CAPÍTULO 4
Sala de juntas, Estudio de RD Arquitectos.
Barrio de Las Palomas (Madrid)
9 de mayo de 2016
En una amplia sala de cristal y alrededor de una mesa redonda de color blanco, un grupo de siete personas, formado por hombres y mujeres, esperaban sentados bajo la atenta mirada de Don. Los siete formaban el círculo de confianza de Ricardo Donoso. Un equipo de arquitectos e ingenieros que el propio Donoso había reclutado y que dirigían al resto de empleados que ocupaban la oficina. Entre ellos, y en uno de los laterales, se encontraba Marlena con las piernas cruzadas y cierto temblor en las manos.
El estudio de Don se había encargado de renovar dos edificios de gran tamaño en pleno centro de Berlín para convertirlos en oficinas de alquiler. Grace había sido la artífice de conectar a un fondo británico con los propietarios de los edificios, una sociedad suiza encabezada por un desconocido magnate francés: Pierre Ferrec. Gracias a la reputación del español y el reconocimiento cosechado a lo largo de los años por el continente, el Fondo de Inversión inglés no dudó en contratar los servicios de su estudio para un proyecto de esa envergadura. Aceptar un encargo así, no solo requería la aceleración del resto de proyectos sino, también, la dedicación a tiempo completo de todos los equipos del estudio al proyecto. Nada podía quedarse sin supervisión, todos los detalles debían ser revisados al milímetro. Era la marca personal de Don. Nunca dejaba cabos sueltos.
Tras la conversación con la abogada británica, no había tardado más de cinco minutos en transmitir la noticia que los diarios habían publicado y ordenar al equipo que se presentara en la sala de reuniones.
Los miembros presentes se miraban entre ellos en busca de respuestas.
—Señoras y señores, os he citado aquí por una causa importante —dijo con voz de entrenador deportivo—. Las obras de la renovación han comenzado y puede que necesite ausentarme unos días de la oficina. Los británicos son exigentes y a nosotros nos gusta dar una buena imagen, por lo que, posiblemente, me trasladaré a Berlín para revisar las obras y os necesitaré a algunos de vosotros conmigo.
—¿Está adjudicado? —Preguntó Andrés Lomana, un arquitecto urbanista de gafas y calvicie pronunciada. Esa interrupción le hubiese salido cara si Don no necesitara su talento. Odiaba las interrupciones y las preguntas impertinentes. El arquitecto detestaba que siempre hubiese algún imbécil cuestionándolo todo.
—Lo estará —dijo y se escuchó un murmullo que no tardó en disipar con un gesto de manos—. Por esa misma razón, acabo de enviaros por correo la localización de las dos construcciones. Quiero que dejéis lo que estéis haciendo y os pongáis con ello ahora mismo. Me importa un comino las entregas que tengáis hoy, pueden esperar a la tarde… ¿Entendido? Quiero resultados y rápido.
—Pero… —replicó un ingeniero de pelo corto y barba de varios días. Era Daniel Jiménez, el más joven de todos y el más atrevido. La falta de experiencia se correspondía con su carencia de humildad—. Le prometí a mi esposa que iríamos a cenar hoy. No puedo cancelarlo.
—Mira, chaval —dijo Don señalándole con el dedo—. Yo también tengo planes, pero este es un estudio internacional y tenemos una reputación. Si quieres hacer algo extraordinario en esta vida, tienes que actuar de forma diferente al resto, y empiezas a comportarte como un mediocre. El éxito tiene un precio… Y la cantidad de dinero que han invertido en este proyecto es más de lo que todos ganaríamos en varias vidas… Si tu mujer conoce tus ambiciones, lo entenderá, si no, no es mi problema… Estás aquí porque has demostrado tener talento, pero el talento no lo es todo… Hoy te quiero en esta oficina, mañana haz lo que consideres. Eso es todo. Ahora… a trabajar.
Las palabras del arquitecto congelaron la reacción de un joven lleno de impotencia. Don podía encontrar restos de su pasado en ese empleado. Debido a su infancia, jamás había desobedecido. La paciencia era una virtud que muy pocos adquirían. Siempre creyó que el daño se hacía desde dentro, desde lo más alto. Enfrentarse a un jefe era lo más estúpido que alguien, en una posición inferior, podía hacer.
Cometer el error de tener razón y ser despedido.
El superior prefirió pasar por alto la actitud infantil y mostró indiferencia ante un desmán de gestos que usó como respuesta.
Sin embargo, Jiménez no pudo contener la rabia.
