CAPÍTULO 2

Barrio de Palomas (Madrid)

9 de mayo de 2016

Como cada lunes, se había levantado a las cinco y media de la mañana, leído las noticias, corrido siete kilómetros y realizado varias rutinas de ejercicios físicos. Tras una ducha, un café solo doble y una tostada de pan integral con aceite, Don había subido al vehículo que puntual esperaba en la puerta de su domicilio. Mariano le había puesto al corriente de su investigación exhaustiva en busca de señales, sospechas, pistas que llevaran a un nombre que conectara con la persona que había dejado el sobre con los recortes. Un día más, un dantesco infierno se abría bajo los pies del arquitecto.

—Me temo que se trata de profesionales —dijo el conductor con la mirada puesta en la carretera mientras el vehículo dejaba atrás las dos gigantescas torres de oficinas que vigilaban la capital española—. Ni siquiera sé cómo pudieron entrar.

—Eso ya no importa —respondió Don.

El chófer miró por el espejo retrovisor.

—Discúlpeme la impertinencia, pero… —dijo Mariano al volante—. ¿Qué contenía el sobre?

Un escalofrío recorrió las articulaciones del arquitecto. Apretó los labios y continuó con la mirada puesta en la ventanilla lateral. Como cualquier ser humano, Don ardía en deseos de contárselo a su empleado, de compartir la confidencia, de contarle toda la verdad. Pero si algo le había enseñado la vida era a mantenerse callado y desconfiar de cualquiera. Por muy tentadora que fuese la situación, por mucho que el viento soplase a su favor y que la confianza brillara en el ojo ajeno, el ser humano tenía el defecto de ser emocional e imprevisible, una combinación tan devastadora como la nitroglicerina. Don era consciente de que Mariano era un hombre honesto, servicial y noble, se lo había demostrado hasta la fecha pero, como en la bolsa bursátil, el futuro siempre era incierto.

—Amenazas, ya se lo dije —respondió desazonado—. Será mejor olvidarlo y concentrarse en otros asuntos… Si sigo así, perderé la cordura.

—En efecto —dijo el chófer. Por la radio, el locutor de Radio Nacional de España 5 presentaba un concierto de piano en el que interpretarían, más tarde, piezas de Franz Liszt. Don agarró el diario de color salmón que había junto a su asiento y que Mariano se encargaba de comprar cada mañana.

Pasó las páginas, plagadas de noticias sobre economía, empresas y finanzas, hasta que leyó un titular que atrapó su atención.

—Fondos de inversión europeos buscan la rehabilitación de varios edificios en Berlín… —leyó en voz alta con el diario abierto de par en par—. Tal vez sea una buena oportunidad para levantar la moral del equipo.

—Apenas han pasado unos meses de lo de Riga… —dijo el conductor. El vehículo se aproximaba a las oficinas del estudio RD Arquitectos—. Después de todo, no dejó de ser un éxito la operación… en todos los sentidos, claro.

El arquitecto volvió a mirar la noticia.

—La pérdida del proyecto anterior en Alemania me dejó una espina clavada —confesó el arquitecto—. Con este proyecto, nos hemos coronado.

—Me alegro de que así haya sido, señor —respondió Mariano—. No siempre se gana, pero es parte del juego… Usted lo sabe mejor que yo.

A Don no le gustaba perder y, mucho menos, que le llevaran la contraria. No obstante, percibió que su empleado intentaba protegerlo de algo, aunque no supiera el qué. Lo que el veterano desconocía era que Don había pasado el resto del fin de semana pensando en Marlena, una vez más. Las salidas nocturnas se habían reducido desde su regreso de Letonia. Algo en su interior le frenaba a dar el paso, regresar a esa cita que jamás debió terminar como lo hizo. La compañía femenina no resultaba suficiente. La tensión que existía entre los dos eliminaba cualquier impulso sexual con otra mujer que no fuese ella. Sin duda, sus sentimientos lo estaban mermando y sabía que no acabaría bien. La noticia de los fondos de inversión no era más que otro plano hipotético en el que imaginarse con Marlena, los dos juntos frente a un aparente viaje de negocios. Fuera de la ciudad, lejos de la vista de todos y en la neutralidad que siempre ofrecían ese tipo de actividades, Don se sentiría con las fuerzas suficientes para dar el paso. Al fin y al cabo, no dejaba de ser un hombre más hipnotizado por sus sentimientos, por mucho que intentara rebelarse contra ellos. Sabía que Marlena le correspondía y que no opondría resistencia a sus encantos. Lo podía notar cuando se encontraban en la oficina, aunque el enfriamiento de los últimos meses hubiese distanciado la relación. En el peor de los casos, a pesar de sus deseos, adoptaría una posición cruda y zanjaría el asunto para siempre, por mucho que le pesara.

