CAPÍTULO 15
Don abandonó la sala de reuniones sin cruzarse una palabra con Marlena. No daba crédito a lo que había visto y, en lugar de comportarse como el adulto que ella creía que era, salió de allí enfadado a tomar una bocanada de aire fresco.
El arquitecto caminó y caminó en línea recta. No se encontraba muy lejos del centro de la ciudad. Frente a sus ojos había un gran parque verde, así que decidió cruzar y seguir en esa dirección. No sabía a dónde iba, pero tampoco le importaba. El odio, producto del desengaño, la traición y la ofensa, hervía como agua en un cazo. Tras él, podía escuchar los tacones de Marlena caminando a varios metros. La ingeniera no decía nada, pero su presencia era suficiente para hacerle notar que estaba allí. Llegaron a una plaza con una fuente de piedra redonda que tiraba agua en un día caluroso del fin de la primavera.
—¡Detente! ¡Por Dios! —Gritó la mujer. Los que por allí pasaban y los que se encontraban tomando un refrigerio en las mesas de las terrazas colindantes giraron la vista. De fondo sonaba el acordeón de un músico callejero y el agua que caía contra la fuente. La calle peatonal centraba su atención en una escena dramática propia de telenovela.
Don se detuvo, avergonzado, ya no por las miradas de la gente sino por haber sido tratado como a un idiota. Baumann se había burlado de todos. Y lo que era peor: habían intentado deshacerse de él.
Después se giró y escuchó cómo los tacones de Marlena también se habían parado.
—¡Qué! —Exclamó y le acusó con el dedo—. ¿Qué demonios quieres ahora? ¿No has tenido suficiente?
Las miradas de los curiosos, a pesar de no entender palabra, se concentraban en el desenlace de la discusión.
Valiente, Marlena se aproximó unos metros al arquitecto.
—¡Maldita sea, Ricardo! —Bramó agitando las manos—. ¿No lo ves? ¡Ese imbécil te estaba provocando!
—No me jodas, Marlena… —dijo frunciendo el ceño—. Si hubieses marcado las distancias, no lo habría hecho.
—¡Tú me enviaste aquí! —Dijo ella—. Me abandonaste con ese tipo. Te juro que no he hecho nada, Ricardo.
—¿Cómo puedo confiar en ti? —Preguntó ofendido. La furia ardía entre sus ojos impidiéndole ver la angustia de la mujer que tenía frente a él—. Me han traicionado, Marlena… ¡Me han traicionado y tú estabas presente!
La mujer rompió a llorar. Él se acercó a ella antes de que la escena fuese a más y algún valiente decidiera intervenir.
—Te juro… que no sabía nada… —dijo entre sollozos—. Te lo juro… Ricardo…
Al verla tan frágil, recibió un puñetazo de ansiedad en la boca del estómago. Le echó el brazo por encima de los hombros y la abrazó. Ella se agarró fuerte a él.
—Lo siento, no sé qué me está pasando —dijo él apoyando la cabeza de la mujer en su pecho. Como la gente no entendía lo que se habían gritado, alguien decidió arrancar un aplauso que no contó con el apoyo de la audiencia—. ¿Dónde te hospedas?
—En el Althoff Hotel am Schlossgarten.
—Vamos a recoger tus cosas —dijo él—. Esta noche dormirás conmigo.
—¿Por qué? —Preguntó separándose de su jefe—. ¿No confías en mi palabra?
—Es una orden, Marlena —dijo canalizando su rabia—. No voy a discutir sobre esto.
—Crees que me acosté con él, ¿verdad?
—¡No lo sé! ¡Dímelo tú!
—¡Te odio! —Gritó y le golpeó en el pecho con los puños, aunque no logró desplazar su cuerpo ni un metro. Don la agarró de los brazos y la paralizó—. ¡Eres un cretino!
—¡Deja de hacer la estúpida, joder! —Exclamó soltándole las muñecas—. Hazme caso, te intento proteger. Ese Baumann es peligroso y nos quiere cargar el muerto. Te utilizará en mi contra, ¿no lo entiendes?
Marlena, con el lápiz de ojos corrido por las lágrimas, se relajó dándose por vencida.
—¿Sabes qué? Estoy harta, Ricardo… Ya no puedo más.
—Otra vez no, no empieces…
—Haré lo que me digas, iré contigo a donde mandes —respondió con voz neutra, como si todo lo que había pasado hubiera ocurrido en un universo paralelo—. Hice una promesa, te dije que me quedaría contigo, pero lo has arruinado todo. Se me han quitado las ganas de seguir aquí. Quiero volver a casa.