Su cabeza se enrojecía al mismo ritmo que su cuello.
La olla explotó.
—¡Que te den tío! —Exclamó tirando los papeles al suelo—. ¡A ti y a tus jodidos proyectos! ¡Me largo de aquí!
El arquitecto se levantó y salió disparado hacia la puerta. Después cogió su abrigo y abandonó la sala.
El resto, en silencio, se levantaron de sus sillas y salieron de la habitación.
La ingeniera estaba horrorizada y no dudó en expresar su rostro de indignación ante su jefe.
Antes de que también se marchara, Don levantó la voz.
—¡Marlena, espera!
La chica obedeció y se acercó a su jefe. El resto de empleados quedaba al otro lado de la pared de cristal.
—Creo que has sido demasiado severo con Daniel —reprochó con inseguridad—. No todo en esta vida es trabajo, Ricardo…
De nuevo, suspiró e hizo una pausa. Quien sabía medir la distancia entre las palabras era quien ganaba en la conversación. Se preguntó por qué ella lo estaba tratando así y sintió una ligera culpa en su interior.
—A veces, se nos olvida para quién trabajamos —contestó el arquitecto—. Nuestros clientes no entienden de cenas, aniversarios de boda ni problemas personales. Eso es algo que tú ya sabes y él debe recordar si quiere hacer algo en esta vida. Es lo primero que digo cuando llegáis.
—Tú sabrás, eres el jefe —contestó con indiferencia—. ¿Qué querías?
Don caminó hacia la mesa y dio un trago de un vaso de agua de cristal. Después se limpió los labios con la lengua y giró la mirada hacia el interior de la oficina. Su comportamiento no hizo más que crear expectación en la mente de Marlena.
—Quiero que me acompañes a Berlín —ordenó—. Sé que, hasta la fecha, no has hecho ningún viaje así pero, esta vez, te necesito conmigo.
Las pupilas de Marlena se dilataron, ya no por la escasa carga sentimental que el superior había puesto en las palabras, sino por la gran responsabilidad que suponía estar al cargo de una operación de ese tamaño. Ella nunca se había visto en una posición como aquella.
—No sé qué decir, Ricardo… —dijo ella cruzándose de brazos—. Me coge por sorpresa… Es mucha responsabilidad.
—Marlena, escucha —respondió él acercándose unos centímetros. De nuevo, esa tensión, ambos la sintieron. Don era más alto que la chica y sabía cómo jugar con ello para intimidarla con su presencia—. No es una oferta… Es una orden.
Ella retrocedió unos pasos.
—Ni siquiera soy arquitecta —argumentó—. Esta posición es más para otra persona… sinceramente.
—Además de ti —contestó con una sonrisa. Don no se daría por vencido—. ¿Quién más habla alemán en esta oficina?
—Acabas de despedirle.
—Entonces solo quedas tú.
—Pensé que eran suizos.
—Sí, del norte —explicó él—. Pero eso no importa, los edificios están en Berlín y no quiero verme solo comiendo wurst. Quiero que vengas conmigo.
—De verdad que aprecio tu propuesta, jefe… —dijo Marlena marcando la distancia—. Pero no estoy segura si esto es lo apropiado.
—Estamos hablando de trabajo, ¿verdad? —Preguntó él—. Eres una mujer fuerte. No tengas miedo.
Por un instante, los ojos de Marlena quisieron manifestar otras intenciones, pero la chica pensó que no era el momento ni el lugar oportuno para ello. Todos la podían escuchar.
—Estaré con mi equipo para lo que me necesites —concluyó frente a su jefe—. Si hay algo que pueda hacer, ya sabes.
Dispuesta a salir, Don la agarró del codo. La chica se giró.
—Quizá Berlín sea un buen momento para decirnos todo lo que guardamos en nuestro interior… sin oficinas, ni compañeros de trabajo —le susurró al oído con un tono suave y seductor—. Después de todo, tenemos una conversación pendiente.
Ella se soltó el brazo con resistencia aunque sin hostilidad. Era parte del juego.
—Quizá no sea mala idea —dijo esforzándose por ocultar su sonrisa—. Suena más convincente que la excusa del wurst…
—Ya lo sabes —respondió sonriente—. Odio comer solo.