Cerró el periódico y el coche se detuvo. En la puerta del edificio de cristal no había nadie. Era demasiado pronto.

—Nos vemos más tarde, Mariano —dijo y se apeó del vehículo. Caminó hasta la entrada, introdujo una tarjeta digital y cruzó la recepción, que se encontraba también vacía. Aunque los empleados no llegaran hasta las siete y media de la mañana, le irritaba que nadie se tomara su trabajo con tanta seriedad como él. También era consciente de que una subida de sueldo no cambiaría las cosas. La motivación salarial, como todo lo material en la vida, perdía su significado al cabo de un tiempo. Él lo sabía, había pasado de poner ladrillos a ver cómo otros los ponían. Nunca le importaron las posesiones, el estatus o la seguridad de guardar en la cuenta de un banco cientos de miles de euros que no había visto jamás. Solo ponía atención a las emociones que un puñado de billetes era capaz de mover en otras personas, poniéndolas en la dirección que uno deseaba. Pronto aprendió que, aquel capaz de controlarse a sí mismo, alcanzaría lo que se propusiera.

Una vez hubo abandonado el ascensor, caminó hasta su despacho sin dejar de observar la vacía sala de trabajo, repleta de escritorios de oficina, sillas giratorias y pantallas de ordenador. Se dirigió a la cocina, preparó un café en la máquina de cápsulas y percibió que algún empleado se había dejado una taza sin limpiar. Dudó en ser él quien la limpiara, pero iba vestido de traje y temía mancharse. Aquel objeto le produjo una gran irritación.

Una gran habitación de paredes transparentes por las que se podía contemplar la ciudad de Madrid a lo lejos. El sol se abría paso entre las nubes y llenaba los extremos de claridad. En menos de una hora, la habitación sería una olla a presión de estrés, sonidos de ratón informático y mecanografía. Para el arquitecto era bello contemplar cómo el talento y la concentración se unían de la mano para llevar a cabo creaciones tan bellas como las maquetas que las representaban en su oficina. Sin olvidar de dónde procedía, miró hacia la ciudad y deseó que todos aquellos, mermados en algún momento por sus propias limitaciones, supieran que la mente humana era invencible.

De pronto, se escucharon unos tacones.

Don miró su reloj de pulsera. Todavía faltaban treinta minutos para que la oficina abriera. Después se giró y vio con sus propios ojos que era Marlena quien caminaba por el pasillo. Estaba espléndida, cada día más. Esa mañana, Marlena llevaba unos pantalones de tela negra, una chaqueta bajo el brazo y una blusa de color crema que dejaba a la vista sus hombros y esa piel oscura, propia del sur, que la hacía todavía más hermosa. Al arquitecto le entraron unas ganas enormes de morder lo alto de su hombro y sentir el olor de su piel, pero todavía se encontraba muy lejos de ese momento.

Sus miradas se encontraron en la distancia. Ella parecía sorprendida por el hecho de que su jefe estuviera ya allí. Lo que desconocía era que siempre llegaba el primero.

—Buenos días… Marlena —dijo Don con la taza en la mano y esbozó una sonrisa—. ¿Ha ocurrido algo?

Ella irguió la espalda y caminó hasta su escritorio.

—No, en absoluto… —respondió con un tono suave aunque distante. Dejó su bolso sobre la silla giratoria y puso chaqueta primaveral de piel negra sobre el respaldo—. He ido al gimnasio antes… Eso es todo. He acumulado estrés estos días.

Don arqueó las cejas.

—Vaya, no sabía que fueses al gimnasio.

Ella sonrió y encendió el ordenador.

