CAPÍTULO 10
Aeropuerto Berlin-Tegel (Berlín)
14 de mayo de 2016
Un BMW Serie 3 de color negro esperaba junto a las escaleras del avión. Un hombre vestido de traje oscuro y con bigote blanco se mantenía inmóvil junto a la puerta. Tan rápido como se acercaron a él, inició el paso para hacerse cargo de las maletas de los españoles.
—Guten Morgen —dijo el hombre con una expresión campechana. Don abrió la puerta trasera e invitó a Marlena a que entrara. Después, caminó hacia el otro costado del coche y se introdujo en él. El conductor fue el último en entrar y se dirigió a los pasajeros en inglés—. Hotel de Rome, ¿cierto?
—Así es —contestó el arquitecto y miró a Marlena. Ella le regaló una sonrisa. Era un viaje de negocios, pero eso no le quitaba el éxtasis que recorría su cuerpo al encontrarse allí junto a Ricardo.
—Ajá… Bebelplatz… —musitó el conductor mientras escribía las coordenadas en su navegador—. Bonito lugar. Plaza de la Ópera.
—Si no recuerdo mal —dijo el arquitecto—, también el lugar donde Hitler celebró la quema de libros.
—Mmm… Cierto.
El comentario no pareció agradar demasiado al alemán. El silencio regresó al interior de la carrocería y el chófer puso el coche a gran velocidad cuando alcanzaron la autovía.
El cielo estaba nublado, pero eso no impidió que la ingeniera se deleitara con las vistas que le ofrecía su ventanilla. Una ciudad, sin duda, diferente a las que había visto y, por supuesto, con un aroma distinto al de Madrid. La capital alemana mantenía el poso de un lugar histórico al haber sido el epicentro de la historia del siglo XX. Era el único lugar de Europa en el que se podían encontrar los restos de una ciudad dividida por un muro. Pese a que no quedaban más que restos históricos, todavía se podían apreciar las diferencias entre ambos lados. Los barrios al otro lado del famoso muro mantenían el halo de la construcción soviética: bloques rectangulares sin florituras y encajonados como colmenas. Las calles de la ciudad formaban una cuadrícula perfecta, limpia y rodeada de zonas verdes. En la parte occidental se podían encontrar edificios históricos y fachadas cuidadas, además de las grandes avenidas que copaban el centro. Poco a poco se introdujeron en el corazón de la urbe bordeando el tráfico propio del fin de semana. Además del turismo que recogía a menudo la ciudad, otro aspecto que diferenciaba a la capital alemana de la española, y al resto de ciudades germanas, era su gente. Los altos índices de inmigración llenaban las calles de color, de establecimientos de origen turco, indio, chino, paquistaní, italiano, español… Tanto los jóvenes como los mayores se transportaban en bicicleta. Algunos bebían cerveza en un banco público de la calle sin generar ningún tipo de altercado. Marlena no tenía tiempo para reflexionar sobre lo que veía, aunque observaba atónita procurando que no se le escapase detalle.
—¿Primera vez? —Preguntó el conductor observando por el espejo retrovisor. Su mirada se dirigía a ella. Don prefería comprobar la bandeja del correo electrónico de su teléfono.
—Sí —dijo ella y sonrió—. Interesante.
El chófer sonrió.
—Se puede decir que Berlín es diferente a las demás ciudades alemanas —explicó—. Curioso… ¿Eh? Representa tanto y a la vez tan poco…
Marlena buscó la mirada del arquitecto al escuchar el comentario del conductor. Por supuesto, se refería a la masa migratoria que había allí, pero Don hacía caso omiso a la conversación.
—Puede ser —dijo ella. Todo resultaba demasiado extravagante, incluso la conversación—. Siento curiosidad por perderme entre sus calles.
Entonces, Don levantó la vista cuando llegaron a la Puerta de Brandeburgo. El coche atravesó la histórica entrada neoclásica, imponente ante sus ojos. A diferencia de lo que muchos creían, el monumento no fue construido como un arco del triunfo sino como acceso al «Nuevo Berlín» del siglo XVIII. Seis columnas de estilo dórico de veintiséis metros de altura y una cuadriga, que representaba a la diosa de la paz, en lo más alto daban la bienvenida a turistas y habitantes que pasaban por el núcleo de una ciudad en alerta, llena de agentes de policía, viandantes y coches oficiales. El conductor continuó hasta que se encontraron con el segundo emblema de la ciudad, el conocido Reichstag, con las banderas ondeando en lo más alto. El vehículo giró en círculo y dejó atrás la embajada rusa para cruzar el Unter den Linden, el bulevar más tradicional y centro neurálgico de la vida berlinesa hasta la Segunda Guerra Mundial. Rodeados de árboles, amplias calles peatonales y edificios alemanes con fachadas de ladrillo, llegaron a la famosa y esplendorosa plaza Bebelplatz, cobijada por una biblioteca, una ópera y la Catedral de Santa Eduvigis. Junto a la gran iglesia de cúpula verde turquesa, se encontraba el famoso e imponente Hotel de Rome, un enorme edificio alargado que ocupaba el ancho de la plaza, de corte clasicista y que había estado ocupado anteriormente por el banco de Dresde. La fachada de tonos grises y crema, con grandes columnas y ventanales, ondeaba banderas en lo alto. El conductor estacionó a la entrada del hotel en el que un conserje elegantemente vestido hacía guardia junto a dos setos.