Restaurante Horcher
Calle Alfonso XII, Centro (Madrid)
11 de mayo de 2016
Bajo la luz de los halógenos y el cálido color de las rojas paredes, Don despedía a Lázaro Martínez, un hombre mayor de sesenta años, cabello blanco y figura delgada, vestido de traje gris y camisa blanca. Martínez era tan castizo como el fuerte sonido de la zeta al pronunciar Madriz y no Madrid, como hacían otros muchos españoles. La relación con el arquitecto iba más allá de lo empresarial. Propietario de gran cantidad de inmuebles en el centro de la ciudad, su larga trayectoria le había otorgado la experiencia suficiente para saber con quién tratar. Abrumado ante el ritmo que el mundo moderno había tomado, a pesar de dominar el inglés y el francés, se resistía a negociar con el capital extranjero si podía hacerlo con los que hablaban su misma lengua. Era una cuestión de sangre, de conocer al vecino mejor que al enemigo. A Lázaro Martínez le gustaba la actitud de Don. El arquitecto había llegado a él a través de una de sus hijas, con la que había compartido amistades en uno de sus veranos ibicencos. Como siempre, Don no desperdició la oportunidad.
La razón de su encuentro aquella mañana no era más que pura estima, sin negocios a la vista ni operaciones por realizar. Don conocía la importancia del contacto humano, pese a que él no lo necesitara para llevar a cabo sus planes. Sin embargo, Martínez y muchos otros sí que lo consideraban necesario de una forma inconsciente. Era el gen español, la cercanía, el creer conocer a la persona que tenemos delante. Un cliché que no siempre correspondía con la verdad.
—Me alegra que hayas seguido adelante, Ricardo —dijo el hombre con un tono más fraternal que paternal en su voz—. Leí la noticia en el diario. No he escuchado en mi vida el nombre de esos inversores, como el de muchos otros. Me quedan algunos años para retirarme. Después serán mis hijas quienes se hagan cargo de la empresa familiar.
—Si no recuerdo mal —dijo Don—, Laura se casó hace poco con un importante empresario.
Don lo conocía. Sabía que no era de fiar, pero ese hombre no se lo iba a poner fácil.
—Un imbécil, Ricardo, un imbécil… —dijo dándole vueltas al plato del café—. ¿Y qué puedo hacer? Nada. Está claro que mis hijas son un buen partido para muchos y eso les nubla el juicio a la hora de acercarse a ella… Sandra es una buena chica, tú ya lo sabes, bastante ingenua y un poco insoportable, para qué te voy a mentir, pero una buena chica.
—Siempre hay un precio que pagar, Lázaro —dijo—. Amarra bien tus cosas y punto. Todavía estás a tiempo.
—Ese es el problema, Ricardo —respondió mirándole a los ojos—. ¿Hasta cuándo voy a tener que amarrarlo todo? Llegará el día en el que no me quede más remedio que soltar el ancla… Si no cambian las cosas, auguro un futuro muy negro para el patrimonio familiar.
—Cuando te coman los gusanos, te dará igual todo —contestó Don sonriendo—. Disfruta lo que te queda, lo que has construido y que te importe más bien poco lo que viene por delante. Al fin y al cabo, venimos y nos vamos de la misma manera.
El hombre reflexionó sobre las palabras del arquitecto. Por un momento, se había olvidado de la importancia de vivir, abrumado en sus posesiones y en el futuro de un legado que, de un modo u otro, terminaría en las manos equivocadas.
—Cásate con ella, Ricardo —dijo el hombre en un arrebato de desesperación—. A Sandra siempre le has gustado, que no soy tonto…
Don no se esperaba una respuesta así. No pudo evitar reír.
—Pero, Lázaro…
—Eres un buen hombre, pero siempre te he visto solitario —explicó como si le intentara vender las razones para hacerlo—. Sé que si quieres, puedes hacerlo. Sabes cómo seducir a una mujer… Ella cuidará bien de ti y yo no podré estar más feliz de tener un yerno así. Al fin y al cabo, todo quedaría en familia.
Sonrojado, Don miró hacia el mantel de tela blanca y dio un trago de agua.
—Lo siento, Lázaro —dijo con sinceridad ante la expectante cara del hombre—. Hay una mujer.
Sus palabras cayeron como un cubo de agua fría sobre la mirada de su acompañante.
—Vaya, era de esperar —dijo y se recostó en la silla—. Bueno, tenía que intentarlo.
—No pierdas el norte, hombre —respondió el arquitecto—. Estoy seguro que el agua volverá a su cauce.
