CAPÍTULO 8
Barrio de Las Palomas (Madrid)
14 de mayo de 2016
Eran las nueve de la mañana. Don abandonaba el edificio cuando vio la figura de su chófer esperando con el motor encendido.
—Buenos días, señor —dijo introduciendo la maleta en la parte trasera del coche—. Espero que haya dormido bien.
Don se metió en el coche. La mañana madrileña soplaba con aire áspero, a pesar de ser primavera.
—¿Has averiguado algo nuevo? —Preguntó Don. Metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y se aseguró que llevara una bolsita con polvo blanco para las emergencias y un sobre de papel con arsénico, por lo que pudiera pasar. Tenía sus contactos. En el Deep Web no era difícil de conseguir un poco de aquello. Se le amontonaba el trabajo y debía estar seguro—. Aunque no me asusta, empieza a molestarme todo ese asunto.
—El servicio de seguridad instalará las cámaras en el interior de su apartamento, tan pronto como se haya marchado —respondió. Don se había negado a poner cámaras en su propia vivienda hasta la fecha, pero esa vez, no le habían dado opción—. Las cintas de la cámara de seguridad de la entrada, casualmente, no funcionaban cuando esos hombres entraron. He intentado presionar al portero, pero no hay habido éxito…
—Descuida —dijo Don e hizo un gesto de tranquilidad alzando la mano derecha—. Será mejor que no llamemos la atención.
—¿Hay noticias sobre el juicio? —Preguntó el chófer mientras conducía hasta el domicilio de Marlena—. Le comunicaré lo que sepa en cuanto mi contacto me proporcione la información que le pedí.
—Gracias, Mariano —dijo Don—. Tu ayuda siempre es necesaria.
La ciudad de Madrid despertaba un viernes más. El fin de semana se acercaba y eso alegraba a muchos comerciantes que levantaban las persianas de sus establecimientos. Aunque la capital era una ciudad que no descansaba durante la semana laboral, el viernes era un día especial para muchos. Don no quiso que el motivo de su viaje dejara a un lado la oportunidad que tenía para arreglar el tropiezo que había tenido con la ingeniera. El tiempo era valioso y debía mantenerse concentrado. Sabía que era capaz de lidiar con ambos problemas y que, tan pronto como Marlena supiera la verdad, se pondría de su lado. Era una mujer protectora y noble, y eso le asustaba. Lo último que deseaba era que ella interfiriera en sus decisiones o, lo que era peor, en su modo de actuar. Por un momento, pensó en qué opinión tendría si supiera quién era realmente Don. Después se rio para sus adentros, pero no fue una risa victoriosa sino temerosa. Estaba asustado, como un niño pequeño castigado en el rincón de una habitación. Quien sabía si, tras su regreso de Berlín, el rostro del arquitecto aparecería en los diarios. Y no por un asunto laboral, sino por ser un asesino en serie. Aquel mensaje anónimo le había hecho perder las ganas de dormir para siempre. Su secreto, ya no era suyo. Lo compartía con alguien más y eso le llevaba a castigarse cada día, preguntándose qué había hecho mal. Cada mañana, era una incógnita con la que pasar el resto de la jornada esperando a que alguien tocara su puerta y le pidiera algo a cambio.
Cuando el día llegase, se abalanzaría sobre el cuello de esa persona y la estrangularía con todas sus fuerzas.
El coche se detuvo frente al edificio donde residía la ingeniera. Don esperó en el interior hasta que ella apareció por la entrada. Cuando Mariano se dispuso a salir para recoger la maleta de la chica, el arquitecto le indicó que lo haría él, un gesto que sorprendió al propio conductor. Al salir, ambos se encontraron. Marlena vestía preparada para la reunión, con unos pantalones grises de traje y una blusa negra de manga larga. Sobre su brazo llevaba una chaqueta de cuero negra.
—Buenos días —dijo Don con una sonrisa. La chica caminó hasta él y el arquitecto se hizo cargo del equipaje. Por un instante, ninguno de los dos supo cómo reaccionar. Ella dudó en acercarse y darle dos besos, como quien besa a alguien conocido. Por el contrario, distante y falto de tacto, a pesar de sus intenciones, Don agarró la maleta y la introdujo en el coche antes de que la chica reaccionara. Después abrió la puerta y la invitó a que pasara, algo que destapó una sonrisa en la ingeniera.
