—¡Se dirigen hacia la cantina!
Apenas había logrado saltar dentro del túnel y yo había cerrado desde el interior la tapa del registro, cuando los alemanes entraron. Registraron la cantina e intentaron levantar la tapa de la caja de registro, pero no lo consiguieron, puesto que yo me aferraba desesperadamente a ella desde el interior, con los dedos crispados en un saliente de la tapa.
Cuando vimos que habían organizado un «Appell general», le dije a Rupert y a Dick (mis compañeros de túnel en aquel momento) que empezaran inmediatamente a construir un falso tabique en medio del túnel, detrás del cual colocaron nuestras provisiones y otros útiles para la fuga, como mochilas, mapas, brújulas y ropa de paisano, que normalmente teníamos escondidos allí.
La algarabía continuó en el patio durante algo así como una hora. Nos contaron como media docena de veces, en medio de toda la confusión, que los prisioneros podían organizar sin que se llegara a disparar contra ellos, ayudados por el caos que producían los propios alemanes, que corrían por el campo de un extremo a otro, registrando todas las habitaciones y cambiando de lugar todos los objetos transportables.
Rupert y Dick continuaron discretamente su tarea y, a las pocas horas, habían construido una magnífica pared falsa con piedras procedentes de la pared original que ellos habían demolido, unidas con arcilla procedente de la tierra que había debajo del césped y recubierta con polvo allí donde las junturas eran visibles.
A las cinco de la madrugada volvió a reinar la calma. Nosotros nos fuimos tal como habíamos llegado y nos acostamos preguntándonos cómo reaccionarían los alemanes al ver que reaparecíamos en el Appell de la mañana. Al parecer, les habíamos causado un trastorno considerable, pues oímos comentar que, mientras formaba todo el personal del campo, habían efectuado comprobaciones individuales de identidad. Cada oficial tuvo que presentarse ante una mesa donde fue identificado comparándolo con su fotografía y debidamente registrado como presente. A nosotros nos registraron como fugitivos y varios mensajes enviados al OKW (Oberkommando der Wehrmacht) pusieron en marcha toda una serie de medidas de precaución que se habían tomado como rutina en todo el país para la captura de prisioneros fugitivos.
En el Appell de la mañana, cuando todos hicimos otra vez acto de presencia, volvió a reinar la confusión. Los alemanes decidieron efectuar una segunda revista de identificación, que completaron al cabo de dos horas y media. Después pronunciaron nuestros cuatro nombres, que por fin habían conseguido distinguir, y nos hicieron formar delante de los demás. Seguidamente, dieron órdenes de romper filas y a nosotros nos condujeron al cuartito de entrevistas en el que tenían lugar casi todos nuestros enfrentamientos con la Kommandantur. Nos negamos a explicar nuestra desaparición y quedamos a la espera de sentencia por haber causado problemas y haber estado ausentes en el Appell. Las órdenes del OKW tuvieron que ser canceladas y, según oímos decir, el comandante recibió un rapapolvo por este incidente.
Los alemanes se mostraron preocupados y alerta durante los días siguientes. Volvieron a visitar la cantina y esta vez la tapa del registro cedió, con una excesiva facilidad, en nuestra opinión. Sin embargo, antes habían estado hurgando en los bordes de la tapa y, al parecer, quedaron convencidos de que esta facilidad era consecuencia de sus propios esfuerzos. El polvo y el barro que había alrededor de la tapa los colocábamos allí rutinariamente después de cada turno de trabajo, de modo que siempre diera la impresión de que nadie la había tocado durante años. Bajó un alemán y, tras efectuar un examen, declaró que abajo no había «nada de particular». Kenneth, que se encontraba en la parte posterior de la tienda, fingiendo estar muy ocupado con sus cuentas, lanzó un ruidoso suspiro de alivio, que inmediatamente convirtió en bostezo en atención a su colega alemán, que trabajaba en la misma mesa.
Los alemanes sospechaban de la existencia de este túnel, ya fuera por haber visto a Rupert haciendo de Papá Noel en el patio, o bien por haberles advertido al respecto un espía del campo. Una tercera posibilidad era la presencia de micrófonos, instalados para detectar ruidos. Por nuestra parte podemos decir que más tarde se instalaron micrófonos en varios lugares, pero es dudoso que los alemanes dispusieran de ellos en Colditz, en aquel período de la guerra. Había ya micrófonos en los nuevos campos con barracones para los prisioneros de la RAF, pero su instalación en un viejo castillo hubiera dejado huellas visibles que nosotros habríamos detectado.
El espía, o sea, un soplón introducido en el campo por los alemanes para informar sobre nuestras actividades, era una posibilidad viable, y más tarde supimos que nuestras sospechas eran acertadas. Baste con decir que descubrimos varias veces a los alemanes siguiendo con gran rapidez la pista de nuestras tareas. Intentábamos lograr que nuestras acciones parecieran normales cuando estábamos entre otros prisioneros, pero esto no resultaba fácil, especialmente en fugas a través de túneles, que exigían preparativos durante largos períodos de tiempo. Y a este respecto, debo añadir que empleábamos el término «soplón» demasiado indiscriminadamente. Por ejemplo, Wardle actuaba como nuestro «soplón», y no tenía nada de espía.
Los alemanes pusieron cuatro fuertes grapas alrededor de la tapa de la caja de registro en la cantina, pero pudimos superar esta dificultad aflojándolas antes de que se secase el hormigón, de modo que después pudiéramos retirarlas. Esto se hizo de día, mientras Kenneth estaba distrayendo, como de costumbre, al suboficial alemán, y unos cuantos oficiales nuestros ocultaban la operación apilándose ante el mostrador. En su posición normal, las grapas seguían cerrando la tapa firmemente.
Una vez hecho esto, decidimos dejar descansar al túnel, ya que la situación, en nuestra opinión, empezaba a ponerse al rojo vivo.