—¿Es bonita? —Preguntó el empresario con la mirada iluminada—. La chica, digo…
Don no sabía cómo responder. Por una parte, era una cuestión privada, su intimidad. Él nunca hablaba de esos temas, jamás lo había hecho, ni siquiera con su chófer, Mariano. La intimidad de Don era una cuestión tan abstracta que ni él mismo se la cuestionaba. Las cosas sucedían y no había necesidad de que alguien conociera los detalles. Por otro lado, el hermetismo personal había alcanzado tal extremo que nadie se había atrevido a preguntarle por sus escarceos amorosos.
—Muy bonita —respondió de forma natural. Se sintió bien al hablar de Marlena de ese modo, compartirlo con alguien de confianza—. Es inteligente, segura de sí misma… Pero la situación no ha llegado a palabras mayores.
—¿Hay otro?
—No, no lo sé —rectificó. Se sentía incómodo hablando de ello allí, delante de otros comensales—. Demos un paseo hasta Puerta de España, así bajaremos el almuerzo.
Al salir del restaurante, dos vigilantes vestidos de uniforme, que hacían guardia en la entrada, se despidieron de ellos. El tráfico de la ciudad en una mañana primaveral y soleada caía en sendas direcciones por la calle Alfonso XII. Al otro lado de la acera se podía ver el extenso y verdoso Parque de El Retiro, un amplio parque del siglo XIX con palacetes y estanque incluidos que habían servido a la aristocracia como lugar de descanso vacacional. Posiblemente, uno de los lugares más bellos de la ciudad y también uno de los preferidos del arquitecto. Caminaron calle abajo en dirección a la entrada y dejando atrás la Puerta de Alcalá que sobresalía tras sus espaldas. Durante el paseo, Don reflexionó sobre lo que le había dicho a su amigo y este insistió con preguntas que no llegaron a puerto. Demasiado información para un día, pensó el arquitecto. La dirección de la conversación regresó a los negocios y a los días que acontecían. Frente a una entrada de verja y columnas y un pasillo decorado de árboles y marquesina, los dos hombres se despidieron con un apretón de manos. La altura de Don era notablemente superior a la del empresario, que lo observaba nostálgico con el rostro arrugado por la edad.
—Hagas lo que hagas —dijo el hombre—, sé que te irá bien. Harás lo correcto, Ricardo.
—Me halaga tu confianza.
—Siempre has tenido las cosas muy claras —argumentó—. Eso es admirable en ti, muchacho.
Después se dijeron adiós y el hombre continuó su paseo calle abajo mientras que el arquitecto se quedó clavado en la entrada del parque.
Siempre hacía lo correcto, pensó. Puede que ese fuera su problema.
Cuando estaba a punto de adentrarse en los jardines, el teléfono vibró en el interior de su pantalón. Sacó el dispositivo y observó la pantalla. Era un mensaje de Mariano. Marcó el número de su chófer y el conductor no tardó en aparecer por la calle. Don no sabía cómo lo conseguía, pero Mariano siempre estaba cerca cuando le necesitaba.
—Un día estupendo para dar un pasé por El Retiro —dijo el conductor acariciándose el bigote—. Espero que haya tenido una reunión agradable.
—Lázaro nunca decepciona.
El coche arrancó y puso dirección al barrio de Las Palomas. La carretera estaba concurrida aunque no lo suficiente para producir atascos. Minutos más tarde, frente a un semáforo en rojo, el conductor carraspeó.
—Tengo algunas noticias, señor —dijo Mariano con cierta incomodidad en su forma de hablar—. No le va a gustar lo que tengo que decirle.
—Pues hazlo sin rodeos.
—Según mis fuentes, varios hombres han preguntado por usted en las tiendas del barrio durante las últimas semanas —explicó—. Cuatro hombres diferentes, aunque siempre en pareja.
Tenía razón, no le gustó en absoluto que alguien le pisara los talones.
—¿Crees que tiene alguna relación con el sobre?
—No lo sé, usted sabe lo que había en ese sobre —respondió sin remordimientos—. Solo le puedo decir lo que sé. Puede que sean ladrones. Usted es una persona conocida.
—¿Qué aspecto tenían? —Preguntó inquieto el arquitecto. De repente, era como si le picara todo—. ¿Extranjeros?
—No —contestó—. Españoles y bien vestidos. ¿Cree que son policías?
—Lo dudo —respondió el arquitecto—. Saben dónde vivo y a qué me dedico. Basta con tocar a mi puerta. ¿Qué más sabes? ¿Tienes algún registro de las cámaras de seguridad?