—Disfruten de su estancia en la ciudad —dijo el chófer al sacar el equipaje del maletero. Antes de que Don mentara palabra, el conserje, se hizo cargo de las maletas.
—Guten Morgen, Herr Donoso —dijo con tono afable y sonriente.
—Guten Morgen, Klaus —respondió el español.
Marlena lo miró sorprendida. El español era una chistera llena de sorpresas.
—Vaya, no es la primera vez que vienes aquí —dijo ella mirando la fachada del lugar—. Sin duda, me podría acostumbrar a esto sin problemas…
Don se giró y se rio.
—Es la segunda —explicó—. Te daré un consejo, incluso para estos sitios. Nunca olvides ser atenta con la gente que se lo merece. La amabilidad no cuesta nada y compensa el doble.
El comentario del arquitecto caló en la chica. Le gustaba que fuera atento con las personas. Marlena sabía que, en el interior de ese hombre, existía una nobleza tan amplia como el horizonte del mar. Sin embargo, era consciente de que no sería una batalla fácil de librar y dudaba de si estaría dispuesta o no a luchar por todo aquello.
Al cruzar la entrada, subieron unas escaleras y una lujosa entrada recepción de columnas, sofás de piel y velas dejó boquiabierta a la ingeniera. No parecía la entrada de un hotel sino un antiguo palacio romano. El viaje acababa de empezar y ya había superado todas sus expectativas.
—No te quedes ahí —respondió el arquitecto varios metros por delante de ella—. Nos están esperando para la reunión.
Don había reservado habitaciones separadas, aunque en el mismo piso de la planta. El botones los acompañó hasta la tercera planta y desapareció de allí. Don y Marlena caminaron en silencio hasta la puerta de los dormitorios.
—Vaya, somos vecinos —dijo él introduciendo su llave. Solo una puerta separaba sus habitaciones—. Te veo en quince minutos. Nos esperan arriba, en el restaurante de la terraza.
El arquitecto entró en su habitación, se quitó la chaqueta del traje y se miró en el espejo del cuarto de baño. Después abrió el grifo, hizo un cuenco con las manos, lo llenó de agua y se refrescó la cara. Que sus habitaciones estuvieran en el mismo pasillo y distanciadas por una puerta, no había sido fruto del azar. Particularmente, él se encargó de que estuvieran en ese orden por dos razones: su habitación era la de siempre. Había mentido a Marlena, no era su segunda vez. Allí se había encontrado en varias ocasiones a lo largo de los últimos diez años, solo y acompañado. La vida en hoteles era tan cruda y aséptica que, de algún modo, volver al lugar en el que había estado antes le hacía sentir más cercano al hogar. La segunda razón por la que sus habitaciones estuvieran separadas era muy sencilla: autocontrol. Don desconocía cómo transcurrirían los acontecimientos. En las últimas semanas, su relación con la chica había sido, cuanto menos, tumultuosa. Lo último que necesitaba era compartir el tabique por el que oír los lamentos de Marlena, en caso de que el arquitecto se comportara como solía hacer. De ese modo, ni él se atrevería a cruzar la línea roja hasta que estuviese preparado. Estaba allí para solucionar el problema, por tanto, cuantas más tentaciones evitara, mejor para su futuro.
Finalmente, la distancia daría un respiro a la ingeniera y sembraría la duda en ella. Siempre calculaba los detalles.
Pasado el cuarto de hora, el arquitecto caminó hasta su puerta y tocó con los nudillos como había prometido.
—Soy yo, Ricardo —dijo con voz confiada. Escuchó unos pasos y se abrió la puerta. Marlena se había cambiado de ropa. Llevaba un vestido estrecho que marcaba su figura y realzaba sus curvas. Era una sola pieza de color gris con un lazo negro alrededor de la cintura. La prenda dejaba a la vista parte de sus protuberantes pechos, un detalle que llamó la atención del arquitecto. En ese momento, le hubiese gustado mandar al carajo la reunión y hacer el amor con la mujer que tenía delante. Con una sola mirada, sabía que ella lo deseaba tanto como él, pero el futuro de su pellejo estaba en juego y, en ciertas ocasiones, el deseo sexual debía ser conducido en otra dirección—. Estás perfecta, me alegro de haberte traído.