—Marlena, espera.
—Tú no eres nadie en mi vida para tratarme así, ¿te enteras? —Dijo levantando el tono de voz—. Eres mi jefe, eso es todo. Y fuera del ámbito profesional, no eres más que un puto imbécil que trata a la gente como quiere y se deshace de ella cuando ya no le interesa. Vete a la mierda, tío. Terminemos con esto y envíame a Madrid en un avión.
Don se quedó sin palabras. A Marlena no le faltaba razón. Lo que decía era cierto. Él era así, un interesado, el centro de su propio universo y no tenía remordimientos en echar tierra de por medio cuando se cansaba de alguien. En cuanto a las mujeres, no era la primera que le decía algo similar, aunque sí la primera que le hería de verdad. Las verdades puras siempre duelen y aquella le sentó como un puñal en el pecho. Lo más curioso para Don era que, muchas de las mujeres necesitaban sentirse así en su vida, como si el dolor funcionara como motor en sus vidas. Una triste realidad que, con el tiempo, se convirtió en una excusa para salvarse a sí mismo.
Una coraza que Marlena había sabido perforar.
Marlena recogió sus pertenencias y abandonó el hotel sin hacérselo saber al suizo. Se subieron al vehículo que Don había alquilado y condujeron hasta el hotel Radisson de la calle Hauptstätter, ubicada en un barrio residencial no muy alejado del centro aunque lo suficiente para pasar desapercibidos. Al llegar, el arquitecto registró una habitación doble a su nombre y, sin dejar que Marlena cuestionara su acción, caminaron hacia ella. Una vez en el interior, dejaron las maletas y sacó su teléfono.
—Hola Ricardo, ¿qué sucede? —Preguntó Grace Smith al otro lado del aparato—. Siento que hayas hecho el viaje.
—Me dijiste que estarías aquí.
—¿Aquí? ¿Dónde?
—No me jodas, Grace —respondió enervado—. En Stuttgart.
La mujer guardó silencio. Algo no parecía encajarle.
—Ricardo… ¿Qué haces ahí? —Preguntó preocupada—. Se supone que no debes salir de Berlín.
—Del país —rectificó el arquitecto—. No puedo salir del país. No has contestado a mi pregunta.
—Esto no tiene sentido… —dijo ella. Don notó la angustia en su voz. Se preguntó si Grace también le estaba traicionando—. Me informaron de que la reunión había sido cancelada y que el importe del vuelo sería reembolsado.
—¿Quién te informó de eso?
—Una mujer, no sé… —dijo confundida—. Sería la secretaria de Coleman. ¡Mierda!
—¿Desde cuándo te informa una secretaria? —Preguntó Don desquiciado—. ¡Joder, Grace!
—Te prometo que no sabía nada, malditos desgraciados…
—Escúchame —dijo Don por el altavoz con voz seria—. ¿Estás conmigo o estás con ellos?
—¿Por quién me tomas, Ricardo?
—Más te vale… —dijo y cogió aire—. Desde la primera reunión, tengo la sensación de que todo esto forma parte de un complot.
—No te entiendo, ni siquiera se conocían.
—Baumann y su socio.
—Pero Don, no es la primera vez que hacen negocios con nosotros… —argumentó—. Creo que la has tomado con ese hombre.
—¿Con quién estás?
—Contigo, contigo…
—Sé que han firmado algo, aunque no he podido saber el qué —explicó Don—. Baumann tiene los documentos en su maletín, así que Hill y Coleman deben de tener otra copia. Voy a reunirme con él esta noche para cenar. Le sacaré lo que tenga… Es mi última bala, así que ni se te ocurra llamar a esos dos.
—Pero… Ricardo —balbuceó—. Son nuestros clientes.
—Ni se te ocurra —ordenó.
—Como siempre, tú ganas —dijo ella resentida—. Te doy veinticuatro horas. Ojalá sepas lo estás haciendo.
—Espera a mi llamada, ¿entendido?
—Sí, Ricardo —dijo en un español brusco y marcado por su acento británico.
Al colgar, encontró a Marlena con el rostro desencajado y sentada sobre una de las camas. Por su apariencia, era la única que había estado aislada en una burbuja todo ese tiempo.
—Necesito que brilles esta noche —dijo el arquitecto—. Llegados a este punto, hay que engañar a ese miserable como sea.