—Todavía no —dijo avergonzado—. No es tan sencillo. Estas cosas llevan tiempo para no llamar la atención. Ya sabe… Un paso adelante y dos atrás, nunca se puede confiar plenamente en nadie.
—En eso estoy de acuerdo, Mariano.
El vehículo se aproximaba a las oficinas. El edificio acristalado se dejaba ver a lo lejos.
—Me gustaría creer que todo en esta vida es blanco o negro, como usted siempre dice —añadió el conductor—, y así olvidar esa maldita escala de grises que da balance a todas las cosas…
—Siento decirte que eso me parece una patraña —contestó rotundo el arquitecto—. El balance no existe, Mariano. La única forma de vivir en armonía es haciendo el bien o el mal. Elegir entre lo blanco y lo negro. No hay más. En esta vida, hay que posicionarse y pagar un precio. Si no lo haces, corres el riesgo de que otros decidan por ti.
—Entiendo… —contestó pensativo sobre las palabras que había dicho Don—. ¿Y qué hay de las filosofías orientales? El ying, el yang y toda esa historia del equilibrio…
—Es lo mismo —respondió—. El punto negro es el precio a pagar.
El vehículo se detuvo cuando encontraba frente a la entrada de las oficinas.
—Le mantendré informado en cuanto sepa algo más —dijo el chófer mirando por el espejo retrovisor—. Puede que ese viaje a Berlín no sea una mala idea para que corra el aire… En fin, que tenga un buen día, señor.
—Veremos cómo termina todo —dijo y abrió la puerta trasera del vehículo—. Tú también, Mariano.
El coche dio media vuelta y salió por la entrada que había cruzado para unirse a la carretera. Don caminó lento hacia la recepción. Estaba nervioso. Las noticias que le había traído Mariano no eran las que esperaba pero, al menos, eran noticias. Sus últimas palabras, cargadas de impotencia habían mostrado debilidad, aunque no le faltaba razón.
Para alcanzar el bien, siempre había que pagar un precio.
Él pagaba el suyo eliminando a quien sobraba en ese mundo ideal. Al fin y al cabo, siempre se sintió en deuda con el bien. Él era el punto negro tratando de ser aceptado.
Sala de juntas, Estudio de RD Arquitectos.
Barrio de Las Palomas (Madrid)
11 de mayo de 2016
No era la primera vez que el estudio se enfrentaba ante el desafío de restaurar dos importantes edificios en una capital europea. Ya lo había hecho antes en Varsovia, París y Lisboa. Sin embargo, en esta ocasión, se habían unido diferentes causas por las que Don estaba dispuesto a luchar. La capital alemana era una de sus ciudades favoritas por lo que había representado en la historia de Europa y por lo que representaba en la actualidad: una ciudad moderna, grande y diferente a otras como Londres. En Berlín todavía había cabida para la experimentación, el minimalismo y las corrientes del movimiento moderno. Una ciudad de contrastes en la que todavía se notaban los últimos coletazos del período estalinista. A diferencia de otras capitales del este del continente, la inmigración era algo del pasado y la multiculturalidad un síntoma del presente. Pese a pertenecer al mismo país, Berlín era una ciudad muy distinta a otras como Munich, Stuttgart o Frankfurt, urbes en las que todavía predominaba el modo de vida alemán arraigado y propio de los siglos anteriores. En cuanto a la arquitectura, Don disfrutaba dejándose caer por las calles que conectaban con la Puerta de Brandenburgo, imaginando la infinita calle 17 de junio inundada de tropas y tanques antes de la fatídica guerra. Caminar bajo el bullicio de la inmensa y moderna Potsdamer Platz, viejo corazón de la ciudad, después cruzado por el muro que separaría la ciudad en dos y actual localización de torres de oficinas.
Don podía pasar horas admirando las líneas del renovado edificio del Reichstag, con la cúpula que Norman Foster había instalado sobre él, así como la plaza de Gendarmenmarkt, considerada la más bella del país y en la que se encontraba el Konzerthaus Berlin donde se celebraban los conciertos de música clásica más importantes de la nación. Además de su pasión por la arquitectura, Don también lo era de Wagner y Bach. Ambos le habían ayudado a disipar su ira interior durante muchos años y, aunque los dos fueran de Leipzig, le resultaba imposible olvidarse de ellos cuando caminaba por las laderas del río Rin.
El ritmo agitado de los proyectos de gran escala y las reuniones internacionales habían privado al arquitecto de los viajes de placer. Los últimos, siempre habían sido por cuestiones laborales en los que aprovechaba la situación para matar a dos pájaros de un tiro. La pérdida del proyecto previo al de Riga, le había dejado una huella que parecía no importarle al resto de sus empleados. Sin embargo, para Don, era algo más que eso.