—No eres el único que guarda secretos, jefe…

—No me llames jefe…

—Ricardo, como quieras —dijo ella mostrando las palmas de las manos—. Por cierto, ahora que no hay nadie… Me gustaría hablar contigo sobre algo.

El estómago de Don se encogió. Debía mantenerse alerta. Desconocía con qué le iba a salir Marlena.

—¿Es urgente? —Preguntó el arquitecto distanciándose unos pasos y dirigiéndose a su despacho—. Hoy también será un día duro.

Ella inclinó la cabeza. Parecía confundida.

—¿Hay algo que deba saber?

—¿Has leído las noticias? —Preguntó ofreciéndole el diario. Le estaba plantando un cebo. Marlena lo observó en la distancia y se tocó el las oscuras puntas de su cabello. El arquitecto sujetaba el diario de color salmón en la mano. De un modo muy sutil, le estaba sugiriendo que se acercara a él, que rompiera esa distancia que tanto tiempo les había separado, pero ella no se sentía segura de lo que quería hacer. Con educación, caminó hasta su silla y se sentó en ella.

—¿Qué dicen? —Preguntó dándole la espalda a su jefe. Sabía que eso le podía costar caro, pero debía ser fuerte—. Madre mía, el correo hoy echa humo…

El español se acercó a ella dando varios pasos con el café enfriado en su mano. Luego dejó caer el periódico sobre el escritorio. De nuevo, Marlena se puso nerviosa por su presencia. Don le imponía respeto, ya no solo por ser quien daba las órdenes, sino también por todo el misterio que había tras él. Sin embargo, no estaba dispuesta a perder el puesto de trabajo por el que había luchado tanto. Temía ser un pasatiempo y que pronto él se cansara. Por tanto, debía caminar con pies de plomo.

—Ha salido la noticia sobre la renovación de edificios en Berlín —dijo el arquitecto a escasos metros de la silla—. Salimos en ella.

Marlena abrió el diario y pasó las páginas hasta encontrar la noticia.

—¿Salimos? —Preguntó ella mirando el titular—. Sale tu nombre, eso es todo.

—Hoy soy yo —respondió—. Mañana podemos ser los dos, nunca se sabe.

—Ya… —dijo la ingeniera decepcionada. Cerró el periódico y lo puso a un lado. Después se giró y miró a su jefe desde la silla—. ¿Qué haremos con el proyecto de la calle Serrano?

—Seguir adelante —dijo Don y se apoyó en el escritorio—. Aunque te voy a necesitar conmigo estos días. Debemos revisar que esté todo en orden antes de que empiecen las obras. Después, me gustaría ver los edificios por mí mismo.

—Acabas de regresar de Riga.

—Eso no cuenta —contestó y se formó un silencio incómodo. La herida seguía abierta y ella todavía desconocía qué había sucedido en el país báltico—. Marlena…

El tono de voz decayó.

—¿Sí? —Dijo ella expectante a una declaración de intenciones—. ¿Qué ocurre?

Don suspiró. Menuda forma de empezar el día, pensó.

—Sé que te debo una explicación —comentó mirándola a los ojos y con voz de arrepentimiento—. Son tantas cosas que… en fin… Me gustaría volver a esa cena, dos meses atrás, como si nada de esto hubiera sucedido.

De repente, se dio cuenta de que los ojos de la chica brillaban, aunque no se imaginaba qué se le estaba cruzando por la cabeza.

La luz del pasillo se encendió y las puertas del ascensor se abrieron. Un empleado entró en la sala. La oficina acababa de abrir.

—Buenos días —dijo uno de los delineantes.

Las miradas de ambos de desligaron con rapidez.

—Buenos días… —respondió Don. Después se levantó del escritorio y se dirigió a Marlena—. Continuaremos en otro momento… ¿Qué era eso de lo que querías hablar?

La chica tragó saliva, miró al resto de la oficina que se habitaba de compañeros y forzó una sonrisa.

—No, nada importante.

—Está bien.

Sin destemplarse por la situación, Don caminó hasta su despacho con un poso de satisfacción. Después de un largo letargo, las emociones de ambos seguían latentes. Estuvo a punto de decirle a la ingeniera que viajara con él, pero aquel empleado lo había detenido. La oportunidad había sido casi perfecta.

Pronto podría recuperar el tiempo perdido con Marlena.