CAPÍTULO 23
Las gaviotas sobrevolaban la playa. Don y su chófer compartían una mesa en el restaurante Bravo24 mientras el conductor se deleitaba de las vistas que le ofrecía el local. Era lo mínimo que el arquitecto podía hacer. Después de todo lo sucedido, Mariano siempre había estado junto a él, sin pedirle nada a cambio. La moral siempre era más importante que el salario. El arquitecto conocía eso y sabía que Mariano estaba allí por algo más que una simple visita. Era un buen chófer, podía trabajar donde quisiera, pero prefería haciéndolo para él. Mariano sabía que si trabajaba con Don llegaría, en cierto modo, donde él jamás hubiera podido.
Era la primera vez que comían juntos, pero la idea no pareció incomodar a ninguno de los dos. Ambos habían aprendido a vivir en soledad, sin amistades más allá que los contactos profesionales. Dos vidas marcadas por diferentes trayectorias que los habían llevado a un mismo sitio. Don siempre había sido muy controlador con los aspectos que definían su vida, sus relaciones y los límites de estas. Sin embargo, puede que fuese por ese beso tardío que al final llegó, decidió hacer algo de espacio a su empleado y amigo.
El camarero sirvió dos cafés y dos platos con huevos revueltos, jamón serrano y una cesta de pan recién hecho.
—Supuse que lo encontraría aquí —dijo el hombre, algo comedido, mirando con goce el desayuno. Mariano era muy austero y casi más estoico que él. Don jamás le preguntaba, aunque sabía que no gastaba más de lo necesario, aún teniendo una nómina más alta que la media de españoles. Por algún motivo, ya fuese la pérdida de su familia o de una culpa que nunca se llegó a marchar de él, Mariano había tomado, muchos años antes, la decisión de vivir para servir, en lugar de disfrutar. El arquitecto sabía perfectamente lo que significaba eso. La vida le había enseñado en diferentes ocasiones que, en ocasiones, había que renunciar a ciertas cosas para alcanzar otras, pero no todo el mundo estaba dispuesto a pagar el precio.
—Que me encontrarías aquí —rectificó Don—, quieres decir.
—¿Cómo? —Preguntó sorprendido el conductor.
—A estas alturas, Mariano —dijo mientras jugaba con el tenedor—, podemos dejar las formalidades a un lado. El hombre sonrió. No parecía importarle tratar con respecto a su jefe, por muy joven que fuera. Él le había dado sentido a su nueva vida, pero le hizo sentir bien aquel gesto.
—Gracias por el desayuno… Ricardo —respondió y agachó la mirada hacia su plato—. Debo reconocer que esta vida se aleja bastante de la mía.
—Es una vida más, Mariano —contestó con humildad—. Tendemos a sobrevalorar lo que desconocemos, pero no dejamos de ser personas, con nuestras inseguridades. Nada es lo que parece, ni las personas que nos rodean son quienes creen ser. La sociedad es lo más parecido a un baile de máscaras, pero todos nos llevamos nuestros temores a la cama, que no te quepa duda de eso.
—La chica parecía bastante preocupada cuando la recogí del aeropuerto —respondió el empleado dando un giro a la conversación—. No me dijo nada, pero lo noté en su manera de expresarse. Supongo que fueron días difíciles para todos allí. He seguido las noticias internacionales.
—Por fortuna, todo ha quedado en una anécdota, una más… —dijo Don pensativo—. Sin ella, no lo hubiese conseguido.
—No quiero ser entrometido… —comentó con inseguridad—, pero tal vez sea el momento de poner algo de compañía en su vida, algo más estable.
Don se dio cuenta de que al chófer le costaba dejar la distancia formal. No se molestó, puede que fuese una cuestión de costumbres.
—Ella es la mujer que necesito —respondió el arquitecto—, aunque no es fácil. Tú lo sabes… Todavía no me has dicho cómo sabías que estaría aquí. No recuerdo haberte informado.
—Olvida que su teléfono está conectado al mío —explicó el hombre—, y viceversa… Siento informarle de que la razón de mi presencia es por un asunto más serio de lo que cree.
—¿Hay algo nuevo de lo que debas hablarme?
—Así es… —dijo, dio un sorbo de café y tomó aire—. Me temo que su domicilio ya no es un lugar seguro. Durante su ausencia, me tomé la libertad, y espero que no sea de su desagrado, de merodear por el vecindario… Cuando dejé a la señorita Lafuente en su domicilio, se me ocurrió la idea de dar una vuelta rutinaria por el edificio. Para mi sorpresa, encontré a dos hombres salir de su apartamento. Eran los mismos que habían descrito los vendedores del barrio.
