CAPÍTULO 12

Hotel de Rome, plaza Bebelplatz (Berlín)

15 de mayo de 2016

Esa noche, ninguno de los dos logró conciliar el sueño. A las cinco de la mañana, harto de dar vueltas en la cama, Don se levantó de un salto, hizo dos rutinas de ejercicios físicos y se dio una ducha fría. De pronto, sonó el teléfono móvil. Se preguntó quién llamaría a esas horas. Cerró el agua, agarró una toalla y envolvió su cintura. Después caminó hasta el mueble de la habitación y comprobó el historial. Era Mariano. También había un correo electrónico con un aviso para presentarse en el juzgado de Berlín y declarar sobre lo sucedido. Mariano había comprobado el correo ordinario de su domicilio la noche anterior. Se solicitaba la presencia del arquitecto el día 20 de mayo.

—Maldita sea —murmuró y llamó al chófer.

—Buenos días, señor —respondió al primer tono—. Lamento empezar el día con tal noticia, pero pasaba por el barrio.

—No te preocupes, estaba despierto —respondió Don sentado sobre la cama—. ¿Algo más?

—No, por el momento —explicó—. Sigo esperando noticias sobre las grabaciones…

—Estupendo —dijo el arquitecto y miró a su alrededor. Tuvo la sensación de que alguien caminaba al otro lado de la puerta, pero el ruido desapareció—. Presiento que me quedaré unos días más.

—Vaya, eso sí que es una sorpresa —respondió el chófer—. ¿Hay algo en lo que pueda ayudar?

—Ahora que lo dices… ¿Conoces a alguien que pueda entregarte información sobre Hans Baumann?

—Todo es posible, pero ya sabe, señor… —dijo dubitativo—. Esas cosas, a veces cuestan dinero.

—No escatimes en gastos, Mariano —sentenció—. Tienes mi tarjeta para lo que necesites. Por alguna razón, siento que nos están poniendo la zancadilla.

—¿A qué se refiere? —Preguntó confundido—. ¿Los suizos?

—Puede ser —respondió—. Tal vez esté equivocado. No lo sé, he dormido fatal. Simplemente, me quiero asegurar de que todo está en orden, nada más.

—No se preocupe, me encargaré de ello —contestó—. ¿Está disfrutando del viaje? Su acompañante parecía impresionada antes de subir al avión.

—Otro asunto que resolver —dijo Don lamentando lo que pudo haber ocurrido la noche anterior—. Lamentablemente, no hay nada que puedas hacer en este caso.

—Entiendo —respondió decepcionado—. Entonces no me queda más que desearle suerte. Es usted un hombre inteligente, sabrá cómo gestionar todo esto.

—Gracias, Mariano. Hablaremos más tarde.

—Que tenga un buen día.

El hombre colgó y Don se rascó el mentón.

Después de vestirse, cogió su chaqueta y salió dispuesto a tomarse un café que le despejara las ideas. Los narcóticos no eran el mejor remedio con el estómago vacío. Cuando abrió la puerta, encontró a Marlena vestida y lista para hacer lo mismo.

Hotel de Rome, plaza Bebelplatz (Berlín)

15 de mayo de 2016

La cálida primavera había decidido quedarse en la capital alemana unos días más. Don y Marlena desayunaban café y huevos fritos en la terraza del hotel con una panorámica de la ciudad frente a sus ojos. Marlena parecía disgustada por el episodio de la noche anterior. Él podía notarlo en su expresión facial, tensa y nerviosa. Pensó en sacar la conversación de nuevo, pero excusarse no habría servido de nada. Un hombre era juzgado por sus acciones, no por sus palabras. Tuvo la oportunidad y la perdió. El único culpable era él aunque, tras la llamada del chófer, era lo último en lo que pensar. Por su parte, la ingeniera se comportó de un modo profesional inesperado por parte de su jefe. En cierta manera, sabía que aquello podía ocurrir, o eso quiso pensar Don. Era parte de su juego dejar constancia de su carácter imprevisible. Eso funcionaba con las mujeres, hasta cierta fase del cortejo, razón por la que Don nunca tenía relaciones serias y duraderas.