El estudio se hacía cargo de un gran edificio de cinco plantas situado en la famosa calle Behrenstraße, junto a la conocida Bebelplatz y no muy lejos del conocido Komische Oper Berlin. El Fondo de Inversión había comprado el edificio a los suizos para rehabilitarlo, alquilarlo durante unos años y, finalmente, venderlo de nuevo. Además del céntrico complejo de oficinas, el segundo emplazamiento, de carácter similar, era otra gran construcción de cuatro plantas, situado en Planckstraße y junto a la ladera del río, que terminaría con un final parecido.
Mientras en las cafeterías de la periferia discutían a viva voz sobre el salario de los futbolistas y la clase política, en otras esferas, tan altas que algunos ni siquiera eran capaces de concebir, alguien estrechaba las manos y daba luz verde a proyectos de presupuestos millonarios. El esfuerzo, la audacia y las buenas relaciones habían llevado a Don a un estrato al que muchos osaban llegar y muy pocos lo lograban.
De sobra era sabido que, para alcanzar el éxito en los negocios, hacía falta una buena agenda de contactos a los que llamar. No obstante, siempre había que empezar por alguna parte y pronto el arquitecto se dio cuenta de que los contactos que poseía no le ayudarían mucho. Por tanto, aprendió rápido aquello de fingir hasta lograrlo y adoptó una actitud agresiva ante el problema: horas de gimnasio, una apariencia clásica, dominio de varios idiomas y diversos viajes a Mallorca fueron el detonante que lo llevó hasta sus primeros clientes. Don era joven, culto, hermoso y educado. En sus años universitarios había ganado suficiente experiencia en el ámbito financiero y amoroso. Sabía convencer, llegar, a través de la dialéctica, a lugares donde otras personas no podían. Alejado de la fiesta nocturna en la que solían participar sus compañeros de facultad, pronto se convertiría en el joven español y misterioso al que muchos integraban en sus círculos de confianza pero del que tan poco sabían.
La operación con los ingleses no era tan diferente a lo que había conocido durante sus años primerizos de carrera profesional como emprendedor. Dejando a un lado las cantidades astronómicas de dinero, los inversores confiaban en la palabra de un intermediario que se encargaba de encontrar a alguien que estuviera a la altura. Bajo un interés común y tras un proyecto satisfactorio, siempre germinaba la flor de la amistad que desencadenaba en las segundas llamadas, las recomendaciones mutuas, las reuniones para conocer a terceros…
El arquitecto no tardó en darse cuenta de que Europa no era más que un pueblo de gran tamaño unido por una larga carretera.
Había sido una tarde intensa de oficina. Don estaba fatigado por el esfuerzo que habían puesto todos en trabajar a contrarreloj durante los dos últimos meses. Los inversores ingleses estarían más que satisfechos.
Con el ocaso de la tarde sobre un cielo de tonos violetas, Don permanecía sentado en su escritorio y con la mente distraída, de nuevo, en la investigación paralela que estaba llevando a cabo sobre el autor del sobre. Se preguntó cuánto tiempo le duraría la calma de la que aparentemente disfrutaba esos días. Mantenerse en activo, con la cabeza en el trabajo, le ayudaba a calmar sus ansias por actuar. Pese a todo, se sentía inquieto y tenía problemas de concentración. Dentro de su extenso conocimiento, no cabía la posibilidad de que aquello fuera amor.
Era incapaz de enamorarse, eso quería pensar.
Recapacitó sobre las palabras de Lázaro. La vía fácil siempre era casarse con alguien a quien no se ama, llevar una vida cómoda y guardar las apariencias.
Para él, no existía lógica a un montón de estímulos incontrolables que la publicidad se había encargado de asociar a un estado.
Aquel que controla su mente, controla su realidad, se repetía a menudo.
Pero lo que Don desconocía era que enamorarse por primera vez era tan sencillo como planteárselo.
Entonces sonó el teléfono móvil. Tras un lapso, regresó mentalmente al despacho y observó el aparato.
Era una llamada oculta.
Después lo agarró y se lo acercó al oído.
—¿Sí? —Preguntó.
—Hola, Ricardo —dijo una voz femenina en inglés—. Soy Grace. Hay algo que debes saber.
—Espero que sean buenas noticias —respondió con un acusado tono de voz—. Llevo un día intenso.
—Me temo que no.