La tranquilidad que albergaba el cuerpo del arquitecto desapareció. Se sintió atrapado en el interior de una jaula de incertidumbre. Se preguntó qué habría hecho mal, qué andarían buscando.
—¿Te dijeron algo?
—No —dijo preocupado—. Saludaron, eso fue todo. Después del incidente, no quise entrar al apartamento. Temí que me identificaran.
—Pero… ¿Y las cámaras que instalamos?
—Casualmente, dejaron de funcionar —explicó—. Esa gente tiene más poder del que pensamos. No son meros ladrones. Puede que busquen algo que les pertenece, no lo sé.
—Si quisieran encontrarme, ya lo habrían hecho —dijo el arquitecto—. No entiendo nada.
—Cuando vi que cruzó Francia y pernoctó aquí, en Barcelona, aproveché para encontrarme con usted —continuó—. Tan solo quería informarle, de un modo extraoficial. No quiero ser paranoico, ni tampoco asustarle, pero su teléfono puede que tampoco sea ya seguro.
—Me cago en todo, Mariano —murmuró el arquitecto—. ¿Es que este mundo no descansa?
—La respuesta a sus preguntas no la tengo yo, señor —replicó el conductor limpiándose la boca con la servilleta de tela. Después guio la vista a las olas que rompían en la playa—. Estoy seguro de que la encontrará en el interior de su casa.
Don sintió cómo se le cerraba el estómago. Sin razón alguna, se le habían acabado las ganas de permanecer allí.
Antes de abandonar la ciudad condal, el coche pasó junto a una avenida rodeada de arbustos y edificios antiguos. Don se quedó pensativo contemplando aquel montón de hojas que tomaban un color amarillento por la sequedad verano. Sin saber muy bien por qué, se acordó de ese chico de la universidad, de Leonor, su primera novia, y de cómo las experiencias cambiaban a medida que el tiempo pasaba y se observaban con diferentes miradas. El desafortunado final de aquel joven, producto de la falta de pericia sobre las cuestiones importantes de la vida, no sirvieron de mucho a su favor. Esa fue la primera vez que Don se llevaba una vida por delante, por puro egoísmo. Una vida que, hasta la fecha, todavía recordaba. En cuanto a Leonor, aprendió la lección más severa que podía recibir a esa edad: el problema era él, no el resto. Y así fue. Don pensó, en un principio, que librándose del chico acapararía de nuevo la atención de su ligue, pero no hizo más que ahuyentarla.
Los meses pasaron y el nombre de esa joven fue reemplazado por el de otra. Nombres que se amontonaban en una lista parecida a la de la compra. Una vez su madre hubo fallecido, no tuvo que fingir más y aprovechó para romper, definitivamente, con el pasado. El amor era algo para lo que no estaba preparado. Don se sentía como si el mundo corriera en una dirección opuesta a la suya, como si los seres humanos que le rodeaban hablaran en otro idioma y pensaran en otra frecuencia. El amor era la droga de muchos, el antídoto de pocos y el mal de unos cuantos como él. Algo a lo que agarrarse cuando se era incapaz de encontrar un punto de apoyo. Con el tiempo, entendió que su madre no era tan diferente a él como pensaba y, aunque jamás hablaron de ello, la relación que había tenido con su padre había sido muy similar a su primera experiencia sentimental. Otros tiempos, otras formas, y sus progenitores, heridos a partes iguales, decidieron permanecer juntos como compañeros de fuga y en el anonimato para siempre. Y como ellos, muchos matrimonios que fingían felicidad al salir a la calle para rasgarse las vestiduras al entrar en casa, parejas que llevaban años sin hablarse, sin tocarse, sin darse los buenos días. Tiempos en los que el lujo, los viajes y la búsqueda de uno mismo estaban limitados a unos pocos privilegiados. Tiempos en los que la única forma de sobrevivir y progresar era formando una familia.
Sin embargo, el arquitecto nunca aceptó aquella idea de darse por vencido, de vivir con la otra persona sin creer que era la correcta, la pieza del rompecabezas, la llave capaz de abrir la cerradura que todos llevábamos dentro. Tal vez, esa fuera la poca cordura que albergaba en él y que esperaba encontrarse algún día con alguien como Marlena, una mujer preparada para todo.