El cabello oscuro de Marlena caía sobre sus hombros y su cuerpo desprendía una fragancia a perfume que despertó los sentidos de los varones. La distancia por el tercer asiento, entre los dos, era suficiente para no complicar la situación. Por un momento, Don pensó silencioso en una famosa escena de «Proposición indecente», esa película de Robert Redford, Demi Moore y Woody Harrelson, en la que Robert Redford y Demi Moore comparten el asiento trasero de su limusina y finge haberse acostado con cientos de mujeres. En su caso, trastornado por los sucesos de las últimas semanas, se imaginó a sí mismo contándole a Marlena sobre todos los hombres malos a los que había matado con sus propias manos. Después, Marlena saldría del coche, incrédula, con los pómulos manchados de lágrimas. La escena le resultó graciosa y triste. Podía suceder, aunque estaba dispuesto a hacer lo que fuera posible para que eso nunca se materializara. El perfume de su empleada le hacía sentir bien.
—¿Es la primera vez que visitas Berlín? —Preguntó Don.
Mariano observaba sonriente la conversación por el espejo retrovisor.
—Sí —afirmó ella con una sonrisa nerviosa, intimidada por la seriedad de los dos hombres. Era difícil no estarlo cuando se viajaba con un chófer y con su jefe en el mismo coche.
—Pero hablas alemán —insistió Don.
—Es la primera vez que visito Berlín —respondió—, aunque no Alemania.
—Entiendo —contestó el arquitecto.
—Por cierto… —dijo la chica dubitativa—. ¿Tienes tú los billetes?
Al terminar la pregunta, al chófer se le escapó una risita infantil.
El automóvil había entrado en la carretera que iba directa al aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas. Los carriles se llenaban de taxis que iban disparados a recoger al turista que llegaba a primera hora de la mañana.
—Nosotros no necesitamos billete —respondió Don y se unió a la travesura.
Por supuesto que no lo necesitaban.
Marlena desconocía los detalles del viaje.
Su jefe estaba dispuesto a impresionarla desde el primer instante.
El automóvil se detuvo frente a un avión privado que esperaba al arquitecto y a la ingeniera. No era la primera vez que Don viajaba en uno de ellos. Poseer un avión privado era un gasto innecesario, pero la posibilidad de alquilarlos resultaba muy útil cuando necesitaba trabajar durante el trayecto. En busca de la intimidad necesaria para encontrarse con ella y poder hablar sin ataduras, lejos de las miradas de los curiosos, no existía mejor opción que aquella para ganar tiempo y tener tres horas sin distracciones. Por otra parte, era una experiencia nueva para el millonario. Era la primera vez que viajaba con una mujer a bordo.
—No me lo puedo creer —dijo la chica mirando por la ventana—. ¿Vamos a ir en un jet?
—Concretamente —respondió él—. Vamos en ese.
Como una niña en la entrada de un parque de atracciones, se quedó sin habla al ver la aeronave con las escaleras desplegadas, a la espera de sus tripulantes. Sin duda, el dinero impresionaba.
Mariano se apeó del vehículo y sacó las maletas del interior de la parte trasera. Una azafata vestida de traje esperaba a la pareja y otro empleado se hizo cargo de los equipajes. Mientras Marlena caminaba impresionada junto a la mujer, Don se encontró por última vez con su chófer.
—Mantenme al tanto de todo —dijo frente al hombre de bigote—. Que el viaje no te suponga un impedimento, Mariano.
—Así haré, señor —dijo con satisfacción y miró a las caderas de la chica—. Aproveche el tiempo, en todos los aspectos.
—Soy consciente de ello —contestó el arquitecto y sonrió. El hombre volvió a mirar el avión—. No te preocupes… Cuando todo esto pase, prometo llevarte en uno de estos.
—¿A dónde, señor?
—Tú pones la equis en el mapa —respondió y le dio una palmada en el hombro. El ruido de motores entorpecía la conversación—. ¡Cuídate, Mariano! ¡Gracias por todo!
—¡A usted, señor! ¡Todo saldrá bien!
Don se despidió y caminó hacia las escaleras que lo llevaban al interior del avión. Marlena se encontraba ya dentro. El chófer se quedó esperando en la puerta del vehículo como un padre al despedir a su hijo. El arquitecto se giró por última vez y encontró allí al hombre.
Asintió con la mirada y cruzó el umbral de la entrada.
Después la puerta se cerró.