Para romper el hielo, el arquitecto mostró su preocupación ante su compañera de trabajo hablándole del mensaje recibido. Obviamente, no le mencionó que Mariano había sido el artífice de la llamada. Ella no debía saber cómo el español organizaba su vida. Al escuchar la noticia, la mujer pareció olvidarse del asunto de las habitaciones y mostró su preocupación.

—Entonces, iba en serio todo esto… —dijo dando un sorbo a la taza de café. A pesar de la carencia de sueño, Marlena tenía la suerte de gozar de una piel morena espléndida. El sol golpeaba directamente en su rostro y la claridad daba a su cabello más brillo. Don la observaba como a una princesa intocable, pues no se merecía menos. Ella había tomado una posición neutral ante él. Atrás habían quedado los acercamientos y el coqueteo adolescente. Era un día nuevo y, para ella, era como si nada hubiese sucedido—. Como ya te dije, estoy dispuesta a ayudarte en lo que necesites.

—Tan solo espero que esto no vea la luz —contestó preocupado y dio un trago a su tacita—. ¿Cómo estás?

La pregunta rebotó como una pelota de goma en una cancha de pádel.

—Bien, ¿y tú?

—He dormido poco y mal —respondió—. Sobre lo de anoche, Marlena…

—No tienes que darme explicaciones, Ricardo —intervino antes de que él continuara—. No pasó nada, que yo sepa.

—Precisamente, de eso quería hablar.

Pero antes de que insistiera, la abogada inglesa apareció por la terraza.

—Es Grace Smith —dijo Marlena—. Viene hacia nosotros.

—Maldita mi sangre —murmuró el arquitecto.

La inglesa se acercó hasta la pareja. Tenía mejor aspecto que ellos, aunque el día anterior se hubiese pasado con el alcohol. Don siempre pensó que los ingleses tenían una genética perfecta para digerir las resacas.

—Buenos días —dijo con su inmaculado acento londinense y se dirigió a un camarero apuntando a la mesa—. Té, por favor.

—Vaya, Grace, has podido levantarte.

—Muy gracioso, Donoso —respondió la mujer con cierto sarcasmo en sus palabras—. No te creas que estoy aquí por placer. Del hotel no me echaban hasta las doce.

—¿Dónde se encuentra Hans Baumann? —Preguntó Marlena. A Don no le hizo ninguna gracia que preguntara por el suizo. Grace Smith miró a la chica con desaire y Marlena captó el mensaje.

—Como comprenderás, no soy la encargada de cuidar de ese hombre —respondió con un tono hostil—. Si no recuerdo mal, esta mañana partía para Stuttgart.

—¿Stuttgart? —Preguntó Don—. ¿Qué cojones hace allí? Debería estar aquí para entregarnos los documentos del edificio.

—Siento decirte que no será posible hoy tampoco —contestó Grace con amargura—. Eso no es todo, Don.

—He recibido una notificación para declarar en los juzgados en cinco días —añadió el arquitecto malhumorado—. Si vas a contarme algo más, hazlo antes de que me sienten mal los huevos.

—¿Tienes un minuto?

—Estoy escuchando.

—En privado, Ricardo —dijo la mujer haciendo alusión a la española—. Debo transmitirte una información sensible.

Don observó a Marlena, que estaba dispuesta a levantarse y salir de allí. Él hizo un gesto para que no se moviera. Tal vez, así, recuperara su confianza de nuevo.

—Ella puede estar delante —sentenció—. Estamos todos en esto.

La abogada sacó un documento fotocopiado y arrugado de su bolso. Miró a su alrededor y se lo entregó a Don sin llamar la atención.

—Míralo en tu habitación —dijo ella—. Es el acta oficial del accidente. El fallecido no era un operario de la constructora, Ricardo.

Las palmas de las manos segregaban sudores fríos.

—¿Qué estás diciendo? —Preguntó alterado—. Explícate, Grace…

—El hombre, no era de la empresa.

—¿Y qué importa eso?

—Ricardo, por el amor de Dios… —dijo intentando no llamar la atención—. Ese hombre era contable, no un operario.