Ella sonrió.
El marcó el camino y se dirigieron hacia el ascensor, embriagados por el perfume de la ingeniera.
—Espero dar una buena impresión —dijo ella al entrar.
—Lo harás —contestó mirando al frente. Don pensó en Grace. Esas dos mujeres eran pura dinamita. Debía haber pensado en ello antes de sentarlas en la misma mesa. Pero era demasiado tarde. Las cartas estaban sobre la mesa—, si sabes mantenerte callada.
Residencia de los Gutiérrez Donoso, barrio de Vallecas (Madrid)
18 de junio de 1999
Don clavaba el tenedor en un filete de carne empanado que su madre había cocinado. Con la otra mano, empleaba el cuchillo y realizaba la tarea con firmeza dejando un corte limpio. Era viernes por la tarde y olía a carne frita y patatas. El sol cada vez caía más tarde y la llegada del verano estaba cerca. Mientras cenaba en la mesa camilla de la sala de estar, su madre fregaba los platos en el interior de la cocina. En la vieja televisión aparecían noticias sobre la guerra de Kosovo. Ricardo no podía aguantar la impotencia ante los rostros de los más perjudicados. Se preguntó qué sería de ellos diez años después. Vidas anónimas, como la suya, golpeadas por el infortunio. Por suerte, él tenía un hogar, un lugar en el que dormir sin pensar si al día siguiente seguiría vivo.
—Menuda mierda de mundo —murmuró, pero el volumen de la televisión impidió que su comentario llegara a oídos de la madre. Mientras todos estaban de exámenes, él se dedicaba a leer manuales y libros de investigación que le ayudaran a entender mejor sus problemas psicológicos. A todo lo que ya tenía, había que sumarle uno más: Leonor. La chica parecía haberle dado largas y, aunque era consciente de ello, no entendía bien por qué. Sin ton ni son, había desaparecido. En una época en la que todavía los teléfonos móviles no eran una extensión del cuerpo humano, localizar a una persona era más complicado de lo que se llegaba a pensar. Leonor siempre llamaba desde una cabina telefónica, al contrario que hacía él. Ella argumentaba que no tenía teléfono en el apartamento de estudiantes, pero Ricardo sabía que tampoco le interesaba. Era una mujer libre, independiente y tenía las cosas claras. Por el contrario, al futuro arquitecto le gustaba que la chica llamara y dejara los recados a su madre. Eso desmarcaba los rumores. Su madre, a pesar de lo que había sufrido, no tardó en reincorporarse al entorno vecinal, a las tardes de chismorreos entre amas de casa y a las mesas redondas de gente del barrio donde se juzgaban las vidas de los demás. Una vez que los hijos tenían novia, la conversación apuntaba a su próxima víctima. Por tanto, que Leonor llamara a casa, le beneficiaba.
Pero, por alguna misteriosa razón, la joven había dejado de hacerlo. Él sabía que tenía mucho que estudiar aunque también era consciente de que Leonor rara vez abría un libro. El chico se preguntó dónde estaría, qué habría hecho mal y si se estaría viendo con otro.
La última idea no le hizo ninguna gracia.
—Ah, por cierto… —dijo la madre asomándose hasta el marco de la puerta. En las manos llevaba un paño con el que secaba un vaso de cristal. Ricardo levantó la vista.
—Ha llamado esa amiga tuya, Leonor —comentó contenta dándole vueltas al vaso—. ¡Ay! Es muy simpática, Ricardo. ¿Cuándo me la vas a presentar? Que soy tu madre, que no muerdo.
—¿Qué ha dicho? —Preguntó omitiendo la sugerencia de su progenitora.
—Que este fin de semana estará fuera con unas amigas, que no te preocupes y que llamará cuando regrese —dijo la madre—. No sé cómo lo has hecho, pero una mujer que se preocupa por ti así, hoy, con la que cae, pocas quedan, hijo… ¿De dónde dijiste que era? Tiene ese acento…
Puede que Ricardo no supiera demasiado sobre seducción y que todavía le quedara mucho por aprender. Por el contrario, podía husmear a kilómetros el tufo de los embustes. Leonor le había mentido, no solo a él, sino a su madre. Dedujo que esa chica se la estaba pegando con otro.
Dejó el tenedor sobre la mesa y se guardó el cuchillo mientras su madre observaba las imágenes bélicas en el informativo.
Después se levantó y caminó hacia la salida del apartamento.
—¡Hijo! ¿A dónde vas? —Gritó la madre, pero él ya había abandonado la vivienda.