—¿Qué hacía un contable en la obra? —Preguntó Marlena. Don se recostó en su asiento y, como había predicho, sintió una fuerte tensión en el estómago. Se guardó el folio doblado en el interior de la chaqueta y echó el cuerpo hacia atrás. La pregunta de la ingeniera estaba mal formulada. La cuestión no era saber qué hacía un contable en el interior del edificio, sino cómo había llegado hasta allí.

Las piernas le temblaban de la impotencia, pero eso no le impidió ponerse en pie. No entendía cómo le estaba sucediendo algo así a él, a Ricardo Donoso.

—Si me disculpáis —dijo y caminó hacia el interior del hotel.

—¿A dónde vas? —Preguntaron las mujeres al unísono.

—Volveré en unos minutos —respondió girando el rostro—. Necesito hacer una llamada.

Caminó hasta uno de los baños del vestíbulo principal, se aseguró de que no hubiese nadie, pasó el cerrojo y sacó una bolsita pequeña de polvo blanco. Después se preparó una raya con la tarjeta de crédito, agarró un billete de cincuenta euros, hizo un canuto y esnifó. El tiro entró con más fuerza de la que había esperado. Se había prometido no hacerlo más. La droga le había generado un serio problema al que encarar rápido: la dependencia.

Sin embargo, no estaba del todo limpio de su desintoxicación. A pesar de que solo consumía en ocasiones extremas, los narcóticos seguían siendo una buena opción para sobrellevar las situaciones más tensas.

El amargo sabor de la cocaína llegó a su garganta. Poco tardó la droga en hacer efecto y su cuerpo se relajó. Se lavó frente al espejo y comprobó el documento. El acta estaba escrita en alemán. Buscó de un vistazo un párrafo en el que apareciera el nombre del fallecido.

Pascal Meier.

Por el apellido, cualquiera hubiera supuesto que era alemán. Escaneó el folio con su teléfono móvil y envió la imagen por correo electrónico a su chófer.

Después marcó su número, caminó hasta el pasillo que le llevaba a la recepción y se detuvo junto a unas escaleras.

—¿Sí?

—Mariano, necesito que dejes lo que estés haciendo —ordenó. El conductor notó la tensión en su voz—. Es de suma urgencia.

—Sí, por supuesto —dijo y se escuchó cómo el vehículo frenaba y se detenía en algún lugar—. Usted dirá.

—Acabo de enviarte un documento por correo electrónico —explicó el arquitecto. Desde la distancia, contempló como la abogada abandonaba el vestíbulo del hotel. Don se preguntó extrañado de qué habrían hablado las dos mujeres y regresó a la conversación—. Hay un nombre, Pascal Meier. Necesito que busques todo lo que sepas sobre esa persona. Por desgracia, es el hombre fallecido durante la rehabilitación.

—Entendido, me pondré en ello ahora mismo.

—Por cierto… ¿Tienes algo sobre Baumann?

—De momento, no tengo ninguna información que se pueda contar como válida —explicó. El arquitecto estaba desesperado—. Ni siquiera han pasado veinticuatro horas…

—Lo sé, no me importa —respondió—. Dime lo que sabes.

—Según mis contactos, ese Hans Baumann no es trigo limpio, señor —explicó avergonzado. De un modo fraternal, el conductor sentía que hubiesen estafado al arquitecto—. Hace años era conocido en el barrio chino de Berlín por hacer compra y venta, ya sabe…

—Trata de blancas.

—Ya le digo, no he podido confirmar su identidad —prosiguió de memoria—. Más tarde, se libró de varios años de cárcel y cambió de nombre y residencia.

Si aquello era cierto, puede que Baumann fuese la excusa perfecta para actuar de nuevo.

—Asegúrese de eso —insistió—. Busque si existe una conexión entre Buamann y Meier. A partir de ahora, el reloj corre en mi contra, Mariano.

—Ándese con cuidado, señor —advirtió el chófer—. De ser cierto lo que le he contado, esa gente es de gatillo fácil.

—Lo tendré en cuenta —contestó con una sonrisa confiada que su interlocutor no pudo ver, cerró la llamada y guardó el teléfono en el bolsillo.